25

Era mejor evitar las situaciones de peligro en medio de ese inmenso caos en el que podía ocurrir cualquier cosa. Quería recuperar su mundo perdido, recuperar la belleza que percibió en la hija del propietario de su apartamento, en su maravilloso rostro fino y su cuerpo esbelto. Cuando abrió la puerta y la encontró en el umbral, los rayos del sol que caían en el patio trazaron con gran precisión el contorno de los lóbulos rosa de sus orejas, mientras sus cabellos, las cejas y la comisura de los labios parecían lanzar destellos. Se quedó estupefacto ante tal belleza, pero ese sentimiento contrastaba con la mirada llena de odio de la joven. Tenía ganas de aclarar el malentendido que había, así que se dirigió a casa de sus vecinos. Imaginaba encontrar una vivienda limpia y ordenada, en la que habitara una familia pulcra, un pequeño universo aparte del mundo desordenado. Antes de que el viejo Huang fuera a cobrar el alquiler para la oficina de gestión de los edificios, fue él mismo a pagarlo a casa de sus vecinos, así tenía un pretexto para ver a la chica.

La entrada a la vivienda se encontraba arriba de la escalera de piedra que daba a la calle. La puerta se abrió nada más golpearla. Tras el muro había un pequeño patio tal como lo había imaginado, con la diferencia de que reinaba un desorden impresionante. Todo tipo de objetos se amontonaban a lo largo de las paredes bajo los aleros. Sobre el peldaño que conducía a la puerta principal, una mujer mayor lavaba unas sábanas en un barreño de aluminio, mientras que un niño pequeño lloriqueaba en el interior de la casa.

Se estaba preguntando si no se había equivocado de puerta, y se disponía a salir cuando la mujer levantó la cabeza y dijo:

– ¿A quién busca?

– Vengo a pagar mi alquiler…

– ¿Qué?

– Vivo aquí al lado, vengo a ver al propietario, el propietario de la casa en que vivo, hace varios meses que nadie viene a cobrar el alquiler -dijo, soltando las explicaciones que había preparado.

La anciana se secó el jabón de las manos y señaló con el dedo una puerta en la que había un candado. Luego no le prestó más atención y continuó lavando las sábanas, con la cabeza casi metida dentro del barreño.

Se preguntó si el propietario y su familia también habrían tenido problemas, si les habrían confiscado su casa y en ese momento ya sería de otra familia. El odio que apareció en la mirada de la joven no debía de desaparecer fácilmente. No tuvo el valor de continuar preguntando.

En la primavera, un día de marzo, fue a Xihejian, en la montaña oeste, a las afueras de Beijing. Tomó un tren en la estación de Xizhimen, de donde salen sobre todo trenes de mercancías. Era un tren lento que comunicaba con la región montañosa del suburbio noroeste. Aprovecharon un tren de mercancías y añadieron a la cola dos vagones de pasajeros con asientos duros. El entusiasmo de los estudiantes por el chuan-lian decayó. Sólo unos pocos pasajeros tomaron lugar en los vagones. Se sentó cerca de la ventana, al final de una hilera de asientos vacíos. El tren iba de túnel en túnel subiendo la montaña. Desde la ventana, podía ver la vieja locomotora que escupía humo de carbón y el enorme vapor que soltaba al arrastrar los vagones con esos coches de viajeros que no paraban de bambolearse.

En la pequeña estación sin andén llamada Yanchi, bajó del tren y vio como la vieja máquina se alejaba hacia las montañas. El jefe de estación, después de agitar su bandera y tocar el pito, entró en una barraca al borde de la vía y lo dejó solo en el balasto.

En la época en que todavía estudiaba, estuvo allí cumpliendo con su trabajo «voluntario», haciendo agujeros y plantando árboles en las montañas. Era a principios de la primavera, el suelo todavía estaba helado y de un golpe de azada no se podía remover ni dos centímetros de tierra. Al cabo de unos días de trabajo tenía las manos llenas de ampollas. Una vez, para atrapar un saco que contenía brotes de árboles que debían plantar y que se estaba llevando el agua, se metió dentro de la violenta corriente jugándose la vida y con un frío que le atravesaba los huesos. Lo nombraron como ejemplo, pero, aun así, la Liga de la Juventud Comunista no lo admitió en sus filas. Con unos compañeros de su universidad que tampoco consiguieron entrar en la Liga, montó un grupo de teatro. Después de representar dos obras, los funcionarios de la asociación de alumnos de la escuela vinieron a verlos por separado y, aunque no les prohibieron claramente continuar con esa actividad, tuvieron que disolverse voluntariamente y olvidarse del teatro.

