En el burgo cortaban la electricidad con mucha frecuencia. Tenía que encender la lámpara de petróleo y cuando escribía a la luz de esa lámpara todavía se sentía más en paz consigo mismo; todos sus escrúpulos desaparecían y él se expresaba con mayor facilidad. Llamaron muy flojo a la puerta. En el campo nadie llamaba así; en general gritaban primero o llamaban golpeando violentamente la puerta. Pensó que era un perro. El perro amarillo del director del colegio a veces venía a rascar la puerta para pedir un hueso cuando percibía el olor de la carne que estaba cocinando, pero hacía días que comía en la cantina y que no encendía el horno de leña. Un poco extrañado, escondió lo que había escrito en el cesto para la leña que tenía en un rincón de la habitación. Luego escuchó durante un instante junto a la puerta, pero no oyó nada. Volvía a la mesa cuando oyó de nuevo que golpeaban muy flojo.
– ¿Quién es? -preguntó en voz alta entreabriendo.
– Profesor…
Era una voz femenina, estaba de pie al lado de la entrada.
– ¿Sun Huirong? -Había reconocido su voz; abrió la puerta.
Después de estudiar en la escuela durante dos años, la joven consiguió el diploma y ahora trabajaba en los campos. Los jóvenes instruidos de familias no agrícolas del burgo debían también ir a instalarse a las aldeas, según las directivas oficiales que la escuela tenía que hacer cumplir. Como responsable de la clase de Sun, eligió para ella una brigada de producción que estaba cerca del burgo, a unos dos kilómetros y medio, y que tenía como secretario de la célula del Partido a Zhao, el jorobado, hombre que conocía bastante bien. También le encontró una familia en la que había una anciana que podía ocuparse de ella.
– ¿Qué tal estás? -preguntó él.
– Muy bien, profesor.
– ¡Te has puesto muy morena!
Bajo la luz amarillenta de la lámpara de petróleo, el rostro de la joven parecía muy oscuro. Sólo tenía dieciséis años, pero ya poseía unos pechos muy grandes y parecía rebosar salud, nada que ver con las chicas de las ciudades. Trabajaba en el campo desde que era niña y no le costaba ningún esfuerzo hacerlo. Sun entró en la habitación, pero él dejó la puerta abierta para evitar rumores.
– ¿Qué te trae por aquí?
– Nada, venía a saludarle.
– Muy bien, siéntate.
Nunca antes la había dejado entrar sola en su cuarto, pero ahora ya no era una estudiante. Sun se volvió y examinó el lugar, pero se quedó de pie mirando hacia la puerta.
– Siéntate, siéntate, pero deja la puerta abierta.
– Nadie me ha visto entrar -dijo con voz dulce.
Aquella situación era embarazosa. Recordaba que ella le había dicho, con un tono un poco amargo, que su casa era un reino de mujeres, como si quisiera conmoverlo. Sin duda, Sun era la joven más atractiva del burgo. Desde que el equipo de propaganda de los alumnos fue a interpretar una obra a la mina de carbón vecina, los jóvenes obreros, atraídos por las chicas, pasaron un sinfín de veces delante de las ventanas de la clase estirando el cuello para mirar hacia dentro. Los alumnos armaron un gran alboroto y dijeron que venían a ver a Sun Huirong. El director del colegio salió de su despacho y les echó la bronca:
– ¿Qué estáis mirando? ¿Qué os interesa tanto de ahí dentro?
Los gamberros farfullaron:
– Sólo estamos echando un vistazo, ¿es que no se puede echar un vistazo?
Luego se marcharon a regañadientes.
En el dique de piedra que estaba al borde del río alguien había escrito con caracteres torpes: «Aquí, Sun Huirong se dejó tocar las tetas». El director hizo pasar uno por uno a todos los alumnos de la clase, pero ninguno afirmó conocer al autor de la pintada. Sin embargo, cuando salían del despacho no paraban de bromear sobre el asunto. Las chicas del campo eran muy precoces, se formaban muy pronto. Les gustaba chismorrear entre ellas y a menudo esos chismes acababan en disputas y llantos, pero cuando se les preguntaba, ellas no decían nada y se ponían rojas como un tomate. Antes de la representación, en el momento en que el equipo de propaganda debía maquillarse, Sun Huirong se miró con detenimiento en un pequeño espejo y coqueteó un poco:
– Profesor, ¿le gusta mi peinado? ¡Profesor, venga a ponerme el pintalabios! ¡Venga a ver, profesor!
Le arregló un poco las comisuras de los labios con un dedo, y dijo:
– ¡Estás muy guapa, muy bien!
Luego la apartó.
Ahora estaba sentada frente a él, bajo la luz de la lámpara de petróleo. Quiso sacar algo la mecha para aumentar la intensidad de la luz, pero ella le dijo con dulzura:
– Es mejor así.
