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Necesitaba un nido, un lugar donde refugiarse, donde pudiera escapar de los demás, un hogar para él solo, para preservar su intimidad sin que lo vigilaran. Necesitaba una habitación insonorizada, para que, cuando cerrara la puerta, pudiera hablar en voz alta sin que lo oyeran, pudiera decir lo que quisiera, un universo de él para reflexionar sin bajar la voz. No podía seguir en su capullo, como una larva silenciosa, debía vivir, sentir, tener la posibilidad de gemir o de gritar cuando hiciera el amor con una mujer hasta la extenuación. Debía luchar para conseguir un espacio de vida, ya no podía soportar la presión de los años que acababan de pasar, y debía dar rienda suelta al deseo que se había despertado en él.

Sin embargo, en la pequeña habitación en la que vivía en aquella época apenas cabía una cama de soltero, un escritorio y una estantería. En invierno, una vez instaladas la estufa de carbón y su tubería extractora metálica, se hacía muy difícil moverse si había alguien más en el cuarto. El fino tabique que lo separaba de sus vecinos no conseguía ahogar el sonido de todo lo que ocurría en la habitación de al lado, tanto los juegos amorosos de la pareja de obreros durante la noche en su cama como cuando el bebé de ellos se ponía a llorar. Además, dos familias más compartían con él el patio en el que se encontraban la fuente de agua corriente y la alcantarilla. Siempre que la joven venía a su casa, los vecinos no le quitaban ojo de encima, y debía dejar su puerta entreabierta, mientras bebían el té o charlaban, para evitar las habladurías. Su mujer, con la que estaba casado desde hacía más de diez años, pero con quien nunca había vivido, pidió una investigación sobre él al comité del Partido de la Asociación de Escritores, que se puso en contacto con el comité de vecinos del barrio. El Partido se metía en todo, ya fuera en sus pensamientos, en sus obras o en su vida privada.

Cuando esa chica vino a su casa por primera vez, vestía un uniforme del ejército demasiado ancho para ella y que estaba decorado con insignias rojas. Con la cara igualmente roja, le dijo que se había emocionado al leer sus novelas. Él no se acababa de fiar de las chicas que llevaban uniforme militar, pero le sorprendió su cara de bebé y le preguntó la edad. Ella le contestó diciendo que había estudiado en una escuela de medicina militar y que actualmente estaba haciendo prácticas en un hospital del ejército. Acababa de cumplir diecisiete años. Él pensó que era la edad en la que las chicas se enamoran fácilmente.

Cuando la besó por primera vez, después de cerrar la puerta de su habitación, todavía no había conseguido la sentencia de divorcio. Mientras la acariciaba conteniendo la respiración, escuchaba las voces de los vecinos, que sacaban agua del patio, lavaban la ropa o la verdura y tiraban por el desagüe el agua que habían usado. También escuchaba sus pasos.

Cada vez tenía más claro que si necesitaba un apartamento, no era para estar con una mujer. Necesitaba un techo que lo protegiera del viento y de la lluvia, y cuatro paredes para aislarse del ruido. Pero no tenía la menor intención de volver a casarse. Estaba harto de aquel matrimonio que había durado más de diez años, mantenido sólo por la fuerza de la ley, y necesitaba sentirse libre. Desconfiaba de las mujeres, sobre todo de esas chicas jóvenes y bellas que parecían llenas de porvenir y de las que era capaz de enamorarse perdidamente. Lo traicionaron y denunciaron varias veces. Cuando todavía estaba en la universidad, se enamoró de una estudiante de su clase. Tenía la cara y la voz más dulces que había visto. Esa adorable joven, que quería progresar, hizo un informe ideológico al secretario de la célula del Partido en el que mencionaba los comentarios sarcásticos que él había hecho sobre la novela revolucionaria El canto de la juventud, que la Liga de la Juventud Comunista consideraba de lectura obligatoria. La estudiante no tenía ninguna intención de perjudicarlo, incluso se sentía atraída por él, pero cuanto más enamorada estaba una chica, más se abría al Partido, como un creyente necesita confesar sus secretos al cura. A partir de ese momento, la célula de la Liga llegó a la conclusión de que él tenía pensamientos negativos. Todavía no era demasiado grave, la universidad incluso le acabó dando el diploma, aunque no lo admitieron en la Liga. Las acusaciones de su esposa eran mucho más peligrosas; cualquier tipo de prueba, aunque hubiera sido un simple pedazo de papel escrito furtivamente, habría bastado para condenarlo por contrarrevolucionario. ¡Ah! ¡Qué bella época aquellos años de revolución, en los que hasta las chicas se volvían locas, tan locas que eran capaces de sembrar el pánico a su alrededor!

