Una hilera de sacos de cemento apilados a la altura de un hombre atravesaba la calle, con saeteras para disparar con escopeta. Delante de la barricada había un batiburrillo de barreras, hormigoneras, grandes marmitas para calentar el alquitrán, rollos de alambre de espino. En medio de la calzada, una abertura permitía el paso de las personas, de una en una. Cortaron la circulación, los trolebuses desengancharon sus troles, y una fila de siete u ocho, vacíos, aparcaban al lado de la encrucijada. Sin embargo, las aceras estaban llenas de peatones y habitantes de los alrededores; los niños intentaban ver por encima de las personas agrupadas. Sobre las aceras protegidas por barreras metálicas, había mujeres con sus hijos en brazos, ancianos en camiseta y pantuflas que se abanicaban con calañas de juncos, para ver qué ocurría. ¿Estaban esperando el inicio de los combates? Prorrumpían suposiciones de todos los lados, se hablaba del Hongzongsi, o del Gezong. [22] Lo que estaba claro era que allí se enfrentarían a muerte las dos facciones. Ignoraba qué facción controlaba las calles de la plaza de la estación y se separó decididamente de la gente para dirigirse hacia la barricada.
Detrás de la abertura que había en los alambres de espino, unos trabajadores con un brazalete, un casco de seguridad de mimbre y una barrena en la mano cortaban el paso. Mostró su carné de trabajo, el guardia echó un vistazo y le indicó que entrara. De todos modos, no era del lugar, era ajeno a aquella lucha entre las dos facciones. Avanzó por el medio de la avenida desierta, bajo el sol cegador que hacía que se fundiera el asfalto. «Es poco probable que pierdan la cabeza en pleno día», se dijo a sí mismo.
«¡Bang!» Un estallido seco cortó la calma asfixiante que entorpecía a las personas. Tardó un poco en comprender que se trataba de un disparo y examinó cada lado de la calle. Había un eslogan escrito con gruesos caracteres en el muro de la fábrica: «Luchemos hasta la última gota de sangre para proteger la línea proletaria revolucionaria del Presidente Mao». Entonces lo relacionó con el estallido y echó a correr, pero se paró de inmediato para que no diera la sensación de que tenía especiales motivos para huir y se convirtiera en el blanco de algún fusil. Se subió a la acera con paso decidido y caminó siguiendo el muro.
Le era imposible saber de dónde venía el disparo. ¿Era para prevenir a los peatones o habían disparado contra él? No tenían motivos para matarlo, a él, que caminaba solo por la avenida, que no tenía nada que ver con aquella lucha a muerte entre dos facciones. Sin embargo, si lo alcanzaban, ¿quién sería testigo? De repente se dio cuenta de que corría el riesgo de morir de un disparo sin comerlo ni beberlo, y que su destino dependía por completo de la suerte. Se metió en una callejuela que también estaba vacía; daba la sensación de que todos los habitantes hubieran abandonado el barrio. De pronto tuvo miedo, y en aquel momento comprendió como una ciudad podía entrar en una guerra sin dificultad, como las personas se podían convertir en enemigos en un instante y enzarzarse en una lucha a vida o muerte en nombre de una línea política totalmente invisible.
En la plaza de delante de la estación, un gran número de personas hacían cola frente a las taquillas cerradas. Eran viajeros que esperaban. Preguntó a alguien que tenía delante de él cuándo empezaría la venta de billetes. El hombre hizo una mueca para mostrarle que no tenía ni idea. Se puso en la fila de inmediato. Poco después, otras personas que no supo de dónde habían salido, se añadieron a la cola detrás de él. Nadie llevaba mucho equipaje, y no había niños ni ancianos, tan sólo mozos robustos, a excepción de una chica con trenzas que estaba a dos pasos de él. A veces ella miraba de reojo hacia atrás, y, cuando cruzaba la vista con alguien, bajaba de inmediato la cabeza. Daba la sensación de que tenía miedo de que alguien la reconociera. Pensó que todos los que estaban haciendo cola para comprar los billetes debían de estar huyendo del peligro. Sin embargo, el hecho de que hubiera tantas personas en la plaza lo tranquilizó. Se sentó en el suelo y encendió un cigarrillo.
