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La persiana de la ventana no está bajada del todo. En la sombra negra de las montañas aparecen muchos rascacielos iluminados; sobre ellos, el cielo oscuro. A los pies de la ventana convergen todas las luces de la noche, que demuestran lo próspera que es la ciudad. Enfrente se distinguen claramente las visceras de un rascacielos -una construcción postmoderna transparente, con un ascensor en el que, cuando llega a tu nivel, puedes distinguir incluso a los ocupantes, y que sube y baja sin parar por esa especie de tubo digestivo. Desde allí, con un teleobjetivo, se podría tranquilamente fotografiar el interior de tu habitación, sería posible incluso ver cómo haces el amor con ella.

No tienes nada que ocultar ni nada que temer, no eres un artista de cine o de televisión, ni una personalidad del mundo político o un potentado de Hong Kong que temiera que sus secretos se airearan en la prensa. Tienes un documento de viaje francés, eres refugiado político, estás de visita, porque te han invitado, y esta habitación te la han reservado, no eres tú quien la pagas. Como has tenido que mostrar tus papeles para poder hospedarte en este hotel enorme, propiedad de la Admi nistración del continente, tus datos están en el ordenador de la recepción que se encuentra en el gran hall. El responsable y las jóvenes recepcionistas han demostrado que les cuesta entender el chino mandarín que hablas, pero, dentro de algunos meses, cuando Hong Kong vuelva al redil de la madre patria, probablemente ellos también deberán hablar con tu mismo acento. Quizá ya se estén preparando. Tienen la obligación de estar al tanto de las tendencias de su clientela; actualmente trabajan para las autoridades oficiales, y quizá han grabado ya unas imágenes que te muestran haciendo el amor, desnudo como un gusano. Además, en estos hoteles enormes es habitual tener cámaras de vídeo por todos lados, aunque sólo sea por cuestiones de seguridad. Estás sentado al borde de la cama, has secado tu sudor, pero tienes un poco de frío y te gustaría apagar el aire acondicionado, que emite ese zumbido continuo.

– ¿En qué piensas?

– En nada.

– ¿Qué miras?

– El edificio de enfrente. El ascensor que sube y baja. Se ve la gente que va dentro; hay una pareja que se está besando.

– Yo no veo nada.

Ella levanta un poco la cabeza para mirar.

Tú dices que os podrían ver con un teleobjetivo.

– Entonces, cierra la persiana.

Está tumbada boca arriba, su cuerpo blanco completamente desnudo, una mata de pelo negro suntuoso en la entrepierna.

– Si nos filmaran en vídeo, se verían hasta los pelos -dices

– ¿A quién te refieres? ¿Quién filmaría esta habitación?

Dices que podría ser una cámara automática.

– Es imposible, aquí no estamos en China.

Dices que este hotel ya lo han comprado las autoridades chinas.

Lanza un ligero suspiro y se sienta.

– Te preocupas demasiado.

Alarga la mano y te acaricia el pelo.

– Enciende la lámpara de la mesita de noche, voy a apagar la luz.

– No, todo ha pasado tan deprisa que hasta ahora no he podido mirarte con detenimiento.

Respondes con dulzura. Te inclinas para besar ligeramente su bajo vientre, de una blancura cegadora bajo la lámpara, y le preguntas:

– ¿No tienes frío?

– Sí, un poco.

Esboza una pequeña sonrisa antes de preguntar:

– ¿Quieres un poco más de coñac?

Dices que quieres café. Se levanta de la cama, apaga el aire acondicionado y pone en marcha la cafetera eléctrica. Vierte en las tazas café instantáneo. Sus senos rollizos se balancean con cada uno de sus movimientos.

– ¿No crees que estoy demasiado gorda? -pregunta sonriendo-. Las chinas son más bellas que yo.

Tú dices que no es así, que a ti te gustan sus pechos, magníficos, muy atractivos.

– ¿Nunca habías podido tocar unos pechos así?

Ella se sienta frente a ti, en el sillón medio redondo de delante de la ventana, arrellanándose contra el respaldo, y deja que la contemples hasta la saciedad.

Te tapa el ascensor transparente del rascacielos. Detrás, la sombra de las montañas es todavía más oscura. Una noche mágica. Dices que su cuerpo desnudo, tan blanco, es increíble, casi irreal.

– ¿Por eso quieres café, para despertarte del todo? -pregunta, con un destello burlón en los ojos.

– ¡Para retener mejor este instante!

Dices, además, que la vida a veces parece un milagro. Te alegras de estar vivo todavía. Dices que todo es mera casualidad, que no es un sueño, sino la realidad.

– Yo, en cambio, preferiría vivir siempre en un sueño, pero es imposible. Me gustaría no pensar en nada más.

