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– En realidad sólo me utilizas, no me amas -dijo claramente Qian, tumbada en la cama, sin demudársele el rostro.

Sentado ante la mesa, cerca de la ventana, dejó el bolígrafo que tenía en la mano y se volvió. Hacía años que no había escrito nada, salvo lo que le pedían cuando lo sometieron a la investigación. Estuvo copiando las citas de Mao durante días, pero eso fue antes de su huida de la granja de reeducación.

Fueron a dar un paseo por la montaña y, al regresar, la lluvia los pilló por sorpresa y los dejó empapados. Al llegar a casa, encendió la estufa de leña en la habitación y salió vapor de sus ropas, que tendieron sobre una campana de bambú para que se secaran.

Él se levantó y fue a sentarse al borde de la cama. Qian estaba tumbada boca arriba, con los ojos abiertos de par en par.

– ¿Qué has dicho? -le preguntó.

– Me has destrozado la vida -dijo Qian sin mirarle.

Sus palabras le habían llegado al alma, no sabía qué responder y se quedó sentado estúpidamente, sin decir nada.

Cuando estaban en el valle, al pie de la montaña, Qian todavía se mostraba animada, incluso cantaba con entusiasmo. El se alejó hasta la ladera del monte, al borde de las hierbas secas amarillentas, no había nadie a la vista, y le pidió que cantara todavía más alto para que su voz resonara en todo el valle y el viento llevara el eco hasta él. En los terrenos que había al pie de la montaña, cubiertos de malas hierbas y de matorrales, aún no habían arado los bancales para limpiar los rastrojos de arroz y las tierras todavía parecían más baldías. En la primavera, la montaña se cubría de azaleas de un rojo intenso, mientras que en los campos, las flores de colza llenaban de distintos tonos amarillos toda la zona. Sin embargo, él prefería el paisaje del principio del invierno, desnudo y triste.

En el camino de regreso, bajo la lluvia, recogió unos crisantemos enanos que todavía no estaban marchitos y algunas ramas de boj de color rojo oscuro. Ahora estaban en un cubilete de bambú para pinceles que había encima de la mesa.

Qian lloraba, él no entendía por qué, le tendió la mano para consolarla, pero ella la apartó enseguida.

La lluvia empapó el cabello de Qian; el agua corría por su rostro, pero caminaba con la cabeza gacha. No sabía si en ese momento ya había llorado, sólo le dijo: «No te preocupes, cuando volvamos a casa encenderé la estufa, te calentarás muy pronto». Como todavía no había vivido con ninguna mujer, no entendía por qué el hecho de que se hubiera mojado podía provocarle una reacción tan negativa. No sabía qué hacer, creía que la amaba e hizo todo lo que pudo por ella, la felicidad posible en este mundo sólo podía ser de ese modo.

Salió y fue a casa de Maomei. ¿Por qué a su casa y no a otro lugar? Porque todavía llovía y era la segunda vivienda cuando se entraba en el pueblo, y también porque la madre de Maomei le dijo que podía pasar por allí a buscar una gallina. La señora estaba cortando unas verduras en el comedor de la casa, dijo que iba inmediatamente a buscar la gallina, que la prepararía en un momento y se la podría llevar. Él dijo que no era urgente, que podía ser en cualquier otro momento.

Cuando abrió la puerta de casa se quedó estupefacto: las ropas que habían dejado secándose en la campana de bambú estaban en el suelo, la campana había sido pisoteada. Qian continuaba en la cama, con el rostro hundido en la almohada. Contuvo su rabia e hizo un esfuerzo para sentarse ante la mesa y tranquilizarse. Fuera, continuaba lloviendo.

Preso de una melancolía que no conseguía reprimir, sin poder desahogarse, se refugió en la escritura y escribió hasta que se hizo de noche y no podía ver casi nada. Maomei llamó a la puerta. Él fue a abrir. Sostenía en una mano una gallina sin plumas y limpia, en la otra, un tazón lleno de menudillos. No quiso que viera la ropa en el suelo, tomó la gallina e intentó cerrar la puerta a toda velocidad. Pero Maomei ya se había fijado. Lo miró desconcertada. Él evitó sus grandes ojos llenos de estupefacción, cerró la puerta y echó el cerrojo. Luego se sentó en silencio cerca de la estufa volcada y miró las cenizas todavía con ascuas que había por el suelo.

