A la mañana siguiente, durante los veinte minutos que estuvo esperando en el salón de Langton Cottage para hablar con William Sumner, John Galbraith se enteró de dos cosas sobre la difunta Kate. La primera, que era una mujer vanidosa. Todas las fotografías que había a la vista eran suyas, o de ella y Hannah, y el policía buscó sin éxito alguna imagen de William, o de una anciana que pudiera ser la madre de William. Como no las encontró, se puso a contar las fotografías que había -trece-; en todas ellas aparecía el mismo rostro sonriente enmarcado por la melena de rizos dorados. ¿Se trataba de un caso de narcisismo extremo, o de un profundo complejo de inferioridad que necesitaba un constante recordatorio de que ser fotogénico era una virtud como cualquier otra?
La segunda cosa que averiguó fue que él no habría podido vivir con aquella mujer. Al parecer, a Kate Sumner le encantaba ponerle volantes a todo: a las cortinas de encaje, al bastidor de la barra, a las butacas… Hasta las pantallas de las lámparas tenían borlas. No había nada en la casa, ni siquiera las paredes, que hubiera escapado a su afición por los adornos. Langton Cottage era una casa construida en el siglo xix, con techos con vigas y chimeneas de ladrillo, y en lugar de las paredes blancas que habrían hecho destacar esos elementos, Kate había cubierto las paredes del salón -seguramente con un gasto considerable- de papel pintado imitando el estilo Regency, adornado con franjas doradas, lazos blancos y cestas de fruta de llamativos colores. Galbraith se estremeció ante aquella profanación de lo que podría haber sido un hermoso salón, e inconscientemente lo comparó con la sencilla decoración del balandro de Steven Harding, que ahora el equipo de la policía científica estaba revisando con microscopio mientras Harding, ejerciendo su derecho a guardar silencio, esperaba en una celda de la comisaría.
Rope Walk era una tranquila avenida bordeada de árboles situada al oeste del club náutico Royal Lymington y del Municipal, y saltaba a la vista que Langton Cottage no era una casa barata. El martes a las ocho de la mañana, cuando llamó a la puerta tras haber dormido sólo dos horas, Galbraith se preguntó a cuánto habría ascendido la hipoteca y cuánto ganaría William con su empleo de director científico de un laboratorio farmacéutico. No entendía por qué se habían marchado de Chichester, sobre todo teniendo en cuenta que ni Kate ni William tenían ningún lazo con Lymington.
La agente Griffiths le abrió la puerta e hizo una mueca cuando Galbraith le dijo que quería hablar con Sumner.
– No creo que esté en condiciones de mantener una conversación -susurró la agente-, Hannah ha pasado la noche llorando, y su padre no ha dormido mucho más que yo.
– Vaya, así que no soy el único.
– Tú tampoco has dormido mucho, ¿eh?
Galbraith sonrió y preguntó:
– ¿Cómo está Sumner?
– No muy bien. No para de llorar y de decir que no hay derecho. -Bajó un poco la voz y añadió-: Estoy preocupada por Hannah. Es evidente que le tiene miedo a su padre. Se pone a berrear en cuanto él entra en la habitación, y se calma al verlo salir. Al final, anoche le dije que fuera a acostarse, para ver si así yo conseguía hacer dormir a la niña.
Galbraith parecía interesado.
– ¿Cómo reacciona Sumner?
– Eso es lo más extraño: no reacciona. Lo ignora, como si estuviera acostumbrado a las pataletas de su hija.
– ¿Te ha explicado por qué se comporta así?
– Lo único que dijo es que como pasa muy pocas horas en casa nunca ha tenido ocasión de establecer un vínculo afectivo firme con la niña. Seguramente es verdad. Me da la impresión de que Kate la tenía envuelta en algodones. En esta casa hay tantos artilugios de seguridad que no entiendo cómo Hannah habría podido aprender algo. Todas las puertas tienen pestillos de seguridad, hasta el armario de su propio dormitorio; eso quiere decir que la niña no puede explorar, no puede elegir la ropa que va a ponerse ni hacer un desastre de vez en cuando. Tiene casi tres años, pero todavía duerme en una cuna. Es muy raro. Su cuarto parece una celda. Todo este despliegue no es normal, y la verdad, no me sorprende que Hannah sea una niña retraída.
– Supongo que habrás pensado que a lo mejor la niña le tiene miedo porque vio cómo él mataba a su madre -murmuró Galbraith.
Sandy Griffiths hizo un ademán de duda y repuso:
– Yo no lo tengo tan claro. Sumner ha hecho una lista de colegas que pueden atestiguar que estaba en Liverpool el sábado por la noche, y si esa coartada se confirma, es imposible que a la una de la madrugada estuviera en Dorset arrojando a su esposa por la borda.
– No. Pero aun así… -Apretó los labios, pensativo-. ¿Sabes que la policía científica no ha encontrado ni un solo medicamento en esta casa? Ni siquiera paracetamol. Es un poco extraño, teniendo en cuenta que William es investigador farmacéutico.
– A lo mejor es por eso que no tiene medicamentos. Porque sabe lo que llevan.
– Mmmm. O porque se deshizo de ellos antes de que llegáramos nosotros. -Miró hacia la escalera y preguntó-: ¿Te cae bien?
– No demasiado -admitió ella-, pero no me hagas mucho caso. Siempre he sido muy mala juzgando a los hombres. En mi opinión no le habrían venido mal un par de bofetadas hace treinta años, para enseñarle modales, pero por lo visto tiene a las mujeres por criadas.
