Capítulo 7

Llevamos a Mark al yacimiento y lo dejamos mortificándose en el asiento de atrás del coche mientras yo hablaba con Mel y Cassie intercambiaba unas palabras con sus compañeros de alojamiento. Cuando le pregunté qué había hecho el martes por la noche, Mel se ruborizó y fue incapaz de mirarme, pero dijo que ella y Mark habían estado hablando en el jardín hasta tarde y que se habían enrollado y pasado el resto de la noche en la habitación de él. Sólo la había dejado una vez, no más de dos minutos, para ir al baño.

– Siempre nos hemos llevado muy bien; los demás nos tomaban el pelo con eso. Creo que se veía venir. -También confirmó que a veces Mark pasaba la noche fuera de la casa y que le había dicho que dormía en el bosque de Knocknaree-. Aunque no sé si lo sabe alguien más. Es bastante reservado con eso.

– ¿A ti no te parece un poco raro?

Se encogió de hombros mientras se frotaba la nuca.

– Es un chico apasionado. Y ésa es una de las cosas que me gustan de él.

Dios, qué joven era; me dieron ganas de darle una palmadita en el hombro y recordarle que debían usar protección.

Los demás compañeros le explicaron a Cassie que Mark y Mel habían sido los últimos en abandonar el jardín el martes por la noche, que a la mañana siguiente habían salido juntos de la habitación de él y que todo el mundo se había pasado las primeras horas del día, hasta que apareció el cadáver de Katy, dándoles la lata implacablemente con eso. También dijeron que a veces Mark pasaba la noche fuera, pero no sabían adónde iba. Sus versiones de «es un chico apasionado» iban desde «es un tío raro» hasta «es un absoluto negrero».

Compramos más sándwiches plastificados en la tienda de Lowry y comimos sentados en el muro de la urbanización. Mark se dedicaba a organizar a los arqueólogos para alguna actividad nueva; gesticulaba con grandes y combativos ademanes como un guardia de tráfico. Pude oír a Sean quejarse a voces de algo, y a todos los demás chillándole que se callara y dejara de escaquearse y se controlara.

– Te juro por Dios, Macker, que si te la encuentro te la meto tan arriba por el agujero que…

– Vaya, Sean tiene el síndrome premenstrual.

– ¿No has buscado en tu propio agujero?

– A lo mejor se la han llevado los polis, Sean, será mejor que pases inadvertido durante un rato.

– Ponte a trabajar, Sean -gritó Mark.

– ¡No puedo trabajar sin mi puta paleta!

– Coge otra.

– ¡Aquí sobra una! -chilló alguien.

Una paleta rodó de mano en mano mientras la luz rebotaba en el acero, y Sean la cogió y se puso a trabajar refunfuñando.

– Si tuvieras doce años -dijo Cassie-, ¿qué te haría salir aquí en plena noche?

Pensé en el débil círculo de luz, agitándose como un fuego fatuo entre las raíces cercenadas y los fragmentos de muros antiguos; el observador silente de los bosques.

– Nosotros lo hicimos un par de veces -dije-. Pasábamos la noche en nuestra casa del árbol. Por entonces todo esto eran árboles, hasta llegar a la carretera.

Los sacos de dormir sobre las tablas ásperas y el haz de la linterna pegado a las hojas de los tebeos. Un crujido y los haces que se alzaban para enfocar un par de ojos dorados, que se estremecían salvajes y luminosos a sólo unos árboles de distancia; todos gritábamos y Jamie corría a lanzar una mandarina mientras esa cosa se alejaba de un salto y con estrépito de hojas…

Cassie me observó por encima de su zumo.

– Sí, pero estabas con tus colegas. ¿Qué podría hacerte salir a ti solo?

– Quedar con alguien. Una apuesta. A lo mejor ir a buscar algo importante que me había olvidado aquí. Hablaremos con sus amigas, por si les dijo algo.

