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Se sentía totalmente vacío. Por la ventana contemplaba la gran llanura amarillenta y desértica y las ramas desnudas de los árboles que desfilaban a toda velocidad a lo largo de la vía férrea. Estaba agotado, no había pegado ojo en toda la noche, pero no tenía ganas de dormir. Miró el paisaje, casi no se creía que había conseguido escapar. Una vez que el tren franqueó el gran puente sobre el río Amarillo, los campos empezaron a adquirir un color verde oscuro, el trigo que había sobrevivido al invierno comenzaba a verdear. Al cabo de tres horas, después de parar en varias estaciones, las ramas de los árboles se volvieron azules con tonos grisáceos, aparecieron algunas pequeñas hojas verdes, y más lejos todavía pudo ver como el viento hacía vibrar las hojas frescas y relucientes de los álamos. Llegaba la primavera. Te has salvado, pensó.

Una vez pasó el Yangzi, los campos adquirieron todo su verdor, en los espacios entre los retoños de los arrozales se reflejaba un cielo azul luminoso, un mundo real. Acabó relajándose y el sueño le venció.

Luego subió a un autocar que fue traqueteando por las accidentadas carreteras de montaña, balanceándose de un lado a otro como si el vehículo fuera a romperse en cualquier momento. Por las ventanas se sucedían las montañas de color verde azulado, y en las matas de las laderas se distinguían las azaleas rojo sangre. Se sentía tan radiante como el paisaje.

En una pequeña cabeza de distrito de aquella región montañosa, al final de una calle de adoquines de piedra oscuros, encontró la casa de Rong, una casa de adobe con el tejado de bálago. Rong era un forastero en la región y salía adelante no sin dificultad, pero al menos tenía su propia casa y frente a la puerta había un huerto rodeado de bambúes, suficiente para provocar su admiración. La mujer de Rong era de la comarca y trabajaba de vendedora en un bazar. Tenían un niño de unos meses que dormía en una cuna en la habitación principal. En el patio entraban los agradables rayos del sol y una gallina acompañada de sus polluelos amarillos picoteaba el suelo. Estaba emocionado.

Mientras la mujer de Rong preparaba la cena en la cocina, éste le preguntaba sobre su situación personal y los acontecimientos que estaban teniendo lugar en la capital. Lo puso al corriente de lo que ocurría.

– ¿Por qué se pelean? -preguntó Rong-. Aquí estamos lejos del emperador; aun así, los altos cargos del distrito se han peleado durante un tiempo, pero eso no ha afectado a los habitantes del pueblo.

Él tenía ganas de charlar de cosas más agradables.

– Rong, ¿te acuerdas de cuando nos enviábamos cartas en las que divagábamos sobre la filosofía? Queríamos llegar hasta el fondo de las cosas para encontrar el verdadero sentido de la vida.

– Olvida la filosofía, no es más que una fanfarronada -le cortó Rong-, mi preocupación actual es salir adelante con mi familia, en este tejado de bálago hay goteras cuando llueve mucho; este invierno tendré que cambiar la paja, porque no puedo construirme una casa de ladrillo.

La tranquilidad y la indiferencia de Rong le hicieron volver a la realidad. Pensó que tenía que vivir como él, con los pies en el suelo. Dijo:

– Me voy a instalar en uno de esos pueblos de montaña.

– Piénsalo bien -dijo Rong-, en esas montañas se puede entrar, pero luego ya no se puede salir. Siempre has tenido muchas ilusiones, deberías pensar muy bien lo que quieres.

Luego Rong le sugirió que fuera a un pueblo que tuviera electricidad y donde llegaran los autobuses, para que, si alguna vez se ponía enfermo, pudiera ir ese mismo día al hospital del distrito.

Rong le avisó:

– Si quieres integrarte a la comunidad, debes tener buenas relaciones con los jefes locales y los funcionarios del pueblo. No menciones tus historias de Beijing, tampoco digas nada de eso a los funcionarios del distrito cuando te presentes a ellos.

– Ya lo sé, ya no espero nada, tan sólo he venido a buscar refugio. Espero encontrar una buena muchacha de aquí y formar una familia.

– No sé si lo conseguirás -dijo Rong riendo.