Galbraith rió y dijo:
– ¿Crees que podrás aguantarlo?
Ella se frotó los ojos y contestó:
– ¡Quién sabe! Tu colega se ha marchado hace cerca de media hora, y supongo que tendré un poco de descanso cuando se lleven a William a identificar el cadáver y hablar con el médico que examinó a Hannah. El problema es que no creo que la niña quiera separarse de mí. Se me pega como una lapa. Utilizo la habitación de invitados para echarme una cabezada cuando puedo, y he pensado que tendría que buscarme un sustituto mientras ella duerme para así poder quedarme aquí. Pero tendré que hablar con mi jefe para que busque a alguien. -Suspiró y dijo-: Supongo que quieres que vaya a despertar a William.
Él le dio unas palmadas en el hombro y dijo:
– No, ya lo haré yo. Enséñame dónde está su habitación.
– Vas a despertar a Hannah -protestó la agente-. Si se pone a llorar antes de que me haya fumado un cigarrillo y tomado un café, te mato. Estoy agotada. No soportaría más llantos sin una buena dosis de cafeína y nicotina.
– ¿Se te quitarán las ganas de tener hijos?
– Se me quitarán las ganas de tener marido. Habría sido más fácil si no hubiera tenido a Sumner detrás de mí todo el tiempo como un alma en pena. -Abrió la puerta del salón y agregó-: Puedes esperar aquí. Te encantará. Es como un santuario.
Galbraith oyó pasos en la escalera; se volvió hacia la puerta y vio entrar a Sumner. Tenía cuarenta y tantos años, pero hoy parecía mucho mayor, y Galbraith sospechó que Harding habría sido más cruel al describirlo si lo hubiera visto en aquella situación. Iba sin afeitar y sin peinar, y su rostro denotaba cansancio, aunque era imposible saber si era debido al dolor o a la falta de sueño. Sin embargo tenía la mirada bastante despierta, lo cual no le pasó desapercibido a Galbraith. La falta de sueño no implicaba necesariamente aturdimiento mental.
– Buenos días, señor Sumner -dijo el detective-. Lamento molestarlo a estas horas, pero tengo que hacerle unas preguntas más, y me temo que no pueden esperar.
– No se preocupe. Siéntese. Creo que anoche no fui de gran ayuda, pero estaba tan cansado que no podía ni pensar. -Se sentó en una butaca y le cedió el sofá a Galbraith-, He redactado las listas que me pidió. Están en la mesa de la cocina.
– Gracias. -Galbraith lo miró inquisitivamente-. ¿Ha podido dormir?
– No mucho. No podía dejar de pensar en lo ocurrido. Es todo tan absurdo. Si se hubieran ahogado las dos lo entendería, pero no tiene sentido que Kate esté muerta y Hannah esté viva.
Galbraith le dio la razón. Carpenter y él habían estado cavilando sobre aquello casi toda la noche. ¿Por qué Kate tuvo que nadar para salvarse mientras que a la niña le perdonaron la vida? La mejor explicación -que el barco era el Crazy Daze, que Hannah había estado a bordo pero que había conseguido escaparse mientras Harding iba a pie a Chapman's Pool- no respondía a las preguntas de por qué no habían lanzado a la niña por la borda junto con la madre, por qué a Harding no le preocupaba que la gente de otros barcos que había en el puerto deportivo donde había dejado sola a la niña la oyeran llorar, y quién había alimentado y cambiado a Hannah en las horas anteriores a que la encontraran.
– ¿Ha tenido tiempo de revisar el armario de su esposa, señor Sumner? ¿Sabe si falta alguna prenda?
– Que yo sepa, no. Pero eso no significa nada -añadió-. La verdad es que no suelo fijarme mucho en la ropa.
– ¿Alguna maleta?
– Creo que no.
– Muy bien. -Abrió su maletín en el sofá-. Voy a enseñarle algunas prendas, señor Sumner. Dígame si reconoce alguna. -Sacó una bolsa de plástico que contenía la blusa que habían encontrado en el Crazy Daze, y se la enseñó a Sumner.
Éste sacudió la cabeza.
– No es de Kate -dijo.
– ¿Cómo puede estar tan seguro -preguntó Galbraith, sorprendido-, si no se fijaba en la ropa de su esposa?
– Porque es amarilla. Kate odiaba el color amarillo. Decía que a los rubios no les favorecía. -Hizo un ademán hacia la puerta-. Si se fija, verá que en la casa no hay nada de color amarillo.
– Entiendo. -Galbraith sacó las bolsas que contenían el sujetador y las bragas-. ¿Sabe si estas prendas son de su esposa?
Sumner cogió las bolsas, examinando el contenido a través del plástico transparente.
– Me sorprendería mucho que lo fueran -dijo devolviéndoselas al policía-. A ella le gustaban los encajes y los volantes, y esas prendas son muy sencillas. Si quiere puede compararlas con la ropa interior que hay en sus cajones. Ya verá lo que quiero decir.
Galbraith asintió y dijo:
– Lo haré, gracias. -Sacó la bolsa con los zapatitos de niño y los colocó sobre la palma de su mano-. ¿Y estos zapatos?
Sumner volvió a sacudir la cabeza.
– Lo siento. Para mí, todos los zapatos de niño son iguales.