Pensó que intentaba seducirlo y cambió de conversación.
– ¿Estás bien en la casa de esas personas?
Le preguntaba por la familia de campesinos que le eligió, donde vivía una señora mayor.
– Hace tiempo que no vivo allí.
– ¿Por qué?
En aquella época llegó a un acuerdo con la familia para que se alojara con la anciana.
– Vigilo el almacén.
– ¿Qué almacén?
– El del equipo de producción.
– ¿Dónde está?
– En la carretera, al final del puente.
Él sabía que al final del pequeño puente de piedra, al borde de la aldea, había una casa aislada.
– ¿Vives allí sola? -le preguntó.
– Sí.
– ¿Qué vigilas?
– Los arados y los rastrillos, también la paja.
– ¿Para qué? ¿Vale la pena vigilarlos?
– El secretario dice que más tarde me hará trabajar de contable y que necesitaré una vivienda.
– ¿No tienes miedo allí?
Ella no dijo nada durante un momento, luego respondió:
– Ya me he acostumbrado. Estoy bien.
– ¿Y tu madre, qué dice de eso?
– No puede ocuparse de mí, todavía tiene a mis dos hermanas. Cuando se es mayor hay que buscarse la vida.
Se volvió a callar, algo de agua se mezcló con el petróleo y la llama crepitó.
– ¿Tienes tiempo de leer un poco?
Como profesor, debía hacerse esa pregunta.
– ¿Cuándo quiere que lea? No es como cultivar el huerto de casa, hay que ganarse los puntos de trabajo. No es como cuando iba a la escuela, ¡aquello era tan bueno!
Era cierto, para ella la escuela fue un paraíso.
– Pues pasa más a menudo por la escuela, no está lejos, y cuando vuelvas a casa ven por aquí.
Era lo único que podía ofrecerle.
Ella se mantenía inclinada sobre un canto de la mesa, cabizbaja, y pasaba los dedos por los cortes del mueble. El no sabía qué decir, olía el perfume que exhalaban sus cabellos, se le ocurrió una frase:
– Vete si no tienes nada más que decirme.
Ella levantó la cabeza y preguntó:
– ¿Adonde?
– A tu casa.
– No vengo de mi casa.
– Pues vuelve al equipo de producción.
– No tengo ganas…
Sun Huirong bajó de nuevo la cabeza, continuaba pasando los dedos por las hendiduras de la mesa.
– ¿Tienes miedo de estar sola en el almacén? -preguntó él, pero la joven inclinó todavía más la cabeza-. ¿No has dicho que estabas acostumbrada? ¿Te gustaría volver a casa de la señora donde estabas antes? ¿Quieres que intervenga para que puedas volver?
Sólo podía hacerle esas preguntas.
– No…, yo…
La voz de la joven se hizo todavía más tenue, casi tocaba con la cabeza la mesa. Se acercó a ella y sintió su olor un poco agrio de transpiración, se levantó inmediatamente y gritando le dijo enfadado:
– ¿Quieres que vaya a hablar con ellos, sí o no?
Asustada por la actitud del profesor, la joven se levantó. Al ver sus ojos llenos de temor y en los que empezaban a brotar las lágrimas, añadió rápidamente:
– ¡Vuelve a casa, Sun Huirong!
Ella inclinó lentamente la cabeza, pero permaneció de pie delante de él, inmóvil. Él se dio cuenta de que casi la había empujado a la puerta, y la tomó con fuerza del brazo para que se volviera. Ella continuaba inmóvil. Le dijo dulcemente al oído:
– Si todavía tienes algo que decirme, vuelve cuando sea de día, ¿de acuerdo?
Sun Huirong no volvió, no la vio nunca más. Bueno, sí la vio, una vez, a principio del invierno. Habían pasado unos tres meses desde la noche en que ella se presentó. Lo recordaba porque entonces hacía poco que había empezado el frescor de otoño. Un día, pasaba delante de la casa de su madre y Sun se encontraba en la sala principal. Ella también lo vio a él, pero no pareció que quisiera llamarlo como hacía antes para invitarlo a tomar una taza de té. Al contrario, se dio la vuelta y fue hacia el fondo de la sala.
Nada más empezar el año, una alumna de su clase se echó a llorar de pronto sobre su mesa después de que sonara la campana que anunciaba el inicio de las clases. Fue a ver qué pasaba, pero los chicos no quisieron contarle lo que había ocurrido. Le preguntó a la pequeña alumna y ella le contó lo que los chicos le habían dicho antes de que empezaran las clases:
– ¿Por qué te haces la orgullosa? Cuando te deje preñada el jorobado, como a Sun Huirong, ya te calmarás.
