13

El viento de marzo. ¿Por qué de marzo? ¿Y por qué el viento? En el mes de marzo, todavía hace mucho frío en la gran llanura del norte de China. Esos terrenos, que se extienden más allá del horizonte y que signen el antiguo cauce del río Amarillo, son de tierras salinas, alcalinas y cenagosas. En ellos se instalaron las granjas para los condenados al laogai. Si el trigo sembrado en invierno no se secaba, empezaban a salir los primeros brotes en primavera, que daban una cosecha apenas un poco mayor que las semillas sembradas. Una directiva suprema del Líder supremo transformó esas bases rurales del laogai en «escuelas de funcionarios del 7 de mayo». La policía militar de las granjas se llevó a los presos que trabajaban allí hacia las mesetas desérticas de Qinghai, y dejó esos terrenos a los funcionarios y empleados de los organismos de la capital roja, víctimas de la depuración de la Revolución Cultural.

«¡Las escuelas del 7 de mayo no son refugios fuera del alcance de la lucha de clases!» Un delegado del ejército vino de la capital para transmitir esa nueva directiva. La lucha, esta vez, estaba dirigida contra la llamada camarilla del «16 de mayo», un enorme grupo de contrarrevolucionarios que se habían infiltrado en todos los niveles de las organizaciones de masa. Cualquier hombre que encontraban de la camarilla era tachado inmediatamente de contrarrevolucionario activo. Él fue uno de los primeros en sufrir el ataque, pero ya no era la época del principio del movimiento, en la que se «barría a todos los monstruos y ogros», en la que cualquiera que fuera objeto del ataque se apresuraba a reprocharse a sí mismo cualquier actitud por miedo. En aquella época se convirtió en un zorro y era capaz de morder. Sabía enseñar los dientes y parecer terrible, ya no podía dejar que una jauría de perros de caza se le echara encima. La vida -si se podía llamar vida a aquello- le había enseñado a convertirse en un animal salvaje, pero, como mucho, era un zorro cercado por los cazadores: al menor paso en falso, se arriesgaba a que lo cortaran en pedazos.

Durante los recientes años de conflicto general, lo que era bueno un día era malo al día siguiente, y, si se quería castigar a alguien, siempre se podía lanzar contra él cualquier acusación. En cuanto un individuo era acusado, siempre se le podía reprochar algo, con lo cual, se convertía en un enemigo. Era lo que se llamaba la lucha de clases, una lucha a vida o muerte. Los representantes del ejército lo señalaron como un objetivo importante para investigar y lo situaron en su punto de mira, para que las masas, una vez movilizadas, dispararan contra él. Conocía perfectamente ese proceso, y antes de que la desgracia absoluta le llegase, sólo podía intentar sobrevivir el mayor tiempo posible. La víspera del día en que el instructor político decidió que tenían que hacer una investigación sobre sus posibles actividades, todos bromeaban con él. Comían juntos en el comedor del trabajo el mismo potaje de maíz y las mismas tortas de harina mixta, [8] dormían todos juntos en un gran almacén sobre el suelo cubierto de una capa de cal y encima otra capa de paja como colchón, formando una cama colectiva larga, con cuarenta centímetros de ancho para cada uno, ni más ni menos, medido al milímetro, tuvieran el grado que tuviesen, tanto si eran los dirigentes como los ordenanzas, gordos o flacos, viejos o enfermos. La única diferencia era que los hombres y las mujeres estaban separados. Las parejas que no tenían hijos a su cargo no podían vivir juntos. Todos estaban bajo la dirección de un delegado del ejército, y, como todos los efectivos militares, estaban divididos en escuadras, pelotones, compañías y batallones. Los altavoces empezaban a sonar a las seis de la mañana. Había que ponerse en pie y acabar de arreglarse en menos de veinte minutos. Luego tenían que colocarse en fila india delante de una pared en la que había colgado un retrato del gran Líder. Allí «pedían las instrucciones de la mañana» y cantaban las citas al son de la música. Mientras enarbolaban en la mano El Libro Rojo, debían gritar tres veces «Larga vida» y luego ir al comedor a comer el potaje. Después se reunían para estudiar durante media hora Las obras de Mao y, al fin, salían a labrar la tierra con la azada al hombro. Todos compartían la misma suerte, ¿para qué luchar?

