19

El primer enfrentamiento tuvo lugar en el patio de la institución. Guardias rojas contra guardias rojas. A mediodía, en el momento en que todos salían en masa para ir a la cantina, un guardia rojo del exterior pegó un dazibao que llamó la atención de un funcionario de la oficina de seguridad. Unos cuantos guardias rojos de la institución se acercaron y arrancaron el cartel que acababa de pegar. El intruso llevaba gafas y se comportaba con bastante insolencia. Rodeado, no paraba de gritar:

– ¿Por qué no me dejáis pegar este dazibao? ¡Es un derecho que nos ha dado el Presidente Mao!

– Es el hijo de Lao Liu, que intenta revocar el veredicto contra su padre, ¡no le dejemos que cree confusión! -gritaba el funcionario mientras agitaba la mano en dirección a todos los que le rodeaban-. ¡No os quedéis aquí, id a comer!

– ¡Camaradas! ¡Mi padre no es culpable!

El joven empujó al funcionario con una mano y alzó la cabeza para dirigirse al grupo de personas que se encontraba allí.

– ¡Vuestro comité del Partido está dando la espalda a la orientación general de la lucha, se opone a la línea revolucionaria del Presidente Mao!, ¡no dejéis que os controlen! Si no tienen nada que ocultar, ¿por qué temen tanto a un dazibao?

Danian se separó del grupo en silencio y se dirigió a las guardias rojas de la institución:

– ¡No dejéis que ese tipo apestoso engañe a la gente haciéndose pasar por un guardia rojo! ¡Arrancadle el brazalete!

El joven alzó el brazo en el que llevaba anudado su brazalete, protegiéndolo con la otra mano, y continuó gritando:

– ¡Camaradas guardias rojas! ¡Os habéis equivocado de orientación! ¡Separaos de vuestro comité del Partido y haced la revolución, no seáis secuaces de los dirigentes seguidores del camino capitalista! Id a ver lo que está pasando en los campus universitarios, allí los rebeldes proletarios ya triunfan; aquí, todavía estáis bajo el yugo del terror blanco…

Obligado a retroceder, el joven acabó pegado a la pared. Suplicó la ayuda de la gente que lo rodeaba, pero nadie se atrevió a sacarlo de allí.

– ¿Quiénes son tus camaradas? Tú, que desciendes de terratenientes de mierda, ¿te haces pasar por un guardia rojo? ¡Arrancadle ese brazalete! -ordenó Danian.

Varios se lanzaron a quitarle el brazalete, y, a pesar de su corpulencia, el joven no consiguió resistir a sus adversarios. Sus gafas volaron y acabaron hechas añicos por los pies de la gente que lo rodeaba. Al final consiguieron arrancarle el brazalete. Ese vástago revolucionario que poco antes estaba seguro de que tenía razón, en aquel momento se encontraba apoyado en la pared, protegiéndose la cabeza con las dos manos. Se puso en cuclillas y se echó a llorar, convirtiéndose inmediatamente en un pobre hijo de perra.

Lao Liu llegó tambaleándose, lo empujaban hacia todos los lados y le repetían las acusaciones que pesaban sobre él. A pesar de todo, era un viejo revolucionario que había vivido muchas cosas, no era tan frágil como su hijo. Quiso levantar la cabeza para decir algo, pero los guardias rojos se la apretaban brutalmente para que la bajara.

Entre la gente, contemplando en silencio la escena, él decidió rebelarse a su manera. Se zafó del trabajo y se fue a dar una vuelta a las universidades de las afueras del oeste. En el campus de la universidad de Beijing, hasta los topes de gente, de entre los dazibaos que cubrían las paredes de los edificios vio el de Mao Zedong, que por supuesto había sido copiado: «Mi dazibao: ¡Fuego al cuartel general!». Cuando volvió al despacho de su institución, continuó muy emocionado y alterado, y, en la calma de la noche, también escribió un dazibao. No esperó a que otros lo firmaran cuando llegaran al trabajo, porque temía que cuando se despertara por la mañana perdiera el valor. Tenía que pegarlo a medianoche, cuando todavía mantenía su ardor. Las masas necesitaban tener héroes como portavoces para pedir la rehabilitación de las personas que habían sido acusadas de oponerse al Partido.