Cuando acabó de dar la clase fue al despacho del director del colegio:
– ¿Qué le ha pasado a Sun Huirong?
El director farfulló un poco:
– Es difícil de explicar, no está muy claro, ¡ha abortado! ¿De una violación? Nadie sabe nada.
Entonces pensó que seguramente la joven había ido a verlo para pedirle ayuda. ¿Ya habría ocurrido entonces o temía que pudiera ocurrirle? ¿Quizá todavía no estuviera embarazada? No consiguió decirle lo que quería, le fue imposible, todo estaba en su mirada, en sus ganas de decir algo que le costaba explicar, en sus vacilaciones, en su olor a transpiración y en su comportamiento. Aquella noche no paraba de mirar hacia la puerta, pero ¿qué miraba en realidad? Parecía mirar la habitación para evitar su mirada, pero ¿qué buscaba? Quizá tuviera un objetivo muy claro al presentarse de pronto en la escuela, en una noche que no había luz, para que nadie la viera. Ella misma dijo que nadie la había visto entrar, estaba claro que se había fijado en eso; ¿tenía que confesarle algún secreto? Si aquella noche no se hubiera sentido tan cohibido y hubiera cerrado la puerta, como ella quería, seguramente habría podido contárselo todo, y quizás habría conseguido evitar esa desgracia. Ella no quiso que aumentara la intensidad de la lámpara sacando la mecha, porque sin duda habría preferido hablar en la oscuridad. O puede que tuviera sentimientos todavía más complejos y deseara a la vez que se compadeciera de ella y que la socorriera, para que impidiera o al menos interviniera en ese asunto que ya había tenido lugar o que estaba a punto de producirse, aunque también puede que tuviera otro objetivo.
En el burgo todo el mundo sabía que la hija de la familia Sun había sido deshonrada por el jorobado. Se había ido con su madre a abortar: ya no había nada más que indagar en aquel asunto. La puerta de la casa estaba cerrada con una gruesa cadena de cobre. Fue a la comisaría de la comarca; allí ya había tenido la ocasión de beber con el policía, Lao Zhang. Cuando llegó, éste estaba sermoneando a un viejo campesino que vendía aceite de sésamo y le había requisado su pequeño cubo de hojalata y su cesto.
– ¿No sabes que el aceite y los cereales son productos que controla el Estado?
– Lo sé, lo sé.
– Lo sabes, pero seguirás vendiéndolos de todos modos, ¿no es cierto? ¿Vas a continuar infringiendo la ley con todo conocimiento de causa?
– ¡Pero es sólo sésamo que he plantado en mi jardín!
– ¿Cómo podemos saber si es de tu jardín o si lo has robado del equipo de producción?
– Si no me crees, pregúntalo.
– ¿A quién?
– ¡Pregunta en el pueblo, todos lo saben, el jefe del equipo también está al corriente!
– ¡Ya que está al corriente, ve a pedirle un atestado!
– Por favor, camarada, un poco de compasión. No lo volveré a hacer, ¿está bien así?
– ¡Las leyes que fija el Estado están para cumplirlas!
El viejo permanecía encogido; no parecía tener la intención de marcharse. El, después de fumarse un cigarrillo, al ver que aquel asunto se eternizaba, se levantó y dijo que ya volvería otro día. Pero Zhang lo retuvo amablemente:
– ¿Qué quieres?
– Quería saber qué le ha pasado a mi alumna Sun Huirong.
– El informe de ese asunto está aquí, llévatelo si quieres. De todos modos, ya sabes que como profesor no puedes inmiscuirte en estos asuntos. Ella es de la región, pero todavía hay más accidentes con las jóvenes instruidas que vienen de fuera. Si la interesada y su familia no ponen ninguna denuncia, si no hay muertos, no podemos hacer nada más.
Zhang abrió el armario que contenía los documentos oficiales, sacó una carpeta y se la tendió:
– Te la puedes llevar; para nosotros este asunto ya está zanjado.
Estudió con detenimiento cada página, ahí figuraban los interrogatorios a los dos protagonistas del asunto, Sun Huirong y el jorobado. Este firmó con la huella del dedo y Sun escribió su nombre y añadió su huella. También estaba el proceso verbal de una conversación con la mujer del jorobado, así como una carta de la muchacha dirigida al denunciado, escrita en una página de cuaderno, y un sobre que tenía el franqueo postal dirigido, por medio de la comuna popular, al camarada Fulano, el verdadero nombre del jorobado, secretario de la brigada de producción de la aldea Zhao. La carta empezaba con un «Querido hermano»; el jorobado tenía más de cincuenta años mientras que la joven todavía no era adulta. Sólo había dos líneas escritas que decían más o menos: «Pienso mucho en ti, querido hermano, aunque no podamos vernos. Entiendo lo que dices sobre el asunto y no me arrepentiré». Ella se había equivocado en la grafía del carácter «arrepentir», y había firmado claramente «Sun Huirong». Además, la fecha del sobre era posterior a cuando se suponía que había ocurrido todo aquel asunto.