El día en que se libró del trabajo manual para redactar la autocrítica que le habían impuesto, era como si tuviera la peste; los demás tenían miedo de que les contagiara y nadie se atrevía a hablar con él. Pero no sabía qué era lo que habían descubierto de él para obligarle a la autocrítica. Un día, al entrar en la letrina al aire libre, le cerró el paso a un tipo con el que tenía una buena relación y, mientras desataba su pantalón para fingir orinar, le preguntó en voz baja: «Oye, ¿qué les pasa conmigo?».

El tipo se puso a tosiquear, con la cabeza gacha, absorto en su ocupación, sin mirarlo. Él no pudo hacer otra cosa que irse de allí: lo vigilaban hasta en los lavabos. El tipo que tenía el honor de ser el encargado de la vigilancia estaba detrás de la pared aparentando mirar al vacío.

Durante la reunión que organizaron para ayudarlo -una pretendida ayuda-, utilizaron la presión de las masas para que reconociera sus errores, pero la palabra error tenía el mismo sentido que la de crimen. Las masas eran como una jauría de perros que se precipitan para morder obedeciendo al látigo de su amo, tomando como única precaución no recibir ningún latigazo. Ya había entendido con claridad la naturaleza de esa cosa infalible que son las masas en movimiento.

Las intervenciones, preparadas con anterioridad, eran cada vez más incisivas y violentas. Previamente se recurría a las Citas del Presidente Mao para confrontarlas con sus palabras y sus actos. Dejó sus cuadernos de apuntes sobre la mesa para tomar nota de todo, expresando claramente con aquel gesto voluntario que, si un día la situación cambiaba, no perdonaría a nadie. Con todas las maquinaciones tramadas por los movimientos políticos los años anteriores, los hombres se habían convertido en jugadores y canallas de la revolución, la suerte decidía quién sería el ganador y el perdedor, aunque a los ganadores se les consideraría héroes y a los perdedores, fantasmas rencorosos.

Apuntaba rápidamente, esforzándose para no perderse el más mínimo detalle, sin ocultar que esperaba que llegara el día en que pudiera devolver ojo por ojo y diente por diente. Un tal Tang, un hombre calvo y con aspecto senil precoz, estaba pronunciando un discurso; enrojecía progresivamente, utilizando los aforismos del venerable Mao acerca de la lucha contra los enemigos. Él dejó deliberadamente su bolígrafo sobre la mesa para clavar los ojos en aquel hombre; la mano de aquel tipo empezaba a temblar mientras sostenía El Libro Rajo. Seguramente, llevado por la fuerza de la inercia, no conseguía contenerse, hablaba cada vez con mayor entusiasmo y soltaba saliva al hablar. De hecho, aquel hombre también estaba aterrado; hijo de una familia de terratenientes, no pudo participar en ninguna organización de masas y quería aprovechar esa ocasión para manifestarse y adular a la dirección con su servicio meritorio.

Sólo podía elegir a un ser débil como Tang, que buscaba sobrevivir en medio del terror, para soltar unas maldiciones, tirar su bolígrafo y declarar que no asistiría más a aquel tipo de encuentros hasta que se hubieran aclarado sus acusaciones. Luego salió del local de la reunión, una era pavimentada de cemento. Excepto algunos jefes de compañía y de pelotón designados por el delegado del ejército, buena parte del centenar de hombres de la compañía que asistían a aquella reunión eran de la misma facción que él. Como en el ambiente no se percibía aún la posibilidad de una condena inmediata, se arriesgó a comportarse de esa manera para intentar asentar las posiciones de su facción. Por supuesto, sabía que eso no impediría que hicieran todo tipo de conjeturas sobre los delitos que debía de haber cometido y que tenía que escapar de aquella escuela de funcionarios antes de caer en sus redes.

Al atardecer salió de la zona de la escuela y se dirigió hacia un pueblo que divisaba a lo lejos. Todavía se podían ver alambres de púas, parcialmente cortadas, sobre los postes de cemento que llegaban hasta el infinito.

Encontró una calera en las proximidades del pueblo. Unos campesinos rociaron de queroseno el horno de carbón y lo encendieron. De inmediato subió una espesa humareda. Cerraron el horno y se fueron después de haber hecho estallar una hilera de petardos. Se entretuvo un momento. Desde que salió de la granja nadie lo seguía.

Empezó a oscurecer, el sol que se ponía ya sólo era una bola de fuego y los edificios de la granja se percibían cada vez menos. Se dirigió hacia la puesta de sol, atravesó los surcos del campo de trigo que todavía no había crecido y continuó caminando. Tan sólo unas pocas hierbas secas cubrían el suelo alcalino. Cada vez se iba hundiendo más en el barro. Ante él se extendían unas ciénagas. Oía a unas ocas entre las matas de juncos amarillentos. El sol se tiñó de rojo sangre al ponerse y se ocultó a lo lejos en el antiguo cauce del río Amarillo.