– No fue un hecho casual -afirmó Cassie. Los arqueólogos habían vuelto a poner a los Scissor Sisters y uno de sus pies se balanceaba distraídamente siguiendo el ritmo de la música-. Incluso si no fueron los padres. Ese tío no salió y pilló a la primera niña vulnerable que vio. Lo planeó con cuidado. No quería matar a algún crío sin más; andaba detrás de Katy.

– Y conocía muy bien el lugar -continué yo- si pudo encontrar el altar de piedra en la oscuridad mientras cargaba con un cadáver. Cada vez está más claro que es alguien de aquí.

El bosque estaba alegre y reluciente bajo el sol, lleno de cantos de pájaros y hojas coquetas; percibía las filas y filas de casas idénticas, pulcras e inocuas alineadas detrás de mí. «Este maldito lugar», estuve a punto de decir; pero no lo hice.


Después de los sándwiches fuimos a ver a la tía Vera y las primas. Era una tarde tranquila y calurosa, pero en la urbanización reinaba una extraña desolación a lo Marie Celeste [10], con todas las ventanas cerradas a cal y canto y ni un solo niño jugando; todos estaban dentro, turbados e inquietos y a salvo bajo la mirada de sus padres, intentando escuchar a hurtadillas los susurros de los adultos y enterarse de qué pasaba.

La de los Foley era una prole poco atractiva. La hija de quince años estaba instalada en un sillón con los brazos cruzados, subiéndose el busto como la madre de alguien, y nos lanzó una mirada pálida, aburrida y desdeñosa; la de diez parecía un cerdo de dibujos animados y masticaba chicle con la boca abierta, se retorcía en el sofá y de vez en cuando se sacaba el chicle con la lengua para metérselo en la boca otra vez. Incluso el pequeño era uno de esos desconcertantes bebés de nariz prominente, que me observaba desde el regazo de Vera con los labios apretados y luego escondía la barbilla con desaprobación entre los pliegues del cuello. Tuve la repulsiva sensación de que, si decía algo, su voz sería ronca y grave como si se fumase dos cajetillas al día. La casa olía a calabaza. No entendí por qué diablos Rosalind y Jessica querrían estar allí, y el hecho de que lo hicieran me preocupaba.

Sin embargo, a excepción del bebé todo el mundo contó la misma historia: Rosalind y Jessica, y Katy en ocasiones, pasaban la noche allí una vez cada tantas semanas («Me encantaría quedármelas más a menudo, por supuesto que sí -dijo Vera, pellizcando con tensión la esquina de una funda-, pero con estos nervios no puedo, simplemente»); con menos frecuencia, Valerie y Sharon se quedaban con los Devlin. Ninguna estaba segura de a quién se le había ocurrido esa pernoctación en particular, aunque Vera pensó vagamente que tal vez fue Margaret quien lo sugirió. El lunes por la noche Rosalind y Jessica llegaron alrededor de las siete y media, vieron la televisión y jugaron con el bebé (no logré imaginar cómo, ya que ese crío apenas se movió en todo el tiempo que estuvimos allí; debía de ser como jugar con una patata gigante), y hacia las once se fueron a dormir a la habitación de Valerie y Sharon, donde compartieron una cama plegable.

Al parecer, ahí es donde la cosa se lió: como era de esperar, las cuatro estuvieron despiertas hablando y riendo buena parte de la noche.

– Son unas niñas encantadoras, agentes, yo no digo que no, pero a veces los jóvenes no se dan cuenta de la tensión que provocan en los mayores, ¿no es verdad? -Vera soltó una risita ahogada y frenética y le dio un golpecito a su hija mediana, que se escurrió en el sofá para alejarse más-. Tuve que entrar media docena de veces para decirles que se callaran… No soporto el ruido, ¿saben? Imagínense, debía de ser la una y media de la madrugada cuando por fin se durmieron. Y claro, para entonces yo ya estaba tan nerviosa que no había forma de calmarme, tuve que levantarme y prepararme una taza de té. No pude echar ni una cabezadita. A la mañana siguiente estaba destrozada. Y luego cuando llamó Margaret todas nos pusimos un poco histéricas, ¿verdad, chicas? Pero claro, no me imaginé… Pensé que sólo…

Se tapó la boca con una mano delgada y trémula.

