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– ¿Por qué te detuvieron?

– Un traidor me vendió.

– ¿Y tú traicionaste a alguien? ¡Confiesa!

– Hace tiempo que el Partido examinó mi pasado. Está todo en orden.

– ¿Quieres que te leamos un documento? – El viejo empezaba a inquietarse, dos veces seguidas un tic nervioso le estiró la piel bajo las bolsas de los ojos.

– ¿Recuerdas haber dicho: «En el momento crucial de la salvación nacional contra la rebelión comunista, no he estado suficientemente alerta, me he dejado llevar por las malas influencias y he tomado el camino equivocado»?

– ¡No recuerdo haber dicho eso! -negaba el anciano enérgicamente; las gotas de sudor le caían sobre la nariz.

– Te lo advierto, lo que te acabamos de leer tan sólo es el principio; ¿quieres que te lea el resto?

– De verdad que ya no me acuerdo, de eso hace más de veinte años. -Su tono de voz se había debilitado, apenas conseguía tragar saliva, la nuez le subía y bajaba a lo largo del cuello.

Agitó unos documentos que tenía sobre la mesa. El papel que estaba asumiendo era desagradable, pero prefería ser él quien hiciera las preguntas y no estar en el lugar del interrogado.

– Esto es una copia, pero en el documento original figuran tu firma y la huella de tu pulgar, utilizabas tu nombre de antes, ya que te lo cambiaste poco después. Esas cosas no se deben de olvidar fácilmente, ¿no?

El viejo no dijo nada.

– Todavía puedo leerte algunas frases para refrescarte la memoria. -Continuó leyendo-: «Suplico al gobierno que sea clemente conmigo. Garantizo por escrito que haré un informe inmediatamente si encuentro a gente cercana a los bandidos comunistas o a alguna persona sospechosa…». ¿Eso no es traición? ¿Sabes cómo se las gastaba el Partido con los traidores como tú cuando estaba en la clandestinidad? -preguntó.

– Ya lo sé, ya lo sé -respondió rápidamente el anciano.

– ¿Y entonces?

– Nunca he vendido a nadie…

Su cráneo calvo también sudaba.

– Responde a la pregunta: ¿Has traicionado al Partido, sí o no?

– ¡Levántate!

– ¡Habla de pie!

– ¡Di la verdad!

Le gritaron algunos rebeldes presentes.

– A mí… me soltaron bajo fianza…

El viejo se puso en pie, temblando, apenas se oía el hilo de voz que salía de su garganta.

– No te he preguntado cómo saliste. Si no te hubieras confesado ante el enemigo, ¿cómo habrían podido dejarte salir? ¿Acaso esto no fue una traición?

– Pero yo… más tarde volví a recuperar el contacto con el Partido…

El lo interrumpió:

– En aquella época, el Partido clandestino no sabía nada de la confesión que hiciste.

– El Partido perdona, me perdonó… -dijo el viejo con la cabeza gacha.

– ¿Y tú? ¿También has perdonado? ¡Has sido cruel cuando has reprimido a las personas, soltabas toda tu ira, no dejabas en paz ni a los que escribían su autocrítica! Cuando dictabas las directivas para las células del Partido bajo tu control, decías que los expedientes no podían tener ningún fallo, no había que darles ninguna posibilidad de revocar el veredicto. ¿Lo has dicho o no?

– ¡Confiesa! ¿Lo has dicho, sí o no? -gritaban los asistentes.

– Sí, sí, lo he dicho, me he equivocado.

El viejo prefirió reconocerlo, pues no era un error importante comparado con lo de traicionar al Partido.

– ¿Te has equivocado? ¿Y te quedas tan tranquilo? ¡Has hecho que algunos se tiraran por la ventana y dices que te has equivocado! -dijo alguien golpeando sobre la mesa.

– Pero… no era yo, era un problema de ejecución de órdenes…

– Eran tus propias órdenes, unas órdenes que habías dado personalmente: «Hay que relacionar los problemas que las personas tuvieron en el pasado con su actitud actual para llegar a poner las cosas en claro». ¿Lo has dicho, sí o no? -dijo un rebelde que no soltaba a su presa.

El anciano se mostró más sumiso.

– Sí, sí, lo he dicho.

– ¿Quién se ha opuesto al Partido? ¡El traidor al Partido eres tú! ¡Escribe todo eso! -gritó el mismo rebelde.

– ¿Cómo? -preguntó el viejo con un aspecto lamentable.

– ¿Necesitas una secretaria para escribir? -se burló uno.

