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La lluvia, de nuevo la lluvia, una lluvia fina. Por la tarde, la escuela acababa temprano, para que, tras dos horas de clase, los alumnos todavía pudieran ocuparse de las tareas del campo al volver a sus casas. Tu habitación estaba al lado del despacho de los profesores. La habían construido de ladrillo, tenía un falso techo de madera por debajo del tejado y no había goteras. Te sentías bien, te gustaban especialmente esos días lluviosos, ahora que no tenías que ir a los arrozales con un sombrero de paja de arroz en la cabeza a pasarte el día con los pies hundidos en el barro. Cuando cerrabas la puerta de tu habitación, el ruido de la lluvia, del viento o el de los alumnos que leían en voz alta no te llegaba. Leías en silencio o escribías. Al final habías conseguido una vida normal, aunque no tuvieras mujer ni hijos. En realidad, ya no querías compartir tu techo con una mujer, preferías la soledad al riesgo de que te denunciaran. Cuando te sentías muy excitado, te volcabas en la escritura y con tu pluma conseguías la libertad de imaginarte todas las mujeres que te daba la gana.

– ¡Profesor, el secretario Lu pregunta por usted! -dijo una alumna desde fuera.

Colocó en la habitación una cerradura de golpe para que no pudieran entrar de improviso. Cuando tenía que hablar con los alumnos, sobre todo con las chicas, iba al despacho de profesores de al lado. El director del colegio, que vivía enfrente, al final de una pista de baloncesto, siempre estaba mirando hacia su puerta. Había tenido que trabajar duro durante veinte años para conseguir el cargo que desempeñaba, y le preocupaba que el recién llegado de la capital, bajo la protección del secretario Lu, le quitara el puesto. Si descubría el menor desliz con una alumna, lo cazaría y lo expulsaría de inmediato. Sin embargo, lo único que él quería era un lugar tranquilo para refugiarse, pero no podía decírselo tan claramente al director.

Esta joven, Sun Huirong, era esbelta y lista. Su padre había muerto de repente por una enfermedad y su madre vendía verduras en la cooperativa del burgo. Huirong tenía dos hermanas menores. Siempre encontraba algún pretexto para pasar por su despacho, «Profesor, voy a ayudarle a lavar la ropa sucia», «Le he traído unos amarantos que hemos recogido de mi jardín», y cada vez que él pasaba delante de su casa, si ella lo veía, salía haciendo aspavientos para llamarlo: «Profesor, venga a beber una taza de té». Conocía a casi todos los vecinos de la pequeña calle, y cuando no entraba, se quedaba un rato en el umbral fumando un cigarrillo. Se sentía casi como si estuviera en su tierra natal, pero nunca entraba en casa de la muchacha. Ella le dijo: «Vivimos en un reino de mujeres». Sin duda echaba de menos una figura masculina.

La joven vino corriendo bajo la lluvia, con el pelo empapado de agua. El tomó un paraguas para dárselo y fue a buscar su sombrero de paja. La muchacha se alejó. La llamó, ella se volvió bajo la lluvia, sacudió la cabeza, la ropa se le pegaba al cuerpo y marcaba dos pequeños senos prominentes. Echó a correr, parecía contenta, quizá porque había traído para el profesor un mensaje muy importante del secretario Lu.

Lu vivía en la última vivienda de la comuna. Entró por la puerta lateral que había frente al río. El patio estaba reluciente, cubierto de baldosas oscuras y tenía un pequeño pozo. Este patio lo había ocupado la concubina del potentado local, que fue fusilado. El lugar era tranquilo y quedaba algo apartado de las demás casas. Lu estaba tumbado en una mecedora de bambú cubierta de piel de venado, en el suelo había un brasero con una marmita llena de carne haciéndose a la brasa.

– Carne de perro con especias, me la ha traído Lao Zhang de la comisaría; según él es de un perro salvaje que han capturado. ¿Cómo saberlo? Bueno, al menos es lo que dice -afirmó Lu sin levantarse-. Toma un tazón y unos palillos y sírvete un vaso de alcohol. Esta espalda me está matando, una cicatriz de herida de bala, siempre me duele cuando llueve. En aquella época era imposible encontrar un médico durante los combates, uno podía darse por satisfecho si conseguía mantenerse con vida.

Se sirvió algo de alcohol y se sentó en un pequeño banco delante del brasero. Mientras comía y bebía, escuchó atentamente las palabras de Lu.

