Tumbado sobre la cama de Lin, comprada para su reciente matrimonio, con los ojos muy abiertos, todavía no estaba seguro de si se trataba de un sueño. La bella Lin, desnuda, lo contemplaba. Fue ella la que lo ayudó a hacerse un hombre, la que lo arrastró desde la sala de estar hasta su habitación, en la otra punta del pasillo. Las pesadas cortinas de terciopelo estaban bajadas y sólo había encendida una lámpara de mesa, que tenía un pie en forma de jarrón y una pantalla amarilla encima. Hizo que se sentara delante de la mesa y le sacó de un cajón un gran álbum de fotos ribeteado con un hilo dorado. Eran fotografías que le hizo su marido en el viaje de novios a Beidaihe. En algunas, su vestido escotado sin mangas descubría sus brazos, sus hombros y sus piernas; en otras, en la playa, el bañador mojado se le pegaba al cuerpo. En ese momento se inclinó hacia él. Sintió como su pelo le acariciaba la mejilla y se volvió para abrazarla por su fina cintura, hundiendo la cara entre sus senos. Sentía el suave perfume de su cuerpo. Bajó febrilmente la cremallera de su vestido y la tumbó en la cama de colchón de muelles. La besaba frenéticamente, la boca, la cara, la base del cuello e incluso los pezones, que se marcaban bajo su sujetador desabrochado. Estaba terriblemente excitado, siempre había soñado con ese instante, incluso llegó a rasgar su ropa interior, delicada y sexy, y que era imposible encontrar en el mercado. Sin embargo, no consiguió la erección, no pudo penetrarla. Lin le dijo que no se preocupara, que era imposible que sus padres entraran tan tarde en su habitación, ya estaban durmiendo; además, el instituto de investigación de armas de tecnología punta en el que trabajaba su marido estaba en el lejano suburbio del oeste, la disciplina en el ejército era muy estricta, y seguro que no llegaría antes del fin de semana. De pronto le entraron ganas de orinar. Lin se puso una falda, salió descalza y volvió con una palangana. Él se levantó para pasar el cerrojo de la puerta, pero hizo tanto ruido al orinar en la palangana esmaltada que se sintió intranquilo, como si fuera un ladrón. Luego apagaron las luces. Lin le ayudó a quitarse los zapatos y los calcetines, e hizo que se tumbara desnudo sobre la cama. Después lo cubrió con una manta, como lo hacía la adolescente que aparecía en sus sueños de niño, una enfermera dedicada en el campo de batalla que secaba pacientemente con manos dulces y seguras sus heridas sangrantes. Entonces, de repente, tuvo una erección, y al volverse entró en una mujer llena de vida, llevando a cabo por primera vez ese acto tan importante.
Salió de casa de Lin antes de que amaneciera. El patio todavía estaba oscuro, aunque a través de la cima de un caqui se podía entrever ya un pedazo de cielo azul. Lin había descorrido poco a poco el cerrojo de la puerta, que se entreabrió chirriando. Él se deslizó por el pequeño espacio y se volvió para mirar cómo se cerraba la gran puerta antigua cubierta de clavos. Luego, llegó hasta la callejuela arrastrando la bicicleta. No tenía prisa por subir en ella, escuchaba cómo sus pasos recorrían las calles una tras otra. No tenía intención de volver a casa pronto. Si Lao Tan, su compañero de habitación, le hubiera preguntado qué le pasaba, habría necesitado mucha saliva para inventarse una historia. En la avenida, el ruido de la ciudad, que despertaba poco a poco, cubría el eco de sus pasos: el zumbido de los ventiladores de los puestos de buñuelos y leche de soja, el tintineo que sobre la calzada asfaltada producían las herraduras de los caballos o mulos que arrastraban los carros de los campesinos que llevaban verduras a la ciudad, los primeros trolebuses todavía vacíos que pasaban silbando, además de las bicicletas y los peatones, cada vez más numerosos. Respiraba profundamente, llenando sus pulmones de un frescor que le hacía feliz; sentía una especie de confianza en sí mismo que le tranquilizaba. A mediodía vio a Lin en el comedor del trabajo. Llevaba una camisa de manga larga y un pañuelo de seda en el cuello. Los colegas que estaban sentados a su mesa se acababan de marchar; entonces ella le dijo en voz baja, guiñándole el ojo: «Tengo el cuello morado por tu culpa». Esbozó una sonrisa que no parecía reprocharle nada.
Le resultaba difícil decir si amaba a Lin o no, pero a partir de aquel día se quedó prendado de su maravilloso cuerpo. Se citaron varias veces, aunque casi nunca podía ser en casa de ella. Si sus padres estaban allí, él tenía que escuchar respetuosamente cómo daban su opinión sobre los asuntos importantes del país; no podía librarse de eso. Tenía que parecer perfecto frente a aquellas venerables personas, aparentar que él también era descendiente de revolucionarios y guardarse su sinceridad para otro momento. Cuando los ancianos empezaban a bostezar y se iban del salón, Lin le guiñaba el ojo y hablaba con él de asuntos sin importancia del trabajo, y cuando ya no se oía ningún ruido en la habitación de sus padres, se levantaba y le decía adiós en voz alta. Lin lo acompañaba fuera del salón hasta el patio oscuro. Entonces entraba furtivamente en la galería, se escondía detrás de una columna y esperaba a que Lin hubiera apagado las luces del salón y de su habitación para entrar en el cuarto. Allí eran felices durante toda la noche.