De pronto, los de su alrededor se agitaron y la fila se rompió sin que supiera qué estaba ocurriendo. Paró a alguien para averiguar qué pasaba. Le dijeron que iban a cerrar el río. No supo lo que eso significaba hasta que le explicaron que ni el barco ni el tren podrían pasar. Otro dijo que habría una masacre. ¿Quién iba a masacrar a quién? Imposible conseguir una respuesta. La cola desapareció en un instante y no quedaron más que unas pocas personas aisladas que, como él, no tenían adonde ir. Se aproximaron poco a poco y volvieron a hacer cola delante de las taquillas de la estación. Formaron una cola menor, como si fuera el único medio de mantenerse. Cuando el sol se inclinaba hacia el oeste y la aguja gorda del reloj de la estación marcó las cinco pasadas, todavía no se había presentado nadie en las taquillas.
Sin saber qué estaba ocurriendo, las personas que esperaban empezaron a tomar conciencia de la situación y dejaron de esperar estúpidamente. Se pusieron a la sombra a charlar o a fumarse un cigarrillo. Uno de ellos daba su opinión sin cesar, afirmaba que los dos bandos estaban entablando las últimas negociaciones, que el ejército intervendría pronto, que el tránsito ferroviario no podía estar cortado por mucho tiempo y que seguramente se reanudaría al día siguiente, al menos eso era lo que creía. Él ya no buscaba más información, la chica todavía estaba allí, con la cabeza gacha, los brazos abrazando las rodillas, acurrucada en un rincón, a cierta distancia de los demás.
Tuvo ganas de comprar algo de comer antes de que se hiciera de noche. En el peor de los casos se acostaría sobre el suelo de cemento, pondría la mochila de almohada, y contemplaría las estrellas. Era verano, sería fácil. Se alejó de las taquillas para ir a dar una vuelta. Todos los comercios cercanos a la estación estaban cerrados y no había ni un solo restaurante abierto. A cada lado de la plaza las calles estaban igualmente desiertas, hacía horas que no pasaba por allí ningún vehículo. Empezó a notar que aquel ambiente era muy tenso y a preocuparse de verdad. No se atrevió a ir muy lejos y regresó a la estación. La sombra de la torre se alargaba hasta el centro de la plaza, y delante de las taquillas el grupo todavía había disminuido más, pero la chica continuaba acurrucada en el mismo lugar, mientras que el hombre que no paraba de hablar se había callado.
La sombra de la torre del reloj cubría ahora casi toda la plaza. Su contorno parecía mucho más claro en contraste con la luz del sol, que disminuía. ¿Para qué quedarse esperando un tren que no se sabía cuándo iba a pasar en una estación donde nadie se conocía? ¿Y si la vía estaba totalmente cortada? ¿Y si había estallado una guerra civil?
«¡Bang, bang, bang!» Sintieron las detonaciones sordas en el pecho. Todos se levantaron. Luego oyeron otros disparos, sin duda de una ametralladora, no lejos de allí. La gente se dispersó, él también corrió, inclinado hacia adelante, bordeando un muro. Ya está, es la guerra, pensó. Entró por un pasaje estrecho al abrigo de las balas, rodeado de sacos amontonados a la altura de un hombre, y se refugió en un almacén. Se detuvo, jadeando, y escuchó otra respiración fuerte; la chica también estaba allí, apoyada contra los sacos, sin aliento.
– ¿Dónde se han metido los demás? -preguntó él.
– No sé.
– ¿Adonde vas?
La joven no respondió.
– Yo voy a Beijing.
– Yo… yo también -respondió ella tras un instante de vacilación.
– ¿No eres de aquí? -preguntó sin obtener respuesta.
– ¿Estudiante? -insistió, sin éxito.
La noche caía, se había levantado un viento fresco, sintió que su camisa empapada de sudor se le pegaba a la espalda.
– Hay que encontrar un lugar para pasar la noche, sería peligroso quedarse aquí -dijo. él.
Una vez salió del almacén, se volvió hacia atrás y vio que la joven le seguía en silencio manteniendo una distancia de dos o tres pasos. Él le preguntó:
– ¿Sabes dónde hay un hotel?