En los pasillos vacíos del edificio, las hileras de los antiguos dazibaos se balanceaban por la fuerza de las corrientes de aire. El sentimiento de soledad que le invadía le proporcionó esa fuerza que necesita todo héroe. La tragedia hizo nacer en él un deseo de justicia. Así fue como entró en la sala de juegos de azar, pero entonces no tenía claro si realmente quería jugar o, mejor dicho, jugársela. De todos modos, creía haber encontrado la fórmula para luchar por su supervivencia al mismo tiempo que pasaba por un héroe.

Los elementos audaces que fueron tachados de antipartidistas al principio del movimiento, no las tenían todas consigo, y los activistas que seguían al comité del Partido no habían recibido ninguna directiva de los órganos superiores. Su dazibao provocó un silencio absoluto. Durante dos días lo dejaron solo, sumido en su sentimiento patético.

La primera reacción a su dazibao fue una llamada del gran Li, encargado de la gestión del depósito de libros, en la que le proponía que se vieran. Li y un joven muy delgado, pequeño Yu, que era un mecanógrafo, lo esperaban delante del cuarto de las calderas del patio.

– ¡Estamos de acuerdo con lo que dices en tu dazibao, podemos actuar juntos! -dijo Li mientras le estrechaba la mano para mostrarle que eran compañeros de lucha.

– ¿Qué origen social tienes? -preguntó Li. Hasta los rebeldes tenían que tener en cuenta el origen social de cada uno.

– Empleado de origen -respondió sin otra explicación; ese tipo de preguntas siempre le molestaban.

Li lanzó una mirada interrogativa a Yu. Alguien vino con un termo a por agua caliente y permanecieron los tres en silencio. Cuando llenó el termo, el hombre se marchó.

– Díselo -añadió Yu.

– Queremos fundar un grupo de guardias rojos rebeldes -dijo Li- para oponernos a ellos. Nos reuniremos mañana por la mañana, a las ocho, en la casa de té del parque Taoranting, al sur de la ciudad.

Otra persona vino a por agua. Se separaron inmediatamente y fingieron que no estaban juntos, que cada uno iba por su lado. Habían fijado un encuentro secreto; si no iba, sería un signo de debilidad.


***

Al alba de aquel domingo hacía mucho frío, el camino estaba cubierto de hielo que crujía bajo los pasos como si fuera cristal. Había quedado con cuatro jóvenes en el parque de Taoranting, en el sur de la ciudad. Las viviendas de la institución estaban muy lejos de allí, en el norte, y no era muy probable que encontraran a alguien que los conociera. El día estaba gris, el parque desierto, y en esa época extraordinaria los juegos recreativos estaban cerrados. Mientras caminaba sobre aquel suelo cubierto de hielo que crujía a cada paso que daba, tenía la sensación de ser un apóstol que debía salvar al mundo.

La casa de té que había cerca del lago estaba casi vacía; una cortina gruesa de algodón tapaba la puerta. Dentro, tan sólo se encontraban dos ancianos sentados frente a frente, cerca de la ventana. Una vez reunidos, se sentaron en el exterior, alrededor de una mesa. Todos se calentaban las manos con una taza de té hirviendo. Primero cada uno presentó su origen social, como requisito previo para rebelarse bajo la bandera roja.