– Volvamos a la noche anterior -le dijo Cassie a la hija mayor-. ¿De qué hablasteis tus primas y tú?

La niña, Valerie, creo, puso los ojos en blanco y frunció los labios para dar a entender lo estúpida que era la pregunta.

– De cosas.

– ¿Hablasteis de Katy?

– No lo sé. Sí, supongo. Rosalind decía lo estupendo que era que fuese a la escuela de danza. Yo no encuentro que sea tan increíble.

– ¿Qué hay de tu tía y tu tío? ¿Los mencionasteis?

– Sí, Rosalind contó que se portaban fatal con ella, que nunca le dejaban hacer nada.

Vera emitió una pequeña risa entrecortada.

– ¡Vamos, Valerie, no digas eso! Margaret y Jonathan harían cualquier cosa por esas niñas, agentes; ellos también están agotados…

– Sí, seguro, por eso se escapó Rosalind, porque eran demasiado buenos con ella.

Cassie y yo nos disponíamos a lanzarnos sobre ese comentario a la vez, pero Vera se nos adelantó:

– ¡Valerie! ¿Qué te he dicho? No hablemos de eso. Todo fue un malentendido y ya está. Rosalind fue muy insensata al preocupar a sus pobres padres de ese modo, pero ya está todo perdonado y olvidado…

Aguardamos a que acabara.

– ¿Por qué se escapó Rosalind? -le pregunté a Valerie.

Ella movió un hombro.

– Estaba harta de que su padre les diera órdenes. Creo que la pegó.

– ¡Valerie! Miren, agentes, no sé adónde quiere ir a parar. Jonathan nunca les pondría un dedo encima a esas crías, y no lo hizo. Rosalind es una chica muy sensible; discutió con su padre y él no se dio cuenta de lo disgustada que estaba…

Valerie se recostó y se me quedó mirando con una sonrisa de suficiencia que reptaba por su aburrimiento de profesional. La hija mediana se sorbió la nariz con la manga y examinó el resultado con interés.

– ¿Cuándo fue eso? -quiso saber Cassie.

– Oh, ni me acuerdo. Hace mucho tiempo… el año pasado, creo que era…

– En mayo -dijo Valerie-. Este mayo.

– ¿Cuánto tiempo estuvo ausente?

– Unos tres días. Vino la policía y todo.

– ¿Y sabes dónde estuvo?

– Se fue por ahí con un amigo -respondió Valerie con una sonrisita.

– No es así -soltó Vera con voz estridente-. Sólo dijo eso para romperle el corazón a su pobre madre, Dios la perdone. Estuvo en casa de una amiga suya del colegio, cómo se llamaba, Karen. Volvió a casa después del fin de semana y no pasó nada.

– Lo que tú digas -respondió Valerie, encogiendo otra vez un solo hombro.

– Agua -pidió el bebé con firmeza.

Había acertado. Su voz sonaba como un fagot.


Con toda probabilidad, eso explicaba algo que yo deseaba comprobar: por qué Personas Desaparecidas dio por hecho tan deprisa que Katy se había escapado. Los doce años es el límite, y normalmente le habrían dado el beneficio de la duda y habrían emprendido la búsqueda y llamado a la prensa de inmediato en lugar de esperar veinticuatro horas. Pero lo de escaparse tiende a contagiarse en las familias, donde los hijos pequeños sacan la idea de los mayores. Cuando Personas Desaparecidas comprobó la dirección de los Devlin en su sistema, debieron de encontrarse con la fuga de Rosalind y dieron por supuesto que Katy había hecho lo mismo, que se había peleado con sus padres y se había largado furiosa a casa de una amiga; que, al igual que Rosalind, volvería en cuanto se tranquilizara y no pasaría nada.