– Llevan el nombre de su hija en la parte interior de la tira.
– Entonces han de ser de Hannah -dijo encogiéndose de hombros.
– No necesariamente. Son demasiado pequeños para una niña de tres años, y cualquiera puede escribir un nombre en unos zapatos.
– ¿Por qué iba alguien a hacer eso?
– Para fingir algo, quizá.
Sumner frunció el entrecejo y preguntó:
– ¿Dónde los encontró?
– Lo siento, pero de momento no puedo decírselo. -Volvió a enseñarle los zapatos-. ¿Cree que Hannah los reconocería? Quizá sean viejos.
– Puede ser -dijo Sumner-. Que la agente Griffiths se los enseñe. No tiene sentido que lo intente yo. Cada vez que me ve se pone a gritar. -Pasó la mano por el brazo de la butaca y añadió-: El problema es que como trabajo tanto, la niña no ha tenido ocasión de conocerme bien.
Galbraith le sonrió con comprensión, pero se preguntó si aquella afirmación sería sincera. Después de todo, ¿quién podía contradecirle? Kate estaba muerta, Hannah no pronunciaba ni una sola palabra, y los vecinos decían que no sabían gran cosa sobre William. Ni sobre Kate.
«La verdad es que sólo he hablado con él un par de veces, y no me impresionó demasiado. Él trabaja mucho, desde luego, pero no son una pareja muy sociable. Ella era muy agradable, pero no puede decirse que fuéramos amigos. Ya sabe lo que pasa. Los vecinos no se pueden elegir…»
«William no es una persona muy sociable. En una ocasión Kate me dijo que su marido se pasaba las noches y los fines de semana analizando fórmulas en el ordenador mientras ella miraba culebrones en la televisión. Es espantoso que Kate haya muerto así. Ojalá hubiera tenido más tiempo para hablar con ella. Debía de sentirse muy sola. Todas las demás trabajamos, así que ella, que se quedaba en casa, era un caso raro…»
«William Sumner es un bravucón. Un día le llamó la atención a mi esposa sobre una de las vallas que separan nuestros jardines. Dijo que había que cambiarla, y cuando ella le dijo que era su hiedra la que la estaba tumbando, él la amenazó con denunciarla. Ése es el único contacto que hemos tenido con él, y con eso tuvimos bastante. No me cae nada bien…»
«Yo veía más a Kate que a William. Formaban una pareja extraña. Nunca hacían nada juntos. A veces me preguntaba si se querían. Kate era muy agradable, pero casi nunca hablaba de William. La verdad, creo que no tenían muchas cosas en común…»
– Tengo entendido que Hannah se ha pasado la noche llorando. ¿Lo hace a menudo?
– No -contestó Sumner sin vacilar-, pero supongo que porque Kate siempre la cogía en brazos cuando estaba inquieta. La pobrecita debe de echar de menos a su madre.
– Así pues, ¿no ha notado ningún cambio en su comportamiento?
– Pues no.
– El médico que la examinó cuando la llevaron a la comisaría de Poole estaba preocupado por ella. La describió como una niña exageradamente retraída, con retraso en el desarrollo, y dijo que seguramente sufría algún tipo de trauma psicológico. Sin embargo, usted dice que el comportamiento de Hannah es normal.
Sumner se ruborizó ligeramente, como si le hubieran pillado en falta.
– Siempre ha sido un poco… rara, por decirlo así. Yo temía que fuera autista, o sorda, así que le hicimos unas pruebas, pero el pediatra nos dijo que no le pasaba nada y nos recomendó que nos armáramos de paciencia. Dijo que los niños son manipuladores, y que si Kate hiciera menos cosas por ella la niña se vería obligada a pedir lo que quería, y así desaparecería el problema.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hará unos seis meses.
– ¿Cómo se llama su pediatra?
– Doctor Attwater.
– ¿Siguió Kate sus consejos?
Sumner negó con la cabeza.
– No estaba convencida. Ella siempre sabía lo que Hannah quería, y no creía que hubiera necesidad de obligarla a hablar antes de que estuviera preparada para hacerlo.
Galbraith anotó el nombre del pediatra.
– Usted es un hombre inteligente, señor Sumner -dijo a continuación-, y estoy seguro de que sabe por qué le estoy haciendo estas preguntas.
La sombra de una sonrisa pasó por el cansado rostro de Sumner.
– Prefiero que me llame William -dijo-. Sí, claro que me doy cuenta. Mi hija llora cada vez que me ve; mi esposa tenía todas las oportunidades que quería para engañarme, porque yo casi nunca estaba en casa; estoy molesto porque yo no quería venir a vivir a Lymington; la hipoteca de esta casa es demasiado elevada y me gustaría librarme de ella; Kate se sentía sola porque no había hecho muchos amigos; y es más habitual que a una mujer la asesine su pareja por despecho que un desconocido por lujuria. Lo único que tengo a mi favor es una coartada a toda prueba, y créame, me he pasado la noche dándole gracias a Dios por ello.
Según las leyes, los sospechosos contra los que todavía no hay cargos sólo pueden permanecer retenidos un tiempo limitado, y la urgencia para encontrar pruebas contra Steven Harding aumentaba a medida que pasaban las horas. De hecho, las pruebas brillaban por su ausencia. Las manchas que había en el suelo de la cabina del barco, que en principio parecieron tan prometedoras, resultaron ser de vómito provocado por el whisky -se detectó sangre del grupo A, el de Harding-, y un examen microscópico del barco no arrojó ninguna prueba de que allí hubiera tenido lugar ningún acto violento.