Bebe un trago de alcohol, cierra los ojos, tiene unas pestañas muy largas, una auténtica alemana. Le dices que abra las piernas para que puedas verla con claridad, para que esa imagen quede grabada en tus recuerdos. Ella dice que no quiere tener recuerdos, que sólo quiere sentir ese instante. Le preguntas si la ha notado. ¿Tu mirada? Ella dice que ha sentido que se desplazaba por su cuerpo. ¿De dónde a dónde? Dice que desde los dedos de los pies hasta la cintura; ah, un líquido sale de nuevo de ella, dice que te desea. Dices que tú también la deseas a ella, que quieres ver cómo se mueve ese cuerpo lleno de savia.

– ¿Para filmarme? -pregunta ella con los ojos cerrados.

– Sí.

La miras fijamente, tu mirada explora su cuerpo de los pies a la cabeza.

– ¿Podrían filmarlo todo?

– Todo.

– ¿No te da miedo?

– ¿Miedo de qué?

Dices que ahora ya no tienes nada que temer. Ella dice que ella tampoco, que le da igual. Dices que esto es Hong Kong y que China está muy lejos, le levantas para abrazarla de nuevo. Te pide que apagues la luz. Entonces penetras de nuevo en su carne húmeda y resbaladiza.

– ¿Te atraigo mucho? -jadea dulcemente.

– Sí, me quiero refugiar en ti.

Dices que te vas a refugiar en su carne.

– ¿Sólo en mi carne?

– Sí, y sin recuerdos, sólo este instante.

Ella dice que ella también necesita hundirse en la oscuridad, en una inmensidad caótica.

– Sentir el calor de una mujer…

– Un hombre también da calor, hace tiempo que no había tenido…

– ¿No habías estado con ningún hombre?

– No había estado tan excitada, tan agitada…

– ¿Por qué?

– No lo sé, no sé por qué…

– Intenta decírmelo…

– No lo tengo muy claro…

– ¿Es porque esto ha sucedido de repente, sin pensarlo?

– No me lo preguntes.

Pero tú quieres precisamente que te lo diga. Ella dice que no. Tú no te das por vencido, la bombardeas con preguntas: ¿Porque el encuentro fue casual? ¿Porque no os conocíais? ¿Es lo desconocido lo que la ha excitado? ¿O quizás ella estaba buscando esa excitación? Lo niega todo con la cabeza. Dice que te conoce desde hace tiempo, y que, aunque sólo te vio dos veces hace muchos años, se acordaba perfectamente de ti, y ese recuerdo lo veía cada vez con mayor nitidez. Además, dice que hace unas horas se emocionó mucho al verte. Dice también que no se acuesta con cualquier hombre, que no le faltan, que no es una cualquiera, que no tienes que insultarla…

Tú estás emocionado, también necesitas su intimidad, no se trata sólo de excitación sexual. Hong Kong, para ti y para ella, es una tierra extranjera. Tu relación con ella, el viejo recuerdo de hace diez años, fue en China, más allá del mar, cuando todavía vivías allí.

– Fue en tu casa, una noche de invierno…

– Hace tiempo que la precintaron.

– Tu casa era muy especial, muy agradable. Se estaba muy calentito…

– Era porque la tubería de la calefacción central siempre estaba muy caliente. En el apartamento, en invierno se podía estar con muy poca ropa. Recuerdo que cuando viniste traías un abrigo acolchado con el cuello subido.

– Teníamos miedo de que nos reconocieran y no queríamos causarte problemas…

– Es cierto, delante del edificio a menudo había un poli vestido de civil, pero se marchaba a las diez de la noche. Quedarse más tiempo en el viento de invierno de Beijing, que soplaba sin cesar, habría sido demasiado duro para él.

– Fue Peter quien tuvo la idea repentina de ir a verte sin telefonearte primero. Me dijo que quería llevarme a tu casa, que erais viejos amigos, que era mejor ir por la noche, así evitaríamos que nos interrogaran.

– No quise tener teléfono en mi casa para que mis amigos no soltaran por el auricular cualquier cosa comprometida y para evitar el contacto con los extranjeros. Peter era una excepción, vino a China a estudiar chino, y en esa época sentía una auténtica pasión por la Revolución Cultural de Mao. Discutíamos mucho. Realmente es un viejo amigo. ¿Qué ha sido de él?

– Nos separamos hace tiempo. Al principio fue representante en China de una empresa alemana. Después se casó con una china y se la llevó a Alemania. Me han dicho que ahora ha montado una pequeña empresa. En aquella época yo acababa de llegar a Beijing para estudiar. No hablaba muy bien el idioma. Me costaba hacer amigos.

– Sí, me acuerdo. Por supuesto que me acuerdo. Cuando entraste, te quitaste el abrigo, luego, la bufanda ¡Qué extranjera más guapa!, me dije.

– Menudo par de tetas, ¿no es eso?

– Claro. Un buen par de tetas, y una piel tan blanca, y unos labios tan rojos sin maquillaje, tan sexy.