Representaron la obra Tío Vania, de Chéjov, de una belleza anticuada, en la que una joven fina y gentil que vivía en una hacienda de provincias decía con ardor: «Todo tiene que ser bello, los hombres, las ropas, el corazón también». Era de una tristeza antigua, como una vieja fotografía quemada.

Avanzó sobre el balasto a lo largo de la vía férrea. Luego, al ver a lo lejos que se acercaba un tren, se apartó de la vía y caminó por el borde de un río lleno de guijarros. El agua del río Yongding estaba normalmente muy limpia, menos cuando crecía el caudal después de las grandes lluvias, o cuando abrían la compuerta del embalse de Guanting, que se encontraba en el curso superior.

Ya había estado en este lugar con Lin. Había tomado fotos. Lin estaba preciosa en mitad del río, descalza y subiéndose la falda con una mano. Después, en un bosquecillo de la montaña, comieron algo, se besaron, hicieron el amor. Sentía no haber tomado fotos del cuerpo desnudo de Lin cuando estaba tumbada sobre la hierba, con el pecho desnudo y la falda subida; ahora ya no se podía repetir nada de eso.

¿Qué más hacer? ¿Había algo más que se pudiera hacer? Era inútil volver a ponerse delante de su escritorio para despachar los textos de propaganda estereotipados, nadie lo vigilaba, ni siquiera necesitaba ya rebelarse. Aunque fuera extraño, su fervor por la justicia también se había enfriado. Él, que había estado al frente, que había sido el jefe durante unos meses, veía cómo su entusiasmo decaía cada vez más, y empezaba a estar harto de todo lo que estaba viviendo. Debía retirarse en el momento apropiado, no tenía por qué seguir con el papel de héroe.

Se quitó los zapatos y los calcetines, caminó descalzo por el agua helada del río. El agua brillaba por los destellos del sol y empezaba a despertar su cerebro hasta ahora embotado. Pensó que tenía que ir a ver a su padre, hacía tiempo que no tenía noticias de él. Tenía que aprovechar la ocasión para ir a verlo de incógnito al sur y aclarar ese asunto de la «tenencia de armas» que figuraba en su ficha.

Se apresuró para llegar a Beijing poco después del mediodía. Pasó por su casa, tomó la cartilla de ahorro y fue en bicicleta a sacar dinero antes de que cerraran. Por último, se llegó hasta la estación de Qianmen para comprar un billete de tren para esa misma noche. Volvió a su casa, dejó la bicicleta en su habitación, tomó la mochila que normalmente llevaba para ir al trabajo y fue a esperar el rápido de las once hacia el sur.

Su padre no lo había visto desde hacía dos años y la visita inesperada lo llenó de alegría. Fue especialmente al mercado libre a comprar pescado y gambas frescas, imposibles de encontrar en el norte, y se puso él mismo a preparar la comida. Ahora su padre también había aprendido a cocinar. Después de la muerte de su esposa, se volvió una persona triste y parca en palabras. Sin embargo, en ese momento, con la llegada de su hijo, estaba muy contento y no paraba de hablar, incluso hacía comentarios sobre política y le preguntó varias veces qué había sido de los dirigentes del Partido y del Estado que habían desaparecido de las páginas de los periódicos. Cuando se sentaron a comer, con la ayuda del alcohol y para no decepcionar a su padre, le dio algunas noticias que no aparecían en los diarios, pero le advirtió que eran luchas en lo más alto del Partido y que el pueblo no podía enterarse. Ya sé, ya sé, dijo su padre, ocurre lo mismo aquí en la provincia y en el municipio. Luego su padre dijo que había participado también en el movimiento rebelde y que habían conseguido apartar al jefe de la oficina de personal, que no dejaba de perseguir a la gente. El se contuvo durante un buen rato, pero acabó previniéndolo.

– Papá, ¡no olvides la lección del movimiento antiderechista!

– ¡Entonces yo no me opuse al Partido! ¡Lo único que hice fue una nota sobre la forma de trabajar de un individuo!

Su padre se alteró, le temblaba la mano que sujetaba el vaso de alcohol y derramó algo de líquido sobre la mesa.