Si las conclusiones del forense eran acertadas -«magulladuras y rasguños en la espalda (sobre todo en los omóplatos y en las nalgas) y la parte interior de los muslos, que indican relaciones sexuales forzadas sobre una superficie dura como una cubierta o un suelo sin moqueta; pequeñas pérdidas de sangre debido a escoriaciones en la vagina»-, en los tablones de madera de la cubierta, el salón o la cabina se habrían encontrado restos de sangre, piel o incluso semen. Pero no fue así. En los tablones de cubierta había mucha sal, pero aunque eso podía indicar que Harding había fregado el suelo con agua de mar para borrar las pruebas, era lógico que hubiera sal seca en un barco de vela.
Como cabía la posibilidad de que Harding hubiera colocado una manta o una alfombra sobre la superficie dura antes de obligar a Kate Sumner a tumbarse, examinaron todos los objetos de tela que había a bordo, pero con resultados negativos, pese a que lo más lógico era que de haber utilizado algo así, Harding lo hubiera tirado por la borda junto con la ropa de Kate y todo lo que pudiera relacionarla con el barco. Volvieron a examinar minuciosamente el cadáver de Kate, con la esperanza de que se le hubieran quedado astillas de madera debajo de la piel que pudieran relacionarla con el Crazy Daze, pero o el agua de mar las había eliminado por completo de las heridas abiertas, o no había llegado a haberlas. Lo mismo ocurría con las uñas, que tenía rotas: si habían tenido algo debajo, ya había desaparecido.
Sólo las sábanas de la cabina conservaban restos de semen, pero dado que la ropa de cama llevaba mucho tiempo sin lavarse, resultaba imposible determinar si aquellas manchas correspondían a una relación reciente. De hecho, como sólo se encontraron dos pelos en las almohadas y las sábanas -ambos rubios, pero ninguno de los dos pertenecía a Kate-, la conclusión fue que, lejos de ser el promiscuo semental que había retratado el capitán de puerto, Steven Harding era en realidad un masturbador solitario.
En la mesita que había junto a la cama encontraron una pequeña cantidad de marihuana y una caja de condones sin abrir, junto con tres envoltorios vacíos de Mates. No encontraron condones usados. Examinaron todos los recipientes buscando benzodiacepina, Rohipnol o algún otro hipnótico, en vano. Tampoco encontraron fotografías ni revistas pornográficas. En el posterior registro del coche y el piso de Londres de Harding tampoco se encontraron indicios de ningún tipo, aunque en el piso había treinta películas para adultos. La policía obtuvo una orden de registro para registrar la casa de Tony Bridges en Lymington, pero no encontraron nada que incriminara a Steven Harding o que lo relacionara con Kate Sumner. Pese a las concienzudas investigaciones, la policía no encontró ningún otro local perteneciente o utilizado por Harding, y con excepción de un testigo que dijo haberlo visto hablando con Kate delante de Tesco's el sábado por la mañana, nadie los había visto juntos.
Había huellas dactilares que demostraban que Kate y Hannah Sumner habían estado a bordo del Crazy Daze, pero la mayoría tenía otras encima, pocas de ellas de Steven Harding, lo que hizo dudar a los investigadores que la visita de Kate hubiera sido reciente. Despertó interés el hallazgo de veinticinco muestras diferentes de huellas dactilares, sin contar las de Carpenter, Galbraith, Kate, Hannah y Steven -por su tamaño, al menos cinco de esas muestras podían corresponder a niños de corta edad-, en el salón del Crazy Daze; algunas de esas huellas correspondían con las encontradas en casa de Bridges, pero muy pocas aparecían en la cabina del barco. Por lo tanto, se podía afirmar que Harding había recibido a varias personas a bordo, aunque la naturaleza de la relación con esas personas seguía siendo un misterio. Harding lo explicó diciendo que siempre invitaba a otros navegantes cuando amarraba en un puerto deportivo, y, como no había nada que demostrara lo contrario, la policía aceptó esa explicación. Con todo, esa gran cantidad de huellas siguió despertando su curiosidad.
En vista del queso y las manzanas que había en la cocina, la policía tenía grandes esperanzas en el análisis de los últimos alimentos ingeridos por Kate Sumner, pero el forense señaló que era imposible relacionar los alimentos semidigeridos con una determinada compra. Una golden delicious de Tesco's sometida al efecto de los ácidos gástricos mostraba el mismo esquema químico que una golden delicious de Sainsbury's. Ni siquiera el babero resultó concluyente, pues las huellas dactilares demostraron que aunque Steven Harding y otras dos personas no identificadas lo habían tocado, Kate Sumner no lo había hecho.
A instancias de Nick Ingram, la policía se fijó en la única mochila encontrada en el barco: una mochila negra triangular con un montón de envoltorios de caramelos dentro. Ni Paul ni Danny Spender habían sabido ofrecer una descripción precisa de la mochila -Danny: «era grande y negra»; Paul: «era muy grande, creo que verde»-, pero la policía no tenía ningún indicio de lo que había contenido el domingo por la mañana, o la certeza de que fuera la que habían visto los niños. Steven Harding, sorprendido por el interés de la policía por su mochila, afirmó que era la que había utilizado aquel día y explicó que la había dejado en la ladera de la colina porque dentro llevaba una botella de agua, y no había querido bajarla hasta la orilla para tener que volver a subir cargando con ella. Más adelante dijo que el agente Ingram no le había preguntado nada sobre una mochila, y que por eso él no la había mencionado.
