El otro lado de Shanhaiguan, [23] donde el invierno es precoz, soplaba un viento frío proveniente del noroeste. No podía subir a la bicicleta que había alquilado en la cabeza de distrito y tenía que empujarla con mucho esfuerzo para conseguir avanzar unos pasos. Llegó a la comuna popular hacia las cuatro de la tarde, cuando el cielo empezaba a oscurecer. Le faltaban unos diez kilómetros para llegar a su destino. Tuvo que pasar la noche en un albergue en el que descansaban los campesinos que iban de un lado a otro sobre sus carruajes tirados por mulas. Allí cenó dos trozos de nabos secos, tan salados que estaban amargos, y un tazón de granos de sorgo difíciles de masticar de tan duros que eran. Luego se tumbó sobre el kang de tierra cubierta por una estera de caña trenzada, que ocupaba la mitad de la habitación y sobre la que se habrían podido tumbar siete u ocho personas. Estaba solo, pues, con el frío que hacía, nadie del campo se habría aventurado a hacer un largo viaje. Quizá porque había mostrado una carta de recomendación de la capital, el kang estaba particularmente caliente. Cuanto más avanzaba la noche, más quemaba, las pulgas debían de estar completamente achicharradas. A pesar de quedarse en calzoncillos, sudaba. Se sentó en el borde del kang a fumar un cigarro, y pensó que en el fondo, en aquel mundo confuso, el campo era un buen lugar para refugiarse.
Se levantó temprano. El viento del norte continuaba con la misma fuerza. Dejó su pesada bicicleta con portaequipajes en el albergue, y acabó llegando al pueblo después de caminar casi tres horas contra el viento. Preguntó por todas partes para saber si vivía en el pueblo una señora mayor con ese nombre y que había sido profesora en la escuela primaria. Todos dijeron que no. Había una escuela, pero allí daba clases un hombre; su mujer tuvo un niño y él volvió a casa.
– ¿Hay alguien más en la escuela? -preguntó.
– Hace más de dos años que no se dan clases. El equipo de producción ha transformado el aula en depósito. ¡Está llena de patatas! -precisó un campesino.
Tenía que ir a ver al secretario de la célula del Partido de este equipo de producción para informarse.
– ¿Quiere ver al secretario joven o al viejo?
Él explicó que estaba buscando a la persona que se ocupaba de los asuntos del pueblo; si había dos hombres, prefería al mayor, porque probablemente podría darle más información. Lo condujeron a casa de un anciano. Este mordisqueaba una pipa, que tenía la boquilla de bambú y la cazoleta de cobre, mientras tejía un cesto de mimbre. Sin esperar que acabara de exponer el objeto de su visita, el viejo refunfuñó:
– No me ocupo de eso, yo no me ocupo de nada.
Tuvo que explicar que había venido especialmente de la capital para hacer esa investigación, lo que hizo que el anciano se tomara algo más en serio su presencia y dejara de tejer el cesto. Apretando la pipa en la mano, entornó los ojos y descubrió sus dientes negruzcos mientras escuchaba las explicaciones.
– Ah, sí, hay una persona con esas características, la mujer de Lao Liang. Fue profesora de escuela, pero se jubiló anticipadamente por enfermedad. Alguien vino a hacer una investigación sobre ella; pero como su marido tenía un pequeño teatro de sombras chinescas y pertenecía a la categoría de los campesinos pobres, no hubo ningún problema.
Él precisó que si estaba buscando a esa mujer era para saber algo de otra persona, no de ella, el problema no tenía nada que ver con la pareja. El viejo lo condujo entonces a una casa a las afueras del pueblo. Antes de entrar, gritó:
– ¡Vienen a verte, señora de Lao Liang!
Nadie respondió. El viejo empujó la puerta, pero no había nadie en el interior; entonces, se volvió hacia los niños que les seguían desde el pueblo.
– Id a buscarla, decidle que un camarada que viene de Beijing la está esperando.
Los niños salieron corriendo y gritando mientras que el viejo se alejaba.
