Las hojas del viejo azufaifo que crecía delante de su ventana habían caído; las ramas espinosas se elevaban hacia el cielo gris plomo. El otro árbol era de sebo y sus últimas hojas violeta temblaban sin cesar en la punta de las ramas. Al principio del invierno recibió una respuesta de Qian anunciándole que iría cuando empezaran las vacaciones de invierno en la escuela rural en que trabajaba. La carta era escueta, algunos caracteres trazados con una escritura cuidada, apenas media página que no decía una palabra sobre una eventual vida en común con él. Pero venía al pueblo; tenía que habérselo pensado mucho. La esperanza que había albergado se concretaba.
Cosecharon el arroz tardío, lo pusieron a secar en la era, lo aventaron y luego lo almacenaron en el silo del equipo de producción. El agua de los arrozales se secó, esparcieron las semillas de las plantas que servirían de abono a la espera de arar la tierra y replantar. Había acabado el ciclo anual de los trabajos del campo y los campesinos se dedicaban a sus propias actividades: iban a la montaña a cortar leña para el invierno, reparaban las pocilgas de los cerdos, otros construían casas de adobe porque alguien se casaba o algún miembro abandonaba la familia; él mismo se preparaba para recibir a Qian. Pero no podría encalar las paredes de su casa hasta después del verano, cuando estuviera completamente seca. No tenía mucho que hacer de momento, aparte de añadir un poco de cemento en las grietas de los marcos de las puertas y de las ventanas y bajo el tejado. Cuando Qian llegara, dormiría con él en la habitación, pero de cara a los campesinos era mejor que se casaran. Lo primero que tenía que hacer era esparcir la noticia para que todos estuvieran al corriente de su próximo enlace. Si Qian estaba de acuerdo, sería fácil, le bastaría con ir a la comuna popular a buscar un certificado de matrimonio, no sería necesario preparar un banquete como era tradición en los pueblos. Además, todas las viejas costumbres se habían erradicado; sin embargo, Qian no dijo claramente en su carta si quería casarse con él.
Sobre las ruinas del templo situado al borde del burgo, que quedó destruido por un incendio hacía mucho tiempo, levantaron una construcción de dos naves: era la estación de autobuses. Un autocar llegaba cada día de la cabeza de distrito y volvía a marcharse el mismo día. Le costaba recordar el rostro de Qian, pero cuando llegó el autocar, la reconoció enseguida de entre los pasajeros que bajaban. Llevaba una bolsa de viaje rara en la región, y todavía tenía dos trenzas cortas. Estaba morena, parecía haber engordado un poco, quizás a causa de las ropas de invierno. Él salió a su encuentro para tomarle la bolsa y preguntó:
– ¿Has tenido un buen viaje?
Ella explicó que, desde que salió de su aldea, había tomado un autocar, luego un tren, después un coche, luego otro autocar. Por suerte Rong le compró un billete en la estación de autobuses de la cabeza de distrito y la estaba esperando, y ella pudo subir inmediatamente a ese último autocar para llegar aquí. Aliviada, le dijo:
– ¡Hace cuatro días que estoy viajando!
Estaba un poco alterada pero permanecía natural. Caminó apoyada en él sobre los diques que conducían a la aldea, hombro con hombro, apretada a su cuerpo como si se amaran desde hacía años, como si fuera su mujer. Esa joven iba a vivir con él, a convertirse en su esposa; se ayudarían el uno al otro para conseguir salir adelante.
Qian se sentó sobre la cama de paja de arroz, el lugar más confortable de la habitación. Él se sentó frente a ella, sobre la única silla y dijo:
– Si estás cansada, quítate los zapatos, puedes tumbarte un poco para descansar.
Le preparó una taza de té nuevo verde esmeralda, el mejor producto de aquel pueblo de montaña.