El proceso verbal del interrogatorio de la mujer del jorobado decía lo siguiente: «Esta zorra sedujo a mi marido, era una sinvergüenza, y, además, tenía la cara dura de escribirle. Lo que buscaba esa puta era el que la contratara». Fue ella la que descubrió la carta; se puso hecha una fiera y la presentó a la comuna. El asunto todavía se enturbió más a causa del médico Wang del dispensario de la comuna. Él declaraba que la madre de la joven fue a verlo y le suplicó que fuera a su casa para ayudarla a practicar un aborto, ya que su hija no podía ir al dispensario por temor a que los vecinos se dieran cuenta de lo que ocurría y luego no pudiera encontrar nunca más un marido. El médico le respondió que él no hacía esas intervenciones ilegales y que si practicaba un aborto sin seguir las normas habituales podía perder su puesto de trabajo. Además, si alguien lo veía en su casa podría incluso decir que era él quien había tenido una aventura con la muchacha. Fue bastante estricto, ¡no se pueden cometer actos ilegales!
En el informe de investigación no se explicaba cómo se aireó el asunto. Las declaraciones del jorobado eran sencillas: ¿Una violación? ¡Qué tontería! ¡Jamás habría cometido un acto tan insensato! No sólo por respeto a su mujer y sus hijos, sino por su función de secretario. ¡No podía dañar la imagen de la bandera roja de su brigada, debía mostrarse digno de la formación que le habían dado los dirigentes de todos los niveles! La chica era una viciosa. Quizá fuera joven, pero ya sabía lo que se hacía. Él se dio cuenta de que se estaba lavando en su casa. El cerrojo de la puerta estaba en el interior, una puerta tan fuerte, si ella no la hubiera abierto, ¿cómo habría podido entrar? Si no consintió, ¿por qué no pidió socorro? ¿Cuántas veces en total? ¡Habría que preguntarle a ella, lo hacían en su cama! No era en un descampado, ¿cómo habría conseguido quitar desde fuera una barra tan gruesa para sostener la puerta? Si la violó, ¿por qué no hizo la denuncia hasta que se quedó embarazada? Ella consiguió que la contrataran, eso no podía reprochárselo, ¿qué joven no querría que la contrataran para no tener que trabajar más en los campos? Si había plazas, se las daría a quien las deseara, no iba contra la ley, era igual para todos; la brigada se encargaba sólo de hacer una recomendación, y la ratificación la daba la comuna, él no habría podido decidirlo solo.
La declaración de Sun Huirong era larga, le hicieron preguntas muy precisas, desde el jabón barato que utilizaba para lavarse hasta el modo en que se entregó, mojada de los pies a la cabeza; desde el barreño donde se lavaba hasta la cama que había tras el montón de paja de arroz. Le hicieron dar todo lujo de detalles, como si quisieran violarla otra vez. La conclusión del informe fue: confusa por sus pensamientos burgueses. A la joven instruida no la satisfacían las tareas agrícolas, era necesario enviarla a otra comuna popular para reforzar su reeducación ideológica. Para el jorobado el veredicto era: su modo de vida estaba gravemente corrupto, su influencia social extremadamente nefasta. Le infligían una grave sanción en el seno del Partido, pero de momento mantenía su cargo para examinar su actitud futura.
Después de dudar durante varios días, acabó hablando con Lu y le rogó que interviniera en favor de Sun Huirong.
– Su madre ya vino a verme -dijo él-, ha abortado en el hospital del distrito. Su madre la ha acompañado, ahora el asunto está zanjado, no te preocupes.
– El problema es que ella todavía no era mayor… -empezó a explicar.
– ¡No te metas en esta historia! -le interrumpió Lu, con un tono muy severo-. Las relaciones entre las personas del campo se basan en los lazos de parentesco y son muy complejos. Tú eres de fuera, ¿quieres continuar aquí?
No supo qué responder, antes de entender que él mismo sólo vivía gracias a la protección de Lu.
– Ya me he ocupado de todo, la he enviado a otra comuna, y cuando las cosas se calmen, dentro de unos meses o de un año, le daremos otra nueva oportunidad de trabajar. Su madre está de acuerdo.
¿Qué podía decir? Todo es transacción. De generación en generación, las personas se metían hasta el fondo en ese lodo, ¿qué se podía hacer? De todos modos, lo habían admitido para esperar tranquilamente, aunque había comprendido que seguiría siendo un extraño durante toda su vida.