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Nueva York. El primer día hacía diez grados bajo cero y nevaba. Al día siguiente el tiempo mejoró de repente; el suelo estaba cubierto de hielo sucio, tus zapatos estaban empapados y tuviste que comprarte unas botas forradas por culpa de ese maldito clima. Prefieres el invierno suave de París. Aquí hay muchos chinos, no es raro oír en la calle el acento de Beijing, el de Shanghai, el dialecto de Shandong e incluso el de Henan, que se hablaba en los pueblos que había cerca de la granja de reeducación por el trabajo donde viviste. Se encuentran todas las especialidades chinas, incluso los panecillos al vapor rellenos de cangrejo o los tallarines frescos del Shanxi. Hay varios China Town, tanto en Manhattan, como en Flushing en Queen's. Estas chinas todavía son más chinas que las del país; los chinos de Nueva York han recreado aquí varios pueblos natales imaginarios.

Tú, que no tienes país natal, no tienes por qué dar un espectáculo chino en los Estados Unidos. Lo que tú necesitas son verdaderos actores occidentales. Y buscabas una actriz cien por cien norteamericana para el papel principal; pero no encontraste a la bellísima Linda hasta el estreno, aunque ella tiene algo de sangre turca. Os conocisteis en Italia, en un festival de teatro, durante la cena que siguió a la representación de tu obra. Ella se sentó a tu mesa, te abrazó y te dio un beso sonoro en una mejilla, luego te dijo:

– ¡Me ha encantado su obra! ¡Si viene alguna vez a representarla a Nueva York, no olvide llamarme!

Dijo estas palabras con tanta emoción que te llenó de alegría. Le diste al grupo de teatro su dirección y su número de teléfono, pero no la llamaron y ella no leyó el anuncio en que pedían actores. En Nueva York hay muchas mujeres bellas y buenas actrices. Fue a ver la representación y, cuando la gente ya se marchaba, ella se echó a llorar. No sabías si lloraba por tu obra, por verte, o porque sentía haber perdido la ocasión de actuar en ella; de todos modos, te emocionó. Al final resulta que no estás tan solo en este mundo; tienes muchos antiguos y nuevos amigos. A menudo te das cuenta de que es más fácil comunicar con ellos que con algunos de tus compatriotas chinos, son más directos. Además, encuentras menos obstáculos para hacer el amor con las occidentales. A medianoche recibiste una llamada de París; le dijiste que pensabas en ella. «¿En qué en concreto?», te preguntó. Dijiste que pensabas en su olor. «Entonces te paso este olor por teléfono, totalmente húmeda, ¿de acuerdo?», dijo riendo. «No es suficiente», dijiste que pensabas en ella entera, de los pies a la cabeza. «¿No hay ninguna mujer en tu cama?», preguntó. «Ahora no, pero podría haberla en cualquier momento», contestaste. «¡Eres un cerdo! Aun así, recibe un beso por todo tu cuerpo, entero.»

No eres un hombre honesto, inútil hacerte el inocente. Lo único que quieres es esparcir tu deseo por todo el mundo, llenar de lodo todos los continentes. Por supuesto, es un deseo vano que te pone un poco triste, aunque sabes que esta tristeza se mezcla con una cierta falsedad. En realidad te encanta haber recuperado esta vida, esta vida que te pertenece, a ti, que te acaban de llamar cerdo, que eres correspondido por esa francesa que te acaba de insultar; quieres precisamente darle esta vida, ponerla húmeda para saborearla por completo.

El pasado está tan lejos ahora; viajas por todo el mundo, te sientes muy bien, le gusta el jazz y la improvisación del blues, que se parece a la obra que has escrito. En el cuarto trastero del teatro has encontrado un viejo marco en el que has colocado una pierna de mujer de plástico. Encima has escrito «What» como si fuera tu firma. Te ríes del mundo, y también te ríes de ti mismo. Sólo puedes ser feliz si el mundo y el «tú» se anulan mutuamente. Te gustaría convertirte en un blues, en la vieja canción que cantaba el negro Johnny Hartman:

Dicen que se ha enamorado

Es maravilloso

Maravilloso

Dicen que es tan maravilloso que no tiene cura…

Durante un ensayo, los actores han contado que el día anterior asesinaron a un cantante negro mientras reparaba una avería del coche en la autopista. Los periódicos del día publicaban la foto del cadáver. Una tristeza irresistible se ha apoderado de ti, aunque nunca hubieras escuchado las canciones de aquel hombre.