Qian contemplaba las paredes irregulares y el tejado oscuro sin falso techo. Él dijo que después del verano podría encalar la casa y comprar madera para fabricar un falso techo; también añadió que le sería fácil encontrar un carpintero que le fabricara algunos muebles. Lo pondrían todo al gusto de ella. Qian le explicó que donde trabajaba, la gente vivía en cuevas con las paredes de loees, pero el clima era muy seco y había mucha pobreza; la tierra era amarilla, escaseaban los árboles, en esa estación se cortaban los rastrojos de maíz para hacer combustible, cualquier rastro de verdor había desaparecido del paisaje. Su escuela no estaba mal; además de ella había tres maestros, los otros dos eran de la comarca; los funcionarios de la brigada de producción del pueblo dirigían la escuela. A ella le había costado mucho llegar hasta aquel lugar, era un gran pueblo de más de doscientas casas situado a quince kilómetros de la cabeza de distrito; el autocar no pasaba por allí, y para llegar había que subirse al carro de un campesino e ir al paso de una mula. Él le dijo que en el pueblo volverían a abrir la pequeña escuela y que iría a ver a los funcionarios de la cabeza de distrito y de la comuna popular para que la trasladaran. Qian estuvo de acuerdo, ya no era una quimera sino la realidad.
Fueron a una pequeña casa de té del burgo y pidieron dos platos de salteados. Era el único restaurante del lugar. Los días de encuentro, el primero y el quince de cada mes, los campesinos de la comarca se reunían alrededor de las diez grandes mesas que había en la planta baja y en el primer piso y descansaban, bebían té o comían, y se armaba un tremendo guirigay. Normalmente, y sobre todo aquella tarde, el restaurante estaba vacío. Sus pasos hacían que crujiera la madera del suelo. Se instalaron en la primera planta, cerca de la ventana, desde donde veían la pequeña calle estrecha de adoquines. Desde aquel lugar también podían ver a los vecinos de las casas de enfrente por sus ventanas, y en la planta baja los comercios de la calle: una carnicería, una tienda de queso de soja, una tienda de tela, que también hacía de supermercado, un bazar que vendía cuerda, cal, ollas, aceite, vinagre, salsa de soja y sal. También había una tienda en la que se vendía aceite y cereales, y se podía moler el arroz, una cooperativa en la que se vendían palanganas, cubos, azadas y útiles de madera, hierro y bambú, y, por último, una botica de medicina china, donde también vendían algunos medicamentos occidentales. En la plaza del pueblo se encontraba la sede de la comuna popular, con un centro veterinario, una policlínica, una caja de ahorros y una comisaría de policía que se encargaba de las comunas de los alrededores, aunque contaba con un solo policía. Allí podían encontrar todos los productos de primera necesidad; además, también se ejercía el poder político de base y se concedían los certificados de matrimonio, sobre los que aparecía impreso el retrato del Dirigente Supremo.
Después de la cena le preguntó qué quería comprar, pero ella no respondió. Recorrieron toda la calle en dos minutos y luego la condujo a la tienda de tejidos que hacía de supermercado y compró un espejo redondo de mesa que tenía en el dorso un soporte metálico. Compró también una sábana para una cama doble, por la que tuvo que dar unos cupones de algodón; por último adquirió un par de fundas de almohada, mezcla de algodón y de nailon, que tenían un precio algo más elevado, pero no era necesario pagar con los bonos de algodón. Qian no se opuso e incluso le ayudó a elegir. Las pocas sábanas que quedaban eran todas de grandes flores rojas y en las fundas de las almohadas aparecían bordados unos corazones. Eran los artículos que los del pueblo compraban cuando se casaban. No tenían elección, Qian le dejó hacer sin objetar nada.
Una vez en la casa de adobe, en la aldea, él cerró la ventana de detrás. Cerca de allí había un estanque de lentejas de agua, bordeado de losas resbaladizas sobre las cuales, al atardecer o incluso de madrugada, las mujeres iban a lavar la ropa. En las noches de verano los hombres se lavaban allí los pies o el cuerpo. En aquel principio de invierno, las ranas permanecían mudas.
Qian dijo que estaba cansada, entonces él cambió la sábana antigua de la cama por la que acababan de comprar. Ella le ayudó a hacer la cama y a colocar las fundas de almohada decoradas con corazones. Como sólo tenía una almohada,.colocó su chándal de lana en la segunda funda. Qian también introdujo algunas ropas que sacó de su bolsa.
Qian fue la primera que se tumbó, él se sentó al borde de la cama y le tendió la mano. Ella le pidió que apagara la luz.