El padre del gran Li era vendedor en una tienda de cereales, su abuelo reparaba calzado, había muerto. Al principio del movimiento, Li se sometió a una «rectificación» porque había pegado un dazibao sobre el secretario de la célula del Partido del depósito de libros. Yu era el más joven, llegó como mecanógrafo a la institución hacía menos de un año, después de conseguir el diploma de enseñanza secundaria. Sus padres trabajaban en una fábrica. Como tenía cierta tendencia a llegar tarde al trabajo y a marcharse pronto, lo apartaron de las guardias rojas. Otro, que se llamaba Tang, era mensajero en una motocicleta, soldado desmovilizado. No lo podían criticar por su origen social. Era un gran orador a quien, según él Mismo decía, le encantaba el xiangsheng [15] y por eso no lo admitieron en las guardias rojas. Faltaba otro que no pudo acudir porque debía ocuparse de su madre, que estaba hospitalizada; pero Li habló en su lugar para decir que él apoyaba sin condiciones a los rebeldes y que los acompañaría en la lucha contra los conservadores.

Le llegó el momento de tomar la palabra. Acababa de decidir que iba a explicarles que no estaba cualificado para ser un guardia rojo, que él no debía entrar en esa organización; pero, antes de que tuviera tiempo de abrir la boca, el gran Li le dijo, agitando la mano:

– Todos nosotros conocemos tu situación, queremos que los intelectuales revolucionarios como tú se unan a nosotros. ¡Hoy todos los que hemos venido a participar en esta reunión formamos el núcleo de las guardias rojas del pensamiento de Mao Zedong!

Fue tan fácil como eso, no tuvieron que discutir nada más. Ellos se reconocían como continuadores revolucionarios que evidentemente querían defender las ideas de Mao Zedong, y, como afirmaba Li:

– En las universidades, los rebeldes ya han provocado la caída de las viejas guardias rojas, ¿qué esperamos nosotros? ¡Triunfaremos!

Una vez regresaron al edificio vacío de su institución, pegaron esa misma noche por todos lados su declaración de guardias rojas rebeldes y grandes eslóganes dirigidos al comité del Partido y a las guardias rojas. Colocaron dazíbaos hasta en el patio y en la puerta de entrada del edificio.

Antes de que amaneciera, salió de la institución y llegó a su pequeña vivienda, donde la estufa se había apagado desde hacía tiempo. El cuarto estaba helado; su entusiasmo también se enfrió. Una vez bajo las mantas, reflexionó sobre el sentido de su acción y las probables consecuencias que podían derivarse, pero estaba muerto de cansancio y se quedó dormido inmediatamente. Cuando se despertó, ya había anochecido y se sentía bastante embotado. La presión a la que había estado sometido para poder defenderse día y noche durante varios meses se liberó de repente. Continuó durmiendo durante toda la noche.

Se levantó temprano para ir al trabajo. No había imaginado que pudiera haber tantos dazibaos que se hacían eco de sus mismas demandas por todo el edificio. En ese instante, si no se había convertido en un héroe, al menos era un valiente hacia el que iban dirigidas todas las miradas. El ambiente tenso del despacho se relajó de golpe. Los mismos que lo habían estado evitando venían a su encuentro y lo saludaban con una enorme sonrisa en los labios. La vieja señora Huang, que días antes se había sometido a una autocrítica a lágrima viva, le tomó de la mano y le dijo sin soltarlo:

– Habéis dicho lo que todos nosotros tenemos en el corazón, ¡vosotros sois las verdaderas guardias rojas del Presidente Mao!

Ese cumplido parecía recién sacado de una película revolucionaria, como cuando los habitantes del pueblo reciben a los soldados del Ejército Rojo que los ha liberado. El texto era idéntico. Lao Liu, impasible, lo miró fijamente haciendo una mueca; luego, inclinó en silencio la cabeza con respeto. Él, su superior jerárquico, lo estaba esperando para salvarse. Pero nadie sabía que eran sólo cinco los jóvenes que se habían asociado y preparado precipitadamente, ni que, si se transformaron de repente en una fuerza imposible de parar, fue simplemente porque se anudaron un brazalete, rojo, en el brazo.

Algunos pegaron juntos una proclama para anunciar que abandonaban las antiguas guardias rojas. Entre ellos se encontraba Lin. Ese gesto le hizo sentir una cierta esperanza, quizá podrían recuperar su antigua intimidad. En la cantina, a mediodía, la buscó con la mirada por todas partes, pero no la vio. Probablemente ella lo estaba evitando, se dijo.