– ¡Ya no eres un muchacho, has tenido problemas en el pasado, no puedes pertenecer a ese grupo! ¡No tienes derecho a ser uno de ellos!

El también estaba algo alterado, nunca antes se había dirigido en ese tono a su padre.

– ¿Por qué no tengo derecho? -preguntó gravemente su padre al tiempo que posaba el vaso-. ¡Mi pasado es muy claro, nunca he sido miembro de un partido reaccionario, nunca he tenido ningún problema político! Aquel año fue el Partido el que animó a los ciudadanos a que se expresaran, y lo único que dije fue que habría que eliminar el muro que los separaba de la gente, sólo hice un comentario sobre la forma de trabajar de aquel individuo, nunca critiqué al Partido; ¡pero ese individuo se vengó! ¡Lo dije en una asamblea, había mucha gente allí, todo el mundo me oyó, todos pueden testificarlo! ¡Y el artículo de unos cien caracteres que escribí en la pizarra me lo encargó la célula del Partido!

– Papá, eres demasiado ingenuo…

Iba a continuar explicándole el porqué cuando su padre lo interrumpió.

– ¡No necesito que vengas a decirme lo que tengo que hacer! No porque hayas estudiado… ¡Tu madre te ha mimado demasiado!

Cuando su padre se serenó, le preguntó directamente:

– Papá, ¿has ocultado alguna arma?

Como si hubiera recibido un golpe, su padre se quedó sin palabras, luego bajó lentamente la cabeza, movió su vaso sin mirarlo, ensimismado, y permaneció en silencio.

– Alguien me ha dicho que ese problema está en mi ficha -explicó-. He venido para saber qué pasa. Papá, ¿es cierto?

– Tu madre fue demasiado honesta… -farfulló.

Eso significaba que algo había ocurrido; un frío glacial se le metió en el pecho.

– En aquella época, durante los dos años que siguieron a la Liberación, circularon unos formularios que todo el mundo tenía que rellenar para conseguir los documentos de identidad. Había un apartado destinado a las armas que cada uno guardaba en casa. Fue un error de tu madre, quiso que dijera la verdad, un amigo me había encargado vender una pistola…

– ¿En qué año? -preguntó mirando fijamente a su padre, que se había convertido en el sujeto de su investigación.

– Hace tiempo, en la época de la guerra de Resistencia. Era en tiempos de la República, tú no habías nacido todavía…

Es de este modo que los hombres confiesan -pensó-, no pueden dejar de confesar. Era una realidad irrefutable. Tenía que calmarse, recuperar la serenidad; no podía seguir interrogando de ese modo a su padre. Se dirigió a él en un tono más suave:

– Papá, yo no te acuso de nada, pero ¿qué ha sido de esa pistola?

– Se la di a un colega del banco. Tu madre decía: «¿Qué quieres hacer con eso?». En aquella época había mucha confusión, pero tu madre decía que si alguna vez yo tenía que disparar, sería incapaz de dar en el blanco y que podía herir a alguien accidentalmente. Entonces la vendí a un compañero de trabajo.

Su padre se echó a reír.

Le dijo seriamente que no era un asunto para reírse.

– En el archivo se habla de tenencia de armas.

Eran las palabras que la propia Lin empleó, no era posible que hubiera un malentendido.

Su padre se quedó aturullado durante un instante, luego casi gritó:

– jEs imposible! ¡De eso hace más de treinta años!

Padre e hijo se miraron; él creía más a su padre que lo que ponía en el archivo, pero tuvo que decir:

– Papá, era imposible que no investigaran.

– Quieres decir que… -Su padre se sintió abatido.

Lo que quería decir era que nadie se atrevería hoy en día a reconocer que le compró esa pistola. Estaba desesperado.

Su padre se tapó la cara con las manos y, al comprender por fin lo que eso significaba, se echó a llorar. En la mesa, los platos de comida, que todavía estaban casi intactos, se enfriaban.

