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– ¡Sacad a la vista de todos a ese soldado reaccionario del régimen del Guomindang, Zhao Baozhong!

El ex teniente coronel gritaba por el megáfono de la tribuna; a su lado, sentado en silencio, se encontraba el delegado Zhang, jefe de la comisión de control militar en activo, como mostraban claramente las insignias de la solapa y del gorro militar.

– ¡Viva el Presidente Mao!

Las aclamaciones estallaron de pronto entre los asistentes. En la última fila, dos jóvenes sacaron de su asiento a un viejo obeso. Él se soltó las manos y levantó un brazo para alzar el puño gritando:

– ¡Viva… el… Presidente Mao!

El hombre gritaba con voz rota mientras forcejeaba con todas sus fuerzas. Dos antiguos militares acudieron, habían aprendido en el ejército a inmovilizar a los adversarios. Le torcieron el brazo y lo obligaron a arrodillarse. Sus gritos se ahogaron en su garganta. Entre cuatro hombres fuertes sacaron al viejo, que arrastraba las piernas como si fuera un cerdo que se negara a ir al matadero. Bajo la mirada de los presentes, llevaron al anciano hasta la tribuna por el pasillo que había entre los asientos. Una vez allí, le colocaron una pancarta en el pecho con la ayuda de un alambre. Cuando iba a gritar de nuevo, los hombres apretaron con violencia un punto situado por debajo de las orejas. Se puso rojo de inmediato; le cayeron las lágrimas y los mocos. Aquel viejo obrero, guardia del depósito de libros, aquel viejo soldado que, en tiempos de la Repúbli ca, [24] fue llevado tres veces al alistamiento forzoso en el ejército del Guomindang, pero que se escapó dos veces y finalmente cayó prisionero del ejército de Liberación, acababa de ese modo, con la cabeza gacha, de rodillas, sumándose a los monstruos y malhechores descubiertos antes que él.

– ¡Si el enemigo no se rinde, hay que eliminarlo!

El lema se propagó entre los asistentes, pero ya hacía más de treinta años que aquel viejo se había rendido.

– ¡Muerte al que se resista!

En esta misma sala de actos, cuatro años antes, el mismo viejo fue elegido por el secretario del comité del Partido, Wu Tao, que actualmente también se encontraba con la cabeza gacha en la fila de monstruos y malhechores, como modelo para el estudio de las Obras del Presidente Mao y como representante de la clase obrera «que había vivido los mayores sufrimientos y que abrigaba un profundo odio hacia la antigua sociedad». Él mismo presentó un informe denunciando la crudeza de aquella sociedad y alabando todo lo bueno de la nueva. En aquella ocasión, el viejo también lloró para contribuir a la educación de esos intelectuales todavía mal reformados.

– ¡Sacad a ese perro espía de Zhang Weiliang, que está al servicio de los extranjeros!

Condujeron a otro hombre hasta la tribuna.

– ¡Abajo Zhang Weiliang!

No era necesario ponerlo más abajo, el hombre estaba paralizado por el miedo y era incapaz de mantenerse erguido. Pero todo el mundo gritaba, aunque todos corrían el riesgo de convertirse en enemigos y de ser abatidos.

– ¡Clemencia para el que confiese, severidad para los que se resistan!

Siempre las clarividentes directivas del viejo Mao.

– ¡Viva… el… Presidente… Mao!

Sobre todo, no había que equivocarse de consigna. Con tantas sesiones de acusación y persecución, había que gritar tantos eslóganes, muchas veces durante la noche, que las personas ya no sabían ni lo que decían, pero el que se equivocaba de eslogan se convertía inmediatamente en un contrarrevolucionario activo. Los padres debían prohibir a sus hijos que escribieran o dibujaran cualquier cosa y que rompieran los diarios. Cada día salía en la portada de los periódicos el retrato del Gran Dirigente del Partido, y, sobre todo, no había que romperlo, ensuciarlo, pisarlo ni desde luego utilizarlo para limpiarse el trasero, aunque no se tuviera nada más a mano para tal menester. Tú no tenías niños, era mejor así, sólo tenías que vigilar tus propias palabras, tenías que expresarte con mucha claridad, nada de pensar en cualquier otra cosa mientras gritabas los eslóganes, imposible tartamudear en aquel momento.