La mujer de Rong le dijo entonces:

– No te preocupes, yo te encontraré una, es muy fácil.

Pero Rong se volvió hacia su mujer y le dijo:

– ¡Está bromeando!


***

Le echó el ojo a una casa de adobe que estaba algo separada de las demás, al lado de la escuela de la pequeña aldea. La acababan de construir los del equipo de producción. El invierno pasado pusieron las tejas y los cabrios. Las paredes eran de planchas con piedras y barro, todavía no las habían encalado. El tejado estaba por terminar y, cuando llovía mucho, las gotas traspasaban los intersticios de las tejas. Aún no había vivido nadie en aquella casa. Tapó las grietas de las paredes y los marcos de las puertas y de las ventanas con cal, luego pegó papel blanco sobre los cristales. Después montó una cama con una plancha de madera. Colocó algunos ladrillos en el suelo de arena para poner sus cajas de libros y las protegió con un plástico. Encima puso los palillos para comer, el tazón y los objetos personales que más usaba. Colocó una tinaja de agua en la habitación y mandó construir una mesa al carpintero de la aldea. Se sentía totalmente satisfecho.

Cuando regresaba de escardar los arrozales, se quitaba el barro que tenía pegado a los pies y a las piernas en las charcas de lentejas de agua, luego se preparaba una taza de té verde, se sentaba en una pequeña silla de respaldo de bambú y contemplaba las montañas que se extendían a lo lejos, en la bruma. En aquellos momentos, sin quererlo, el verso de Tao Yuanming le venía a la mente, «Recojo los crisantemos bajo el seto al este de mi casa, mientras contemplo despreocupado la montaña del sur», pero no estaba tan despreocupado como aquel letrado ermitaño. Cada mañana, al alba, cuando escuchaba en los altavoces del pueblo «El oriente es rojo, el sol se levanta, ha llegado Mao a China…», se iba a replantar el arroz con los campesinos; pero no tenía que recitar El Libro rojo delante de nadie. Cuando acababa su jornada laboral, nadie lo vigilaba; se tomaba su taza de té verde, se sentaba en la silla de bambú, con las piernas estiradas, y se sentía bien. Por la noche, se tumbaba solo sobre la enorme plancha de madera y no tenía que preocuparse de si hablaba en sueños. Era la auténtica felicidad.

Se había convertido en un campesino y tenía que ganarse la vida con sus manos. Tenía que aprender los trabajos agrícolas, la labranza, la construcción de diques, el trasplante y la cosecha del arroz, el transporte del estiércol. Debía aprenderlo todo, pues no esperaba continuar recibiendo su salario durante mucho tiempo. Tenía que vivir entre los campesinos, no podía dejar que pensaran que se escondía de algo; debía hacer su vida allí, y quizá morir también en ese lugar, como si fuera su tierra natal.

Unos meses más tarde, había conseguido seguir el ritmo de trabajo de los campesinos, no como esos funcionarios del distrito que venían para trabajar en una unidad de base y que al cabo de tres días encontraban un pretexto para volverse a marchar. Los funcionarios locales eran señores a los ojos de los campesinos; cuando iban a los campos, sólo era para hacerse los importantes, pero él no era así, a él lo alababan todos. Creyó que se había ganado la confianza de los funcionarios rurales y de los campesinos; entonces quitó los clavos de sus cajas de libros.

El primer libro que sacó fue la obra de Tolstói El poder de las tinieblas, pero el agua que había entrado entre las maderas dejó unas marcas amarillentas en la barba del viejo Tolstói. En la obra teatral, el autor crea un ambiente oscuro y de opresión en el que un campesino acaba matando a su hijo; le impactó mucho, era muy diferente al ambiente aristocrático de Guerra y paz, que Tolstói escribió un poco antes. No lo abrió, por miedo a que repercutiera en la calma interior que acababa de conseguir.

Tenía ganas de leer libros que se alejaran de su entorno, historias muy lejanas, que sólo fueran fruto de la imaginación, cosas increíbles, como El pato salvaje en la «Selección de obras de teatro» de Ibsen. En cambio, todavía no había abierto el volumen primero de La estética, de Hegel, que compró hacía mucho tiempo. Leer le ayudaba a librarse un poco de su cansancio físico. Siempre dejaba sobre la mesa los libros de Marx y de Lenin, pero por la noche, antes de dormir, sacaba de la caja los libros que quería leer de verdad, tumbado en la cama. Una simple bombilla con un hilo que colgaba de una viga iluminaba la estancia. En las casas de los campesinos del pueblo todo estaba a oscuras, pues se acostaban nada más cenar para ahorrar electricidad. Sólo quedaba encendida su bombilla, que no intentaba ocultar, pues eso habría provocado más sospechas.

