Capítulo 17

El viernes por la mañana, cuando hacía menos de una hora que había salido el sol, Maggie Jenner enfiló con Bertie el camino de herradura que había detrás de Broxton House. Montaba un asustadizo caballo castaño que se llamaba Stinger, cuya propietaria venía de Londres todos los fines de semana a su granja de Langton Matravers para cabalgar por los cabos como antídoto a su estresante trabajo de agente de bolsa en la City. A Maggie le encantaba aquel caballo, pero detestaba a su propietaria, que no tenía la menor sensibilidad y para la que Stinger era como una raya de cocaína: una dosis rápida de adrenalina. Si la mujer no hubiera accedido a pagar mucho más de lo que era normal por el servicio de caballerizas que ofrecía Maggie, ésta habría rechazado su solicitud.

Al llegar a la cantera del cabo St Alban, torció a la derecha, traspuso la verja y entró en el profundo y amplio valle que hendía un prado hacia el mar, entre el cabo St Alban al sur y los promontorios de Chapman's Pool al norte. Puso el caballo a medio galope por la hierba. Todavía no hacía calor, pero apenas soplaba viento, y como solía ocurrirle en mañanas como aquélla, se puso de buen humor. Por dura que fuera la vida, y a veces era muy dura, allí conseguía olvidar sus preocupaciones. Si la vida tenía algún sentido, cuando más cerca se sentía de él era sola y libre, en el renovado optimismo que el sol naciente generaba cada amanecer.

Tras recorrer media milla condujo el caballo por el sendero costero, que recorría ambas laderas del valle en una serie de pronunciadas cuestas labradas en los acantilados. El camino de bajada era agotador, pero la subida aún era peor, y Maggie, que nunca había subido ni bajado a pie, pensaba que era más sensato recorrer el barranco a caballo para disfrutar de aquellas vistas. El mar, de un azul brillante, estaba en calma. Maggie bajó ágilmente de la silla mientras Bertie, jadeante por el esfuerzo, se revolcaba en la tibia hierba junto a los cascos del caballo. Maggie ató las riendas a la barra superior de la valla que bordeaba el sendero, saltó la valla y se acercó al borde del acantilado para contemplar, admirada, la apenas perceptible línea del horizonte. Sólo se oía el suave rumor de las olas al romper en la orilla, la respiración de los animales y el canto de una alondra.

Así pues, no es de extrañar que ambos, Maggie Jenner y Steven Harding, se asustaran cuando éste apareció ante ella por el borde del acantilado. Harding se quedó unos segundos a cuatro patas, con el rostro lívido y sin afeitar, respirando con dificultad y mucho menos atractivo que cinco días atrás. Ahora ya no parecía tanto un actor y sí un violador. Harding tenía una especie de halo de violencia, una expresión calculadora en los oscuros ojos en la que Maggie no había reparado, pero lo que la aterrorizó fue la brusquedad con que él se puso de nuevo en pie. Maggie le transmitió la alarma a Stinger, que se encabritó; las riendas se soltaron de la valla, y Bertie se levantó, con el lomo erizado.

– ¡Imbécil! -gritó Maggie transformando su miedo en ira al oír a Stinger relinchar y piafar. Se apartó de Harding en un vano intento de sujetar las riendas del caballo antes de que éste echara a correr.

Por favor, que no… este caballo vale una fortuna. Si se hace daño me voy a arruinar… por favor, por favor…

Pero Harding echó a correr hacia Stinger, y el caballo, con los ojos en blanco, salió desbocado colina arriba.

– ¡Mierda! -gritó Maggie dando pisotones en el suelo, ciega de ira-. ¡Cómo has podido ser tan imbécil! ¡Si Nick Ingram supiera que estabas aquí, te crucificaría! ¡Está convencido de que eres un pervertido!

A Maggie le cogió por sorpresa el bofetón que le pegó Harding, y cayó aparatosamente al suelo. Lo único que pensó fue: ¿Qué demonios se cree que hace este idiota?


A las seis y media de la mañana, cuando sonó el teléfono, Ingram miró el despertador. Descolgó el auricular y oyó una serie de agudos e ininteligibles chillidos, y reconoció a Maggie Jenner.

– Cálmese, por favor -dijo cuando ella paró de chillar para tomar aliento-. No entiendo ni una palabra de lo que dice.