Yo me alegraba cruelmente de que Vera hubiera estado despierta toda la noche del lunes. Aunque casi resultaba demasiado horrible para admitirlo, a ratos había tenido mis dudas respeto a Jessica y Rosalind. Jessica no parecía muy fuerte, pero sí poco equilibrada, y el tópico de que la demencia da fortaleza se basa en hechos, y difícilmente podía no tener celos de todos los halagos que Katy recababa. Rosalind estaba tensa en extremo y era ferozmente protectora con Jessica, y si el éxito de Katy la había encerrado cada vez más en su perturbación… Sabía que la mente de Cassie discurría las mismas ideas, pero tampoco las había mencionado, y por alguna razón eso me sacaba de quicio…

– Quiero saber por qué se escapó Rosalind de casa -dije, mientras salíamos del hogar de los Foley.

La hija mediana tenía la nariz pegada a la ventana de la sala de estar y nos hacía muecas.

– Y adónde fue -continuó Cassie-. ¿Puedes hablar con ella? Creo que le sacarás más cosas que yo.

– De hecho -afirmé, algo incómodo- era ella la que me ha llamado antes. Vendrá a verme mañana por la tarde. Dice que quiere hablar de algo.

Cassie volvió a girarse después de guardarse la libreta en la mochila y me dedicó una larga mirada que no supe interpretar. Por un instante me pregunté si se había picado porque Rosalind me había llamado a mí y no a ella. Ambos estábamos acostumbrados a que Cassie fuese la favorita de las familias, y yo sentía una chispa infantil y vergonzosa de triunfo: «Alguien me prefiere a mí, para que lo sepas». Mi relación con Cassie tiene un tinte de hermano y hermana que nos funciona muy bien, pero en ocasiones nos aboca a la rivalidad.

– Perfecto -dijo-. Así podrás sacar el tema de la fuga sin que parezca nada del otro mundo.

Se colgó la mochila de la espalda y bajamos a la carretera. Se quedó mirando los campos a su alrededor con las manos en los bolsillos, y yo no sabía si estaba molesta conmigo por no haberle contado antes lo de la llamada de Rosalind Devlin, cosa que, sinceramente, debería haber hecho. Le di un golpecito con el codo, para tantear. Unos pasos más allá, extendió un pie hacia atrás y me dio una patada en el culo.


Nos pasamos el resto de la tarde recorriendo la urbanización puerta por puerta. Se trata de una tarea pesada y desagradecida que los refuerzos ya habían hecho, pero queríamos sacar nuestra propia impresión de lo que opinaban los vecinos de los Devlin. El consenso general fue que era una familia decente pero muy cerrada, y eso no sentaba demasiado bien: en un lugar del tamaño y la clase social de Knocknaree, cualquier tipo de reserva se considera un insulto general, a un paso del imperdonable pecado del esnobismo. Pero Katy era distinta: su ingreso en la Real Escuela de Danza la había convertido en el orgullo de Knocknaree, en su causa personal. Incluso los hogares visiblemente pobres habían enviado a alguien a la recaudación de fondos, y todo el mundo tenía que describirnos cómo bailaba; algunas personas lloraron. Muchos formaban parte de la campaña de Jonathan «No a la Autopista» y nos miraron con nerviosismo y recelo cuando les preguntamos por él. Otros se lanzaron a un discurso sobre cómo pretendía detener el progreso y socavar la economía, y puse unas estrellitas especiales junto a sus nombres en mi libreta. La mayoría de la gente era de la opinión de que Jessica estaba un poco afectada.

Cuando les preguntábamos si habían visto algo sospechoso, nos ofrecían la habitual lista de bichos raros del pueblo -un viejo que gritaba a las papeleras, dos chicos de catorce años famosos por ahogar gatos en el río…- y enemistades persistentes e irrelevantes y cosas imprecisas que daban golpes en la noche. Varias personas, ninguna de ellas con información de utilidad, mencionaron el viejo caso que, hasta lo de la excavación y lo de la autopista y lo de Katy, había sido lo único destacable en Knocknaree. Me pareció medio recordar algunos nombres y un par de rostros. Les puse mi cara más profesional y vacía.