Le dijo que él no venía a echarle nada en cara, que, ocurriera lo que ocurriera, era su hijo, que siempre lo reconocería como padre. Durante los años catastróficos que siguieron al Gran Salto adelante, su madre, con su inmensa ingenuidad, respondió al llamamiento del Partido que incitaba a entrar a las granjas para reformarse por el trabajo manual, y se ahogó en un río, molida de cansancio. El padre y el hijo permanecieron unidos de por vida. Sabía que su padre lo adoraba. Un día en el que volvió de la universidad enfermo, su padre gastó dos meses de cupones de racionamiento de carne para comprar manteca de cerdo para que se la llevara. Dijo que en el norte, con tanto frío y el hielo, era imposible alimentarse correctamente, mientras que aquí se podía aún comprar a alto precio las zanahorias en los pueblos. Vertió la manteca hirviendo en un recipiente de plástico que inmediatamente se fundió por el calor, y el líquido acabó por el suelo. Los dos recogieron de rodillas, en silencio, con una cucharilla, la capa de manteca que se fijó en el piso. Esa escena no la olvidaría nunca. Al final dijo:

– Papá, he venido para aclarar esa historia de la pistola, por ti y también por mí.

Entonces su padre le dio la explicación:

– El que me compró la pistola era un antiguo colega del banco, de hace más de treinta años. Después de la Liberación, me escribió sólo una vez, pero desde entonces no he vuelto a tener noticias suyas. Si todavía vive, seguramente debe de trabajar en un banco. Tú lo llamabas «tío Fang», ¿te acuerdas? Te quería mucho, no te traicionaría. No tenía hijos y decía que quería que tú fueras su hijo adoptivo, pero tu madre no quiso.

En su casa debe de quedar una vieja fotografía en la que aparece, si se ha librado del fuego. Se acuerda muy bien de que el tío Fang era calvo, tenía la cara redonda y era un hombre entrado en carnes, como un Buda vestido al estilo occidental, con una corbata anudada alrededor del cuello. El pequeño niño a horcajadas sobre las rodillas de aquel Buda que vivía vestido como los occidentales, llevaba ropa de punto y sujetaba una pluma Parker de oro. Él se negó a devolvérsela y se la acabó dando. Fue un tesoro real que tuvo en su infancia.

Sólo se quedó un día en casa de su padre, después continuó su viaje hacia el sur y pasó todavía un día y una noche en el tren. Se informó en el banco popular local, donde lo recibió un joven que formaba parte de una organización de masas rebelde. Luego interrogó a un funcionario responsable del personal y supo que un tal Fang había sido trasladado veinte años antes a una caja de ahorros de un barrio, probablemente porque no confiaban en él, ya que formaba parte del antiguo personal.

Alquiló una bicicleta y encontró la caja de ahorros. Le dijeron que el hombre se había jubilado y le dieron su dirección. En un edificio de dos plantas, muy rudimentario, al final del patio, preguntó a una señora mayor que estaba lavando verduras en una fuente pública y llevaba un delantal anudado a la cintura.

La señora se quedó sin saber qué responder durante un instante, luego le preguntó:

– ¿Para qué quiere verlo?

– Pasaba por aquí cumpliendo una misión, quería visitarlo.

La señora dudó todavía durante un momento; se secó las manos con el delantal antes de decir que no estaba allí. Pensó que debía de ser su esposa y le explicó con tono alegre que era el hijo de su viejo amigo Fulano, que había venido a ver a su tío. La señora soltó varios «Ah» de estupor, acabó conduciéndolo a una habitación y le hizo entrar. Luego, con mucha amabilidad, le preparó té, le rogó que tomara asiento, le dijo que su marido estaba en el huerto y que iba a buscarlo.

El viejo llegó y colocó tras la puerta el pico que tenía en la mano. De cada lado de su rala cabeza quedaban algunos cabellos blancos. Él exclamó «¡Tío Fang!», repitió que era el hijo de su amigo Fulano y le transmitió los saludos que su padre le mandaba.

El hombre sacudía la cabeza y se le crispaban los párpados. Lo miró durante un rato antes de decir con voz lenta:

– Ah, sí, sí que me acuerdo, me acuerdo… Un antiguo colega, un viejo amigo… ¿Cómo está tu padre?

– Sin novedad.

– Entonces está bien, actualmente si no hay ninguna novedad es que todo va bien.

Charlaron un poco, después le dijo que tenía un pequeño problema que podía causarle muchos quebraderos de cabeza, que era respecto al hecho de que su padre había vendido una pistola.

Con la cabeza gacha, el anciano parecía buscar algo, luego levantó la taza de té temblando. Le dijo que no tendría que testimoniar, sólo quería que le explicara qué ocurrió. Al final, le preguntó:

– ¿Mi padre le hizo de intermediario para vender una pistola?

