27

El papel pintado del falso techo estaba arrancado y las ratas que corrían por el tejado durante la noche en todos los sentidos hacían mayores las grietas cuando se peleaban. Las mantas de algodón estaban llenas de polvo negro. Era la primera vez que se encontraba tan desocupado. No tenía nada que hacer, no tenía que levantarse a una hora fija para ir al trabajo ni debía hacer nada para la rebelión. No leía ni escribía; los libros que habría podido leer todavía permanecían en sus cofres y en sus cartones. Debía conservar toda su lucidez para no volver a soñar despierto. Pero en la vivienda de al lado, el obrero jubilado se levantaba muy temprano y ponía la radio a todo volumen. Escuchaba la ópera revolucionaria La linterna roja, eso le ponía muy nervioso. Incluso para masturbarse debía subir la manta hasta la cabeza y cerrar los ojos para pensar con todas sus fuerzas en el cuerpo desnudo de Lin, pero no conseguía parar aquellos cantos que expresaban un entusiasmo severo pero justo, y eso lo deprimía todavía más.

Quería pedir prestada una escalera para volver a empapelar el falso techo, pero estaba tan agrietado que corría el riesgo de caerse del todo. El polvo acumulado encima podía esparcirse por toda la habitación y entonces sería peor el remedio que la enfermedad. Además, empapelar el techo es todo un arte. Colocó en un rincón de la habitación las cosas del viejo Tan, puso su colchón sobre la cama de él y se deshizo de su propia cama. Estaba seguro de que Tan ya no volvería.

Se sentía totalmente libre, pero no sabía adonde ir. Lo único que podía hacer era salir a la calle a comprar los pequeños periódicos que vendían las organizaciones de masas, así como toda clase de materiales de denuncia. Luego, volver a su casa a preparar la comida y leerlos mientras comía. Por los discursos de los dirigentes que recibían a los diferentes grupos de masas, él distinguía las discordancias o las alusiones. Todos mostraban la misma exaltación, pero subían y bajaban continuamente, como un tiovivo de caballos de madera. El del día anterior todavía explicaba la última directiva de Mao. No sabía si hoy o mañana la máquina de matar caería sobre él y lo transformaría en un criminal antipartido. Su entusiasmo por la rebelión se enfrió por completo, no paraba de dudar de todo lo que estaba ocurriendo, pero no se atrevía a reconocerlo.

Tenía que aparecer todavía de vez en cuando por el edificio de su institución y pasar un momento por el cuartel general de los rebeldes. Un gran número de organizaciones rebeldes se habían escindido y se reunían en un gran «cuartel general». Las personas entraban y salían, mientras él fumaba un cigarrillo, charlaba un poco con ellos, escuchaba las noticias, sólo para que lo vieran. Luego se marchaba sin llamar la atención.

Ya no le interesaban los combates incesantes, los reagrupamientos, las nuevas luchas que tenían lugar en el edificio.

El lugar más animado, donde uno se enteraba de más cosas, era la avenida Chang'an. Cada vez que iba al edificio de su institución, pasaba por allí. Había muchas tiendas de campaña montadas a lo largo de los altos muros rojizos de Zhongnan-hai. Sobre una inmensa banderola roja se leía «Frente unido de los revolucionarios proletarios de la capital para desalojar, combatir y criticar a Liu Shaoqi», [19] se desplegaban las banderas rojas de los rebeldes de cada universidad, cientos de altavoces difundían día y noche cantos marciales que denunciaban al jefe del Estado en nombre del dirigente supremo, el sol rojo. Ni siquiera esta escena conseguía emocionarle ya.

– ¡Los últimos documentos de la denuncia de Liu Shaoqi por su propia hija! ¡Léanlos, léanlos! ¡Se compra un calzador de oro con el dinero de la revolución! ¡La denuncia de la ex mujer de Liu Shaoqi!

De entre la gente que rodeaba al hombre que vendía esos pequeños periódicos, reconoció a Cabeza Gorda, su compañero de escuela. Fue a tocarle en el hombro. Éste se sobresaltó y sonrió cuando lo reconoció. Cabeza Gorda llevaba en la mano una bolsa de cuero sintético llena de diarios y documentos que acababa de comprar.

– ¡Ven, vamos a mi casa!

Sintió una bocanada de nostalgia, ya que este amigo representaba el último lazo que lo ligaba con su vida perdida.