Sólo recordaba su cuerpo, todo lo demás le resultaba extraño. En realidad, no la entendía muy bien, sólo tenía de ella las cartas que le envió, en las que se quejaba o le pedía ayuda. Eran dos seres perdidos en una punta del mundo, compañeros de desgracia que simpatizaban. ¿La amaba? Eso creía. ¿Y Qian? No conseguía saberlo, había recorrido miles de kilómetros para venir a verlo, ¿sólo buscaba un apoyo? Ella se entregó, le dejó hacer lo que quisiera con ella, sin reacción, sin emoción, no se opuso, no dijo nada, y se durmió, al menos eso pensó él. Tenía una mujer, una mujer que le pertenecía legítimamente, una esposa con la que podría construir una vida en común, tener un lenguaje común, confiando el uno en el otro. Bueno, al menos no tendría que casarse con una campesina. En aquel pueblo, en verano, las mujeres que tenían bebés mostraban sus senos en la calle en el momento de darles el pecho, y cuando descansaban a la orilla de los arrozales, provocaban o bromeaban con los hombres, soltaban toda clase de palabras groseras y se comportaban de manera tosca y frívola, sin que nada les importara; no lo soportaba. Se había acostumbrado a bromear con ellas, pero mantenía una cierta distancia, a diferencia de los campesinos, que se divertían con ellas. Se entretenían sobándolas cuando simulaban pelearse, o ellas se lanzaban sobre la cintura de los hombres para quitarles los pantalones. Todos reían a carcajadas al verlos huir con las manos sujetándose el cinturón. Los interminables trabajos del campo no les dejaban muchas más formas de diversión. Las mujeres decían: «¿No te das cuenta de lo bonitas que son las mujeres de aquí?» «¿Las.chicas de la ciudad son tan enanas?», «Mira la piel de Maomei, parece de melocotón, y, además, es capaz de hacer todos los trabajos del campo. A ti, que eres tan desastroso, una mujer así es lo que te conviene». Maomei se escondía detrás de otra muchacha cuando escuchaba estas cosas. La chica era realmente atractiva, pero cuando veía a las del pueblo, imaginaba en lo que se convertiría, y esa no era la vida que deseaba.
A la mañana siguiente, cuando Qian abrió los ojos, había adquirido algo de color en su rostro y sonreía. Él también se sentía realmente feliz. No era una chica muy guapa, pero tenía su gracia. Apoyada contra su pecho, sabía que él la estaba contemplando y cerraba los ojos. Le acarició un seno. Qian se dejó hacer, dejó que paseara la mano por su cuerpo, y sus piernas dobladas acabaron separándose. Él tuvo ganas de hacer de nuevo el amor con ella, pero se contuvo; tenía que refrenar su deseo, iban a vivir juntos, tendrían mucho tiempo. La besó, y Qian le respondió con la lengua entre sus dulces labios, era la primera vez que sentía que ella respondía a su amor. Pensó que Qian lo amaba, que eran algo más que dos seres en dificultades que se sostenían.
– ¿Quieres que nos casemos? -preguntó él.
Ella pegó contra él su cuerpo tierno, hundió la cara en su pecho y dijo que sí con la cabeza. Él se emocionó.
– ¡Levántate! ¡Vamos ahora mismo a la comuna!
Quería formar una familia con ella, construir un nido de amor, quería demostrarle que la amaba, conseguir el certificado de matrimonio y hacer que la trasladaran, se instalarían tranquilamente en ese pueblo de montaña y, sin preocuparse por nada más, se contentarían con vivir su vida.
Qian trajo un certificado de estado civil que le dieron en la comuna popular de su lugar de trabajo, lo que significaba que había pensado en esa posibilidad seriamente antes de emprender el viaje. Él conocía a todos los funcionarios de la comuna y no tenía la necesidad de presentar más papeles. Los dos firmaron en el formulario, indicaron su fecha de nacimiento, el empleado colocó un sello, le dieron cinco fens por los gastos administrativos y todo acabó en menos de un minuto.