Las paredes eran totalmente negras y la sala estaba casi vacía, tan sólo había dos bancos y una mesa cuadrada tan negra como las paredes. La cocina, donde estaba el horno, comunicaba con esa sala, pero no había ningún fuego encendido. Se sentó, helado de frío. Fuera, el cielo estaba gris, la intensidad del viento había disminuido. Estuvo allí solo durante bastante tiempo, golpeó los pies contra el suelo para calentarlos.
Pensó en su situación. Estaba esperando en aquel lugar perdido a la antigua esposa de un alto funcionario destituido. ¿Cómo habría ido a parar esa mujer a aquel lugar? ¿Cómo se convirtió en la mujer de un campesino pobre, que se dedicaba al teatro de sombras chinescas? ¿Y qué tenía que ver él con todo eso? Tan sólo quería retrasar el regreso a la capital.
Al cabo de unas dos horas llegó una mujer de edad avanzada. Al verlo sentado en el interior, dudó durante un instante antes de franquear el umbral. Se detuvo, pero acabó entrando. Llevaba un pañuelo gris sobre la cabeza, una chaqueta acolchada también de color gris, un viejo pantalón ancho ajustado a los tobillos, sandalias de algodón llenas de mugre. Realmente parecía una verdadera campesina. ¿Esa mujer era la heroína revolucionaria que había estudiado en la universidad y transmitía informaciones secretas? El se levantó y le preguntó si era la persona que estaba buscando.
– No, no, aquí no hay nadie con ese nombre -contestó, moviendo la mano.
Extrañado, insistió:
– Su nombre es…
Repitió el nombre.
– Yo me llamo Liang, como mi marido.
– ¿Su marido se dedica al teatro de sombras chinescas? -preguntó él.
– Ahora ya es mayor, hace tiempo que no canta.
– ¿Está aquí? -inquirió con prudencia.
– Ha salido. Pero ¿a quién está.buscando?…-replicó la señora, mientras se quitaba el pañuelo y lo posaba sobre la mesa.
– ¿Hace más de cuarenta años usted vivía en Sichuan? ¿Conocía a un tal…? -y pronunció el nombre del alto funcionario.
Los ojos de la anciana se iluminaron, pero sus párpados fatigados cayeron rápidamente, su mirada ya no era la de una campesina ignorante.
– ¡Usted tuvo un hijo con él! -Soltó esa frase para que ella reaccionara.
– Hace tiempo que murió -dijo la mujer apoyándose en la mesa para tomar asiento en el banco.
La había encontrado, era realmente ella, pensó; primero tenía que conseguir su confianza:
– Usted ha trabajado mucho para el Partido, es una antigua revolucionaria…
– No he hecho nada, tan sólo he servido a mi marido y he tenido un niño -lo interrumpió la mujer.
– En aquella época su marido era secretario del comité de zona especial del Partido en la clandestinidad, ¿no lo sabía?
– Yo no era miembro del Partido.
– Pero su marido, su marido de entonces, se dedicaba a las actividades secretas del Partido, ¿cómo puede ignorarlo?
– No lo sabía -afirmó de forma categórica.
– Fue usted quien protegió su huida, y, gracias a una seña, permitió que huyera su contacto y que no lo detuvieran. ¡Realmente es una mujer con mucho valor!
– Yo no sé nada, no he hecho nada -negaba ella.
– ¿Quiere que le dé detalles para refrescarle la memoria? Vivía en la primera planta, un abanico de junco colgaba de la ventana que daba a la calle. Usted se aproximó a la ventana, con su hijo en brazos, y descolgó el abanico…
El esperaba que ella asintiera.
– No recuerdo nada de eso.
La anciana cerró los ojos e intentaba no prestarle atención.
– Hay pruebas de las personas concernidas, documentos escritos. Su marido, su ex marido, salió por la terraza de detrás de la casa, tenemos su confesión escrita; usted ha contribuido mucho a la revolución -continuaba provocándola.
La mujer resopló ligeramente, sonreía con cierta dulzura.
– Usted protegió la huida de su marido, pero la detuvieron unos agentes secretos en una emboscada. -Lanzó un hondo suspiro, una argucia más del investigador.
– Si lo sabe todo, ¿sobre qué está investigando? -dijo la mujer, abriendo de nuevo los ojos y dirigiéndose a él con una voz segura.