– Es imposible que te fijaras en mis labios.

– Claro que sí, eran tan rojos que no era posible no fijarse en ellos.

– También era porque hacía mucho calor en tu casa, y porque había ido en bicicleta durante una hora.

– Aquella noche te quedaste en silencio, frente a mí. No dijiste nada.

– Os escuchaba con mucha atención. Peter y tú hablabais sin parar. Ya no me acuerdo de qué. En aquella época no comprendía muy bien el idioma, pero recuerdo que aquella noche sentí algo muy especial.

Y tú, por supuesto, te acuerdas de aquella noche de invierno, de las velas encendidas en el cuarto, que añadían algo más de dulzura a la velada. Desde la calle era imposible darse cuenta de si había alguien en la habitación. Al final conseguiste ese pequeño apartamento, un nido decente, un hogar en el que podías resistir las tormentas políticas del exterior. Ella estaba sentada en el suelo, de espaldas a la estantería de libros, sobre la alfombra -una alfombra de lana que seguramente fabricaron para la exportación, pero que acabó en el mercado interno-, probablemente un producto de segunda categoría vendido en oferta, pero, aun así, un producto de lujo, el equivalente a la totalidad de los derechos de autor que recibiste por un libro tuyo, un libro que no hablaba en absoluto de política, pero que, a pesar de eso, te había dado muchos quebraderos de cabeza. Ella tenía abierto el cuello de la blusa, resaltaba la piel de su abultado pecho, de un blanco deslumbrante; sus medias negras brillantes y sus largas piernas eran particularmente atractivas.

– No olvides que en tu casa también había una chica, con muy poca ropa, descalza, si no me falla la memoria.

– Normalmente estaba desnuda, incluso poco antes de que llegarais.

– Sí, aquella chica salió discretamente de otra habitación cuando nosotros ya habíamos empezado a beber algo y estábamos charlando desde hacía rato.

– Al ver que no os ibais enseguida, le dije que se uniera a nosotros. Se puso algo de ropa.

– Nos estrechó la mano y luego no dijo nada durante toda la noche.

– Como tú.

– Era una noche particular, nunca había visto ese ambiente en casa de un chino…

– Lo particular era que una joven belleza alemana llegara así, inesperadamente, y tuviera esos labios rojos…

– También había una belleza china, descalza, esbelta y adorable…

– Las llamas vacilantes de las velas…

– Bebíamos vino en tu habitación. Se estaba tan bien; era confortable y cálida. Escuchábamos cómo soplaba el viento glacial…

– Era tan irreal como ahora, puede que en la calle alguien estuviera vigilando…

Sin querer, piensas de nuevo en que quizá estáis siendo filmados en la habitación.

– ¿Todavía es tan irreal?

Te abraza con fuerza, tú cierras los ojos, la sientes contra ti, aprietas su cuerpo contra el tuyo, murmuras:

– No tienes que irte antes de que amanezca…

– Por supuesto… -dice ella-. Aquella noche tampoco tenía ningunas ganas de irme. Tenía que volver en bicicleta durante más de una hora en plena madrugada de invierno. Fue Peter quien quiso marcharse, y tú no hiciste nada para impedirlo.

– Sí, es verdad.

Le explicas que a ti te ocurría exactamente lo mismo, debías acompañar a tu amiga al cuartel con tu bicicleta.

– ¿Qué cuartel?

Dices que era enfermera en un hospital militar y que no tenía derecho a pasar la noche fuera.

Relaja el abrazo y pregunta:

– ¿De qué hablas?

Dices que el hospital militar en el que ella trabajaba se encuentra en un cuartel de un lejano barrio de Beijing. Ella llegaba todos los domingos por la mañana; tú debías ponerte en marcha el lunes a las tres de la mañana y hacer más de dos horas en bicicleta para dejarla en el complejo militar antes de que amaneciera.

– ¿Hablas de esa china? -pregunta apartándose de ti e irguiéndose.

Abres los ojos y ves los suyos, grandes, que te miran fijamente. Estás un poco confuso, lo mejor es explicarle que ha sido porque ella ha sacado el tema de tu amante de entonces.

– ¿Piensas mucho en ella?

Tras un momento de reflexión, dices:

– Todo eso está muy lejos. Hace tanto tiempo que no he vuelto a tener contacto…

– ¿Nunca has vuelto a saber nada de ella?

Cruza las piernas y se sienta sobre la cama.

– No.

Te yergues tú también y te sientas al borde de la cama.

– ¿No tienes ganas de volverla a ver?

Dices que para ti China ya está muy lejos. Ella dice que te entiende. Tú dices que no tienes patria. Ella dice que, aunque su padre era alemán y su madre judía, tampoco tiene patria, pero que no puede evitar los recuerdos. Le preguntas por qué. Ella te contesta que no es como tú, ella es una mujer. Dices simplemente «Ah», sin añadir nada más.

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