Más chillidos.

– Contrólese, Maggie -insistió Ingram con firmeza-. No es ninguna chiquilla, así que no se comporte como si lo fuera.

– Lo siento -dijo ella en un intento de serenarse-. Steven Harding me ha pegado, y Bertie le ha atacado. Hay sangre por todas partes. Le he hecho un torniquete en el brazo, pero no funciona. No sé qué más hacer. Me parece que si no lo llevo a un hospital se va a morir.

Ingram se incorporó y se frotó la cara con fuerza para despejarse.

– ¿Dónde está? -preguntó.

– Al final del barranco de la cantera, cerca de los escalones del sendero de la costa, entre Chapman's Pool y el cabo St Alban. Stinger se ha desbocado, y si tropieza con las riendas se va a romper una pata. Si eso sucede, será nuestra ruina. Creo que Steve se está muriendo. -Maggie debió de separarse del auricular, porque Ingram apenas la oía-. Ha sido un accidente. Bertie estaba hecho una furia…

– ¡No la oigo, Maggie! -gritó Ingram.

– Lo siento. -Ahora su voz volvía a oírse bien-. No reacciona. Me temo que Bertie le ha cortado una arteria del brazo, pero no puedo apretar lo suficiente la correa de Bertie para cortar la hemorragia.

– Entonces deje la correa y utilice otra cosa, algo que pueda sujetar mejor, como una camiseta. Átesela alrededor del brazo todo lo fuerte que pueda, y vaya retorciendo los extremos para ejercer presión. Si eso tampoco funciona, busque la arteria en la parte interna del brazo y presiónela contra el hueso. Pero tendrá que mantener la presión, Maggie, porque si no volverá a sangrar. Le dolerán las manos, pero no la suelte.

– De acuerdo.

– Bien. Le enviaré ayuda enseguida. -Ingram colgó y marcó el número de Broxton House-. ¿Señora Jenner? -dijo cuando Celia contestó-. Soy Nick Ingram. Maggie necesita ayuda, y usted es la que está más cerca. Está en la cantera, intentando ayudar a un hombre que se está desangrando. Están al final del camino de la costa. Si coge a Jasper y va hasta allí, ese hombre quizá se salve.

– Pero si no estoy vestida -replicó Celia, indignada.

– Me importa un carajo -dijo él sin miramientos-. Mueva el culo y échele una mano a su hija, por el amor de Dios.

– Pero… ¿cómo se atreve?

Ingram colgó y, por segunda vez en menos de una semana, se puso a hacer llamadas para que el helicóptero de rescate de Portland se dirigiera al cabo St Alban, pues el servicio de ambulancias no le garantizó que pudieran llegar hasta allí antes de que Harding muriera desangrado.


Cuando Nick Ingram llegó al lugar, tras conducir a toda velocidad con su jeep por los estrechos senderos y subir por el camino de herradura, el drama ya estaba resuelto. El helicóptero había aterrizado a unos cincuenta metros del lugar del accidente y Harding estaba consciente y recibía los cuidados de un enfermero. A cien metros hacia el sur, en la ladera de la colina, Maggie intentaba atrapar a Stinger, pero cada vez que ella se le acercaba, el animal se encabritaba. Maggie estaba intentando apartarlo del borde del acantilado, pero a Stinger le asustaba el helicóptero y se resistía a ir en esa dirección, y lo único que ella estaba consiguiendo era que el caballo se acercara cada vez más a la valla que bordeaba el acantilado. Celia estaba a un lado, con gesto arrogante, sujetando con una mano las riendas de Sir Jasper bajo la barbilla del animal, y con la otra en el extremo por si el animal decidía también echar a correr. Le lanzó una mirada fulminante a Ingram, pero él no le hizo caso y fue a interesarse por Harding.

– ¿Se encuentra bien?

El joven asintió con la cabeza. Llevaba unos vaquerosLevi's y una sudadera verde, iba manchado de sangre de pies a cabeza y tenía el antebrazo derecho fuertemente vendado.

– ¿Cómo está? -le preguntó Ingram al enfermero.