– Yo también he tenido que matar con mis propias manos, era la guerra, no se podía hacer otra cosa. He matado a muchos y no todos lo merecían. Sin embargo, muchos de los que lo merecían de verdad todavía siguen vivos, y viven muy bien.

A pesar de que normalmente Lu tenía un carácter frío y taciturno, en aquel momento se mostraba eufórico. El no comprendía qué estaba pasando por la cabeza del anciano.

– ¿Ya se sabe que el viejo Lin Biao ha muerto?

Él asintió con la cabeza. El vicepresidente del Partido había huido en avión y se estrelló en Mongolia, al menos era lo que afirmaba un documento oficial.

A los del campo no les sorprendió la noticia, dijeron que bastaba con ver su cara de mono para saber que acabaría mal. Si hubiera tenido un rostro agraciado, ¿se habría convertido en un emperador a ojos de los campesinos?

– Todavía hay muchos que no han muerto -dijo Lu, dejando la copa de alcohol. Él también comprendía la rabia del viejo. Sin embargo, esas palabras no decían nada en concreto. Lu era un hombre de mundo, había superado muchos problemas políticos, no podía abrirle su corazón tan pronto, y él tampoco debía llegar hasta el fondo del asunto. Estaba bajo la protección de aquel paraguas: mientras el secretario Lu estuviera en paz, él podría subsistir. «Bebe, bebe, y cómete la carne», no te preocupes si es de perro salvaje o doméstico.

Lu se levantó y fue a tomar una hoja de papel de encima de la mesa. Había anotado un poema regular de ocho versos de cinco caracteres que aparentemente expresaba su alegría ante la caída de un tal Lin.

– ¿Me puedes decir si los tonos llanos y oblicuos de los caracteres son correctos? [25]

Sin duda lo había llamado para eso. Él examinó el poema durante un instante, sugirió cambiar uno o dos caracteres para que el poema quedara perfecto, y dijo, además, que en casa tenía un libro dedicado especialmente a la métrica de la poesía clásica, si estaba interesado se lo podía prestar.

– Yo sólo era un pobre pastor -explicó Lu-. Nunca me habrían podido enviar a la escuela, pero siempre iba a escuchar a escondidas bajo las ventanas de la escuela privada del pueblo cuando los niños leían en voz alta. De ese modo aprendí a recitar poesías de los Tang. Cuando el viejo maestro vio mi capacidad de aprender, me invitó a que fuera a sus clases sin pagarle nada, pero a veces yo iba a recoger leña para él. Siempre que tenía tiempo, pasaba por la escuela a escuchar sus clases, así aprendí a escribir. A los quince años fui a pelear con la guerrilla y me cargué un trabuco al hombro.

Esta región montañosa era precisamente la base de la guerrilla de Lu por aquel entonces. Hoy, aunque había sido enviado a este lugar de base para hacer investigaciones, no tenía ninguna función concreta, aunque, en realidad, era más o menos el secretario de los secretarios de los comités del Partido recientemente rehabilitados en las numerosas comunas. Lu se escondía aquí. Luego le reveló que también tenía enemigos; por supuesto, no se trataba del cuerpo local armado de los terratenientes, campesinos ricos y potentados ya reprimidos desde hacía mucho tiempo, sino más bien de los «de arriba». No entendió a quiénes se refería, quiénes eran esos «de arriba»; estaba claro que no eran los funcionarios de la cabeza de distrito, porque ellos no eran capaces de acabar con él. Lu se mantenía en todo momento alerta para enfrentarse a cualquier eventualidad. Bajo la almohada tenía una bayoneta del ejército, y debajo de la cama, en una caja de madera, guardaba una metralleta ligera en perfecto estado. También tenía una caja de cartuchos, material de la milicia de la comuna popular. Como lo almacenaba todo en su casa, nadie podía denunciarlo. ¿Lu estaba esperando el momento favorable para rebelarse y retomar el poder? ¿O quizá se preparaba para un nuevo cambio político? Era difícil saberlo.

– Casi todos los habitantes de estas montañas son campesinos que cultivan los campos en tiempos de paz, pero en los periodos de conflicto se transforman en bandidos. Aquí no son raras las decapitaciones. He crecido asistiendo a ese tipo de escenas. En aquella época, los bandidos que capturaban mantenían la cabeza erguida mientras esperaban que los decapitaran con un sable, su cara ni siquiera cambiaba de color. No es como ahora, que fusilan a los condenados de rodillas y les retuercen el pescuezo con un alambre. ¡Los guerrilleros eran unos auténticos bandidos! -Estas palabras horribles salieron de la boca de Lu con una pasmosa tranquilidad antes de concluir-: Pero tenían un objetivo político: acabar con los tiranos y repartir las tierras.