«No crees ni en Dios, ni en Buda, ni en Salomón, ni en Alá; las personas de tu época cada vez fabrican más ídolos nuevos que erigen por todos los lugares, todavía más que los salvajes con sus tótems o los civilizados con sus religiones. Las utopías que inventan no las encontraríamos ni en el cielo, son increíblemente aberrantes, hacen que todos se vuelvan locos…», habías llenado varias páginas de una pequeña libreta de papel de carta que compraste en el burgo. Después de su crisis de hostilidad, Qian las leyó antes de que él tuviera tiempo de quemarlas.

– ¡Eres un enemigo!

Cuando su mujer le dijo que era un enemigo, vio que ella tenía un miedo indecible, su mirada se nublaba, sus pupilas se dilataban. Pensó que Qian se había vuelto loca, su comportamiento era tan anormal, quizá realmente padeciera alguna demencia.

– ¡Eres un enemigo!

Esas palabras gritadas con odio por la mujer que había compartido su cama también le asustaron. Los ojos brillantes de Qian reflejaban su miedo. Estaba claro que para ella se había convertido en un enemigo. Esa mujer que tenía frente a él, despeinada, en bragas, descalza, tenía una crisis de pánico.

– ¿Por qué gritas? La gente puede oírte, ¿te has vuelto loca? -dijo él avanzando hacia ella.

Ella retrocedió poco a poco hasta que se dio contra la pared, con el golpe hizo que cayera algo de tierra del muro, y gritó:

– ¡Eres un rebelde! ¡Un rebelde asqueroso!

Al darse cuenta de lo que se entendía en esta última frase, se calmó un poco:

– ¡Es cierto que soy un rebelde, un verdadero rebelde! ¿Y qué? ¿Qué importa? -Tenía que contraatacar para intentar contener su locura.

– ¡Me has engañado, te has aprovechado de un momento de debilidad, he caído en tu trampa!

– ¿Qué trampa? ¿A qué te refieres? ¿Estás hablando de aquella noche al borde del río, o de nuestra boda?

Tenía que llevar la discusión al terreno de sus relaciones sexuales, tenía que esconder su miedo interno, intentaba mantener la tranquilidad pero aun así añadió:

– Qian, ¡no eres consciente de lo que estás diciendo!

– Soy muy consciente, no puedo ser más consciente, no me vas a engañar.

Qian tiró los platos y la gallina que había sobre la caja de libros y rió fríamente.

– Pero ¿qué haces? -gritó él dejando estallar su ira.

– ¿Quieres matarme? -preguntó Qian extrañada, probablemente había percibido la agresividad en su mirada.

– ¿Por qué debería matarte?

– Lo sabes muy bien -dijo ella en voz baja, conteniendo el aliento, como si le pudiera el miedo.

Si esa mujer se ponía a gritar de nuevo que era un enemigo, corría el riesgo de que la matara de verdad. No podía dejarle gritar otra vez lo mismo, tenía que calmarla, tumbarla en la cama, hacer el papel del marido que se preocupa de su mujer con compasión. Avanzó hacia ella:

– Qian, ¿qué estás imaginándote?

– ¡No te acerques!

Qian tomó el orinal que había en una esquina y se lo tiró a la cabeza. El lo paró con la mano, pero quedó empapado de orina de la cabeza a los pies. El hedor sobrepasó su humillación, se secó el rostro con las manos, un gusto salado le llenó la boca, escupió un poco y, sin contener su odio, gritó:

– ¡Estás loca!

– ¡Te gustaría que todos pensaran que he perdido el juicio, pero no te será tan fácil! -dijo la mujer riendo-. No te saldrás con la tuya.

Comprendió la amenaza que había en sus palabras, habría querido quemar todas las hojas de la mesa antes de que todo eso explotara. Tenía que ganar algo de tiempo, controlarse, no podía pasar al ataque. En ese instante, la orina pasó de sus cabellos a la comisura de los labios, escupió y sintió náuseas, pero no se movió.

Ella se puso en cuclillas y empezó a llorar ruidosamente. No podía dejar que los habitantes de la aldea la oyeran, que vieran esa escena; la obligó a levantarse, le torció el brazo, la obligó a doblar las piernas para ponerla sobre la cama. Sin ocuparse de sus gritos y lloros, le colocó una almohada en la cabeza. Pensó en el infierno; en el fondo su vida se resumía a vivir en un infierno.

– ¡Si continúas así, te voy a matar!