Te costaría mucho enamorarte de una china. Cuando saliste de tu país, dejaste en la estacada a aquella enfermera y ahora ya no sientes ningún remordimiento, ya no vives entre remordimientos.

Un dulce claro de luna, una ladera de montaña difuminada, unas chozas borrosas, unos arrozales desiertos después de la cosecha que se extienden por el valle, un camino de tierra serpenteando hasta la puerta de un almacén, un poema bucólico anticuado; tienes la sensación de haber visto la escena en sueños: has visto la puerta cerrada de esta casa de tierra, han violado a tu alumna en el interior, nadie puede socorrerla, ella no tenía otra salida, esperaba conseguir un puesto de trabajo para no tener que seguir trabajando en el campo para ganarse su ración de cereales, ése era el precio que debía pagar. Ella está allí, en el otro lado del mundo; hace mucho tiempo que habrá olvidado hasta tu existencia. Suspiras en vano. Lo que consigues que vuelva a ti, más que recuerdos, son deseos.

Ella dice que en este momento no le apetece nada, sólo tiene ganas de llorar; no paran de caerle las lágrimas. Dices que la deseas con locura; pero ella dice que no quiere ser una sustituta, que no es en ella en quien tú quieres entrar; ella tampoco puede entrar en tu corazón, estás tan distante. Tú dices que estás cerca de ella, que sólo le has contado esta historia porque compartes tu cama con ella esta noche, para excitarla, pero ella te pide que no la utilices para sacar tu dolor interno. Tú dices que nunca habrías imaginado que una francesa como ella fuera tan estúpida. Ella dice que aunque sea tonta no puede hacer nada para evitarlo. Tú le preguntas por qué no comprende la maldad masculina; pero ella dice que está bien así, tumbada contigo en la cama, le gusta vuestra relación, no quiere que el deseo sexual ensucie estos buenos sentimientos, desea que la dejes así, tumbada tranquilamente. Luego añade que también puede ser frenética, que podría permitir que un hombre que no conociera de nada hiciera con ella lo que le viniera en gana; pero, justamente porque te ama, no quiere estropear todo lo que tiene contigo. Le recuerdas que te ha dicho que era una puta. Reconoce que lo ha dicho y que, además, es tu puta, pero no en este momento. Le preguntas: ¿Cuándo entonces? Dice que no lo sabe, que cuando llegue el momento te dará todo lo que quieras, pero ahora, además, no tienes condón; tiene miedo de las enfermedades. No tienes que enfadarte con ella, ¿por qué no lo pensaste antes? ¿Dónde encontrar un preservativo de madrugada? Si tienes tantas ganas, eyacula sobre ella, pero no dentro. La abrazas, hueles su cuerpo, la acaricias por todas partes, la embadurnas con tu esperma, con sus lágrimas, con vuestros dos sudores mezclados en su pubis, en sus senos. Le preguntas si está bien. Ella dice que hagas lo que quieras menos preguntas. Te abraza con fuerza para pegarte contra su pecho opulento, dice que de todos modos te ama. Su aliento jadeante y dulce acaricia tu oído.

Cuando abres las cortinas, empieza un nuevo día. Salís a un bar, os sentáis fuera bajo un parasol. Es domingo; la luz del sol de la tarde es dorada. Ha venido expresamente para ver tu obra de teatro. Debe volver a París, a las seis tendrá lugar la inauguración de la exposición de pintura de su amigo. Dice que quiere serle fiel, pero también que te ama. Estás rebosante de alegría. Tiendes el brazo hacia el sol y afirmas que puedes tomar un poco de luz con tus manos, que ella debería intentarlo; mira hacia el astro y ríe. Llega el camarero disculpándose, ya no sirven de comer, el cocinero se ha marchado. ¿Qué se puede comer todavía? Sólo jamón frito con huevos. ¡Pues venga, jamón frito con huevos!