Lo que acabó con las sospechas de la policía fueron las palabras de una cajera de la tienda Tesco's de Lymington. «Claro que conozco a Steve -dijo tras identificarlo por la fotografía-. Viene todos los sábados a buscar provisiones. ¿Si lo vi hablando con una mujer rubia y una niña la semana pasada? Sí. Él las vio cuando estaba a punto de marcharse y dijo: “¡Mierda!”. Yo le pregunté: “¿Qué pasa?”, y él me contestó: “Esa mujer. Ya verás como se para a hablar conmigo. Siempre lo hace”, y yo le dije: “Es muy guapa”. Él contestó: “Ya, pero está casada, y yo tengo prisa”. Y Steve tenía razón. La mujer se paró a hablar con él, pero él no se entretuvo; señaló su reloj y se largó. ¿Quiere saber mi opinión? Steve tenía un plan interesante y no quería retrasarse. Cuando él se marchó, la mujer se quedó como ofendida, pero no me extraña. Steve está como un tren. Yo también le iría detrás si no fuera porque ya tengo tres nietos.»
William Sumner dijo saber poco sobre el funcionamiento de Langton Cottage y de los desplazamientos habituales de su esposa.
– Paso doce horas fuera de casa, desde las siete de la mañana hasta las siete de la noche -le dijo a Galbraith como si estuviera orgulloso de ello-. Estaba más al tanto de la rutina de Kate cuando vivíamos en Chichester, seguramente porque yo conocía a la gente y las tiendas de las que ella me hablaba. Las cosas se te quedan más cuando reconoces los nombres. Aquí todo es muy diferente.
– ¿Mencionó alguna vez a Steven Harding? -preguntó Galbraith.
– ¿Es el desgraciado que tenía los zapatos de Hannah? -preguntó Sumner.
Galbraith sacudió la cabeza.
– Iremos más deprisa si no se adelanta usted a los hechos, William. Déjeme recordarle que todavía no sabemos si esos zapatos son de Hannah. -Le sostuvo la mirada y añadió-: Y por cierto, permítame que le recuerde que si empieza usted a especular con cualquier cosa relacionada con este caso, podría perjudicar la investigación. Y eso podría significar que el asesino de Kate quedara libre.
– Lo siento. -Sumner hizo un ademán de disculpa-. Siga, por favor.
– ¿Mencionó Kate a Steven Harding? -volvió a preguntar Galbraith.
– No.
Refiriéndose a las listas de nombres que Sumner le había proporcionado, Galbraith preguntó:
– ¿Alguno de estos hombres son antiguos novios de Kate? Los de Portsmouth, por ejemplo. ¿Sabe si su esposa había salido con alguno de ellos antes de empezar a salir con usted?
Sumner volvió a negar con la cabeza.
– Todos están casados.
A Galbraith le sorprendió la ingenuidad de aquella respuesta, pero no insistió. A continuación intentó averiguar algunos datos sobre la vida de Kate, pero no le resultó fácil. La breve historia que le relató William destacaba más por las lagunas que por los detalles. El apellido de soltera de Kate era Hill, pero William ni siquiera sabía si era el apellido de su madre o de su padre.
– Creo que no estaban casados -dijo.
– ¿Y Kate nunca llegó a conocerlo?
– No. Las dejó cuando ella era muy pequeña.
Kate y su madre vivían en un piso alquilado de protección oficial en Birmingham, aunque William no sabía dónde estaba ese piso, a qué escuela había ido Kate, dónde había estudiado secretariado ni dónde había trabajado antes de entrar en Pharmatec UK. Galbraith le preguntó si Kate tenía alguna amiga de aquella época con la que hubiera seguido en contacto, pero a William le parecía que no. Sumner sacó una agenda del cajón de un pequeño escritorio y le dijo a Galbraith que podía comprobarlo él mismo.
– Pero ahí no encontrará a nadie de Birmingham.
– ¿Cuándo se marchó su esposa de Birmingham?
– Cuando murió su madre. En una ocasión me dijo que quería alejarse al máximo de la ciudad donde había crecido, y que por eso se fue a Portsmouth y alquiló un piso encima de una tienda en un barrio modesto.
– ¿Le dijo por qué?
– Debía de creer que si se quedaba allí le costaría más salir adelante. Era muy ambiciosa.
– ¿Se refiere a una carrera? -preguntó Galbraith sorprendido, recordando la afirmación que Sumner había hecho el día anterior respecto a que la única ambición de Kate era tener su propia familia-. Tenía entendido que no le importó dejar de trabajar cuando se quedó embarazada.
Hubo un breve silencio, tras el cual Sumner preguntó:
– Supongo que querrá hablar con mi madre, ¿no?
Galbraith asintió con la cabeza.
Sumner suspiró y dijo:
– Kate no le gustaba, así que le dirá que era una caza-fortunas. Quizá no se lo diga directamente, pero se lo insinuará. Cuando quiere sabe ser muy virulenta. -Miró el suelo.
– ¿Es verdad?
– Yo creo que no. Lo único que Kate quería era que sus hijos tuvieran algo mejor que lo que ella había tenido. Yo la admiraba por ello.
– Pero su madre no.