Al regresar a su casa en bicicleta, de madrugada, pasó delante de la puerta norte del Zhongnanhai, subió sobre el puente de piedra blanca, contuvo la respiración y echó un vistazo al interior: en el Zhongnanhai sólo se perfilaba la sombra de los árboles bajo la luz de las farolas. Bajó del puente, soltó los frenos y lanzó un suspiro hondo, finalmente el día había transcurrido sin incidentes. Pero ¿y el día siguiente?

Fue temprano al trabajo. En la entrada del edificio había un cadáver cubierto con una vieja estera que alguien había traído del cuarto del vigilante. Los bajos de la pared y el suelo de hormigón estaban manchados de marcas blancas de restos de cerebro y de sangre con tonos violeta.

– ¿Quién es?

– Seguramente alguien de la oficina de redacción.

Tenía la cara cubierta con la estera, pero ¿todavía tenía cara?

– ¿De qué piso?

– ¿Quién sabe de qué ventana?

En aquel edificio trabajaban más de mil personas, había cientos de ventanas, el hombre podía haberse tirado de cualquiera de ellas.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Probablemente al amanecer…

No se atrevieron a decir que ocurrió después de la asamblea de denuncias de clases que acabó de madrugada.

– ¿Nadie ha oído nada?

– ¡Deja de decir tonterías!

Las personas se quedaban paradas un momento y luego entraban en el edificio para no llegar tarde al trabajo. Llegaban uno a uno a su despacho, se instalaban frente al retrato del Gran Dirigente del Partido o miraban la nuca de los que tenían delante de ellos. A las ocho, por el megáfono que había en todos los despachos, de una punta a otra del edificio, sonaba la canción «La navegación en alta mar depende del timonel». Aquella colmena gigantesca estaba todavía más ordenada que antes.

Sobre su mesa había una carta dirigida a su nombre; nada más verla se estremeció. No había recibido ninguna carta desde hacía mucho tiempo, y nunca en su institución. Sin ni siquiera mirarla, se la metió en el bolsillo. Durante toda la mañana se preguntó quién le habría escrito, quién le escribía allí porque no conocía su dirección. No reconocía la letra, ¿sería una carta de advertencia? Si hubieran querido denunciarlo, no le habrían escrito una carta, ¿se trataría de una carta anónima para avisarle de algún peligro? Sin embargo, el sello del sobre era de ocho fens, mientras que un sello para la ciudad costaba sólo cuatro fens: estaba claro que la carta venía de la provincia. Aunque el remitente podía haber puesto un sello de ese valor para no dar pistas; en ese caso, sería de alguien con buenas intenciones, quizá fuera de un colega de trabajo que no tenía cómo entrar en contacto con él y que utilizó ese medio. Pensó en Lao Tan, que estaba aislado y bajo vigilancia desde hacía tiempo, aunque dudaba que Tan pudiera escribir todavía cartas. Quizá fuera una trampa que le tendía la facción contraria, lo que significaría que lo estaban espiando, y se sintió vigilado. Durante la sesión del grupo de depuración de las filas de clase, el delegado del ejército había hablado de una tercera lista y no citó ningún nombre; quizás había llegado su turno. Empezó a sentirse ofuscado; pensó que las personas que pasaban por el pasillo quizás estuvieran vigilando las actividades anormales de los enemigos ocultos, después de la gran asamblea de denuncias. Estaba teniendo lugar la movilización que pidió el delegado del ejército durante la asamblea general que mantuvieron la noche anterior: «¡Denuncia a gran escala, denuncia total, eliminación de todos los elementos contrarrevolucionarios que todavía actúen en el movimiento!».

Pensó de repente que tenía una ventana justo detrás de él, y comprendió cómo de pronto alguien podía tirarse al vacío en un arrebato. Estaba empapado de sudor frío. Intentó calmarse, quitándole importancia; todos los de su despacho que no saltaban por la ventana simulaban no dar importancia a nada, él también podía hacer como ellos. Si no actuaba de ese modo, corría el riesgo de perder el control de sí mismo y de tirarse realmente al vacío.