Al cabo de una hora más o menos llegamos al 27 de la avenida de Knocknaree y encontramos a la señora Pamela Fitzgerald, que, aunque resultara increíble, seguía viva y coleando. La señora Fitzgerald era impresionante. Tenía ochenta y ocho años, era flaca y andaba casi doblada; nos ofreció té, ignoró nuestras negativas y nos gritó desde la cocina mientras preparaba una bandeja cargada y temblorosa, y luego quiso saber si habíamos encontrado el monedero que algún joven le había robado en la ciudad hacía tres meses, y por qué no. Era una sensación extraña, después de leer su escritura desvaída en el archivo antiguo, verla quejarse de sus tobillos hinchados («Son un martirio, ya lo creo») y negarse indignada a dejarme llevar la bandeja. Era como si Tutankamon o la señorita Havisham [11] entrasen una noche en el pub y empezaran a quejarse de la espuma de las cervezas.

Era de Dublín, nos contó («Una chica de Liberties [12], donde nací y me crié»), pero se había mudado a Knocknaree hacía veintisiete años, cuando su marido («Dios lo tenga en su gloria») se jubiló de su trabajo como maquinista. Desde entonces, la urbanización era su microcosmos, y casi estaba seguro de que podría recitarnos todas las entradas y salidas y los escándalos de su historia. Conocía a los Devlin, por supuesto, y le caían bien:

– Oh, forman una familia encantadora. Margaret Kelly siempre fue una gran chica, nunca le dio un dolor de cabeza a su madre, sólo esa vez… -se inclinó hacia Cassie y bajó la voz como conspirando- sólo esa vez que apareció preñada. ¿Y sabe, cielo?, el gobierno y la Iglesia siempre están dando la lata con lo espantosos que son los embarazos de adolescentes, pero yo digo que ni ahora ni nunca ha sido una desgracia. El muchacho de los Devlin era un poco gamberro, ya lo creo, pero desde el momento que tuvo que casarse con esa chica, os aseguro que ya no fue el mismo. Se buscó un trabajo y una casa y celebraron una boda encantadora. Fue lo que le cambió. Sólo que es terrible lo que le ha pasado a esa pobre niña, descanse en paz.

Se santiguó y me dio unos golpecitos en el brazo.

– ¿Y ustedes han venido desde Inglaterra para descubrir quién lo hizo? Son estupendos. Dios los bendiga, jovencitos.

– Vieja hereje -dije al salir fuera. La señora Fitzgerald me había alegrado inmensamente el día-. Espero tener ese brío a los ochenta y ocho.


Acabamos justo antes de las seis y nos fuimos al pub del pueblo -el Mooney's, al lado de la tienda- para ver las noticias. Sólo habíamos cubierto una parte de la urbanización, pero suficiente para haber captado el ambiente general. Había sido un día muy largo; la reunión con Cooper parecía que hubiera ocurrido hacía al menos cuarenta y ocho horas. Sentí un vertiginoso impulso de continuar hasta llegar a mi antigua calle -ver si la madre de Jamie abría la puerta, qué aspecto tenían ahora los hermanos de Peter, quién estaba viviendo en mi antiguo dormitorio…-, pero sabía que no era una buena idea.

Nuestros cálculos habían sido acertados: mientras yo llevaba nuestro café hacia la mesa, el camarero subió el volumen del televisor y las noticias irrumpieron con su sintonía. Katy era el tema principal; los presentadores mostraban la seriedad correspondiente, con las voces vibrantes al final de cada frase para subrayar la tragedia. En una esquina de la pantalla apareció el pomposo The Irish Times.