– Eso no tiene importancia. A mi madre nunca le gustó ninguna de las chicas que llevé a casa, lo cual seguramente explica por qué tardé tanto en casarme.
Galbraith miró una de las fotografías de Kate que había sobre la repisa de la chimenea.
– ¿Tenía su esposa un carácter fuerte?
– Sí, ya lo creo. Era muy testaruda. -Esbozó una mueca e hizo un ademán que abarcaba toda la sala-. Éste era su sueño. Tener su propia casa. Reconocimiento social. Respetabilidad. Por eso estoy tan convencido de que jamás habría tenido una aventura amorosa. Kate no se habría arriesgado a perder esto por nada del mundo.
¿Otra muestra de ingenuidad?, pensó Galbraith.
– Quizá no se diera cuenta de que su conducta implicaba un riesgo -sugirió el inspector-. Usted mismo ha dicho que casi nunca está en casa, así que Kate habría podido tener una aventura sin que usted se enterara.
Sumner sacudió la cabeza y replicó:
– Usted no lo entiende. Lo que se lo habría impedido no era el miedo a que yo me enterara. A mí me tenía en el bolsillo desde el día que la vi. -Esbozó una sonrisa irónica y agregó-: Mi esposa era una puritana anticuada. Lo que gobernaba su vida era el miedo a que se enteraran otros. Le importaba mucho la respetabilidad.
El detective estuvo a punto de preguntarle si alguna vez había querido a su esposa, pero se abstuvo. Cualquiera que fuese la respuesta de William Sumner, no le habría creído. Sentía la misma aversión instintiva hacia William que Sandy Griffiths, pero no estaba seguro de si se trataba de una antipatía química o una repulsión natural inspirada por el inquebrantable presentimiento de que William había matado a su esposa.
La siguiente escala de Galbraith fue The Old Convent, en el número 2 de Osborne Crescent, Chichester, donde vivía, en unas viviendas vigiladas para ancianos, la madre de William Sumner. El edificio era una escuela convertida en una docena de pequeños apartamentos con un vigilante interno. Antes de entrar, el policía se fijó en las casas pareadas de los años treinta, rectangulares y sólidas, que había en la acera de enfrente, y se preguntó cuál habrían ocupado los Sumner antes de venderla para comprar Langton Cottage. Eran todas tan parecidas que resultaba imposible adivinarlo, y Galbraith comprendió que Kate hubiera estado deseando marcharse de allí. Ser respetable no tenía por qué ser sinómino de ser aburrido.
Angela Sumner lo sorprendió, pues no era como él la había imaginado. Esperaba encontrar a una anciana esnob y autocrática con opiniones reaccionarias, pero lo que encontró fue a una mujer agresiva y con agallas, confinada a una silla de ruedas por culpa de la artritis reumatoide, pero con unos ojos rebosantes de buen humor. La señora Sumner le dijo que metiera su placa por la ranura del buzón antes de dejarlo entrar en su casa, y después lo guió por el pasillo con su silla de ruedas eléctrica hasta el salón.
– Supongo que ya habrá sometido a William al tercer grado -dijo-, y ahora espera que yo confirme o contradiga lo que él le ha contado.
– ¿Ha hablado con su hijo? -preguntó Galbraith, sonriente.
La mujer asintió con la cabeza y señaló una butaca.
– Me telefoneó ayer por la noche para decirme que Kate había muerto.
El policía se sentó en la butaca que la señora Sumner le señalaba.
– ¿Le dijo cómo?
– Sí -respondió ella-. Y me sorprendió, aunque la verdad es que ya imaginé que debía de haber ocurrido alguna desgracia en cuanto vi la fotografía de Hannah por la televisión. Kate jamás habría abandonado a su hija, porque la adoraba.
– ¿Por qué no llamó usted misma a la policía cuando reconoció la fotografía de Hannah? -preguntó Galbraith-. ¿Por qué le dijo a William que llamara?
La señora Sumner suspiró y dijo:
– Porque no podía creer que fuera Hannah. Verá, no me entraba en la cabeza que Hannah estuviera deambulando sola por un pueblo que no conoce, y no quería causar más problemas. Telefoneé a Langton Cottage un montón de veces, y ayer por la mañana, cuando comprendí que no me iban a contestar, llamé a la secretaria de William y ella me dijo dónde estaba mi hijo.
– ¿Por qué temía causar problemas?
La señora Sumner tardó un momento en contestar.
– Digamos que, de haberme equivocado, Kate no se habría creído que yo no tenía malas intenciones. Verá, no he visto a Hannah desde hace un año, cuando se marcharon de aquí, y ésa es otra razón por la que no estaba convencida de que fuera mi nieta. A esa edad los niños cambian muy deprisa.
No era una gran respuesta, pero de momento Galbraith no quiso insistir.
– Entonces, ¿usted no sabía que William se había ido a Liverpool?
– No, pero eso no debería extrañarle. No pretendo que mi hijo me diga constantemente dónde está. William me llama por teléfono una vez por semana, y pasa por aquí de vez en cuando de camino hacia Lymington, pero no estamos el uno encima del otro.
– De todos modos, esto debe de ser una novedad para usted -apuntó Galbraith-. ¿No vivían William y usted en la misma casa antes de que él se casara?
– ¿Y cree usted que eso significa que yo estaba al corriente de lo que hacía mi hijo? -replicó la señora Sumnertras soltar una risita-. Permítame que le diga que es evidente que no tiene hijos mayores, inspector. Da lo mismo que vivan con uno o por su cuenta; no hay forma de vigilarlos.