Muchos se rieron; cada uno comentaba la escena, como cuando se ha pescado una buena pieza y se está muy orgulloso. El viejo levantó furtivamente la cabeza, su cara tenía un color verdusco. Luego preguntó temblando, con el labio inferior muy pálido:

– Yo… estoy enfermo del corazón…, ¿puedo beber un poco de agua?

Él le empujó por encima de la mesa un vaso de agua. El viejo sacó de un bolsillo un pequeño frasco de medicamentos del que extrajo una pastilla que se tragó de inmediato.

El anciano era mucho mayor que su padre. En aquel momento pensó que no era bueno que tuviera una crisis cardíaca en plena sesión y dijo:

– Siéntate y bebe; si no te encuentras bien, puedes tumbarte en el sofá.

El anciano lo miró con una expresión lastimera, pero no se atrevió a ir hasta el sofá, donde ya estaban sentadas varias personas. Al darse cuenta, él cambió de idea de repente y dijo:

– Escucha, mañana por la mañana tienes que traernos una confesión detallada en la que expongas cómo traicionaste al Partido, cómo fuiste arrestado, cómo conseguiste salir de la cárcel, mencionando el nombre de los testigos. Explicarás también qué confesión hiciste cuando estabas encerrado.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo el viejo, apresurándose a inclinar el cuerpo.

– Puedes marcharte.

Nada más salir el anciano, los rebeldes fueron a hablar con él tremendamente alterados.

– ¿Creéis que puede huir habiendo un documento como éste contra él? ¡Nadie puede escapar de la dictadura del proletariado! No hagamos que el viejo tenga un infarto en público -dijo con tanta convicción como maldad.

– Puede que se suicide cuando llegue a su casa, ¿no? -preguntó uno de los rebeldes.

– No creo que tenga tanto valor. Si no hubiera temido a la muerte, no habría firmado la confesión de entonces. Mañana traerá anotados todos sus crímenes, ¿no creéis?

Los asistentes no supieron qué decir. Detestaba con toda su alma a aquel viejo que sólo tenía al Partido en la boca, y si sentía una cierta compasión se debía a que, después de haber perdido su propia fe en el mito de la revolución, también acabó con la leyenda fabricada por la grandiosa revolución sobre el nuevo hombre provisto de una pureza absoluta. El viejo ocultó durante mucho tiempo que había firmado la confesión en la cárcel enemiga y que se cambió de nombre, evitando así las investigaciones, probablemente había estado muerto de miedo durante todos estos años, pensó.

Como no estaba permitido cambiar de fe cuando se subía a bordo del barco del Partido, ¿habría que seguir al Partido hasta el final? ¿Y si no se tenía suficiente fe? ¿Y si uno se saltaba esa única opción? ¿Se podía vivir sin principios de base? Cuando tu madre te parió no tenías principios, ¿por qué ese último vástago de esa familia abocada al declive no podía vivir fuera de los principios? ¿No ser revolucionario era lo mismo que ser contrarrevolucionario? Si no servías a la revolución, ¿debías sufrir por ella? Si no morías por la revolución, ¿tenías todavía derecho a vivir? ¿Y cómo escapar de las garras de aquella revolución?

Amén. Desde tu nacimiento fuiste alcanzado por el pecado original, no podías ser juez, te protegías tomándolo todo a la ligera, mezclándote con aquel grupo de rebeldes. Entonces tuviste cada vez más claro que debías encontrar un lugar donde refugiarte. So pretexto de hacer investigaciones sobre los dirigentes del Partido, escribías tú mismo un montón de cartas de recomendación en las que colocabas un sello oficial. También pudiste conseguir una buena suma de dinero para salir en misión y viajar por muchos lugares. Entonces ¿por qué no intentar descubrir si en este mundo extraño podía existir todavía algún lugar donde pudieras escapar de esta omnipresente revolución?

En la ciudad de Jinan, situada en la ribera sur del río Amarillo, llegó a un pequeño taller de una callejuela. El objeto de su investigación era un criminal que habían soltado de un campo de reeducación por el trabajo. La mujer encargada del taller, de mediana edad, que usaba manguitos en ambos brazos, estaba pegando cajas de cartón. Ella le dijo:

– Ese hombre ya no está en este mundo desde hace tiempo.

– ¿Ha muerto? -preguntó él.

– Si no está en este mundo es que ha muerto.

– ¿Cómo ha muerto?

– ¡Vaya a preguntarle a su familial

– ¿Su familia todavía vive? ¿Quién queda?

– ¿A quién está investigando, a él o a su familia? -objetó la mujer.

Él no podía explicarle que el muerto era compañero de colegio del dirigente al que estaba investigando, que participaron juntos en un movimiento estudiantil que organizó el Partido en la clandestinidad y luego estuvieron en la cárcel bajo el Guomindang. Tampoco podía hablarle de las consecuencias de la lógica implacable de la revolución, no tenía por qué gastar saliva, pero aun así debía encontrar pruebas de la muerte de aquel hombre para que le pagaran los gastos de la misión.