La amenazó, se levantó, se quitó la ropa y se secó la cara y la cabeza, que todavía estaban llenas de orina. Ella tenía miedo a la muerte, continuó gimoteando y sorbiéndose los mocos. En el suelo yacía la gallina desplumada con las vísceras esparcidas por todos los lados, tenía las patas algo cortadas, parecía un cadáver de mujer: sintió náuseas.

Durante mucho tiempo mantuvo esa sensación de asco hacia las mujeres; necesitaba esas náuseas para huir de la pena que sentía por ella, única condición para llegar a salvarse él mismo. Qian tenía quizá razón, él no la amaba, sólo la utilizaba, tenía una necesidad momentánea de mujer, necesitaba su carne. Lo que dijo Qian era verdad, no sentía ternura hacia ella, su ternura era falsa, fabricada, intentaba construirse una felicidad ilusoria. Su mirada, después de que hubiera eyaculado durante sus relaciones, sin duda demostraba que no la amaba. En su caso, el deseo que el miedo había avivado no se convirtió en amor, sólo le quedaba la sensación de asco, ahora que había satisfecho su deseo sexual.

Qian lloriqueaba y no paraba de repetir:

– Me has destrozado la vida…

Entre los lloros y sus suspiros consiguió averiguar que el padre de Qian fue ingeniero jefe de un arsenal en la época del Guomindang. Cuando apareció la clarificación de rangos de clase, la comisión de control militar lo tachó de elemento contrarrevolucionario histórico. Qian no se atrevía a criticar lo que habían hecho con su padre, no se atrevía a hablar mal de la revolución, sólo podía insultar a los rebeldes, a él, pero de hecho le tenía miedo.

– Ha sido esta época la que te ha destrozado la vida -replicó. En una de sus cartas, Qian escribió algo parecido a «Nadie puede huir de la realidad, estamos destinados a vivir juntos, al principio es mejor que no empecemos a hablar de amor».

– ¿Por qué me has hecho venir? Podrías haberte quedado con esa pequeña puta, ¿por qué has querido casarte conmigo?

– ¿Quién? ¿De quién hablas?

– ¡De tu Maomei!

– ¡No tengo ninguna relación con esa campesina!

– Le has echado el ojo a esa chica provocativa, ¿por qué has querido remplazarla por mí? -preguntó Qian llorando.

– ¡Es increíble! ¡Divorciémonos enseguida, mañana volveremos a la comuna para decir que anulamos nuestras firmas, que era una farsa, nada más que una broma, eso hará que los funcionarios y los habitantes del pueblo se rían un buen rato!

Qian replicó todavía envuelta en lágrimas:

– No quiero armar más jaleo…

– ¡Entonces duerme!

Hizo que se levantara, sacó de la cama la sábana nueva y las mantas llenas de orina. Qian lo miraba de pie, con una expresión lastimosa. Cuando acabó de hacer la cama, sacó de su bolsa ropas secas y las tiró sobre la cama, luego le ordenó que se cambiara y se metiera dentro. El fue a sacar agua de la tinaja, se lavó la cara y el cuerpo y se quedó sentado sobre el banco, cerca de las cenizas que permanecían todavía en el suelo.

¿Estarían destinados a vivir juntos de ese modo? ¿Él no era para ella nada más que un espantapájaros al que agarrarse? Tenía que esperar a que se durmiera para quemar las hojas que había cubierto de caracteres. Si volvía a tener otra crisis, diría que le faltaba un tornillo. No dejaría ninguna prueba escrita y haría que las hojas se pudrieran en ese líquido pestilente.

Qian dijo que él deseaba que muriera rápidamente, no volvería a salir a solas con él a ningún sitio, si iban a algún lugar desierto, en la montaña o al borde de un río, la podía empujar; ella no era ninguna estúpida, se quedaría en esa habitación, no iría a ninguna parte.

El deseaba que se muriera de repente, sin ni siquiera caer enferma, y desapareciera para siempre, pero no lo dijo. Se arrepentía de no haberse casado con una campesina, sana y sin cultura, que sólo se habría apareado con él, le habría preparado la comida, traído al mundo a los niños, sin penetrar en su interior. No, ¡le daban asco las mujeres!

Cuando Qian se fue, él la acompañó hasta la estación de autobuses del burgo.

– No hace falta que esperes que se vaya el autocar -dijo ella-, vuelve a casa.

No contestó, sólo esperaba una cosa: que el autocar se fuera lo antes posible.

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