– Cerca de la estación, pero sería muy peligroso ir allí. Al lado del río también hay uno, pero está un poco lejos -respondió la muchacha en voz baja; parecía conocer muy bien el lugar. Él se dejó llevar.
Llegaron a una pequeña calle de viejas casas, situada por debajo del dique. Algunos jóvenes estaban de pie delante de las viviendas o sentados a la entrada, y hablaban sobre la inminente situación de guerra. Como las balas no podían alcanzarles, sentían curiosidad y una cierta excitación. Las tiendas y las casas de comidas estaban cerradas, pero dos entradas iluminadas señalaban los hoteles, en realidad albergues antiguos, como los que hospedaban antaño a los comerciantes que estaban de viaje o a los pequeños artesanos. Uno tenía el letrero de completo, en el otro sólo había una habitación con una cama.
– ¿La quiere o no? -preguntó la mujer gorda que agitaba su abanico de junco tras el mostrador.
Él dijo que sí y sacó sus papeles. La mujer los tomó y abrió el registro.
– ¿Qué lazo hay entre ustedes? -preguntó ella, dispuesta a anotar.
– Marido y mujer -dijo él dirigiendo un guiño a la chica.
– ¿Apellido, nombre?
– Xu… Ying. -La joven tardó un poco en responder.
– ¿Lugar de trabajo?
– Ella todavía no trabaja. Volvemos a Beijing -respondió él en su lugar.
– Deben pagar cinco yuans de depósito. La habitación cuesta un yuan por día, se paga a la salida.
Pagó el depósito. La mujer guardó sus papeles, se levantó y tomó un manojo de llaves antes de salir del mostrador. Abrió una pequeña puerta junto a la escalera y encendió la bombilla, que colgaba del techo inclinado, con un interruptor de cuerda. En el cuchitril que hacía de habitación bajo la escalera había una cama individual que tenía uno de los extremos metido en el rincón en que no se podía estar de pie. Del otro lado, habían colocado una estantería en la que había una palangana. Ninguna silla. La mujer gorda, que calzaba sandalias de plástico, salió haciendo sonar las llaves.
Él cerró la puerta y se puso enfrente de la muchacha, llamada Xu Ying.
– Saldré dentro de un instante -le dijo.
– No vale la pena -respondió la joven, sentada al borde de la cama-, así ya está bien.
Entonces miró con atención su pálido rostro.
– ¿Estás cansada? Túmbate a descansar.
Ella se quedó sentada sin moverse. Escucharon pasos sobre sus cabezas. Alguien bajaba. Luego oyeron un ruido de agua. Debían de estar lavándose en el patio. Aquella pequeña habitación sin ventanas era asfixiante.
– ¿Quieres que abra la puerta?
– No -dijo ella.
– ¿Te voy a buscar algo de agua? Yo iré a lavarme fuera.
La joven asintió con la cabeza.
Cuando volvió a la habitación, ella ya había acabado de lavarse y se había puesto una camisa de cuello redondo sin mangas que tenía dibujadas unas pequeñas flores amarillas; estaba sentada descalza sobre la cama. Tenía de nuevo las trenzas cortas, su rostro había adquirido algo de color, era una chiquilla. Dobló las piernas para hacerle sitio.
– Siéntese.
Era la primera vez que sonreía. Él también sonrió y explicó más relajado:
– He tenido que decir eso.
Hablaba de lo que tuvo que decir para poder hospedarse en el albergue.
– Claro, lo comprendo. -La chica sonrió con la boca entreabierta.
Él fue a cerrar la puerta, se quitó los zapatos y se sentó en la otra punta de la cama.
– ¡No me esperaba esto!
– ¿Qué? -preguntó ella inclinando la cabeza.
– ¡Qué pregunta!
La joven Xu Ying sonrió de nuevo con la boca entreabierta.
Mucho más tarde, recordó cómo empezó todo, recordó que aquella noche hubo flirteo y seducción, deseo e impulso, también amor, no sólo miedo.
– ¿Es tu verdadero nombre? -preguntó él.
– No puedo contestarle ahora.
– Entonces, ¿cuándo me lo dirás?
– Ya lo sabrá a su debido tiempo, depende.
– ¿De qué depende?
– ¿No lo ha entendido?