En un pasillo del edificio se encontró de frente con Danian, que pasaba por allí. Éste prosiguió su camino a toda prisa e hizo como que no lo había visto; ya no parecía tan arrogante.

El gran edificio de la institución, con todos sus despachos, parecía una inmensa colmena jerárquica según los diferentes niveles de poder. Cuando el poder vaciló, todos los enjambres de abejas empezaron a agitarse. En los pasillos, los trabajadores hablaban en pequeños grupos; por todos los lugares por donde pasaba, inclinaban la cabeza como claro signo de que estaban de acuerdo con él, o lo paraban para charlar incluso personas que no conocía, como había sucedido durante la fase de la eliminación de los malhechores, cuando mucha gente quería hablar con los secretarios de las células del Partido o con los funcionarios políticos. En pocos días casi todo el mundo se manifestó a favor de la rebelión, y en todas las secciones se formaron equipos de combate, fuera del control del Partido y de la Administración. Él, un simple redactor, se había convertido en una personalidad en esa institución perfectamente jerarquizada. De pronto, lo respetaban como si fuera un jefe. Las masas necesitan tener líderes para hacer como el rebaño de ovejas, que nunca se aleja del que lleva una campana, aunque éste actúe bajo los latigazos de otro y no sepa adonde debe ir. Al menos él ya no tenía que estar en su despacho todos los días; nadie le preguntaba adonde iba ni de dónde venía. Pasaron a otro las pruebas de imprenta que dejaban en su mesa habitualmente, éste empezó a corregirlas en su lugar, y a él ya no le encargaron ninguna otra tarea.

Volvió a su casa antes de que acabara la jornada laboral y, cuando estaba en el patio, vio a un hombre con el pelo desgreñado y la ropa sucia que estaba sentado en la escalera que conducía a su vivienda. Se quedó estupefacto al reconocer al hijo de sus vecinos, a quien todos llamaban Tesoro cuando era niño. Hacía tiempo que no lo veía.

– ¿Qué haces por aquí? -preguntó.

– Por fin te encuentro, ¡pero no puedo explicártelo todo en dos palabras! -suspiró Tesoro, el rey de los niños de la calle en la infancia.

Descorrió el cerrojo. La puerta de la vivienda de al lado, en la que vivía el viejo jubilado, estaba abierta. Asomó la cabeza.

– ¡Un antiguo compañero de clase; acaba de llegar del sur!

Desde que llevaba un brazalete rojo ya no prestaba mucha atención a su viejo vecino, y volvió a su habitación sin dar más explicaciones. El viejo asintió riendo, mostrando sus escasos dientes y agitando las arrugas que cubrían su rostro. Luego entró en su vivienda y cerró la puerta.

– Me he escapado -explicó Tesoro-. Ni siquiera he traído una toalla ni un cepillo de dientes; me he mezclado con unos estudiantes que venían a Beijing a hacer el chuanlian [16] ¿Tienes algo de comer? Hace cuatro días y cuatro noches que no como nada decente, sólo me quedan estas monedas que no me atrevo a gastar. Me he mezclado con los estudiantes en el puesto de recogida; he conseguido dos pequeños panes y tomado un tazón de arroz hervido.

Nada más entrar en la habitación, Tesoro sacó de sus bolsillos algunas monedas y unos pocos billetes que colocó sobre la mesa. Luego, añadió:

– Salté por la ventana en plena noche, si no, al día siguiente me habría tenido que someter a una sesión de lucha contra toda la escuela. Acusaron a un profesor de gimnasia del colegio de haber tocado los senos de una alumna durante los ejercicios, lo consideraron un mal elemento, y los guardias rojos lo golpearon hasta matarlo.