– Sobrevivirá. Esas mujeres han conseguido detener la hemorragia. Tendrán que darle puntos, así que lo vamos a llevar a Poole. -El enfermero se llevó a Nick a un lado y añadió-: Esa joven necesita ayuda. Está temblando como una hoja, pero dice que lo más importante es atrapar al caballo. El problema es que no puede acercarse lo suficiente al animal. -Señaló con la cabeza a Celia y dijo-: Y la mayor tampoco está mucho mejor. Tiene artritis, y se ha hecho daño en la cadera viniendo aquí. Tendríamos que llevárnoslas con nosotros, pero se niegan a abandonar a los animales. Tenemos que ponernos en marcha, pero ese caballo va a echar a correr como un endemoniado en cuanto despeguemos. Cuando aterrizamos estuvo a punto de caerse por el acantilado.

– ¿Dónde está el perro?

– Se ha largado. Creo que la joven tuvo que golpearlo para que soltara a ese chico, y se ha largado con el rabo entre las piernas.

Nick se mesó el cabello.

– Está bien. ¿Puede darnos cinco minutos más? Si ayudo a la señorita Jenner a atrapar al caballo, quizá convenzamos a su madre para que se deje ayudar. ¿Qué le parece?

El enfermero miró a Steven Harding.

– De acuerdo. El joven dice que puede caminar, pero tardaré más de cinco minutos en subirlo al helicóptero e instalarlo. No lo tiene usted fácil, pero le deseo buena suerte.

Nick se llevó los dedos a los labios y dio un fuerte silbido; después recorrió las laderas con la mirada, entrecerrando los ojos. Bertie salió de entre la hierba a unos cien metros de distancia. El policía dio otro silbido y el perro corrió hacia él. Ingram levantó el brazo y el perro se sentó cuando todavía estaba a cincuenta metros de distancia.

– Necesito tomar una decisión rápida -le dijo a Celia-. Tenemos cinco minutos para atrapar a Stinger antes de que despegue el helicóptero, y creo que será mejor que Maggie monte a Sir Jasper. Usted es la experta. ¿Se lo dejo a ella o a usted, teniendo en cuenta que yo no sé nada de caballos y que seguramente Jasper se asustará del ruido tanto como Stinger?

Celia, que era una mujer sensata, no perdió el tiempo con reproches. Le entregó las riendas y le enseñó dónde tenía que poner la otra mano, bajo la barbilla de Jasper.

– Vaya chascando la lengua -dijo-, y él lo seguirá. No corra ni lo suelte. No podemos arriesgarnos a perderlos a los dos. Recuérdele a Maggie que ambos caballos se volverán locos en cuanto despegue el helicóptero, así que dígale que cabalgue a todo galope hacia el centro del cabo.

Ingram echó a andar colina arriba; llamó a Bertie con otro silbido y el perro se pegó a su pierna izquierda como si fuera su sombra.

– No sabía que el perro fuera suyo -le dijo el enfermero a Celia.

– No es suyo -replicó ella.

Vio cómo su hija bajaba hacia el fornido policía, que cruzó unas palabras con ella y a continuación la subió a la silla de Jasper antes de enviar a Bertie, con un movimiento del brazo, hacia el borde del acantilado para situarse detrás del espantado caballo. Ingram siguió a Bertie y se colocó entre el caballo y el borde del precipicio, mientras dirigía al perro para que obstaculizara la retirada de Stinger colina arriba haciendo breves carreras delante de él. Mientras tanto, Maggie había llevado a Sir Jasper hacia la cantera y lo había puesto a medio galope. Stinger, cuyas difíciles alternativas eran un perro, un helicóptero y un hombre, eligió la sensata opción de seguir al otro caballo.

– Impresionante -comentó el enfermero.

– Sí -coincidió Celia.


Polly Garrard estaba a punto de irse al trabajo cuando el inspector John Galbraith llamó a la puerta de su casa y le preguntó si le importaría contestar a unas preguntas más sobre su relación con Kate Sumner.

– No puedo -respondió la mujer-. Voy a llegar tarde. Si quiere puede venir al despacho.

– Por mí no hay ningún inconveniente -dijo él-, pero quizá no sea lo mejor para usted. No creo que le guste que sus compañeros de trabajo oigan algunas de las cosas que quiero preguntarle.

– ¡Mierda! -exclamó ella-. Sabía que esto iba a pasar. -Abrió la puerta y dijo-: Pase. -Lo condujo a un pequeño salón, diciendo-: Pero no me retenga mucho tiempo. Media hora como máximo, ¿de acuerdo? Este mes ya he llegado tarde dos veces, y se me están acabando las excusas.