El sol tiene un color dorado irreal, te das cuenta de que todo brilla. Ella dice que es como si hubiera fumado droga. Es cierto, cuando estás con ella te parece que todo lo que os rodea es irreal; escucháis las palabras de las personas de vuestro alrededor como un murmullo lejano y muy nítidas a la vez. Ella dice que se siente muy feliz.

Dices que quieres escribir todo eso. Dice que sería fantástico. Dices que ella ha sido la que te ha provocado estas sensaciones, ella te ha ayudado a transformar tus desgracias en belleza, todo aquello que te pesaba tanto. Ella dice que el sufrimiento, cuando pasa, puede convertirse en belleza, y tú exclamas que ella es una auténtica tía francesa. ¡Una mujer!, rectifica ella, claro. Dices que también es una bruja. Ella dice que es posible. Ha querido que desahogues tus sufrimientos, la has obedecido y te has quedado tranquilo. Es cierto, tanto externa como internamente te has relajado, como si te hubieran lavado por fuera y por dentro. Ella dice que busca justamente sentir lo mismo, ¿no crees que esta sensación es maravillosa? Dices que se la debes a ella. Dice que lo que quiere es a un hombre como tú, y no tu deseo. Dices que todavía tienes ganas de comértela. Pero si no queda nada de mí, ¿no te arrepentirás?, dice ella.

La acompañas hasta la estación; te pasa el brazo por el hombro. Le dices que la amas. Ella te dice que también. Dices que la quieres mucho. Ella dice que también te quiere mucho. Vale la pena vivir, dices. Atención, ¡tienes ganas de cantar! Se ríe a más no poder. Te dice que subas con ella al tren. Dices que todavía falta una representación, no puedes dejar a los actores solos, todavía tienes ese sentido de la responsabilidad. Dice que lo comprende, que no tienes que tomarla en serio, lo ha dicho por decir. Las puertas del tren se cierran y, cuando el convoy se pone en marcha, mueve tres veces los labios para decirte que te quiere. Sabes que no lo dice en serio; quiere seguir fiel a su amigo, como ha dicho. Sin embargo, tú la quieres de verdad, aunque puedas querer también a otras mujeres.

Te sientes ligero como una pluma; tienes la sensación de haber perdido peso. Viajas de país en país, de ciudad en ciudad, de mujer en mujer, no piensas en encontrar un abrigo para toda la vida. Tienes la sensación de que vuelas; sueltas palabras divertidas que, como el esperma que eyaculas, dejan una huella de vida. No esperas nada, no te preocupas por los detalles mínimos de la existencia. Ahora que has sobrevivido, ¿para qué preocuparte? Sólo quieres vivir el presente, como la hoja del árbol que cae después de haber volado por el aire. El destino de las hojas de los árboles, sean del sebo, del álamo o del tilo, es el de caer tarde o temprano; mientras flotes en el viento, debes vivir lo más cómodamente posible. Sigues siendo ese prodigio incurable que viene de una familia condenada al fracaso. Debes liberarte de los obstáculos, compromisos, tormentos y preocupaciones que te han provocado tus ancestros, tu mujer y tus recuerdos. Eres como la música, como este poema de jazz del negro: Dicen que se ha enamorado, es maravilloso, maravilloso; dicen que es tan maravilloso que no tiene cura…

La pierna de plástico que lleva tu firma dentro de un viejo marco está en lo alto del escenario. Mientras cantaban, un viejo desdentado la alzó con la solemnidad con que se alza una bandera. Tu bailarina, una joven japonesa, está de pie en medio del escenario, ofreciendo solemnemente una rosa cortada a los espectadores con las dos manos tendidas. Luego se echa a reír, dejando al descubierto unos dientes muy negros. ¡Es maravilloso, maravilloso, tan maravilloso que no tiene cura!

El arte revolucionario y la revolución del arte; hace tiempo que se juega con todo esto. Si todavía quieres jugar no encontrarás nada nuevo; el mundo se parece a una bandera hecha trizas y desplegada. Al alba, en coche hacia los Alpes, una capa de niebla horizontal te viene a la cara, ya no tienes un cuerpo humano, ni peso, te disuelves siguiendo el viento, riéndote de los demás y de ti mismo…

Eres un triste poema de jazz en la palma de la mano de las mujeres, y en la gruta oscura y húmeda eres insaciable, ¿de qué te puedes quejar? ¿Este pobre pajarillo?