– Tengo uno de siete y otro de cinco que ya llevan una vida social mucho más emocionante que la que yo he tenido jamás. Y cada vez es peor, ¿verdad?
– Eso depende de si usted les deja emprender el vuelo o no. Yo creo que cuanta más libertad les dé, más fácil será que lo valoren cuando se hagan mayores. Mi marido convirtió la casa en dos pisos hace unos quince años. Nosotros vivíamos abajo y William ocupaba el piso de arriba, y podían pasar días enteros sin que nos cruzáramos. Llevábamos vidas separadas, y eso no cambió mucho tras la muerte de mi marido. Yo fui perdiendo independencia, por supuesto, pero espero no haber sido nunca una carga para William.
Galbraith sonrió y dijo:
– Seguro que no lo ha sido, pero él debía de estar un poco preocupado, sabiendo que algún día se casaría y ustedes dos tendrían que organizarse de otro modo.
La señora Sumner negó con la cabeza.
– Al contrario. Yo estaba deseando que mi hijo se casara, pero él nunca se mostró muy inclinado a hacerlo. Le encantaba navegar, y pasaba gran parte de su tiempo libre en su Contessa. Tenía sus amigas, pero no salía en serio con ninguna.
– ¿Se alegró usted cuando William se casó con Kate?
Hubo un breve silencio, hasta que la señora Sumner respondió:
– ¿Por qué no iba a alegrarme?
Galbraith se encogió de hombros y dijo:
– Por nada. Es simple curiosidad.
– Seguro que mi hijo le ha dicho que yo creía que Kate era una cazafortunas -dijo de pronto la mujer.
– Exacto.
– Bueno, no me gusta decir mentiras. -Se apartó un mechón de la mejilla y añadió-: De todos modos, no tiene sentido que finja que me alegré, cuando por aquí todo el mundo le dirá que no fue así. Kate era una cazafortunas, en efecto, pero no por eso pensé que mi hijo cometía una locura casándose con ella, sino porque tenían muy pocas cosas en común. Ella era diez años más joven, no tenía educación y estaba obsesionada con las cosas materiales. Una vez me dijo que para ella lo más emocionante de la vida era ir de compras. -Sacudió la cabeza, sin entender que una cosa tan mundana pudiera causar tanta satisfacción-. Francamente, no veía nada que pudiera mantenerlos unidos. A ella no le interesaba navegar, y se negaba a participar en esa faceta de la vida de William.
– ¿Siguió él navegando después de casarse?
– Sí, claro. A ella no le importaba que William saliera a navegar, siempre que no tuviera que acompañarlo.
– ¿Conocía ella a algún amigo de William que también navegara?
– No en el sentido a que usted se refiere.
– ¿Qué sentido, señora Sumner?
– William me dijo que usted creía que Kate tenía una aventura.
– No podemos descartar esa posibilidad.
– Yo creo que sí. Kate sabía valorar las cosas, y sin duda había calculado el precio del adulterio valorando lo que perdería si William se enteraba. En cualquier caso, no habría podido tener una aventura con ninguno de los amigos de William en Chichester. A ellos les sorprendió más que a mí la esposa que había elegido. Kate no se esforzaba por adaptarse, y además había una gran diferencia de edad entre ella y los amigos de mi hijo. La verdad es que todos estaban desconcertados por la estupidez que ella demostraba en su conversación. Kate no tenía opiniones propias sobre nada, excepto los culebrones, la música pop y las estrellas de cine.
– Entonces, ¿qué era lo que a William le atraía de ella? Él es inteligente, y desde luego no parece una persona a la que le gusten las conversaciones estúpidas.
– El sexo, por supuesto -contestó la señora Sumner con una sonrisa de resignación-. Mi hijo estaba harto de mujeres inteligentes. Recuerdo que me dijo que la novia que había tenido antes de Kate… -suspiró-. Se llamaba Wendy Plater y era una chica estupenda, muy… apropiada. En fin, para ella el mejor preludio erótico consistía en hablar de los efectos de la actividad sexual en el metabolismo. Yo le dije que la encontraba interesante, y William rió y dijo que, si podía elegir, él prefería la estimulación física.
Sin mudar la expresión, Galbraith dijo:
– Me parece que no debe de ser el único, señora Sumner.
– No se lo discuto, inspector. En cualquier caso, es evidente que Kate tenía mucha más experiencia que él, pese a ser diez años más joven. Ella sabía que William quería tener hijos, y se quedó embarazada en un visto y no visto. -Al policía le pareció que la mujer tenía sus reservas-. Para ella, el matrimonio consistía en malcriar al marido hasta límites insospechables, y William disfrutaba con ello. Él no tenía que hacer otra cosa que ir al trabajo cada día. Era la relación más anticuada que pueda imaginar: la esposa como admiradora incondicional y sirvienta, y el marido como único sostén de la familia. Creo que es lo que llaman una relación pasiva-agresiva, donde la mujer controla al hombre haciéndole depender de ella mientras parece que es ella la que depende de él.
– ¿Y a usted no le gustaba?
– No, pero porque no tenía nada que ver con mi concepto del matrimonio. El matrimonio debe ser la unión de dos mentes además de la unión de dos cuerpos; si no, se convierte en un páramo donde no crece nada. De lo único que ella sabía hablar con un poco de entusiasmo era de sus expediciones a las tiendas y de a quién se había encontrado por la calle, y evidentemente William no le prestaba ninguna atención.
