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Unos autobuses grandes pararon delante del gran edificio de la institución, del que en menos de un mes se habían tirado por la ventana cinco personas. Cerca de cien hombres y mujeres, que formaban el primer grupo que partía al campo, esperaban en filas que el delegado del ejército viniera a dar sus recomendaciones antes de la salida. Cada uno llevaba en el pecho una flor roja de papel, por encargo también del delegado Zhang, que ordenó a los empleados de su oficina que confeccionaran las flores a toda prisa.

La mayor parte de los combatientes de este grupo eran personas mayores. También se encontraban mujeres y hombres en edad de jubilación, a los que se les negó la autorización para jubilarse. También había un hombre de baja por enfermedad, hipertensión en concreto, e incluso un antiguo funcionario de la época de la base revolucionaria de Yan'an, así como un antiguo combatiente que participó en la guerrilla subterránea en la llanura de Hebei. Según «La directiva del 7 de mayo» de Mao, recientemente publicada, cultivar los campos o entrar en un campo de reeducación por el trabajo era una acción gloriosa si se tenía una flor roja de papel en el pecho.

Cuando el delegado Zhang salió del edificio, saludó a la multitud con la mirada y con los dedos apretados, que llevó a la altura de la visera de la gorra; luego declaró:

– ¡Camaradas, a partir de ahora sois los gloriosos combatientes del 7 de mayo! ¡Sois las tropas de vanguardia y tenéis la importante tarea de construir las grandes escuelas comunistas a petición de nuestro gran dirigente, el Presidente Mao! ¡Espero que hagáis un excelente trabajo, tanto manual como ideológico!

Era un verdadero militar, hablaba concisamente, sin una palabra de más. Cuando acabó, alzó el brazo para saludar a la muchedumbre. Era el momento de subir a los autobuses. Delante del edificio se apelotonaban los compañeros de trabajo y las familias que habían venido a despedirse de los suyos. En todas las ventanas, en todos los pisos, había manos que se agitaban para despedirlos. Aunque se hubieran enfrentado entre facciones opuestas durante tres años, los que se marchaban eran colegas. Muchas mujeres lloraban; la escena era bastante conmovedora, pero, por lo general, el ambiente era un tanto festivo.

En el fondo, él también se alegraba; había ordenado todas sus cosas, incluso limpió a conciencia su orinal esmaltado y lo metió en la caja de madera que le dio su unidad de trabajo. Cada individuo que se iba al campo tenía derecho a dos cajas de madera. Si querían más, tenían que pagarlas. Todo esto estaba estipulado en un documento de la «Oficina del 7 de mayo», recién creada por el Consejo de Estado. Guardó todos sus libros en una caja. No sabía cuándo podría volverla a abrir, pero quería tenerla cerca durante toda su vida, era su último apoyo espiritual.

Cuando solicitó ir al campo, el delegado Zhang dudó durante un instante antes de decirle:

– El trabajo de depuración todavía no está acabado, te esperan tareas aún más importantes…

Sin dejar que el delegado del ejército tuviera tiempo de acabar su frase, soltó una retahíla de palabras para explicar su resolución y la necesidad que tenía de recibir una reeducación por el trabajo manual, después añadió:

– Le informo que mi compañera, diplomada universitaria, también ha solicitado ir al campo. ¡Una vez que la escuela de funcionarios marche bien, haré que venga y nos podremos consagrar a la revolución en el campo durante toda nuestra vida!

Pronunció estas palabras con mucha convicción; quería demostrar que no intentaba huir, sino que había reflexionado teniendo en cuenta sus intereses personales.

– ¡De acuerdo! -Esas palabras decidieron su suerte; el delegado Zhang aceptó su petición.

Él soltó un suspiro de alivio.

Sólo el gran Li le dijo:

– ¡No deberías marcharte!

Percibió un cierto tono de reproche en su voz. La camarada Wang Qi, que él protegió, vino a acompañarlo, tenía los ojos rojos y volvió el rostro para ocultar las lágrimas. Li también fue a estrecharle la mano, tenía los ojos hinchados; parecía realmente afectado por su marcha, aunque nunca habían conseguido hacerse realmente amigos. Percibió la soledad de Li. En su organización de rebeldes que se había disuelto, tenía compañeros de lucha pero no verdaderos amigos. Y él los abandonaba.

Antes de que todos se juntaran a la entrada del edificio, fue a despedirse de su antiguo jefe, Lao Liu. Éste le estrechó la mano con fuerza, como si se agarrara a una brizna de paja que le pudiera salvar la vida, pero esa brizna de paja tenía que salvarse también del hundimiento. Se mantuvieron agarrados en silencio durante un rato. No debían caer juntos. Lao Liu soltó la mano primero. Él huía por fin de aquella colmena enloquecida, de aquella trampa mortal.

Algo más lejos de Qianmen, la estación estaba siempre llena de gente; en los andenes, en los vagones, las personas se amontonaban para despedirse de los que se marchaban. Por aquel entonces, los que iban a instalarse al campo eran sobre todo empleados y funcionarios de los organismos del Estado, así como alumnos de secundaria. Los estudiantes universitarios ya habían sido enviados a las granjas rurales o a las zonas fronterizas. Los chicos y chicas que estaban en el tren se apretaban contra las ventanas de los compartimentos, mientras fuera de los vagones, sus padres les daban todos los consejos que podían. En los andenes de la estación sonaban los tambores y los gongs. El equipo de propaganda obrera había llevado a unos niños que todavía no tenían la edad de ser enviados al campo para que tocaran esos instrumentos y animaran particularmente el ambiente.

Los empleados de la estación, vestidos con uniforme azul, soplaron con fuerza por sus silbatos estridentes. Las personas se situaron tras una línea blanca que había trazada en el suelo, pero el tren continuó inmóvil. De pronto, reinó el caos en el andén: primero llegó una patrulla del ejército fuertemente armada, que se puso en línea; luego un grupo de condenados, todos tenían la cabeza rapada, cada uno llevaba su petate y un tazón de hojalata esmaltada en la mano, avanzaban al mismo paso y cantaban a media voz una consigna: «¡Con disciplina empezaremos una nueva vida, oponerse a la reforma es lo mismo que buscar la muerte!».

Sus voces graves repetían incansablemente esta frase, con la solemnidad de un réquiem. Los niños dejaron de golpear sus tambores y gongs. El grupo de condenados atravesó el andén en fila india; luego, sin dejar de cantar el eslogan, entraron en los vagones de mercancías sin ventanas que habían añadido al final del convoy. Diez minutos después el tren se ponía en marcha lentamente, en el más absoluto silencio. En aquel instante los lloros incontenibles empezaron a multiplicarse en el andén. Luego el llanto de niños y adultos se oyó por todas partes. Por supuesto, algunos reían y se despedían con la mano, pero el ambiente de alegría había desaparecido casi por completo.

Por la ventana del tren desfilaban postes eléctricos de cemento, las casas de ladrillos rojos, los edificios de hormigón gris. Las chimeneas y las ramas desnudas de los árboles se perdían en la lejanía. El se iba por su propia voluntad, dejando por fin aquella enloquecedora capital. Aunque le esperara el viento frío y violento, al menos podría respirarlo con tranquilidad, no tendría que atormentarse constantemente. Joven y fuerte, sin familia, sin cargas, iba a cultivar la tierra. De hecho, ya había trabajado en el campo cuando era estudiante. Aunque fuera duro, el trabajo del campo no tenía nada que ver con la tensión mental que había vivido en los últimos tiempos. Tuvo ganas de tararear alguna canción, ¿qué podía cantar? Bueno, mejor no cantar nada.

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