Tesoro tenía la frente arrugada y la cara marcada por el sufrimiento. ¿Qué había sido del diablillo de su infancia que iba en verano con el torso desnudo y tenía el pelo cortado al rape? Tesoro era particularmente ágil en el agua: nadaba, buceaba, hacía el pino buceando. Cuando él fue a aprender a nadar al lago, a escondidas de su madre, se atrevió a tirarse gracias a su amigo. Tesoro era dos años mayor que él y le sacaba más de media cabeza. Cuando se peleaba, era muy violento con los niños que le buscaban las cosquillas. Él, cuando estaba a su lado, no tenía ningún temor. Nunca habría imaginado que un día su amigo, que era antes un héroe dispuesto a pelear hasta el final, recorrería un gran camino para refugiarse en su casa. Tesoro le explicó que, después de conseguir el diploma del instituto pedagógico, le ofrecieron dar clases de lengua en una escuela de cabeza de distrito. Desde el principio del movimiento, el secretario de la célula del Partido decidió que fuera el chivo expiatorio.

– Yo no he hecho los manuales de enseñanza, ¿cómo iba a saber que algunos artículos eran problemáticos? Sólo he contado anécdotas, pequeñas historias, para animar un poco las clases. Por eso me han convertido en un objetivo. Es cierto que he hablado mucho, pero ¿cómo se puede enseñar lengua sin hablar? Me encerraron en un aula de clase y los guardias rojos me vigilaban día y noche. Ahora tengo una familia, si me ocurre algo, sin mencionar la posibilidad de perder la vida, si quedo lisiado, ¿cómo conseguirá salir adelante mi mujer con un niño de un año? Me subí en plena noche a una ventana del primer piso y bajé sujetándome a un tubo de desagüe. He conseguido salir de allí a salvo. No he ido a mi casa para no causarle problemas a mi mujer. Como los trenes estaban llenos de estudiantes, era imposible controlar los billetes. He venido a hacer una denuncia; debes ayudarme a poner las cosas en su sitio. ¿Cómo un profesor como yo, tan pequeño como una semilla de sésamo, que ni siquiera es miembro del Partido, puede ser el representante de la banda negra en el seno del Partido?

Después de la cena, acompañó a Tesoro al centro de recepción de masas de la calle Fuyou, en la puerta oeste de Zhong-nanhai. La gran puerta estaba abierta; en el patio iluminado por las lámparas había mucha gente que se empujaba para que los atendieran. Se movieron despacio, siguiendo la corriente. Bajo una tienda de campaña montada en medio del patio, había una hilera de mesas detrás de las cuales estaban sentados unos militares, con insignias en la gorra y en la solapa del uniforme, que anotaban las quejas de las personas. Como éstas se empujaban, era difícil llegar a las mesas. Tesoro se puso de puntillas para intentar escuchar un poco entre las cabezas de las personas lo que se decía en «el espíritu del Comité Central». Pero las voces se mezclaban, las personas se aglutinaban delante de las mesas, hablaban alto y se atropellaban unas a otras mientras el hombre encargado de recoger las quejas respondía de forma lacónica y circunspecta. Otros se contentaban con anotar sin responder nada. Antes de conseguir avanzar, fueron apartados de allí por la masa de gente. Tan sólo pudieron dejarse llevar hasta el pasillo de la planta baja.

Las paredes estaban cubiertas de dazibaos de quejas por malos tratos y citas de discursos de personajes importantes del Partido. Los discursos, llenos de belicosidad y alusiones, de los dirigentes del Comité Central que acababan de estrenar su cargo o de los que todavía no habían sido destituidos, eran totalmente contradictorios. Tesoro estaba fuera de sí y le preguntó si había traído papel y bolígrafo. El le dijo que no hacía falta copiar aquellos dazibaos, porque había recogido un montón de octavillas que tenían los mismos discursos para poder analizarlos detalladamente en casa.