Eres un saxofón que suena según sus sensaciones, que grita dejándose llevar por sus sentimientos, ¡ah, adiós revolución! Si crees que llorar te hace feliz, ponte a llorar, sin miedo a perder nada, sólo eres libre cuando no tienes nada que perder, como el humo ligero que va acompañado del dulce perfume de la hoja de marihuana y de la houttuynia. ¿De qué tienes que preocuparte todavía? ¿De qué puedes tener miedo? Cuando llegue el momento de desaparecer, desaparecerás. Desaparecer entre las piernas opulentas y suaves de una mujer sí que sería maravilloso; entonces comprenderías plenamente lo que llamamos la vida, sin necesidad de tener compasión, sin necesidad de ahorrar nada, poder dilapidarlo todo, ¡sería tan maravilloso que no tiene cura!

Las cañas se doblan por el viento. Un viento violento de esta costa del mar del norte de Dinamarca se alza sobre las dunas de arena. Un montón de cañas forma un círculo que se agita sin parar. Crees que es una pareja de cisnes salvajes; pero al aproximarte descubres a un hombre y una mujer desnudos y te alejas enseguida, aunque oyes sus risas tras de ti. En el mar sombrío, más allá de las playas desiertas, las olas blancas se estrellan contra los blocaos de hormigón llenos de algas que dejaron los nazis durante la ocupación.

Tienes ganas de llorar, te tumbas sobre su pecho opulento, lloras sobre sus senos, donde se mezclan el sudor y el esperma; no es necesario que te contengas, como el niño que necesita la ternura de su madre. No sólo disfrutas con las mujeres, también necesitas su ternura, su indulgencia y su aceptación.

La primera mujer desnuda que viste fue tu madre. Te diste cuenta de que por la puerta entreabierta había luz; dormías a oscuras sobre una cama de bambú. Escuchaste un ruido de agua y quisiste echar un vistazo para ver qué pasaba. Te apoyaste con los codos en la cama de bambú, que crujió. Tu madre, con el cuerpo enjabonado, salió de la palangana en la que se estaba lavando; tú te volviste a meter en la cama rápidamente y te hiciste el dormido. Ella dejó la puerta abierta y continuó lavándose. Tú miraste a escondidas los senos que te alimentaron y el lugar oscuro que te trajo al mundo. Al principio aguantaste la respiración; luego el corazón se te disparó, antes de dormirte con aquel deseo y turbación que nacieron en ti.

Ella dice que no eres más que un niño. En este instante sólo aspiras a la tranquilidad. Estás satisfecho, cansado; eres su niño bueno. Ella te acaricia con dulzura, te muestras obediente entre sus manos y dejas que te mire atentamente, que contemple tu cuerpo, eso que tienes entre las piernas y que está encogido, lo llama su pajarillo. Su mirada es muy tierna, te acaricia el cabello, estás muy emocionado, tienes ganas de descansar sobre algo, descansar sobre esta mujer que te da la vida, la alegría y el consuelo. El amor, el sexo, la tristeza, el deseo que te atormenta sin parar, el lenguaje, una especie de expresión, la necesidad de exteriorizar tus sentimientos, el placer de desahogarte sin hipocresía y sin afectación alguna, fluyendo hasta el final, todo eso te ha lavado por completo. Te has vuelto tan transparente que te has transformado en un hilo de conciencia de la vida, como el rayo de luz que se filtra por detrás de la puerta, y, sin embargo, detrás no hay nada, todo es vago, como un débil claro de luna en un pedazo de nube. Escuchas el aleteo de las gaviotas y sus gritos por la noche. Las mareas nacen de las profundidades oscuras del mar, formando líneas blancas de flujos. En Viareggio, un proyector ilumina la orilla del mar, la playa está desierta, te has quedado de pie durante mucho tiempo delante de los grandes parasoles rojos con rayas blancas.