«La niña encontrada ayer muerta en el polémico yacimiento arqueológico de Knocknaree ha sido identificada como Katharine Devlin, de doce años», entonó el presentador masculino. O el color del aparato estaba mal ajustado o él se había pasado con el bronceado artificial; tenía la cara naranja y el blanco de los ojos le brillaba que daba miedo. Los viejos de la barra se movieron, ladeando despacio la cabeza hacia la pantalla y bajando los vasos. «Katharine desapareció de su casa a primera hora del martes. Los Gardaí han confirmado que se trata de una muerte sospechosa y hacen un llamamiento a cualquiera que tenga alguna información.» El número de teléfono atravesó la parte baja de la pantalla, en caracteres blancos sobre franja azul. «Orla Manahan está allí en directo.»

Dieron paso a una rubia con el pelo tieso y nariz protuberante de pie frente al altar de piedra, que no parecía hacer nada que exigiera una conexión en directo. La gente ya había empezado a dejar ofrendas apoyadas en él, como ramos de flores envueltas en celofán de colores o un oso de peluche rosa. Al fondo, un trozo de cinta de la escena del crimen, que se habría dejado el equipo de Sophie, aleteó con tristeza desde su árbol.

«Éste es el lugar donde, ayer por la mañana, fue hallado el cuerpo de Katy Devlin. A pesar de su juventud, Katy era muy conocida en la pequeña y unida comunidad de Knocknaree. Acababa de conseguir una plaza en la prestigiosa Real Escuela de Danza, donde tenía que empezar a estudiar dentro de sólo unas semanas. Hoy, los vecinos están desolados por la trágica muerte de una niña que era su alegría y su orgullo.»

Una toma tambaleante, cámara en mano, de una anciana con un pañuelo de cabeza floreado a la salida de la tienda de Lowry. «Oh, es espantoso. -Una larga pausa mientras bajaba la mirada y sacudía la cabeza, moviendo la boca; por detrás de ella pasó un tipo en bici que se quedó embobado con la cámara-. Es algo terrible. Todos estamos rezando por la familia. ¿Cómo podría alguien querer hacer daño a esa preciosa chiquilla?» Hubo un murmullo quedo y enojado de los ancianos de la barra.

Otra vez la rubia. «Pero puede que ésta no sea la primera muerte violenta que haya visto Knocknaree. Hace miles de años, esta piedra -extendió el brazo, como un comercial inmobiliario enseñando una cocina integral- fue un altar ceremonial en el que, según los arqueólogos, los druidas pudieron practicar sacrificios humanos. Sin embargo, esta tarde la policía ha dicho que no hay pruebas de que la muerte de Katy sea producto de algún culto religioso.»

Toma de O'Kelly, delante de un imponente trozo de cartón con un sello de la Garda estampado. Llevaba una chaqueta a cuadros horrorosa que, en pantalla, parecía ondularse y palpitar por su propio impulso. Se aclaró la garganta y recitó nuestra lista, con la inexistencia de la muerte de ganado y todo. Cassie alzó la mano sin apartar la vista de la pantalla y me encontré dándole un billete de cinco.

Otra vez el presentador naranja. «Y Knocknaree aún detenta otro misterio. En 1984, dos niños del vecindario…» La pantalla se llenó de fotos escolares envejecidas: Peter sonriendo con picardía bajo su flequillo y Jamie -odiaba las fotos- ofreciendo al fotógrafo una media sonrisa incierta, como para seguir la corriente a los adultos.

– Ya estamos -dije; intentaba parecer frívolo e irónico.

Cassie tomó un sorbo de café.

– ¿Piensas contárselo a O'Kelly? -quiso saber.

Ya me lo esperaba, y conocía todas las razones por las que debía preguntármelo, pero aun así me provocó un sobresalto. Eché un vistazo a los tíos de la barra; estaban concentrados en la pantalla.

– No -dije-. No. Me retirarían del caso. Y quiero trabajar en él, Cass.

Ella asintió, despacio.

– Lo sé. Pero si lo descubre…

Si lo descubría, era más que probable que nos hicieran vestir el uniforme a ambos otra vez, o como mínimo que nos expulsaran de la brigada. Yo trataba de no pensar en ello.

– No lo hará -respondí-. ¿Por qué iba a hacerlo? Y si es así, los dos diremos que tú no tenías ni idea.