Sin embargo, prefería quedar con Lin fuera de su casa, en un parque o abajo de las murallas de la ciudad, en los pequeños bosques de lilas o jazmines amarillos. Dejaban una chaqueta en el suelo, o se apoyaban contra un árbol y fornicaban de pie ansiosamente. Si el marido de Lin viajaba a una misión en una base militar, el domingo, por la mañana temprano, los dos se iban a las afueras, a las colinas de las Ocho Grandes Vistas, donde pasaban el día, y siempre acababan bajando a tientas en medio del viento crepuscular después de la puesta del sol para tomar el último autobús que iba a la ciudad. A veces iban en tren aún más lejos, a Mentougou, en las colinas del oeste, donde se había descubierto el hombre de Beijing, o bajaban en cualquier estación de esas en las que el tren sólo paraba un minuto. Se llevaban algo de comer, escalaban o subían hasta la cima y pasaban al otro lado para que no pudieran verlos desde la carretera, y allí, a pleno sol, entre el ululante viento de las colinas, se entregaban el uno al otro con frenesí. Sólo se sentía bien en esos momentos, tumbado en la hierba, contemplando las nubes que se desplazaban lentamente en el cielo, sin la menor inquietud, sin riesgo, totalmente feliz.
Lin tenía dos años más que él, era un verdadero volcán que amaba de manera enardecida, hasta perder la razón. Él se controlaba. Lin se atrevía a jugar con fuego, pero a él le era imposible no pensar en los disgustos que les podía acarrear esa relación. Lin no quería divorciarse, e incluso, aunque hubiera querido casarse con él, sus padres jamás habrían permitido acoger a un yerno así en su familia revolucionaria: él, que era de un origen totalmente ordinario y que ni siquiera era miembro de la Liga de la Juventud Comunista. Además, el marido de Lin tenía el beneplácito de su familia de militares. Si los hubieran denunciado a su entidad de trabajo, a Lin no le habrían infligido castigo alguno, él habría sido el único responsable. En ese momento probablemente ella se habría dado cuenta de que no podía romper con su familia y perder su situación de privilegio para irse a vivir con él. En aquella época existía un nuevo reglamento, además de la ley sobre el matrimonio, que estipulaba que un empleado de un organismo del Estado sólo tenía derecho a casarse cuando cumpliera los veintiséis años. En esa nueva sociedad, que vivía un progreso constante, como nunca antes había vivido, el amor y el matrimonio estaban consagrados a la revolución; el hombre nuevo, los hechos nuevos, las obras de teatro nuevas, las películas nuevas, todos propagaban ese discurso. Tenían la obligación de ver esas obras o películas, y el propio organismo del Estado era el que regalaba las entradas.
Un día, un secretario de la oficina del jefe de departamento vino a verlo directamente sin pasar por los escalones jerárquicos habituales. Le pidió que fuera a ver de inmediato a su directora. Comprendió que no se trataba en absoluto de un asunto laboral. La directora, la camarada Wang Qi, una mujer de mediana edad, afable y reservada, estaba sentada detrás de una mesa ancha, cuyas dimensiones correspondían a su cargo de dirigente. Se levantó y cerró la puerta de la habitación, acción un tanto inusitada y que le puso nervioso al instante. Le invitó a sentarse en un largo sofá, aunque ella se sentó en un sillón de cuero, antes de mostrar voluntariamente una cara más conciliadora.
– Mi trabajo me ocupa mucho tiempo. -Era la pura verdad-. No tengo tiempo para charlar con vosotros, los estudiantes que acabáis de llegar. ¿Desde cuándo estás aquí?
Él le contestó.
– ¿Ya te has acostumbrado a este trabajo?
El afirmó con la cabeza.
– He oído decir que eres muy inteligente, que enseguida has sabido estar a la altura de la situación, y que encima escribes en tu tiempo libre.
Ella lo sabía todo de él. Le habían informado de todo. Y acabó previniéndole.
– Eso no debe influir en tu trabajo.
Volvió a inclinar la cabeza en señal de comprensión. ¡Menos mal que nadie sabía qué cosas escribía!
– ¿Tienes novia?
Ella fue directamente al grano. Él se sobresaltó y dijo que no, pero sintió cómo se sonrojaba.
– Puedes reflexionar sobre ello y encontrar un buen partido. -Insistió en lo de buen partido-. Pero todavía eres demasiado joven para casarte. Si trabajas bien para la revolución, los problemas de tu vida personal se resolverán fácilmente.