No podía confiar en aquella muchacha que se presentaba vestida de uniforme. Venía a pedirle consejos de literatura. El le contestó que no podía enseñarle y que le sugería que siguiera los cursos nocturnos de la universidad. Había todo tipo de cursos de literatura. Se podía inscribir pagando una pequeña suma, y al cabo de dos años le daban incluso un diploma. Ella le preguntó qué libros tenía que leer. El le respondió que lo mejor era que no leyera manuales, la mayor parte de las bibliotecas habían abierto de nuevo sus puertas y podía tener acceso a todos los libros que habían estado prohibidos. La joven dijo, además, que tenía ganas de aprender a escribir; pero él le desaconsejó que lo hiciera, para que eso no fuera un obstáculo en su carrera; pues él mismo no había parado de tener problemas por su afición a la escritura. Una muchacha sencilla y pura como ella, que llevaba un uniforme militar y había aprendido medicina, tenía un futuro muy claro. Pero ella respondió que no era tan sencilla ni pura como él pensaba. Quería aprender más cosas, comprender la vida, lo que no era ninguna contradicción con el hecho de llevar un uniforme y estudiar medicina.

No negaba que se sentía atraído por ella, pero hubiera preferido hacer el amor con total tranquilidad con las chicas indecentes, salidas del fango de las capas inferiores de la sociedad, a gastar saliva para enseñarle a ella lo que era la vida. Y, de todos modos, ¿qué era la vida? Sólo Dios lo sabía.

Era incapaz de explicar a la joven que había venido a pedirle consejo lo que era la vida, y todavía menos lo que se llamaba literatura, como tampoco conseguía explicar al secretario del Partido de la Asociación de Escritores, de la que dependía, lo que él entendía por literatura. No tenía ninguna necesidad de que lo guiaran o lo autorizaran. Por eso, siempre que salía de un problema, se acababa metiendo en otro.

Frente al uniforme que llevaba la muchacha, a pesar de ser adorable y fresca, no abrigaba ningún deseo con respecto a ella ni se sentía conmovido. Jamás habría imaginado que la tocaría y que acabaría incluso acostándose con ella. Cuando le trajo los libros que tomó de la estantería, le dijo que los había leído todos; todavía tenía la cara roja, venía de la calle, aún no había recuperado el aliento. Le preparó una taza de té, como habría hecho si hubiera recibido al redactor de una revista. Le dijo que se sentara en una silla que estaba al lado de su escritorio, detrás de la puerta, y él se sentó en la otra silla, delante del escritorio. En la habitación también había un sofá bastante rudimentario. Acababa de empezar el invierno y la estufa de carbón estaba encendida. Si le hubiera dicho que se sentara en el sofá, el tubo de la estufa le habría tapado su cara y les habría incomodado para charlar. Por eso estaban los dos sentados cerca del escritorio. Las manos de la joven acariciaban sobre la mesa las novelas que había traído, censuradas en otro tiempo por reaccionarias y eróticas. Eso quería decir que ella había saboreado esos frutos prohibidos, o, al menos, su turbación venía de que conocía su naturaleza.

Lo primero que le llamó la atención de su cuerpo fueron sus manos, tan delicadas y tiernas, y que, muy cerca de él, continuaban acariciando los libros. La chica se dio cuenta de que las estaba examinando y las escondió bajo la mesa. Su cara se puso todavía más roja. Él empezó a preguntarle qué pensaba de los héroes de esos libros y, sobre todo, por supuesto, de las heroínas. El comportamiento de aquellas mujeres no correspondía en absoluto a la moral de entonces y todavía menos a las enseñanzas del Partido. Él le dijo que probablemente eso era lo que se llamaba vida, y que en la vida no había medida. Si un día ella lo denunciaba o si la organización del Partido a la que servía con su uniforme le pedía explicaciones sobre la relación que mantenía con él, no habría nada grave en sus palabras. Las experiencias vividas le habían enseñado a ir con cuidado en ese sentido. Y además, después de todo, ¡eso también era la vida!

La joven añadió de inmediato que el presidente Mao también había tenido muchas mujeres. Sólo entonces, él se atrevió a besarla. Con los ojos cerrados, ella le dejó acariciar su cuerpo, tan sensible que parecía electrificado, bajo su uniforme militar demasiado ancho. Ella le preguntó si podía prestarle otros libros del mismo estilo. Dijo que quería aprenderlo todo, que eso no tenía nada de peligroso. Entonces él le explicó que cuando los libros se convertían en frutas prohibidas, lo único peligroso era la sociedad, y que por eso tantas personas habían perdido la vida durante la supuesta Revolución Cultural, que ahora se consideraba acabada. Ella dijo que eso ya lo sabía, que había visto golpear a hombres hasta matarlos, la sangre negra cubierta de moscas que salía de la nariz de los cadáveres de los llamados contrarrevolucionarios, que nadie se atrevía a reclamar. Entonces ella era una niña, pero ahora ya no se la podía considerar como tal, ya era una adulta.