Se quedó en silencio; se sentía bien con ella. Fuera había cesado el ruido, también el del agua de la fuente, pero se notaba una especie de tensión en el ambiente, como una espera. Esta impresión la mantuvo en su memoria durante mucho tiempo, cada vez que rememoraba aquella escena.
– ¿Podemos apagar la luz? -preguntó él.
– Molesta a los ojos -añadió ella.
Cuando apagó la bombilla, rozó en la oscuridad una pierna de la muchacha. Ella la dobló de inmediato, pero dejó que se tumbara a su lado. Él se acostó prudentemente, recto, boca arriba. Pero en una cama individual como aquella era inevitable que sus cuerpos se tocaran. Intentaban evitarlo, permaneciendo en sus límites. El calor húmedo del cuerpo de la joven y el aire sofocante de la habitación le hicieron sudar a mares. En la oscuridad, el techo inclinado que distinguía levemente parecía bajar sobre él para aplastarlo, haciendo que se sintiera todavía más oprimido.
– ¿Puedo quitarme la ropa?
Ella no respondió, pero no hizo nada para evitarlo. Al quitarse la ropa, la rozó, pero ella no se movió, aunque no dormía.
– ¿Qué vas a hacer a Beijing?
– Voy a ver a mi tía.
¿Era realmente el momento adecuado para ir a visitar a unos parientes? No la creyó.
– Mi tía trabaja en el Ministerio de Sanidad -prosiguió ella.
Él dijo que él también trabajaba en una institución del Estado.
– Ya lo sé.
– ¿Cómo lo sabes?
– Ha mostrado su carné de trabajo hace un rato.
– ¿Te has fijado entonces también en mi nombre?
– Sí, la señora lo ha anotado.
En la oscuridad, vio, o mejor sintió, que ella sonreía con la boca entreabierta.
– Si no, no habría…
– ¿Dormido conmigo? -él acabó la frase.
– ¡Era mejor saberlo!
Percibió ternura en su voz. Colocó la palma de la mano sobre la pierna de la joven; ella no se la quitó. Pero pensó que ella confiaba en él y no se atrevió a ir más lejos.
– ¿De qué universidad eres? -preguntó él.
– Ya he acabado, estoy esperando que me destinen.
– ¿Qué has estudiado?
– Biología.
– ¿Has disecado cadáveres?
– Claro.
– ¿Cadáveres de personas?
– No soy médico, he estudiado sólo la teoría, pero hice prácticas en el laboratorio de un hospital; estaba esperando mi plaza de trabajo, iba a salir ahora, si no hubiera sido por…
– ¿Por qué? ¿Por la Revolución Cultural?
– Me iban a destinar a un laboratorio de Beijing.
– ¿Eres hija de funcionarios?
– No.
– Pero ¿tu tía es un alto cargo?
– ¡Lo quiere saber todo!
– En realidad, ni siquiera sé si tu nombre es verdadero o falso.
Ella rió de nuevo, esta vez su cuerpo se movió de verdad, lo sintió bajo su mano. Le apretó el muslo por fuera del pantalón.
– Se lo diré todo. -Le tomó la mano y la quitó del muslo-. Lo sabrá todo -murmuró.
Él le apretó la mano, poco a poco se fue distendiendo.
«¡Cloc, cloc!» ¡Golpeaban a la puerta! A la puerta de entrada del albergue.
Ellos no se movieron, se quedaron manteniendo la respiración para escuchar qué ocurría, con las manos cogidas. La puerta del albergue se abrió y se armó un gran revuelo. ¿Hacían la inspección de rutina o buscaban a alguien que había huido? Un grupo de hombres interrogó primero a la señora gorda; luego abrieron una a una las puertas de las habitaciones de la planta baja. Otros subieron a la primera planta. Los pasos sonaban sobre sus cabezas, buscaban por todos los lados. De pronto, el resonar de unos pasos que corrían se hizo mayor, los gritos e insultos se sucedieron en un desorden general. Después oyeron un ruido sordo, como el de un saco de arena al caer al suelo, los chillidos de un hombre y un fragor confuso. Los gritos se transformaron en un quejido hiriente que acabó apagándose.