– No se preocupe -explicó él-, esta investigación no le concierne, ni a usted ni a su ex marido, usted protegió su huida y no lo detuvieron, los documentos están muy claros en ese sentido. Buscamos aclarar unas cosas sobre otro miembro del Partido clandestino a quien encarcelaron poco después. No tiene nada que ver con usted, pero lo encerraron en la misma cárcel. ¿Cómo consiguió salir? Según su propia confesión, fue la organización del Partido quien lo rescató; ¿sabe algo de eso?
– Ya le he dicho que yo no era miembro del Partido, no me pregunte sobre eso.
– Le pregunto sobre lo que ocurrió en la cárcel. Por ejemplo, ¿qué había que hacer para salir?
– ¿Les ha preguntado a los guardias de la prisión? ¡Vaya a preguntar a los del Guomindang! Yo soy una mujer, estaba encerrada en esa prisión con mi hijo, todavía le daba el pecho.
Ella se había enfurecido, golpeó la mesa con rabia, como una vieja campesina que se deja llevar por su emoción.
Él también podía dejarse llevar por su emoción. En aquella época la forma de investigar era como un interrogatorio, y la relación que se establecía entre el investigador y la persona a quien interrogaba era como la del juez con el acusado o, incluso, como la del carcelero con el criminal. Sin embargo, intentó mantener la calma para decirle tranquilamente que no había ido a investigar cómo salió ella de la cárcel, sino que le pedía que le diera detalles sobre la situación en las cárceles de entonces; por ejemplo, sobre qué tenían que hacer los presos políticos para poder salir.
– ¡Yo no era un preso político! -gritó la mujer.
El dijo que quería creerla, ella no era miembro del Partido, ella se vio en esa situación como pariente, estaba convencido, no tenía la intención ni la obligación de llevarle la contraria, pero ya que había ido a aclarar ese asunto, le rogaba que escribiera su testimonio.
– Si no sabe lo que ocurrió, tan sólo escriba que no sabe lo que ocurrió; perdone por haberla molestado, no iremos más lejos -explicó él.
– No puedo escribir -dijo ella.
– ¿Usted no ha sido profesora? Hasta ha ido a la universidad, ¿no?
– No tengo nada que escribir -ella continuaba negándose.
Eso significaba que ella no quería dejar ninguna huella sobre aquella parte de su vida, no quería que la gente supiera por qué se refugió en aquel pueblo y se unió a un hombre que se dedicaba al teatro de sombras chinescas, pensó.
– ¿Lo ha vuelto a ver?
El hablaba de su ex marido, el alto funcionario.
Ella no respondió nada.
– ¿Sabe que todavía está viva?
Ella continuó en silencio. Sin decir ni una palabra. Él acabó perdiendo la paciencia y guardó el bolígrafo en el bolsillo de su chaqueta.
– ¿Cuándo murió su hijo?
Hizo la pregunta porque sí, sin pensarlo, y se levantó.
– En la cárcel, acababa de cumplir un mes… -La anciana se calló y se levantó del banco.
Dejó de hacer preguntas y se puso los guantes. La mujer lo acompañó en silencio a la puerta. Él se despidió inclinando la cabeza.
Una vez en el camino de tierra, marcado por dos profundas roderas, se volvió y vio a la anciana de pie en el umbral de su casa; no se había anudado el pañuelo de la cabeza. Cuando él se volvió, ella entró en casa.
En el camino, el viento había cambiado de dirección, era un viento del nordeste, mezclado con copos de nieve que se hacían cada vez más gordos. La llanura estaba desierta, los cultivos habían sido cosechados, la nieve, en el infinito, le hacía entornar los ojos. Llegó al albergue de la comuna popular antes de que se hiciera de noche y recuperó la bicicleta. En principio, no debía volver a la cabeza de distrito esa misma noche; pero, sin saber demasiado por qué, se subió rápidamente a la bicicleta. La nieve había cubierto la carretera y los campos, y le costaba mucho encontrar el camino. El viento le empujaba por detrás, y hacía que los copos de nieve revolotearan. Por suerte, iba en la buena dirección. Agarrado con firmeza al manillar, iba de rodera en rodera, debido a la nieve no distinguía nada, hasta que se caía, se levantaba, se volvía a subir, y marchaba dando tumbos. Delante de él, una extensión gris, los copos de nieve revoloteando…