– ¡Voy a comprar una botella para celebrarlo! -respondió Cabeza Gorda.

Se subieron a las bicicletas y fueron hasta el mercado de Dongdan a comprar algunos platos preparados y algo de alcohol antes de ir a casa. El sol de la tarde traspasaba las cortinas, se estaba bien en la habitación, y después de unos tragos las mejillas se les sonrosaron y entraron en calor. Cabeza Gorda le explicó que cuando estalló la rebelión lo apartaron. Lo denunciaron por calumnia, pues afirmó que la filosofía de Mao se resumía en total a dos pequeños opúsculos. Esta frase se le escapó una noche que charlaba en el dormitorio con unos compañeros. Sólo dijo eso, pero ahora la gente tenía objetivos más importantes, y ya no se ocupaban de él por unas palabras reaccionarias insignificantes. Dijo también que no había pegado ningún dazibao, que el movimiento no tenía nada que ver con él, pero había perdido la posibilidad de continuar con sus estudios de matemáticas. Entonces lo único que hacía era coleccionar pequeños diarios y leer a escondidas algunos libros.

– ¿Cuáles? -preguntó él.

– El Zizhitongjian [20] Lo he traído de casa.

Cabeza Gorda estaba risueño, rojo por el alcohol.

Él nunca había sentido un interés especial por esas artes de gobernar de los emperadores y no comprendía el sentido de la hilaridad de Cabeza Gorda.

– ¿No has leído la Biografía de Zhn Yuanzhang, de Wu Han? -le preguntó Cabeza Gorda. Quería tantearlo.

La Revolución Cultural empezó a partir de la crítica de Wu Han. El teniente de alcalde de Beijing, especialista en historia de los Ming, escribió un libro en el que describía como el primer emperador de la dinastía, Zhu Yuanzhang, liquidó a todos los hombres de mérito que le habían ayudado a conquistar el poder. Se suicidó nada más empezar el movimiento, abriendo la vía a los innumerables suicidios que vendrían más tarde. Al comprender por qué Cabeza Gorda hablaba de ese libro, sus preguntas internas encontraron la confirmación. Dio un golpe sobre la mesa y exclamó:

– ¡Qué astuto eres!

Tras sus gafas, Cabeza Gorda le lanzó una mirada brillante. Con su pequeña sonrisa, ya no era la rata de biblioteca de antes.

– Sí, lo he hojeado, antes pensaba que sólo era un libro de historia, una crónica antigua, no creía… ¿Es como si se hubiera dado una gran vuelta? -preguntó para intentar averiguar algo más.

– Como la que describe el bumerang de los aborígenes… -rió sarcásticamente Cabeza Gorda.

– Al fin y al cabo, también es dialéctica, ¿no?

– ¿Dialéctica ascendente o descendente?…

Intercambiaban de ese modo alusiones y sobreentendidos, ya que el discurso directo era imposible, debido a los métodos de dominación del emperador cargados de ideología, o de manipulaciones políticas adornadas de la misma. De todos modos, la historia está por encima de la ideología; ¿ocurre lo mismo con la realidad?

La sonrisa se borró del rostro de Cabeza Gorda. La radio de la habitación de al lado emitía esta vez otra ópera revolucionaria modelo creada bajo la directiva de la esposa de Mao, El destacamento femenino rojo: «¡Adelante, adelante, la responsabilidad revolucionaria es grande, el rencor de las mujeres es profundo!».

El ideal grandioso de la camarada Jiang Qing, que nunca obtuvo la simpatía de los veteranos del Partido debido a su deseo de participar en los asuntos políticos, estaba teniendo lugar en aquel momento.

– ¿Cómo es posible que tu vivienda esté tan mal insonorizada? -preguntó Cabeza Gorda.

– Es mejor cuando la radio de al lado está encendida.

– ¿No tienes radio en tu casa?

– Confiscaron la del viejo Tan, que vive conmigo, y continúa aislado en nuestra institución.

Permanecieron durante un tiempo en silencio, escuchando las palabras de la ópera que salía de la vivienda de al lado.

– ¿Tienes algún juego de ajedrez? ¡Juguemos una partida! -propuso Cabeza Gorda.

Tan tenía un juego de ajedrez chino de hueso. Lo sacó de una caja de cartón que tomó del montón de cosas que había colocado en el rincón de la habitación. Luego apartó los platos y el alcohol que había dejado en la mesa y colocó el juego.