El le preguntó qué significaba ser adulto. Ella le dijo que no olvidara que era estudiante de medicina y sonrió. Luego él la tomó de la mano y la besó en los labios, que se abrieron poco a poco. Después de aquel día, ella volvió a menudo a devolver y pedir prestados nuevos libros, siempre los domingos, y se quedaba cada vez más tiempo, a veces desde el mediodía hasta la noche, pero debía tomar el autobús de las ocho para tener tiempo de llegar al cuartel, que se encontraba en un barrio lejano a las afueras de la ciudad. Cuando oscurecía y los ruidos del agua y del lavado de las verduras descendían en el patio y los vecinos cerraban sus puertas, él también cerraba la suya y la abrazaba efusivamente. Ella nunca se quitaba el uniforme y mantenía la vista fija en el despertador. Cuando llegaba la hora del último autobús, se abotonaba con rapidez la chaqueta y se iba.

Cada vez necesitaba con mayor urgencia una vivienda para proteger su vida privada. Cuando obtuvo, no sin bastante esfuerzo, la sentencia de su divorcio, presentó la solicitud de casarse según la concepción ortodoxa oficial con respecto a la vida cotidiana, y precisó en la petición que la condición que ponía su futura esposa para el matrimonio era que primero tuviera una vivienda decente. Ya tenía casi veinte años de antigüedad (incluidos los años de reeducación en el campo durante la Revolución Cultural), y, según el reglamento sobre la repartición de las viviendas, hacía tiempo que tenían que haberle dado una. Sin embargo, tuvo que luchar dos años más y se peleó un montón de veces con los encargados de las viviendas, hasta que, al final, le dieron un pequeño apartamento, antes de que la dirección del Partido, situada por encima de la Asociación de Escritores, cayera sobre él y lo acusara. Utilizó todos sus ahorros y pidió un adelanto de los derechos de autor de un libro, sin saber si sería publicado o no, para hacer de su vivienda un pequeño remanso de paz.

Desde el momento en que la joven puso los pies en su nuevo apartamento, nada más echar el cerrojo, los dos se sintieron terriblemente excitados. Por aquella época todavía no habían encalado del todo las paredes y el suelo estaba cubierto de manchas blancas. No había ninguna cama, y fue sobre un trozo de plástico manchado de cal que descubrió su esbelto cuerpo de joven mujer, hasta entonces oculto a sus ojos bajo el uniforme demasiado ancho. Ella le pidió que sobre todo no la penetrara, porque el reglamento de su hospital militar la obligaba cada año a pasar un reconocimiento médico completo, y a las enfermeras que no estaban casadas les hacían una revisión del himen. Antes de entrar en el ejército, se someten a un riguroso examen político y a otro físico, ya que, además del servicio diario en el hospital, a veces también deben asumir tareas militares y salir en misión para ocuparse de la salud de sus comandantes. Habían fijado la edad de matrimonio de las enfermeras en los veintiséis años, como mínimo, y el ejército debía aprobar la elección del consorte. Antes de que llegara ese momento, no tenían derecho a dimitir, pues se decía que podían estar al tanto de algún secreto de Estado.

Lo hizo todo con ella, pero respetó su promesa. Dicho de otro modo, hizo con ella todo lo que era posible hacer sin penetrarla. Poco después la enviaron a una misión con un comandante a la frontera chino-vietnamita, y no volvió a tener noticias de ella.

Cerca de un año más tarde, también era invierno, de repente apareció de nuevo ante él. Acababa de regresar de madrugada de casa de un amigo, donde había pasado la noche bebiendo, y escuchó que llamaban flojo a la puerta. Al abrir, la vio llorando. Le dijo que lo había esperado seis horas en la calle, helada, pero que no se atrevió a entrar en el edificio por miedo a que le preguntaran qué buscaba. Se refugió en un cobertizo y al final vio que la luz del piso se encendía. Él cerró la puerta rápidamente y las cortinas. Antes de recuperar el aliento, la joven, todavía envuelta en su abrigo militar demasiado ancho, le dijo: «Hermano, fóllame».

La tumbó sobre la alfombra, dieron vueltas y más vueltas; no, volcaron ríos y el mar, desnudos, como peces, o más bien como bestias salvajes, peleándose y mordiéndose. Ella sollozaba. Él le dijo: «No retengas tu llanto, nadie puede oírte fuera». Entonces ella se puso a llorar con todas sus fuerzas, luego a dar alaridos. Él le dijo que era un lobo. Ella dijo que no, que era su hermano del alma. Él dijo que quería convertirse en un lobo, en una verdadera fiera salvaje, cruel y ávida de sangre. Ella dijo que lo comprendía, era su hermano, le pertenecía, no tenía ningún temor, a partir de ese momento sería toda de él; lamentaba tan sólo no haberse entregado antes… «No digas eso…», respondió él.