Hablaba de todo eso de forma anodina, con un tono de voz tranquilo, pero aquella conversación formaba parte del trabajo revolucionario. De hecho, no se trataba de una simple charla, y antes de levantarse para abrir la puerta, le hizo una observación:
– Me ha llegado a los oídos que ha habido reacciones entre las masas; tu relación con Xiao Lin es demasiado íntima. Si es una relación entre compañeros que trabajan juntos, no hay nada malo en ello, pero hay que tener cuidado con las consecuencias. La organización quiere que los jóvenes tengan una evolución sana.
La organización, por supuesto, era el Partido; si la directora lo había llamado para hablar con él, seguro que era por orden del Partido. Volvió a hablar de Lin:
– Es muy sencilla, muy afectuosa con la gente, le falta experiencia.
Por supuesto, si había problemas, todo caería sobre él. La entrevista acabó tan sólo cinco minutos después. Antes de que la Revolución Cultural estallara, el marido de esa mujer todavía no había sido tachado de «miembro importante de la banda negra antipartido», ni tampoco la propia camarada Wang Qi había sido acusada de «elemento antipartido», así que ella todavía asumía el cargo importante de responsable que le había otorgado la organización. Aunque se tratara de una simple alusión, de una advertencia o de una verdadera observación, todo le quedó muy claro.
En aquel momento su corazón empezó a latir con fuerza; sintió como se le encendían las mejillas y no pudo controlarse durante bastante rato.
Decidió romper su relación con Lin. La esperó a que acabara su trabajo y salieron juntos del gran edificio; sabía que se arriesgaban a que les viera alguien, tenía ganas de desafiarlos, pero le faltaban fuerzas para ese reto. Caminaron durante mucho tiempo empujando cada uno su bicicleta antes de que le explicara la conversación que había tenido.
– Pero ¿y a ellos qué les importa? -Lin no estaba de acuerdo-. ¡Que digan lo que quieran!
Él le dijo que ella podía tomárselo a la ligera, pero que él no.
– ¿Por qué? -Lin se detuvo.
– ¡Es una relación desigual! -replicó.
– ¿Por qué desigual? No lo entiendo.
– Es normal que no lo entiendas, porque tú lo tienes todo, y yo no tengo nada.
– ¡Pero yo quiero darte lo que pueda!
Dijo que no quería favores, ¡que no era un esclavo! De hecho, le habría gustado hablar de su situación insoportable, de su deseo de llevar una vida transparente, pero no supo explicarse.
– ¿Quién te esclaviza?
Lin se detuvo bajo una farola en la calle, lo miraba fijamente, llamando la atención de los peatones. Él sugirió que lo hablaran en un parque de la colina del Carbón; pero dejaban de vender entradas a las nueve y media y el parque cerraba a las diez. Le explicó al vigilante que saldrían muy rápido, y al final los dejó entrar.
Normalmente, para sus citas, se encontraban en aquel parque en cuanto salían del trabajo. Habían encontrado un bosque apartado de los senderos, desde donde se veían las luces de la ciudad. Lin podía entonces quitarse sus medias de seda, que eran particularmente fascinantes. Este tipo de artículo de lujo sólo lo vendían en las tiendas reservadas al personal que trabajaba para una misión en el extranjero y era imposible encontrarlo en las tiendas normales. Ya no tenían tiempo de subir a la colina, se contentaron con quedarse de pie bajo la sombra de un gran árbol que no estaba lejos de la entrada. Tenía que hablar claramente con Lin, decirle que tenían que poner fin a esa relación. Pero Lin se puso a llorar y él no sabía qué hacer; le tomó la cara con las dos manos y le secó las lágrimas de las mejillas. Sin embargo, Lin lloraba cada vez con mayor desconsuelo. La besó y se abrazaron como amantes, con el corazón roto. No pudo evitar besar su cara, sus labios, su cuello, sus senos y su vientre, cuando se oyó desde los altavoces:
– ¡Camaradas, prestad atención, por favor!
En aquella época, en todos los parques había altavoces estridentes que hacían vibrar los tímpanos de los viandantes cuando los ponían en marcha. Los días festivos emitían sin parar cantos revolucionarios, pero en días laborables sólo funcionaban durante el cierre de las puertas para echar a los visitantes.
– ¡Camaradas, prestad atención, por favor! ¡Es hora de desalojar el parque y cerrar las puertas!
Le rompió las medias bajo el vestido, pensó que sería la última vez. Lin lo estrechó contra ella con fuerza, le temblaba todo el cuerpo. Sin embargo, no sería la última vez; pero dejaron de dirigirse la palabra en el trabajo. En las citas posteriores, antes de separarse, debían fijar un lugar de encuentro preciso, en un punto concreto de un muro, o bajo un árbol que no estuviera iluminado por la luz de las farolas. En cuanto estaban en la calle, primero subía uno y luego el otro en la bicicleta, y respetaban una distancia de unos veinte metros entre ellos. Cuanto más secreta se hacía su relación, mayor gusto le cogía a los amores adúlteros, y veía con mayor claridad que aquello tenía que acabar un día u otro.