La bruma del crepúsculo era cada vez más opaca, tan sólo podía sentir el fango bajo sus pies, no tenía dónde sentarse. Encendió un cigarrillo y pensó dónde podría cobijarse.

Con los pies en el barrizal, acabó su cigarrillo. La única solución que tenía era encontrar un pueblo en el que instalarse, lo que significaba perder la autorización que había conservado de vivir en la ciudad y convertirse en campesino de por vida; todo antes de que lo consideraran un enemigo. Pero no conocía a nadie en el campo. A fuerza de estrujarse la cabeza, se acordó de repente de uno de sus compañeros de escuela, un huérfano que se llamaba Rong, que formó parte, diez años antes, del primer grupo de jóvenes ciudadanos instruidos encargados de «edificar el nuevo campo socialista» y que formó una familia en una pequeña cabeza de distrito de una zona montañosa del sur. Puede que por medio de aquel compañero de infancia pudiera encontrar un lugar en el que lo admitieran.

Cuando volvió al dormitorio, todos estaban ocupados lavándose la cara, los pies o enjuagándose la boca antes de irse a dormir. Hacía rato que los más mayores o los más débiles se habían acostado muertos de cansancio. Se acostó inmediatamente, sin ir a buscar agua al pozo para lavarse. No tenía mucho tiempo, debía ir aquella misma noche a la cabeza de distrito para enviar un telegrama a Rong. Eso significaba recorrer cuarenta kilómetros de ida y vuelta y no regresar antes del amanecer. Tenía que ir a un pueblo fuera de la zona de la granja para ver a Lao Huang, un dirigente que formaba parte de su facción, para pedir que le prestara su bicicleta. Los empleados, que acompañaban a ancianos y niños, estaban repartidos en las familias campesinas de los alrededores.

Cuando se apagaron todas las luces, se empezaron a oír los ronquidos. En la oscuridad, el viejo funcionario que estaba acostado a su lado no paraba de dar vueltas, haciendo que crepitara la paja que tenía debajo; seguramente no podía dormir a causa del frío. Le susurró al anciano que tenía diarrea y que debía ir al servicio. Quería que éste pudiera contestar algo si algún guarda le preguntaba adonde había ido. Pensó que el anciano no lo denunciaría. Antes de que lo interrogaran, dirigió un equipo en el trabajo y siempre daba las tareas menos pesadas a ese anciano: reparar los dientes de las azadas que se habían separado demasiado, vigilar el secadero de mieses para evitar que los campesinos de los alrededores acudieran de paso a llenar un saco de cereales. Era un viejo revolucionario de la época de Yan'an, tenía un certificado médico que le libraba de sus tareas por padecer hipertensión, pero su tendencia política en el movimiento no era del agrado de los representantes del ejército que le habían traído a la escuela de funcionarios.

Los ladridos de los perros resonaban por todo el pueblo. Lao Huang le abrió la puerta; llevaba una chaqueta acolchada sobre los hombros, mientras su mujer permanecía bajo las mantas sobre el kang [9] acariciando a una niña que se había despertado bruscamente y lloraba. Le explicó de inmediato que le urgía por su situación que le prestara la bicicleta y prometió devolvérsela en cuanto amaneciera, para no causarles ningún problema.

Hacía mucho tiempo que no llovía y el camino de tierra que conducía hasta la cabeza de distrito estaba cubierto por una espesa capa de polvo, lleno de agujeros y resaltos. La bicicleta daba tumbos sin parar. Hacía mucho viento. El viento y la arena le abofeteaban el rostro. Su respiración era entrecortada. ¡Ah, ese viento de arena en plena noche de marzo, al principio de la primavera!

Cuando todavía estaba en la escuela secundaria, habló sobre el sentido de la vida con Rong, compañero de estudios al que ahora iba a pedir ayuda. La discusión surgió a partir de un tintero. Rong había sido adoptado por una vieja viuda que vivía cerca de la casa de él, y después de las clases solían hacer los deberes juntos y escuchar música. Rong tocaba bastante bien el erhu [10] y sentía auténtica pasión por el violín, pero no podía comprarse uno, ya que ni siquiera podía permitirse ir a las sesiones baratas del cine, reservadas a los alumnos durante las vacaciones. Un día le compró a Rong una entrada, pero él no quiso aceptarla de ningún modo. Sorprendido, le dijo que no podía devolver la entrada, y Rong le contestó que si iba una vez, ya nunca más podría dejar de ir. Pero Rong no se negaba a ir a su casa a tocar el violín.