Se sentó en un extremo del sofá con un brazo sobre el respaldo e invitó al policía a sentarse en el otro extremo. Cruzó una pierna bajo el cuerpo de modo que la falda dejó los muslos al descubierto. Galbraith se sentó, consciente de que aquella postura era deliberada. Polly era una joven atractiva a la que le gustaban las camisetas ceñidas, el maquillaje exagerado y el esmalte de uñas azul, y Galbraith se preguntó qué le habría parecido a Angela Sumner tenerla a ella como nuera en lugar de Kate. Pese a todos sus pecados reales o imaginarios, Kate parecía bastante adecuada para representar el papel de esposa de William aunque no tuviera las virtudes sociales que habrían satisfecho a su suegra.

– Quiero que me hable de una carta que le escribió a Kate en julio, referente a unos compañeros de trabajo -dijo Galbraith sacando una fotocopia de la carta del bolsillo de la camisa. Desplegó el papel sobre una rodilla y se lo entregó a Polly-. ¿Recuerda habérsela enviado?

Polly la leyó por encima y asintió con la cabeza.

– Sí. Llevaba una semana llamándola por teléfono hasta que se me ocurrió enviarle una nota para que me llamara ella. -Hizo una mueca y añadió-: Pero Kate no me llamó. Se limitó a enviarme una birria de carta diciéndome que me llamaría en cuanto pudiera.

– ¿Ésta? -Galbraith le entregó una copia del borrador de Kate.

Polly le echó un vistazo.

– Supongo que sí. Eso es más o menos lo que decía. El papel era muy elegante, de eso me acuerdo, pero a mí me mosqueó que no se molestara en escribir una respuesta como Dios manda. En realidad no creo que quisiera que fuera a visitarla. Supongo que temía ponerse en evidencia delante de sus amigos de Lymington. Seguramente es lo que habría pasado -añadió.

– ¿Visitó usted la casa cuando los Sumner se mudaron?

– No. No me invitaron. Ella siempre decía que podría ir en cuanto hubiera acabado la decoración, pero -hizo otra mueca- no era más que una excusa para aplazar la cita. A mí no me importaba. La verdad es que yo habría hecho lo mismo. Cuando cambias de vida lo normal es que desconectes de los amigos.

– Pero ella no había desconectado del todo -señaló-. Usted sigue trabajando con William.

– Trabajo en el mismo edificio que William -le corrigió ella-, y no soporta que yo le diga a todo el mundo que se casó con mi mejor amiga. Ya sé que no es verdad. Kate me caía muy bien y todo eso, pero no era la típica amiga íntima. Era demasiado independiente. Lo hago simplemente para fastidiar a William. Él piensa que soy demasiado vulgar y casi le da un infarto cuando le dije que había ido a Chichester a ver a Kate y que había conocido a su madre. No me sorprende. ¡Menuda arpía! Haz esto, no hagas lo otro… Si hubiera sido mi suegra la habría empujado por la escalera.

– ¿Hubo alguna vez alguna posibilidad de que eso sucediera?

– ¡Qué va! No me habría casado con Sumner ni loca. Ese tipo no tiene ningún atractivo.

– Entonces ¿qué vio Kate en él?

– Dinero -dijo Polly frotando el índice y el pulgar.

– ¿Qué más?

– Nada. Clase, quizá, pero lo que Kate andaba buscando era precisamente eso: un tipo soltero, sin hijos y con dinero. -Ladeó la cabeza ante la expresión de incredulidad del policía-. Una vez me contó que William la tenía más floja que una salchicha cruda, incluso cuando tenía una erección. Y yo le pregunté: Entonces ¿cómo os lo montáis? Y ella me contestó: Con un litro de aceite para bebés y metiéndole el dedo en el culo. -Soltó una risita-. A él le encantaba. Si no, ¿por qué se habría casado con ella cuando su madre no la tragaba? Vale, puede que Kate fuera detrás del dinero, pero el pobre Willy sólo quería una putita que le dijera que era un macho fenomenal. Funcionaba a las mil maravillas. Ambos tenían lo que querían.

Galbraith la miró preguntándose si Polly era verdaderamente tan ingenua como parecía.

– ¿En serio? No olvide que Kate está muerta.

Ella se calmó de golpe.