Insistió en la palabra «vender», sin decir que era el anciano quien la había comprado. Éste dejó la taza, su mano ya no temblaba, y entonces dijo:

– Sí, es cierto, así fue. Ocurrió hace muchos años, cuando huíamos durante la guerra de Resistencia. En aquella época los soldados huían a la desbandada, había que defenderse de los bandidos. Como habíamos trabajado durante mucho tiempo en el banco, teníamos algún dinero ahorrado, y ya que los billetes perdían su valor, los cambiamos por objetos de oro y plata que llevábamos a todas partes con nosotros; la pistola era para defendernos si nos asaltaban.

Él dijo que eso ya se lo había contado su padre, y que no creía que fuera un problema grave; lo único que había que saber era dónde se encontraba en ese momento la pistola para poder resolver el asunto, porque sospechaban que su padre ocultaba todavía el arma, y esa sospecha estaba incluso en su ficha, explicó con toda la tranquilidad que pudo.

– Es increíble -suspiró el anciano-. Alguien de la entidad de trabajo de tu padre ya ha venido a investigar lo mismo; nunca pensé que esta historia te podría ocasionar tantos problemas.

– Todavía no ha pasado nada, pero este tipo de problemas latentes es mejor preverlos para poder hacerles frente el día que exploten.

Le mostró una vez más que no venía a investigarlo, luciendo una gran sonrisa para tranquilizarlo.

– La pistola la compré yo -acabó reconociendo el viejo.

Pero él añadió:

– Sin embargo, mi padre dice que usted la vendió siguiendo su recomendación…

– ¿A quién se la habría vendido entonces? -preguntó el anciano.

– No me lo ha dicho.

– No, esa pistola la compré yo -repitió el anciano.

– ¿Mi padre lo sabe?

– Claro que lo sabe. Más tarde, la tiré al río.

– ¿Eso también lo sabe?

– ¿Cómo iba a saberlo? Fue después de la Liberación. La cosa estaba más tranquila, no tenía sentido guardar la pistola. Una noche fui a tirarla al río…

El no tenía nada que añadir.

– Pero ¿por qué tu padre habló de eso? ¡Se mete en donde no le llaman! -dijo el anciano en tono de reproche.

– Si hubiera sabido que había tirado la pistola al río… -dijo para intentar justificar a su padre.

– ¡Su problema es que obedece demasiado!

– Quizá ha tenido miedo de que la pistola todavía exista, o de que le preguntaran dónde estaba el arma…

Quería disculparlo, pero su padre había confesado y comprometido al anciano, que realmente tenía motivos para estar molesto.

– ¡Quién lo hubiera dicho, quién lo hubiera dicho! -suspiraba sin parar el viejo-. ¡Hace más de treinta años de aquello, tú ni siquiera habías nacido, y ahora ha pasado de la ficha de tu padre a la tuya!

Esa pistola devorada por el óxido y de la que no debía de quedar ni la menor pieza en el fondo de un río también debía de figurar en la ficha del anciano. Eso fue lo que pensó, pero no se lo dijo. Cambió de asunto:

– Tío Fang, ¿no tiene usted hijos?

– No -suspiró sin añadir ni una palabra.

Había olvidado que quería tomarlo por hijo adoptivo, por suerte, porque si no, todavía se habría sentido más dolido.

– Si volvieran a investigarlo… -dijo el anciano.

– No, no hará falta -interrumpió él. Había abandonado el propósito de su visita. No había motivos para reprocharles nada, ni al anciano ni a su padre.

– Estoy ya en el final de mis días, déjame terminar mis palabras -insistió el anciano.

– ¿Acaso el arma no ha desaparecido? -repuso él-. Al menos, debe de estar completamente oxidada, ¿no?

El viejo se echó a reír dejando al descubierto sus escasos dientes; luego le cayó una lágrima.

El anciano y su mujer lo invitaron a cenar, pero él se negó rotundamente, afirmando que debía volver a la ciudad a devolver la bicicleta alquilada y luego tomar el tren nocturno.

El viejo tío Fang lo acompañó hasta la esquina de la calle, luego se despidió de él moviendo la mano y le pidió que saludara a su padre de su parte. Le dijo varias veces:

– ¡Cuídate mucho! ¡Cuídate mucho!

Cuando se montó en la bicicleta y dejó de distinguir al anciano cada vez que se volvía, de repente se dio cuenta de que no tenía que haber ido a hacer esa investigación que no le serviría absolutamente para nada.

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