Un día escucharon un disco después de hacer los deberes. Se trataba del Cuarteto de cuerda en sol mayor de Chaikovski, y Rong se quedó boquiabierto. Recordaba con claridad que se quedaron callados durante un buen rato. De repente, quiso saber si el tintero que estaba sobre la mesa era de color azul. Rong le dijo que se trataba justamente de un azul tinta. Pero él le respondió que todo el mundo estaba de acuerdo en afirmar al ver esa tinta que era azul, o azul tinta; se había convertido en una especie de uso, una manera de llamarlo común, pero, de hecho, no todo el mundo veía lo mismo. Rong dijo que, lo mirara quien lo mirara, el color siempre era el mismo. Él le replicó que efectivamente el color no cambiaba, pero que nadie podía saber si el color que percibía con sus ojos era el mismo. Rong respondió que seguramente debía de haber un medio de saberlo. El dijo que lo único que tenían en común eran las palabras «azul» o «azul tinta», pero que, en realidad, la percepción que se escondía tras aquellas palabras no tenía nada que ver. Rong preguntó entonces de qué color era la tinta de aquel tintero. «¿Cómo saberlo?», le respondió. Rong permaneció en silencio durante un instante y dijo que todo aquello le asustaba un poco.

El sol anaranjado del atardecer iluminaba el suelo de la habitación, acentuando las ranuras de la madera desgastada por los años. De pronto, sintió que el temor de Rong le invadía; hasta ese suelo tan real, iluminado por los rayos del sol, le parecía extraño, había llegado incluso a dudar de su evidente realidad. Los hombres no pueden comprender este mundo, a pesar de que la existencia de este mundo depende totalmente de la percepción de los individuos; cuando un hombre muere, el mundo se difumina o deja de existir, ¿qué significa realmente vivir en ese caso?

En la época en que él estaba en la universidad, Rong trabajaba de técnico en la construcción de una pequeña central hidroeléctrica en el campo. Continuaron escribiéndose cartas y mantuvieron ese tipo de discusión durante un tiempo. Lo que descubrían se alejaba bastante de lo que les habían enseñado en la escuela, ya que era bastante diferente del ideal absoluto que pretendía construir un mundo nuevo para servir al pueblo. Entonces empezó a temer que la vida desapareciera; el pretendido sentido de la misión o las aspiraciones del hombre en la vida parecían haber perdido su importancia. Y, en aquel momento, continuar viviendo se había convertido en una carga pesada.

Llamó a la puerta de la oficina de correos de la cabeza de distrito durante media hora, y a las ventanas que daban a la calle, hasta que se encendió la luz y alguien vino a abrirle. El explicó que venía de la escuela de funcionarios y que tenía que telegrafiar un documento oficial. Le había costado mucho redactar el texto del telegrama, ya que había tenido que utilizar una fraseología pomposa que respetaba los reglamentos acerca del personal enviado al campo, al mismo tiempo que intentaba que su compañero, con el que no había tenido contacto desde hacía años, comprendiera que se trataba de una situación urgente, que tenía que encontrarle lo más rápidamente posible una comuna popular en la que se pudiera instalar, y que le enviara también lo antes posible un documento oficial en el que lo aceptaran como campesino; todo ello intentando no despertar las sospechas del funcionario de correos.

En el camino de vuelta, pasó delante de una estación que sólo tenía algunas salas rudimentarias y unas bombillas de luz amarillenta que iluminaban el desierto andén. Dos meses antes, el delegado del ejército lo designó para ir a la estación, junto a una docena de jóvenes considerados como los más resistentes, a recibir y ayudar a un nuevo grupo que iba a llegar de su institución: empleados, funcionarios y familiares -ni los ancianos, ni los enfermos, ni los niños habían podido librarse. Llegaron en un convoy especial de varias docenas de vagones, y la estación estaba repleta de todo tipo de muebles, bártulos, maletas, mesas, sillas y armarios roperos, también había grandes tinajas de verduras saladas; parecían refugiados. El delegado del ejército habló de «evacuación como previsión de una guerra», ya que los enfrentamientos fronterizos entre China y la URSS en Heilongjiang traían un olor a pólvora cada vez más fuerte a Beijing, e incluso las escuelas de funcionarios habían transmitido «la orden número uno de movilización en estado de alerta», firmada por el Vicecomandante en Jefe Lin Biao.