– Ya lo sé. ¡Qué mierda! Pero sobre eso no puedo decirle nada. No había visto a Kate desde que se mudó.

– Está bien. Hábleme sobre lo que sí sabe. ¿Por qué le recordó a Kate esa historia sobre Wendy Plater insultando a James Purdy?

– ¿Qué le hace pensar que me la recordó?

– «Wendy tuvo que disculparse, pero no se arrepiente de nada. Dice que era la primera vez que veía a Purdy ponerse lívido de ira. Pensé en ti inmediatamente, claro…» -citó Galbraith de la carta-. ¿Qué significa eso último, Polly? ¿Por qué pensó en Kate al ver palidecer a Purdy?

– Porque Kate también trabajaba en Pharmatec -respondió ella con tono poco convincente-. Porque Kate decía que Purdy era un gilipollas. No es más que una forma de hablar.

Galbraith dio unos golpecitos en la copia de la carta.

– Kate tachó «me juraste» antes de escribir «la historia sobre Wendy Plater me ha encantado» -dijo-. ¿Qué fue lo que le juró?

– Muchas cosas, supongo -contestó Polly, un tanto incómoda.

– A mí sólo me interesa lo que tenía algo que ver con James Purdy o con Wendy Plater.

Polly se inclinó hacia delante.

– Eso no tiene nada que ver con su muerte. Es una tontería.

– ¿Podría explicármela?

Ella no respondió.

– Si de verdad no tiene nada que ver con el asesinato, le doy mi palabra de que quedará entre nosotros dos. No me interesa desvelar los secretos de Kate; lo que me interesa es encontrar al asesino. -Galbraith sabía que aquello no era cierto. Muchas veces, desgraciadamente, las víctimas de violación tenían que soportar la humillación de que sus secretos fueran desvelados. Miró a Polly con repentina simpatía-. Pero me temo soy yo quien tiene que decidir si es importante o no.

Ella suspiró y dijo:

– Si Purdy se entera de que se lo he contado, podría perder mi empleo.

– Él no tiene por qué enterarse.

– ¿Seguro?

Galbraith no dijo nada, pues la experiencia le había demostrado que a menudo el silencio ejercía más presión que las palabras.

– ¡Qué más da! -dijo ella-. De todos modos, seguro que ya se lo ha imaginado. Kate tuvo un lío con él. Purdy estaba loco por ella, quería abandonar a su esposa y todo, y entonces ella lo mandó a paseo y le dijo que se iba a casar con William. El pobre Purdy no podía creerlo. Él ya no es ningún chiquillo y había estado esforzándose como un condenado para mantenerla a ella interesada. Creo que hasta le había dicho a su esposa que quería divorciarse. En fin, Kate me dijo que palideció y se desplomó sobre la mesa. Estuvo tres meses de baja, y yo pensé que debía de haber tenido un infarto, pero Kate decía que Purdy no se atrevía a volver al trabajo mientras ella siguiera en Pharmatec. -Se encogió de hombros-. A lo mejor Kate tenía razón, porque Purdy volvió al trabajo una semana después de que ella dejara la empresa.

– ¿Por qué eligió a William? No estaba enamorada de ninguno de los dos, ¿no?

Polly volvió a frotar índice contra pulgar.

– Pasta -dijo-. Purdy tiene esposa y tres hijos mayores, y todos habrían reclamado su parte. Como ya le he dicho, lo que ella buscaba era un soltero sin hijos. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera para satisfacer a un imbécil, pero a cambio quería tener acceso a todas sus propiedades.

Galbraith sacudió la cabeza, perplejo.

– Entonces, ¿por qué se interesó por Purdy?

Polly volvió a colocar el brazo sobre el respaldo del sofá e inclinó el pecho hacia el policía.

– Kate no tenía padre, ¿no? Yo tampoco.

– ¿Y?

– Le gustaban los hombres maduros. -Pestañeó, coqueta, y añadió-: A mí también, por si le interesa.

Él chascó la lengua y preguntó:

– ¿Se los come vivos?

Ella clavó la vista en la bragueta del inspector.

– Me los trago enteros.

Galbraith rió la gracia.

– Me estaba explicando qué era lo que a Kate le interesaba de Purdy.