Lu no dijo que hoy las tierras que repartieron entre los campesinos habían sido de nuevo confiscadas y que los cereales se repartían per cápita, pero los sobrantes debían entregarse a las autoridades.

– Cuando los guerrilleros necesitaban dinero o víveres, se dedicaban a raptar y a ejecutar a los prisioneros, empleaban los mismos procedimientos violentos que los bandidos. Si alguna vez la mercancía no se llevaba al lugar que habían pactado antes, tomaban a un rehén vivo, lo ataban con las piernas abiertas sobre un bambú joven, estiraban la caña y, a una señal, la dejaban, ¡cortando al hombre en dos!

Si Lu no lo hizo personalmente, al menos lo vio hacer, y ahora quería darle algunos consejos.

– Tú eres un letrado del exterior, no creas que la vida es fácil en estas montañas, no creas que esto es un nido de paz. ¡Si uno no se establece sólidamente, es imposible quedarse en un lugar como éste!

Lu no empleaba el lenguaje oficial de los pequeños funcionarios que sólo querían trepar de escalón en escalón como si se tratara de una carrera. Al contrario, en ese momento estaba liquidando por completo lo poco que le quedaba en la cabeza de las fábulas revolucionarias. Quizá Lu lo necesitara un día e intentaba que fuera tan duro y tan feroz como él, para que se convirtiera en el asistente de este rey de la montaña cuando retomara el poder. Lu le habló de los intelectuales de las grandes ciudades que se habían unido a las guerrillas.

– ¿Qué entienden los estudiantes de la revolución? El viejo tenía razón al decir… -El viejo del que hablaba Lu era Mao-… que el poder nace del fusil. ¿Qué general o comisario político no tiene las manos manchadas de sangre?

El dijo que nunca sería general y que tenía miedo de pelear; pensó que era mejor decir estas palabras de antemano.

Lu respondió entonces:

– A mí no me apasiona el poder, de lo contrario no me habría refugiado aquí. Pero debes defenderte y estar atento para que no vengan a por ti.

Esta regla de supervivencia era la experiencia que Lu había vivido.

– Ve a hacer una investigación social entre la gente del burgo, les dirás que te envío yo. No necesitas una carta oficial, sólo debes decir que te he confiado la tarea de escribir la historia de la lucha de clases en este burgo y escucharás lo que te cuenten. Por supuesto, no te creas todo lo que te digan, y no hagas preguntas sobre lo que está ocurriendo actualmente; aunque les preguntes, no verás nada claro. Déjales hablar de lo que quieran, será como escuchar cuentos, y te darás cuenta de todo poco a poco. En otro tiempo, antes de que los coches pasaran, esto era un nido de asaltadores de caminos. No te fíes del herrero que se arrodilla delante de ti y parece dócil. Si le dejan, te tratará con toda delicadeza, pero, si le empujan, puede cortarte la cabeza con su hacha en cualquier campo. En la calle, la vieja coja que hierve el agua para el té, ¿crees que tiene los pies vendados? Eso no se hacía en estas montañas. Fue rehén de las guerrillas, le quitaron los zapatos en pleno invierno, se le helaron los dedos y se le cayeron, pero era una mujer, por eso no la mataron. Esta casa era suya, fusilaron a su padre, su hermano mayor murió en un campo de reeducación. Sólo le queda un hermano que, según cuentan, se fue al extranjero.

Así te educó el secretario Lu, así te educó también la vida, borrando de golpe la compasión, el sentido de la justicia, la indignación y el impulso que provocaban en ti.

– ¡Hemos bebido mucho! -dijo Lu-. Mañana por la mañana, cuando se te haya pasado la borrachera, vendrás conmigo a dar una vuelta por la montaña del sur. En la cima había un templo que fue bombardeado por los aviones japoneses. Los japoneses no llegaron hasta aquí, se quedaron en la cabeza de distrito, mientras que los guerrilleros se refugiaron en las montañas. Sólo pudieron destruir el templo. Lo construyó un monje después de la derrota de los Taiping. La rebelión de los Taiping surgió del crecimiento de los bandidos, pero como finalmente no consiguieron resistir a la corte imperial, algún superviviente vino a refugiarse aquí después de la derrota y se hizo monje. Sólo queda una estela rota con una inscripción incompleta, tendrás que descifrarla.

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