Una tinaja grande se rompió al descargarla del tren y el líquido que se derramó esparció por todas partes un olor de verduras en vinagre. El anciano, que trabajaba como guarda del patio trasero de la institución y se sentía orgulloso de su origen de clase obrera, empezó a soltar una sarta de insultos sin que se supiese a quién iban dirigidos exactamente, pero nadie lo detuvo. De todas maneras, ya no había forma de recuperar su reserva de verduras saladas para el invierno. Todos vigilaban sus bienes, envueltos en una bufanda para defenderse del viento invernal, sentados en silencio sobre las maletas y bultos, esperando que los llamaran para que los destinasen a un pueblo cercano a la escuela de funcionarios. Los niños, que tenían la cara amoratada debido al frío, se quejaban a los adultos, pero no se atrevían a llorar demasiado fuerte.

Los más de trescientos carros movilizados por varias comunas populares se agolpaban frente a la estación provocando los rebuznos de los burros, los relinchos de los caballos, los chasquidos de los látigos y una animación mayor todavía que en un día de mercado. Unos campesinos, subidos a sus carros o escurriéndose entre la multitud, sostenían en la mano la hoja de papel que les habían distribuido y gritaban con todas sus fuerzas los nombres de las personas que habían de recoger. Un pequeño coche estaba bloqueando el paso de las carretas y sus mulas, y no podía avanzar ni retroceder. El delegado del ejército, Song, que llevaba una insignia bermellón en el casco, un distintivo rojo en el cuello y un abrigo militar sobre los hombros, salió del coche y se dirigió al andén. Subió a un baúl de madera e intentó dar órdenes a diestro y siniestro. El delegado del ejército había empezado su carrera como corneta y ahora dirigía la escuela de funcionarios. Aunque no tenía una gran experiencia revolucionaria, se podía considerar que había estado en el campo de batalla. Sin embargo, no lograba que se movieran los carros de los campesinos y el desorden era cada vez mayor.

Entre el mediodía y el atardecer, consiguieron que todos los carros desaparecieran. Sin embargo, las maletas y los muebles, que era imposible transportar, permanecieron amontonados sobre el andén de la estación. El delegado del ejército le encargó, junto a algunos de sus compañeros, que se quedara vigilando las cosas. Los otros se cobijaron del viento en la sala de espera y él se protegió del frío con los armarios y maletas que amontonó. Luego compró una botella de aguardiente y dos panecillos de harina de maíz, endurecidos por el frío, antes de meterse en su rincón cubierto con una lona, desde donde contemplaba las luces amarillentas del andén. Pensó que necesitaba una mujer. Si tuviera mujer e hijos estaría en la misma situación que los que tienen una familia y podría alojarse en una casa de campesinos. De todas maneras, se cultivaban tierras por todas partes, al menos podría tener una casa y marcharse del dormitorio colectivo, donde todos se espiaban, y donde ni siquiera podían hablar en sueños, por miedo a que alguien pudiera escucharlos.

Volvió a pensar que, en las escuelas y las industrias, un año antes de que las controlase el ejército, siempre había conflictos armados. Recordó la noche que pasó, con una estudiante que no sabía dónde refugiarse, en un pequeño albergue bajo un dique del Yangzi. «Nosotros estamos predestinados a ser una generación sacrificada…»; la joven que se había atrevido a escribir eso en su carta debía de estar totalmente desesperada.

Era una época en la que no había guerra, pero los enemigos estaban por todas partes. Se creaban muchas líneas de defensa, aunque nadie pudiera defenderse. Estaba en un callejón sin salida. La única esperanza que le quedaba era encontrar un alojamiento en algún pueblo y una mujer. Pero también estaba a punto de perder incluso esa posibilidad.

Se apresuró a volver al pueblo antes del alba. El matrimonio Huang pasó toda la noche en vela esperándolo. Después de vestirse, encendieron la estufa de carbón importada de Beijing. La habitación se había calentado. La mujer de Huang cocinó pasta y le ofreció un tazón de sopa. No lo rechazó. No había cenado y había pedaleado con todas sus fuerzas durante cuarenta kilómetros. Tenía un hambre canina. Miraron cómo se tragaba el gran tazón de sopa de tallarines. Antes de salir, les hizo un ademán de mano y les dijo que nunca había estado en su casa. Y ellos repitieron: «Por supuesto, nunca has venido, nunca». Había hecho cuanto estaba en su mano, el resto era una cuestión de suerte.

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