Cuando llega la hora de comer, por muy revolucionario que se sea, hay que comer, pensó. Luego se dijo que eso era un pensamiento reaccionario, debía reprimirse ese tipo de pensamientos. Aunque fuera por una simple frase, la indignación que sentía dentro podía salir en cualquier momento y provocar una catástrofe; «Por la boca muere el pez», esa máxima era la cristalización de una experiencia acumulada desde la Anti güedad. ¿Qué otra verdad buscas todavía? Esa verdad no puede ser más verdadera, ¡no pienses en nada más! No reflexiones, sólo eres una cosa en sí, tus sufrimientos vienen justamente porque siempre quieres convertirte en un ser, una cosa para sí, lo que te provoca muchos problemas.

Bueno, volvamos a él, a esa cosa en sí. Cuando todo el mundo salió del despacho, fue al lavabo. Ir a orinar antes de comer es bastante normal. Corrió el cerrojo de la puerta del lavabo y sacó la carta, nunca habría imaginado que fuera de Xu Qian. La primera frase le saltó a la vista: «Nosotros, esta generación sacrificada, no merecemos otro destino…». La rompió de inmediato. Luego cambió de idea y volvió a colocar los pedazos en el sobre, tiró de la cadena, examinó minuciosamente el inodoro del baño y salió tras comprobar que no se le había caído ningún trozo de papel. Se lavó las manos, se echó algo de agua a la cara, intentó calmarse y bajó a la cantina.

Por la noche, una vez estuvo en su casa, corrió el pestillo y, tras reconstruir bajo la lámpara los trozos de la carta, se forzó a continuar leyendo. Una voz quejumbrosa explicaba su desesperación, pero no mencionaba, ni entre líneas, la noche que pasaron en el pequeño albergue, ni lo que ocurrió después de que se quedara en el muelle. Ella escribía que ésa era la única carta que le enviaría, que no la volvería a ver nunca más, era la carta de una moribunda. Empezaba así: «Nosotros, esta generación sacrificada»; luego explicaba que había sido destinada como maestra a un valle que estaba situado entre las altas montañas del norte de Shanxi, pero que todavía no había ido allí, porque intentaba retrasar la salida en un centro de acogida de la cabeza de distrito. Antes de ella, una estudiante china de ultramar también fue enviada a una escuela primaria idéntica, en la que no había más profesores; se llevó seis cajas de equipaje, que habían preparado sus padres en Singapur como dote, cargadas a lomos de un burro, pero, al cabo de una semana, apareció muerta en un barranco, sin que nadie pudiera especificar la causa de su muerte. Si iba allí, no la volverían a ver nunca más. Qian pedía socorro, él era su última esperanza; sus padres y su tía no podían hacer nada por ella.

A medianoche fue en bicicleta hasta la oficina de correos de Xidan, había un número de teléfono en el papel de carta del centro de acogida de la cabeza de distrito. Pidió hacer una llamada urgente. Una voz desganada, manifiestamente molesta, le preguntó con quién quería hablar. El explicó que llamaba de Beijing, que quería hablar con una estudiante llamada Xu Qian, que estaba esperando que la destinaran. Durante un largo momento oyó sólo un zumbido por el teléfono. Luego, otra voz, también poco dispuesta, le preguntó: «¿Quién es usted?». El repitió con quién quería hablar, y su interlocutora le dijo: «Soy yo». No reconocía la voz de Qian, la noche que pasaron juntos no hablaron en voz alta. Esa voz desconocida le hizo sentirse confuso, en el teléfono todavía se oía el mismo zumbido, luego acabó por farfullar: «Ahora que sé que todavía estás ahí, me siento más tranquilo». «Me has asustado. Llamar a estas horas asusta a cualquiera», respondió Qian. Quiso decirle que la amaba, que tenía que vivir, pero no conseguía decir todas las frases que había preparado por el camino. La recepcionista de aquella llamada urgente desde la capital seguramente estaría escuchando la conversación en su pequeña cabeza de distrito perdida en las montañas; tenía que evitar que sospecharan de Qian, que intuyeran sus temores. El zumbido del teléfono continuaba en el silencio, dijo que había recibido su carta. El zumbido continuó, no supo qué más decir. «Si quieres volver a llamarme, hazlo de día.» Ella pronunció esas palabras con una voz gélida. «Bueno, perdona, buenas noches», dijo. Y oyó como colgaban el teléfono del otro lado.

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