– Él era el jefe, el que tenía la pasta. Ella pensó que podría sacarle dinero para pagar las reformas del piso mientras buscaba algo mejor. Lo malo fue que Purdy se quedó colgado de ella, y para librarse Kate no tuvo más remedio que ser cruel. Lo que ella buscaba era seguridad, no amor, y no creía poder obtenerla de Purdy porque la familia de él también habría exigido su parte. Purdy era treinta años mayor que ella, no lo olvide. Además él no quería tener más hijos, y eso era lo único que a Kate le hacía verdadera ilusión: tener sus propios hijos. Kate estaba bastante cascada, supongo que porque había tenido una infancia difícil.

– ¿Estaba William al corriente de la aventura que Kate había tenido con Purdy?

– No. Yo era la única que lo sabía. Por eso Kate me hizo jurar que no revelaría su secreto. Me dijo que si William se enteraba cancelaría la boda.

– ¿La habría cancelado?

– Sí, ya lo creo. Él tenía treinta y siete años, y no le atraía nada el matrimonio. Wendy Plater estuvo a punto de pescarlo, pero Kate la fastidió diciéndole a William que Wendy era una borracha. William se la sacó de encima sin pensárselo dos veces. -Polly sonrió-. Kate se lo llevó a los juzgados a rastras. Si la señora Sumner no le hubiera tenido tanta manía, quizá habría sido diferente, pero William y su madre eran inseparables y Kate…

– ¿Era verdad lo de Wendy Plater?

– Se emborracha de vez en cuando, pero no sistemáticamente. Sin embargo, como decía Kate, si Will hubiera querido casarse con ella, no se lo habría creído. Yo creo que esa excusa le venía como anillo al dedo, y que por eso se aferró a ella.

Galbraith miró la infantil caligrafía del borrador que Kate le había escrito a Polly y se preguntó hasta qué punto Kate había sido cruel.

– ¿Siguió Kate viendo a Purdy después de casarse con William?

– No -respondió ella con convicción-. Cuando Kate decidía algo, nunca se echaba atrás.

– ¿Cree que eso le habría impedido tener una aventura con otro hombre? Pongamos por caso que se hubiera aburrido de William y que hubiera conocido a alguien más joven; ¿le habría sido infiel a su marido en esas circunstancias?

– No lo sé. La verdad es que llegué a pensar que quizá tuviera algún lío, porque llevaba mucho tiempo sin telefonearme, pero eso no quiere decir que lo tuviera. Y en todo caso, no podía ser nada serio. Ella estaba encantada de haberse mudado a Lymington y de su casa nueva, y no creo que se arriesgara a perderlo todo.

Galbraith asintió y preguntó:

– ¿Le consta que alguna vez utilizara heces como medio de venganza?

– ¿Qué demonios son heces?

– Caca. Excrementos, cagarros, boñigas.

– ¿Mierda?

– Exacto. ¿Sabe si alguna vez manchó algo con excrementos?

– No. Kate era demasiado remilgada para hacer algo así. De hecho, estaba obsesionada con la higiene. Cuando Hannah era pequeña, Kate fregaba la cocina cada día con lejía para eliminar los gérmenes. Yo le decía que estaba loca, porque los gérmenes están por todas partes, ¿no?; pero ella seguía en sus trece. No me la imagino tocando una caca. Cuando cambiaba a Hannah apenas tocaba los pañales.

Galbraith cada vez lo encontraba todo más raro.

– A ver, dígame más o menos cuánto tardó Kate en casarse con William después de decirle a Purdy que tenía esa intención.

– No me acuerdo. Quizá un mes.

Galbraith hizo un rápido cálculo mental.

– Entonces, si Purdy estuvo tres meses de baja, Kate dejó el empleo dos meses después de la boda porque estaba embarazada, ¿no?

– Algo así.

– Y ¿de cuánto estaba, Polly? ¿De dos meses? ¿De tres? ¿De cuatro?

La joven puso cara de resignación.

– Dijo que mientras se pareciera a ella no habría ningún problema, porque William estaba tan enamorado que se creería cualquier cosa que ella le dijera. -Captó la expresión de desprecio de Galbraith y añadió-: No lo hizo por maldad, sino movida por la desesperación. Ella sabía muy bien qué significaba criarse en la pobreza.