Después ella dijo que quería que sus padres le hicieran dejar el ejército como fuera. Él recibió poco antes una invitación para ir al extranjero, pero no conseguía marcharse. Ella dijo que lo esperaría, era su pequeña mujer. Y cuando finalmente obtuvo su pasaporte y su visado, fue ella la que le dijo que se marchara lo antes posible, antes de que no pudiera hacerlo. No pensaba que se separarían para siempre, o no lo quería, no se atrevía a pensarlo, para no ver el fondo de su corazón.

No le permitió que lo acompañara al aeropuerto. De hecho, ella dijo que no podría pedir permiso para ir a despedirlo. De todos modos, si tomaba el primer autobús de la mañana desde el cuartel, debía cambiar todavía varias veces para ir al aeropuerto y probablemente le sería imposible llegar antes de que el avión despegara.

No se acababa de creer que estuviera marchándose de su país. Sólo cuando se pusieron en marcha los motores del avión y empezó a elevarse por la pista del aeropuerto de Beijing, se dio cuenta de que realmente estaba abandonando el país. En ese momento pensó que «quizá» no volvería nunca más a aquella tierra que aparecía a través de la ventanilla, aquella tierra amarilla que llamaban patria, donde nació, creció, estudió, se hizo adulto, sufrió, y que nunca había pensado abandonar.

De hecho, ¿tenía alguna patria? ¿Ese inmenso espacio amarillo atravesado por ríos helados, que se movía bajo las alas del avión, era su patria? Esa pregunta sólo se derivó de las otras que vinieron más tarde, y la respuesta la fue teniendo clara poco a poco.

Por aquel entonces sólo pensaba en liberarse, en salir del país para respirar tranquilamente, dejando atrás la sombra que lo cubría. Antes de conseguir el pasaporte, esperó casi un año, durante el cual se dirigió a todos los departamentos competentes. Era un ciudadano de ese país, no un criminal. No había ningún motivo para que le negaran el derecho a salir. Pero las personas recibían un trato diferente según quienes fueran, y siempre podían encontrar una buena razón para no dejarle marchar.

Una vez en la aduana, le preguntaron qué llevaba en la maleta. Él respondió que no había nada prohibido, sólo sus efectos personales. Le mandaron que la abriera. Tuvo que obedecer.

– ¿Qué hay ahí dentro?

– Una laja para preparar tinta. Es nueva.

Con eso quería decir que no era una antigüedad, un artículo prohibido, pero de todos modos, si realmente querían que no viajara, encontrarían cualquier pretexto. Cada vez estaba más tenso. Un pensamiento atravesó su mente como un relámpago: ese país no era el suyo.

En ese preciso instante, le pareció escuchar un grito:

– Hermano…

Tomó aire e intentó calmarse.

Finalmente lo dejaron pasar. Cerró su maleta, la dejó sobre la cinta, cerró la cremallera de su bolsa de viaje y se dirigió hacia la puerta de embarque. Entonces escuchó otra vez una voz que parecía gritar su nombre. Continuó caminando como si no la hubiera oído, pero, aun así, unos pasos después se volvió. El hombre que acababa de revisar su maleta observaba a unos extranjeros que avanzaban por el pasillo de pequeños tabiques y dejaba pasar a todo el mundo.

En aquel instante volvió a escuchar un grito largo; era una voz femenina que gritaba su nombre, el sonido venía de muy lejos, flotaba sobre el barullo que se elevaba de la gente de la sala de espera. Su mirada buscó de dónde provenía esa llamada, más allá de la barrera de madera que marcaba el paso de la aduana, y vio una silueta, que llevaba un abrigo militar y un quepis, apoyada contra la barandilla de mármol blanco del primer piso, aunque no podía distinguir la cara.

La noche en que se separaron, ella le murmuró al oído, acurrucada contra él: «Hermano, no vuelvas, no vuelvas». ¿Era un presentimiento, o ella pensaba por él? ¿Había sido más clarividente que él? ¿Adivinó sus pensamientos? Él no dijo nada. Todavía no tenía el valor de decidirse. Pero ella le metió esa idea en la cabeza, aunque no se atreviera a afrontarla. Todavía no estaba preparado para cortar los hilos de sus sentimientos y su deseo, y no podía abandonarla.

Esperaba que no fuera ella la que estaba inclinada en la barandilla. Se volvió para caminar hacia la puerta de embarque. La señal roja parpadeaba en el panel de salidas. Oyó de nuevo un grito estridente y desesperado, un largo «Hermano…». Seguro que era ella; pero no se volvió y cruzó la puerta.

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