Estaban sentados en la cama, con el corazón a mil por hora, esperando que llamaran a su puerta. La confusión continuaba en la escalera y en la planta baja. O bien habían olvidado ese cuchitril, o quizá vieron por el registro que ellos no tenían nada que ver con la pesquisa, el caso es que nadie llamó a la habitación. La puerta de la entrada del albergue se cerró, la encargada todavía murmuró unas cuantas palabras confusas, luego volvió el silencio.
En la oscuridad ella se contrajo de repente, él abrazó su cuerpo lleno de temblores, besó sus mejillas húmedas de sudor y sus labios suaves. La transpiración y las lágrimas saladas se mezclaban. Acarició sus senos, también mojados, desabrochó el botón del pantalón, pasó la mano entre los muslos, también ahí estaba empapada, la chica se dejó hacer, como paralizada. Cuando la penetró, estaban desnudos los dos…
Ella dijo más tarde que se había aprovechado de un momento de debilidad para poseerla, que eso no tenía nada que ver con el amor, pero él replicó que ella no había mostrado resistencia alguna. Después de eso, en silencio, sintió bajo sus dedos que un líquido salía entre las piernas de la joven. Se inquietó. En aquella época las estudiantes no sólo no tenían derecho a casarse, sino que quedarse embarazada o abortar sin estar casada podía acabar en una catástrofe. Ella lo tranquilizó:
– Tengo la regla.
Entonces hizo de nuevo el amor con ella. La joven no se opuso, lo acogió con todo su cuerpo. Reconoció que él hizo de ella una mujer, él ya había tenido experiencias con otras mujeres. Por aquel entonces, si ella sólo hubiera sentido rencor hacia él, y no ternura, no se le habría ofrecido desnuda a la luz del día que se filtraba por la puerta, dejándole secar con una toalla húmeda las manchas de sangre de sus muslos, y luego mostrándole un sentimiento especial. Recordaba cómo de rodillas besó los pezones en punta, ella lo abrazaba fuertemente y murmuraba que tenía miedo de quedarse embarazada; pero aun así se tumbó boca arriba y se entregó de nuevo a él.
Nadie podía saber entonces qué les esperaba ni nadie podía imaginar lo que ocurriría. En un momento de frenesí incontrolable, la besó por todo el cuerpo, sin que la joven opusiera la menor resistencia. Después del miedo que habían pasado, la tensión acumulada salía libremente. Sus cuerpos pronto quedaron cubiertos de sangre, pero ella no tuvo una palabra de reproche hacia él. Más tarde, él salió a cambiar el agua de la palangana y ella le pidió que se volviera mientras se vestía.
La muchacha se quedó en el muelle, sin poder salir de allí, justo después de que él subiera al barco. Les dijeron que los trenes volvían a funcionar, pero que sólo se podía salir de la estación, no entrar. Para tomar el tren, primero había que subirse a un transbordador que los conducía a la otra orilla del río. Los viajeros se amontonaban en el embarcadero, formando una masa negruzca. Al alba el río estaba cubierto de bruma y el sol formaba una bola rojiza. Parecía el día del Juicio Final. Un marino que llevaba una insignia en la camiseta gritaba por un megáfono: «¡Dejen que los pasajeros que no sean de la ciudad suban primero! ¡Que muestren su carné de trabajo para subir!».
En el muelle la gente se empujaba y no mantenía la cola, había un gran desorden. Los separaron, él gritó su nombre, el nombre que ella había dado cuando llegaron al albergue, pero la joven ni se inmutó. Sin embargo, él todavía llevaba su mochila, se la había dado cuando entraron en el embarcadero, probablemente para librarse de ella. En el interior había un carné de estudiante, así como unos documentos mimeografiados por su grupo en los que se exponía la urgencia de la situación. Lo empujaron a bordo. Los que no pudieron demostrar con papeles que no eran de la ciudad se quedaron en el muelle bloqueados. Ella también, con sus cortas trenzas, tragada por la muchedumbre. Apoyado en la barandilla, la buscó con la mirada y gritó otra vez su nombre, su falso nombre; la muchacha no parecía oírle y se quedó inmóvil en el mismo lugar, quizá no tuvo tiempo de comprender que la llamaba a ella mientras el barco se iba.