La firme negativa de Celia a ir con Harding en el helicóptero y su incapacidad de inclinarse significaba que iba a tener que regresar a su casa a pie, soportando un intenso dolor, o tumbada boca arriba en el suelo del jeep de Ingram, que estaba lleno de chubasqueros, botas de pescador y avíos de pesca. Ingram, con una sonrisa irónica, le hizo sitio en el coche y se inclinó para cogerla en brazos. Pero Celia se negó a que la trataran como a una inválida.

– Ya soy mayorcita -protestó.

– No se me ocurre otra forma de hacerlo, señora Jenner. Me temo que tendrá que tumbarse boca abajo donde suelo poner el pescado.

– Veo que lo encuentra muy divertido.

– Me temo que hagamos lo que hagamos, le va a doler.

Celia echó un vistazo al incómodo e irregular suelo y cedió a regañadientes.

– Pero no se regodee mucho -dijo con enojo-. No me gusta el pitorreo.

– Ya lo sé. -Ingram la levantó en brazos y subió al jeep para depositarla en el suelo-. Hay muchos baches -la previno mientras colocaba los impermeables a su alrededor para que le hicieran de cojín-. Será mejor que grite si no puede más, y entonces pararé.

Celia ya no podía más antes de empezar, pero no pensaba admitirlo.

– Estoy preocupada por Maggie -dijo-. Ya tendría que haber regresado.

– Habrá llevado a Stinger a las cuadras -replicó Ingram.

– ¿Se equivoca usted alguna vez? -preguntó Celia mordazmente.

– En lo referente a lo que su hija sabe sobre caballos, no, nunca. Tengo fe en ella, y usted también debería tenerla. -Cerró la portezuela y se sentó al volante-. Tengo que pedirle disculpas por adelantado -dijo mientras encendía el motor.

– ¿Por qué?

– Por la pésima suspensión -murmuró el policía; y empezó a avanzar muy despacio por el irregular suelo del valle.

Celia no abrió la boca en todo el trayecto, e Ingram sonrió para sí al tomar el camino de Broxton House. Celia Jenner podía tener muchos defectos, pero era una mujer con agallas, e Ingram la admiraba por ello.

Al llegar, el agente abrió la puerta de atrás y preguntó:

– ¿Sigue con vida?

Ella estaba pálida de dolor y cansancio, pero hacía falta algo más que un viaje accidentado para acabar con ella.

– Es usted un joven francamente impertinente -murmuró Celia mientras colocaba el brazo alrededor del cuello del policía, gruñendo de dolor-. Pero tenía razón respecto a Martin Grant -admitió-, y siempre he lamentado no haberle escuchado. ¿Le satisface saberlo?

– No.

– ¿Por qué no? Maggie le confirmará que eso es lo más parecido a una disculpa que podría obtener de mí.

El policía esbozó una sonrisa, cogió a Celia en brazos y echó a andar hacia la casa.

– ¿Es la testarudez una virtud?

– Yo no soy testaruda; soy una mujer de principios.

– Bueno, pues si no tuviera usted tantos principios -repuso Ingram con ironía-, ahora estaría en el hospital de Poole recibiendo el tratamiento adecuado.

– Mire, si yo fuera tan tozuda como usted imagina, ni siquiera estaría en esta situación. Me niego a que se hable de mi trasero por teléfono.

– ¿Qué espera? ¿Otra disculpa?

Celia lo miró.

– Por el amor de Dios, bájeme -ordenó-. Esto no es digno de una mujer de mi edad. ¿Qué pensaría mi hija si me viera así?

Ingram no le hizo caso y siguió andando hacia la puerta principal. No dejó a Celia en el suelo hasta que oyó ruido de pasos. Maggie, aturullada y casi sin aliento, apareció por la esquina de la casa, con un bastón en cada mano. Se los entregó a su madre.

– No puede montar -le dijo a Nick mientras se inclinaba para recobrar el aliento-. Son las órdenes del médico. Pero gracias a Dios mi madre nunca sigue los consejos de nadie. Yo sola no lo habría logrado, y sin Sir Jasper no habría podido recuperar a Stinger.

Nick ayudó a Celia sujetándola por los codos mientras ella se aguantaba con los bastones.

– ¿Por qué no me ha mandado a paseo por teléfono? -preguntó el policía.

Celia empezó a caminar con los bastones, como un enorme cangrejo.

– No sea ridículo -murmuró irritada-. Ése es el error que cometí la última vez.

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