Galbraith se preguntó si la señora Sumner se habría percatado de que todavía tenían que descartar a William de la lista de sospechosos.
– ¿Qué insinúa? ¿Que su hijo se aburría con ella?
– No, no creo que se aburriera -contestó la mujer tras reflexionar sobre aquella pregunta-. Creo que William había llegado a la conclusión de que la tenía en el bolsillo. Por eso su jornada laboral era cada vez más larga, y por eso no puso reparos cuando ella le propuso irse a vivir a Lymington. A Kate le parecía bien todo lo que él hacía, así que William no tenía que molestarse en dedicarle tiempo a su esposa. En su relación no había ni gota de desafío. -Hizo una pausa-. Yo confiaba en que cuando tuvieran hijos tendrían algo que compartir, pero Kate se apropió de Hannah en cuanto nació, como si la niña fuera cosa exclusivamente de mujeres; creo que la pobre criatura puso aún más distancia entre sus padres. Hannah se ponía a llorar cada vez que William intentaba cogerla en brazos, y él pronto se aburrió de la niña. Yo le llamé la atención a Kate sobre ese tema; de hecho, le dije que no le hacía ningún bien a la niña sobreprotegiéndola, pero lo único que conseguí fue que se enfadara conmigo. -Suspiró y añadió-: No debí meterme donde no me llamaban. Por eso se marcharon, claro.
– ¿De Chichester?
– Sí. Y cometieron un error. Hicieron demasiados cambios en su vida en muy poco tiempo. William tuvo que liquidar la hipoteca de mi piso cuando vendió la casa de enfrente, y luego tuvo que meterse en otra mucho mayor para comprar Langton Cottage. Vendió su barco y dejó de navegar. Y para colmo, ahora tiene que hacer un montón de kilómetros cada día para ir a trabajar. Y todo eso, ¿para qué? Para vivir en una casa que ni siquiera le entusiasmaba.
Galbraith intentó disimular su interés y preguntó:
– Entonces, ¿por qué se marcharon?
– Porque Kate quería irse.
– Pero si no se llevaban muy bien, ¿por qué cedió William?
– Por la posibilidad de tener relaciones sexuales regulares. Pero yo no he dicho que no se llevaran bien.
– Ha dicho que William no tenía que molestarse en dedicarle tiempo a Kate. ¿No es lo mismo?
– No, en absoluto. Desde el punto de vista de William, ella era la esposa ideal. Le cuidaba la casa, le daba hijos y no le molestaba que saliera a navegar. -Esbozó una amarga sonrisa-. Se llevaban de perlas mientras él pagara la hipoteca y le proporcionara a Kate el estatus al que ella se estaba acostumbrando rápidamente. Ya sé que no está bien hablar mal de los muertos, pero Kate era terriblemente vulgar. Las pocas amigas que tenía eran espantosas, unos auténticos loros. -Se estremeció y dijo-: ¡Espantosas!
Galbraith la miró sin disimular su curiosidad, y dijo:
– A usted no le gustaba su nuera, ¿verdad?
La señora Sumner volvió a reflexionar.
– No, no me gustaba -contestó-. Pero no porque fuera antipática o desagradable, sino porque era la mujer más egocéntrica que jamás he conocido. Si en algún momento ella no era el centro de atención, se las ingeniaba para serlo. Y si no me cree, fíjese en Hannah. ¿Por qué se empeñó en que la niña dependiera tanto de ella? Pues porque no soportaba competir con el afecto de los demás.
Galbraith recordó las fotografías que había visto en Langton Cottage, y su deducción de que Kate era una mujer vanidosa.
– Si no fue una aventura que acabó mal, ¿qué cree usted que pasó? ¿Qué fue lo que la convenció para subir a bordo de un barco con Hannah, cuando detestaba tanto navegar?
– Vaya pregunta tan extraña -dijo la mujer, sorprendida-. Nada podría haberla convencido. Es evidente que subió a ese barco a la fuerza. ¿Qué le hace dudarlo? Cualquiera que estuviera dispuesto a violarla y matarla, y a abandonar a su hija sola en la calle, no tendría reparos en emplear amenazas para coaccionarla.
– Ya, sólo que los puertos deportivos son sitios muy concurridos, y nadie vio a una mujer y una niña subir a un barco a la fuerza. -De hecho, hasta el momento la policía no había encontrado ningún testigo que las hubiera visto en ninguno de los puntos de acceso a los barcos a lo largo de todo el río Lymington. Esperaban tener más suerte el sábado, cuando llegaran los visitantes de fin de semana, pero mientras tanto investigaban a tientas.
– No me extraña -replicó Angela Sumner-, si ese hombre tenía a Hannah y había amenazado con hacerle daño si Kate no le obedecía. Kate adoraba a la pequeña. Habría hecho cualquier cosa con tal de protegerla.
Galbraith estuvo a punto de objetar que eso habría sido posible si Hannah se hubiera dejado llevar por un hombre, lo cual parecía poco probable en vista del informe psiquiátrico y de la propia afirmación de Angela Sumner de que la niña se ponía hecha un basilisco cada vez que su propio padre intentaba cogerla en brazos, pero se lo pensó mejor. El razonamiento era lógico, aunque variara el método. Era evidente que a Hannah la habían sedado.