No prestaba demasiada atención a lo que leía, dejaba simplemente que su imaginación vagara. De hecho, no entendía nada de los personajes de El pato salvaje, de las elucubraciones metafísicas del viejo Hegel. Esos autores vivían en un mundo tan diferente, no habrían entendido el mundo real en el que él vivía, ni siquiera podrían haber imaginado que existiera. Tumbado, escuchaba el sonido de la lluvia que caía sobre las tejas de la vivienda, era la estación de las lluvias; la humedad se apoderaba de todo, las malas hierbas de los caminos y los retoños de los arrozales crecían frenéticamente durante la noche, cada mañana estaban más altos, cada día más verdes. Había decidido pasarse la vida entre los arrozales, siguiendo el ciclo regular de la naturaleza. La vida, que transcurre generación tras generación, es como los retoños de arroz; el hombre es como la planta, ¿para qué tener cerebro? La acumulación de esfuerzos humanos llamada cultura en realidad no sirve de gran cosa. «No sé dónde está la nueva vida», recordó que le dijo Luo; ese compañero de clase había entendido las cosas mucho antes que él. Quizá lo que necesitaba era encontrar una chica de campo, traer al mundo unos cuantos niños y educarlos: éste era probablemente su destino.

Poco antes de la cosecha del arroz, consiguió unos días libres. Los del pueblo solían aprovechar esos días festivos para ir a la montaña a cortar leña. Con el hacha al cinto, los siguió. Todos los meses iba a la cabeza de distrito a cobrar su salario a la oficina que se encargaba de la gestión de funcionarios enviados a la base. Allí compró leña para varios meses; por eso, para él, ir a la montaña a por más leña era tan sólo una forma de conocer los alrededores.

En un lugar aislado, al pie de la montaña, en el equipo de producción más retirado de la comuna popular, encontró en un caserío de pocas familias a un anciano que llevaba unas gafas de montura de cobre y que estaba sentado al sol delante de su puerta. Tenía un libro carcomido, de encuadernación antigua, que sujetaba con las dos manos y mantenía los brazos extendidos para colocar el libro lejos de sus ojos entreabiertos.

– ¡Está leyendo! -exclamó él un tanto admirado.

El viejo se quitó las gafas y dirigió la mirada hacia su dirección; cuando se dio cuenta de que no era uno de los campesinos de la comarca, balbució algo y dejó el libro apoyado sobre sus rodillas.

– ¿Puedo saber qué está leyendo? -preguntó él.

– Un libro de medicina -explicó de inmediato el anciano.

– ¿Qué libro de medicina? -inquirió de nuevo.

Sobre las enfermedades febriles, ¿sabe usted algo de este libro? -dijo el viejo con cierto desdén en su voz.

– ¿Es usted médico de medicina tradicional? -cambió de tono para demostrarle su respeto.

El anciano le dejó entonces que tomara el libro. Esa vieja obra de medicina sin puntuación estaba impresa en papel de bambú muy liso, sin duda era una edición de la época de los Qmg. Entre los agujeros que habían dejado los insectos aparecían unas anotaciones, pequeños círculos marcados con tinta roja o minúsculos caracteres escritos con esmero. Debían de haber empleado cinabrio para ello, puede que los hubieran escrito sus ancestros, a no ser que fueran del propio viejo. Le devolvió con cuidado el preciado libro. Ese respeto probablemente sorprendió al anciano, que llamó a una mujer de la casa.

– ¡Trae un taburete para este camarada y ofrécele una taza de té!

A pesar de los años de trabajo manual, el viejo todavía tenía una voz sonora. Quizás el hecho de dominar la medicina tradicional le había ayudado.

– No vale la pena -dijo sentándose en un tocón sobre el que se cortaba la leña.