Al pasar por la carnicería, había medio cerdo colgado en el gancho, compró un pernil. Se podía comprar carne sin cupones, ya que se criaban muchos animales en el pueblo. De hecho, no sabían lo que era el hambre en tiempos normales. Sin embargo, durante el Gran Salto adelante, siguiendo las órdenes del Partido, dieron todas las provisiones al Estado, y en algunos pueblos todos los habitantes se murieron de hambre. La gente se volvió más recelosa y todos plantaron en su jardín sésamo o colza para extraer aceite y se pusieron a criar cerdos. Comían la carne de sus cerdos salada, lo único que no tenían era dinero. El le dijo que ellos también criarían cerdos. Qian le guiñó el ojo sin saber si se trataba de una broma.
El día de la boda fue bastante alegre; encendió la estufa de leña y cuando se fue el humo la llevó a la habitación. Encima cocía una marmita llena de pernil. Qian empezó a cantar casi susurrando unas canciones de antes de la Revolución Cultural. La animó a que cantara más alto, acompañándola. Tenía una voz bonita, muy clara, se llevó una buena sorpresa. Ella dijo riendo:
– He tomado clases de canto, soy soprano.
– ¿De verdad? -preguntó él entusiasmado.
– ¿Qué más da? -dijo ella con desdén. Realmente tenía una bonita voz.
– Es importante, ¡con una voz así, vale la pena vivir!
Compartían el gusto por la música. Entonces le pidió:
– Qian, cántame una canción.
– ¿Cuál? Elige.
Qian parecía satisfecha, inclinó la cabeza; era tan graciosa.
– Canta la canción italiana «Torna a Sorrento».
– ¡Pero es un aria para tenor!
– Entonces canta la «Canción de brindis» de La Traviata.
– Si alguien escucha la letra podemos tener problemas. -Qian se mostró indecisa.
– Aquí no importa, ¿quién entendería algo? También puedes cantar sin la letra.
Qian se levantó, tomó aire, pero paró de golpe.
– Es mejor que no cante ninguna canción extranjera.
Él reflexionó un instante, pero no encontró otra canción para pedirle.
– Bueno, voy a cantar una canción popular antigua, «El pueblecito de Sanshilipu».
Su voz se elevó, mientras sus ojos se iluminaban. Unos niños acudieron al exterior, luego algunas mujeres. Dejó de cantar, pero fuera sobresalió una exclamación:
– ¡Canta muy bien!
Era Maomei, que también estaba entre las mujeres que se juntaron allí. Todas empezaron a hablar a la vez:
– ¿De dónde viene la novia?
– ¿Se va a quedar unos días?
– ¡Sobre todo, que no se vaya del pueblo!
– ¿Dónde viven sus padres?
Él abrió la puerta e invitó a las personas que estaban fuera de la casa a que entraran, luego la presentó:
– Es mi mujer.
Las personas se apretujaban a unos pasos del umbral sin atreverse a entrar en la vivienda. Tomó un paquete grande de caramelos y lo repartió entre los que se encontraban en la entrada.
– Me he casado siguiendo los principios de la revolución, otros tiempos, otras costumbres.
Aprovechó para presentarle al secretario de la célula del Partido del equipo de producción, al jefe del equipo, al contable. Junto a ellos, les seguía un grupo de niños que chupaban los caramelos. Una mujer le dijo:
– ¡Llévate una gallina, si quieres!
Otros quisieron darles huevos, un anciano dijo:
– ¡Cuando necesitéis verduras, venid a tomarlas de mi jardín!
– Todos son muy amables -le explicó él en tono satisfecho-. Después, cuando quieres pagar, se niegan, pero si insistes, acaban aceptando. Sí que hacen favores, pero los favores se deben pagar; también hay que hacer algo por ellos. Ya no me siento un extraño. Con una voz tan bonita como la tuya, ¿qué escuela no querría tenerte como maestra? No tendrás que ensuciarte los pies en el barro de los arrozales, bajo la lluvia o bajo el sol abrasador, pero, por supuesto, tendrás que cantar para mí.
Con una vida así, le esperaba la felicidad. Al menos esa noche no le faltó. Qian era menos ardiente que Lin, menos insaciable, menos encantadora, pero era su mujer legítima y la tenía entre sus brazos. Ya no debía mantenerse alerta, temer que alguien pudiera escuchar lo que decía o espiarlo a través de las ventanas; disfrutaba con esa felicidad mínima. Mientras escuchaba el ruido del viento y de la lluvia sobre el tejado, pensó: «Mañana, cuando deje de llover, la llevaré a dar un paseo por la montaña».