Pero hoy, durante esta noche en Nueva York, la nieve y el hielo de las aceras están sucios y mezclados con barro. En este Nueva York tan popular, tan descuidado, este Nueva York con sus montañas de oro que llegan hasta los cielos, este Nueva York que marea, en el que hay que ir a la calle para poder fumar un cigarrillo mientras se aspira el aire helado, tú y ella, esta bailarina japonesa que no dice ni una palabra en el escenario, que interpreta en tu obra el papel de la muchacha que se abre a las pasiones, de la mujer libertina, del cadáver de la madre, de la monja y del espectro, te vas con ella después de la representación a buscar un bar donde podáis fumar y beber algo.

Desde la octava o la novena calle de Manhattan, camináis calle tras calle hasta la treinta o más allá; luego retrocedéis, y en la tercera o la cuarta, a menos que no fuera en la quinta o la sexta avenida -nunca has tenido memoria para esas cosas-, encontráis un bar brasileño o mexicano. Poco importa, el ambiente es excelente; hay velas sobre las mesas, pero la música rock está demasiado alta y no favorece mucho el flirteo. Sólo conseguís oír algo si habláis muy alto, cara a cara. Habláis de arte, de arte muy serio. Dice que está feliz de poder interpretar todos estos papeles en una obra, que se entrega en cuerpo y alma porque parece que la obra haya sido escrita para ella. Te quejas del New York Times, porque la encargada de comunicación del grupo ha dicho que los llamó muchas veces y dijeron que mandarían a alguien, pero las representaciones han acabado sin que aparezca ninguno de sus periodistas. Ella dice que en los teatros de off Broadway es así, es muy difícil conseguir algún artículo, pero, de todos modos, está muy contenta de haber trabajado contigo.

– Pensaré en ti -dice mirándose los dedos y las uñas pintadas de azul oscuro.

Habláis de las cosas de la vida; dices que dos días antes tenía las uñas del color del té. Ella dice que cambia a menudo de color y que a veces se las pinta de varios colores; te pregunta cuál prefieres. Dices que el gris es el mejor, refuerza el lado glacial de la escena, aunque la gente se fija más en su cuerpo cuando ella baila; la conversación vuelve al arte.

– ¿Y el lápiz de labios?

– ¿Tienes negro? -preguntas.

– De todos los colores, ¿por qué no lo has dicho antes?

– Es asunto de la maquilladora; yo no me he querido ocupar de eso.

– ¡Qué pena que se hayan acabado las representaciones! -suspira ella.

– ¿Qué proyectos tienes ahora? -le preguntas.

– Esperar, ya veremos. Están buscando bailarinas para una comedia musical; la semana que viene tengo que ir a dos pruebas. Mi padre quiere desde hace mucho tiempo que vuelva a Japón, para entrar a trabajar en una empresa o para casarme. Dice que no se puede vivir sólo de la danza, que ya me he divertido bastante.

Dice también que su padre pronto se jubilará, que no podrá mantenerla toda su vida. Pero su madre ha dejado que hiciera lo que quisiera hasta ahora; su madre es china de Taiwan, muy abierta. Dice que no le gusta Japón, las mujeres no son libres en la sociedad nipona. Dices que te gusta mucho la literatura japonesa, sobre todo los personajes femeninos.

– ¿Por qué?

– Son muy atractivas, muy crueles también.

– Eso ocurre sólo en los libros, no en la realidad. ¿No has estado con ninguna japonesa?

– Me gustaría mucho, si encontrara una…

– Bueno, ¡la vas a encontrar!

Después de decir estas palabras, miró hacia el mostrador del bar.

Tú pagas la cuenta, ella te lo agradece.

En la estación del metro de la calle Cuarenta y dos -te acuerdas perfectamente de la calle Cuarenta y dos porque cambiabas de metro todos los días ahí para ir a ver las representaciones-, en el momento de separaros, dice que un día irá a verte a París y también que te escribirá. No obstante, nunca te mandó ninguna carta; sólo unos meses más tarde, al ordenar una bolsa de los papeles acumulados en el viaje a Nueva York, encontraste su dirección apuntada en la esquina de una servilleta de papel. Le enviaste una postal, pero no te contestó; nunca supiste si volvió a Japón.

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