– ¿Cómo se te ocurrió pensar en ese libro? -preguntó, volviendo a su conversación mientras avanzaba un peón.

– Cuando los periódicos empezaron a criticar a Wu Han, mi padre me hizo volver a casa y me dijo que estaba pidiendo la jubilación…

Cabeza Gorda movió una pieza y bajó el tono, hablando intencionalmente con ambigüedad. Su padre era profesor de historia, también tenía un título de personalidad demócrata.

– ¿Has visto el libro de Wu Han? ¿Todavía se puede encontrar? -Avanzó otra pieza.

– Lo teníamos en casa y mi padre me lo hizo leer, pero después lo quemó, ¿quién se atreve hoy en día a esconder ese tipo de libro? Sólo me permitió llevarme el Zizhitong/ian de encuadernación tradicional. Es una edición de la época de los Ming, lo único que mi padre me ha dejado en herencia. Este libro lo recomendó el viejo Mao a sus altos funcionarios, si no, no me habría atrevido a guardarlo.

Cabeza Gorda pronunció el nombre de Mao con un tono de voz casi inaudible, a toda velocidad, luego continuó el juego.

– ¡Tu padre es realmente perspicaz! -exclamó él, sin saber si expresaba admiración o pena.

Su padre no fue tan inteligente, ¡era tan ingenuo!

– Era demasiado tarde, le negaron la jubilación, lo criticaron argumentando unos problemas de su pasado -explicó Cabeza Gorda quitándose las gafas, descubriendo unos ojos sin brillo y de miope. Aproximó la cara muy cerca del tablero y dijo:

– ¡Qué mala jugada has hecho!

Él, de un movimiento, barrió las piezas y exclamó:

– ¡Imposible divertirse, nos están dando por culo a todos!

Cabeza Gorda se quedó de piedra al escuchar estas palabras groseras, luego se echó a reír. Y los dos rieron hasta que les saltaron las lágrimas.

¡Tened cuidado! Si alguien hubiera denunciado vuestra conversación, habría bastado para que estuvierais en peligro de muerte. El miedo se esconde en el corazón de todos, pero no se puede nombrar, no se puede poner al desnudo.

Cuando cayó la noche, salió al patio a vaciar el cubo de la basura, lleno de restos de carbón y de la cena. Comprobó que las puertas de sus vecinos estaban cerradas y Cabeza Gorda aprovechó para montarse en su bicicleta. Vivía en un dormitorio colectivo, todavía estaba siendo objeto de una investigación y, a pesar de la advertencia que le había hecho su viejo padre, ya era demasiado tarde. Cuando el ejército llegó poco después para proceder a la depuración de las filas de clase, la famosa frase que soltó mientras charlaba en su dormitorio fue considerada como un crimen de alta traición, y lo enviaron a una granja de reeducación por el trabajo, en la que estuvo cuidando búfalos durante ocho años.

Después de esta conversación, el miedo hizo que se evitaran. No se atrevieron a tener el menor contacto entre ellos y tardaron catorce años en volverse a ver. El padre de Cabeza Gorda ya había muerto. Uno de sus tíos, que vivía en Estados Unidos, le ayudó a entrar en una universidad para perfeccionarse. Una vez obtuvo su pasaporte y su visado, Cabeza Gorda vino a despedirse de él. Evocaron aquel reencuentro, el alcohol que se les subió a la cabeza, cómo encontraron las razones secretas que empujaron al viejo Mao a llevar a cabo la Revolu ción Cultural.

– Si esta conversación entre nosotros dos hubiera trascendido -dijo Cabeza Gorda-, no me habrían enviado sólo a pastar búfalos, seguramente ya no tendría la cabeza sobre los hombros.

Luego le dijo que si encontraba un trabajo de profesor en los Estados Unidos, seguramente no volvería.

Aquella noche, catorce años antes, cuando Cabeza Gorda se fue, abrió de par en par la puerta de su habitación para airearla. Luego la cerró, calmó su excitación y su temor tumbado sobre la cama, mirando fijamente el agujero del techo. Era como si se hubiera sentado sobre un hormiguero; la pesada oscuridad parecía animada por un hormigueo constante. Cuando pensaba que el falso techo podía caerle encima en cualquier momento, junto con todos sus insectos, se le ponía la carne de gallina.

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