Una mujer de edad avanzada, pero robusta -su nuera o su segunda esposa-, salió de la casa. Llevaba una tetera en una mano y una silla en la otra. Le sirvió un tazón de té hirviendo, en el que flotaban las anchas hojas. Él le dio las gracias, tomó el tazón con las dos manos y observó las montañas de enfrente, en las que las ramas de los abetos se balanceaban sin ruido por la fuerza del viento.

– ¿De dónde vienes?

– De la aldea, de la comuna popular -respondió él.

– ¿Eres un funcionario que ha vuelto a la base?

Asintió con la cabeza y preguntó sonriendo:

– ¿Tanto se nota?

– Está claro que no eres de aquí, eres de la cabeza de distrito de provincia o de fuera.

– De Beijing -dijo directamente.

El viejo inclinó la cabeza y no dijo nada.

– ¡No volveré a la capital, quiero instalarme aquí!

Soltó esas palabras con cierto tono de broma, el tono que empleaba cuando le preguntaban los campesinos, durante las pausas que hacían en los campos, sobre lo que hacía en la gran ciudad, para evitar de ese modo dar demasiadas explicaciones; luego añadía que la comarca le parecía magnífica y el lugar precioso. Pero no tenía por qué actuar del mismo modo con el anciano, que parecía ser una persona culta.

– ¿Y usted? ¿Es de aquí?

– De varias generaciones. Por muy bello que sea el mundo, nunca iguala al lugar donde hemos nacido -dijo el viejo-. Pero también he estado en Beijing.

A él no le sorprendió en absoluto y preguntó:

– ¿En qué año?

– Hace mucho tiempo, fue en la época de la República, estudié en la universidad en 1928.

– ¿Ah, sí? -Calculó que habían pasado más de cuarenta años desde entonces.

– En aquella época, los profesores iban con trajes al estilo occidental y sombrero, llegaban siempre en rickshaw y con el bastón en la mano.

En ese preciso momento, los profesores de la capital se encargaban de barrer las calles o limpiar los lavabos. Eso no lo dijo.

El viejo explicó que lo enviaron a estudiar a Japón con una beca del gobierno y que consiguió un diploma de la Universi dad Imperial de Tokio. Él no dudaba de la veracidad de los hechos que contaba el anciano, pero le habría gustado saber por qué volvió a las montañas. Sin embargo, no podía hacerle la pregunta directamente, así que inquirió:

– ¿Estudió medicina?

El anciano no respondió; se limitó a contemplar con los ojos entornados cómo temblaba el bosque en las montañas de enfrente, como si quisiera calentarse con el sol. Pensó que quizás éste podía ser su destino: estudiaría un poco de medicina tradicional para curar a los campesinos y subsistir por ese medio. Luego se casaría con una campesina para que le diera hijos y, de este modo, tener a alguien que se ocupara de él cuando fuera viejo. Y cuando llegara a esa vejez y ya no fuera capaz de trabajar en el campo, se calentaría al sol y leería libros de medicina para distraerse.

La noche siguiente, escribió a Qian para decirle que se había instalado en el campo y que tenía una casa de adobe como alojamiento para siempre. Si estaba de acuerdo en vivir con él, tendrían de inmediato un nido para ellos dos solos. Por el momento tenía garantizado el sueldo, ella incluso también tendría un sueldo como estudiante diplomada, los dos se sentirían muy bien en el pueblo, podrían llevar una vida de seres humanos. Trazó con especial cuidado los caracteres «seres humanos», llenando dos casillas de su papel de cartas. Esperaba que ella reflexionara seriamente y diera una respuesta clara. Escribió, además, que la escuela del pueblo quería reabrir las puertas y que se proyectaba convertirla en escuela de secundaria, ya que hacía años que los niños no tenían profesor y ya estaban en la edad de ir al instituto. Por lo tanto, necesitaban profesores. Si ella decidía venir, podría dar clases allí, pues la escuela no podía continuar cerrada por mucho tiempo. De lo único de lo que no habló en la carta fue de amor, pero al escribir esas palabras se sintió lleno de felicidad, había recuperado la esperanza, una esperanza que podía materializarse si ella venía, si Qian estaba de acuerdo. Se sentía contento, en ese mundo confuso quizás encontrara por fin un remanso de paz, si ella quería compartirlo con él.

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