Todas las salas del edificio estaban abiertas. También recibían quejas. Había menos gente, pero la cola llegaba hasta el pasillo. En una de ellas alguien hacía una denuncia y lloraba sin conseguir contenerse. Un joven tenía en la mano una vieja gorra militar que había perdido el color de tantos lavados, lloraba también a lágrima viva y se explicaba en dialecto de Jiang-xi o de Hunan, con un acento muy pronunciado. Aunque no conseguían entenderlo muy bien, sabían que estaba denunciando una masacre colectiva en su pueblo: hombres, mujeres, ancianos y niños, ni siquiera los bebés se habían salvado; los juntaron a todos en una era y uno a uno los fueron matando con picos, machetes, o palancas en las que colocaban conteras de hierro. Luego lanzaron los cadáveres al río, que fue pudriéndose poco a poco. El joven no tenía aspecto de ser descendiente de alguien que perteneciera a las cinco categorías negras; la vieja gorra que sujetaba era una prueba sin la cual no se habría atrevido a venir a Beijing a hacer la denuncia. Las personas que había en la sala y a la entrada escuchaban en silencio mientras el encargado tomaba nota.

Cuando salieron de allí, entraron en la avenida Chang'an, porque Tesoro quería pasar por el Ministerio de Educación para ver si había alguna directiva concreta para los profesores de secundaria. El Ministerio estaba en el barrio del oeste de la ciudad, a unas cuantas paradas de autobús. Muchos de los que esperaban en la parada eran estudiantes de fuera que llevaban al hombro una cartera que tenía bordada una estrella roja de cinco puntas; corrían por la avenida y, antes incluso de que el autobús parara del todo, se subían en él. El autobús estaba hasta los topes y la gente que bajaba o los que subían debían agarrarse a los que tenían delante; las puertas no se podían cerrar. Al final el vehículo se puso en marcha, con la gente aprisionada en las puertas. Aunque Tesoro había bajado de un edificio sujetándose tan sólo en una tubería de desagüe, no era capaz de saltar entre aquellos jóvenes más ágiles que los monos. Cuando llegaron andando al Ministerio, el edificio se había transformado por completo en un centro de acogida de estudiantes de provincias. Habían vaciado todas las oficinas, desde la entrada hasta los pasillos de los pisos. Por todos los lugares esparcían paja, esteras, alfombras de algodón, trozos de plástico, montones de mantas; el suelo estaba cubierto de jarras, tazones, palillos, cucharas; un olor agrio de transpiración flotaba, mezclado con el olor de los nabos en salmuera y de los calcetines sucios. Los estudiantes armaban jaleo; pero como no tenían otro lugar donde pasar esas noches de invierno tremendamente frías, se tumbaban en el suelo, agotados, y se acababan durmiendo. Esperaban que el comandante en jefe supremo pasara revista, al día siguiente o al otro, por séptima u octava vez. Más de dos millones de personas empezaban a reunirse desde medianoche, primero en la plaza Tiananmen, luego las filas iban hacia el este y el oeste, extendiéndose por los dos lados de la avenida Chang'an, de más de diez kilómetros. El comandante en jefe supremo, acompañado de su vice-comandante en jefe, Lin Biao, que llevaba en la mano el Libro rojo, pasaba a bordo de un jeep descapotable entre dos muros humanos de jóvenes que se mantenían pasmados de frío en la fila. Esos jóvenes, con el rostro bañado en lágrimas, agitaban el precioso Libro rojo y se dejaban la garganta gritando los «Viva el Presidente Mao». Después, llenos de ira y de instintos revolucionarios, iban a saquear escuelas y templos, y atacaban las instituciones y organismos, para reducir a cenizas el viejo mundo.

Regresó de madrugada con Tesoro a su pequeña vivienda; por fin, había vuelto la calma. Encendieron la estufa de leña y se calentaron las manos heladas. El viento soplaba por las ranuras de las puertas y de las ventanas. Sus caras, iluminadas por el fuego, eran a veces rojas, a veces oscuras. No habían esperado un encuentro en estas condiciones, ninguno de los dos tenía ganas de evocar unos recuerdos de la infancia que en ese momento ya les parecían realmente lejanos.

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