– ¿Puede usted poner un sello en mis documentos? -preguntó él.

– ¿Qué sello?

– Para certificar la muerte de ese hombre.

– Para eso debe ir al comisario de policía, nosotros no damos certificados de fallecimiento.

– De acuerdo. ¿Cómo puedo llegar al río Amarillo? -preguntó imitando el acento de la mujer, el acento de Shandong.

– ¿Qué río Amarillo? -preguntó ella.

– El río Amarillo, sólo hay un río Amarillo en China. Su ciudad, Jinan, ¿no está al borde del río?

– ¿De qué está hablando? Mi ciudad está lejos del río. Nunca he ido. No hay nada interesante allí.

La mujer continuó pegando cajas y no le prestó más atención.

El proverbio dice «Uno no puede morir sin haber visto el río Amarillo», y de repente tenía ganas de verlo. Había pasado a menudo cerca de ese río tan loado desde tiempos remotos, pero siempre lo había hecho en tren y, a través de la sucesión de las monturas de acero del puente, nunca consiguió juzgar su grandeza. Un hombre le dijo que el río Amarillo todavía estaba lejos de allí, que debía tomar un autobús hasta el pueblo de Luokou y luego caminar un poco antes de llegar a un dique.

Cuando escaló el alto dique de loees [21] totalmente ralo, sin la menor hierba, percibió que la orilla opuesta, también de loees, era una zona que se inundaba y no tenía ninguna construcción, ni árbol, sólo había pendientes cenagosas formadas por las crecidas y decrecidas, y, bajo las pendientes, aguas fangosas turbulentas, el lecho del río que se encontraba por encima de la ciudad. ¿El río fangoso que corría con tanta impetuosidad, de color casi marrón, era realmente el famoso río Amarillo? ¿Ahí fue donde nació la antigua civilización china?

En el horizonte, el río enlodado corría hacia el infinito bajo la luz cegadora del sol. Salvo la sombra negra de un barco de vela que flotaba a lo lejos, no había el menor rastro de vida. Los que habían compuesto aquellas canciones sobre el río Amarillo ¿lo habrían visto realmente, o las escribieron sin verlo?

A lo lejos, el barco de velas grises remendadas llegaba cabeceando. Un hombre con el torso desnudo lo pilotaba y una mujer que llevaba una chaqueta gris trabajaba en el puente. Estaba lleno de piedras, probablemente para tapar alguna brecha en el dique en caso de inundación.

Bajó a la orilla, que estaba cada vez más turbia. Luego se quitó los calcetines y los zapatos, se los quedó en la mano y entró en el agua descalzo, hundiéndose en el lodo viscoso. Se inclinó para meter el brazo dentro del agua y lo sacó cubierto de barro, que cuajó con el sol como si fuera una costra. «Bebe un trago de agua del río Amarillo», escribió un poeta revolucionario. Jamás un ser humano podría beber aquella sopa amarilla y hasta a los peces les debía de costar vivir ahí. Era evidente que incluso las miserias y calamidades eran dignas de ser cantadas. Aquella inmensa corriente de fango casi muerto lo dejó estupefacto, sintió un gran vacío. Varios años más tarde, un alto funcionario del Estado declaró que habría que poner una estatua monumental en el curso superior del río Amarillo dedicada al alma de la nación. Probablemente aquel proyecto ya lo hayan realizado.

En una pequeña estación de la orilla norte del Yangzi, el tren paró accidentalmente pasada la medianoche. Las personas estaban encerradas en los vagones asfixiantes, en los que los ventiladores zumbaban sin parar. El olor agrio de la transpiración hacía que el ambiente fuera todavía más irrespirable y denso. Al cabo de unas horas, anunciaron por el altavoz que en la siguiente estación estaban teniendo lugar enfrentamientos armados y que la vía estaba llena de rocas; no sabían cuándo se reanudaría el servicio. Los pasajeros rodearon a los empleados del tren para protestar. Las puertas se abrieron y todo el mundo pudo bajar. Él fue a lavarse al borde de un arrozal; luego se tumbó sobre la hierba y se quedó contemplando el cielo estrellado. Las protestas de los pasajeros disminuyeron, sólo oía el croar de las ranas y se quedó dormido. Su niñez le vino a la memoria, pensó en cuando se quedaba contemplando la noche, tomando el fresco sobre una tumbona de bambú. Aquellos recuerdos de infancia eran todavía más lejanos que las estrellas que cintilaban en el cielo.

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