– Eso no se lo creerá ni en broma. Y en cualquier caso ésa no es la cuestión.

Una secuencia borrosa y antigua de un poli con un pastor alemán hiperactivo, sumergiéndose en el bosque. Un submarinista que salía del río y negaba con la cabeza.

– Cassie -dije-. Sé lo que te pido. Pero por favor, necesito hacerlo. No lo joderé. -Vi agitarse sus párpados y me di cuenta de que me había salido un tono más desesperado de lo que pretendía-. Ni siquiera estamos seguros de que haya alguna relación -continué, más calmado-. Y si la hay, a lo mejor acabo por recordar algo que sea útil para la investigación. Por favor, Cass. Apóyame en esto.

Guardó silencio un momento, mientras se bebía el café y contemplaba pensativa el televisor.

– ¿Hay alguna posibilidad de que un periodista realmente empeñado llegue a…?

– No -la interrumpí con energía. Como es de suponer, había pensado mucho en ello. En el archivo ni siquiera se mencionaba mi nuevo nombre ni mi nuevo colegio, y cuando nos mudamos mi padre le dio a la policía la dirección de mi abuela, que murió cuando yo tenía unos veinte años; luego la casa se vendió-. Mis padres no salen en la guía y mi número aparece con el nombre de Heather Quinn…

– Y ahora te llamas Rob. No tiene que pasarnos nada.

Ese «nos» y el tono práctico y reflexivo -como si sólo se tratara de una complicación rutinaria más, en el mismo nivel que un testigo reticente o un sospechoso fugado- me reconfortaron.

– Si todo sale terriblemente mal, dejaré que esquives tú a los paparazzi.

– Estupendo. Aprenderé kárate.

En la pantalla, la secuencia antigua había terminado y la rubia se preparaba para un gran final. «Pero por ahora, lo único que puede hacer la gente de Knocknaree es aguardar… y no perder la esperanza.» Enfocaron el altar de piedra largo rato, con ánimo de conmover; luego conectaron otra vez con el plató, y el presentador naranja empezó a dar las últimas novedades sobre alguna interminable y deprimente comisión investigadora.


Dejamos las cosas en casa de Cassie y salimos a pasear por la playa. Me encanta la de Sandymount. Ya es bastante bonita en, las raras tardes veraniegas, con su cielo azul como de anuncio y todas las chicas con tirantes y los hombros rojos pero, no sé por qué, cuando más me gusta es en esos típicos días irlandeses, cuando el viento te sopla chispas de lluvia en la cara y todo se diluye en unos medios tonos evanescentes y puritanos: nubes de un gris blanquecino, mar de un gris verdoso hasta la línea del horizonte, una gran extensión de arena beis descolorido con una barrera de conchas rotas esparcidas, amplias curvas abstractas de un plateado pálido allí donde la marea sube de forma irregular… Cassie llevaba pantalones de pana verde salvia y su gruesa trenca rojiza, y el viento le estaba enrojeciendo la nariz. Una chica que se lo tomaba muy en serio hacía jogging en pantalón corto y con gorra de béisbol -tal vez una estudiante estadounidense- por delante de nosotros; arriba, en el paseo, una madre menor de edad y en chándal empujaba un carrito con gemelos.

– ¿En qué piensas? -le pregunté.

Me refería al caso, obviamente, pero Cassie estaba atolondrada (genera más energía que la mayoría de las personas, y llevaba casi todo el día sentada en lugares cerrados).

– ¿Te das cuenta? Cuando una mujer le pregunta a un tío qué está pensando, resulta que es un gran crimen y es una pesada y una dependiente, pero si es al revés…

– Compórtate -le dije, bajándole la capucha por encima de la cara.

– ¡Socorro! ¡Estoy siendo oprimida! -chilló a través de ella-. Llamen a la Comisión por la Igualdad.

La chica del carrito nos miró con acritud.

– Estás sobreexcitada -la advertí-. Tranquilízate o volvemos a casa y te quedas sin helado.

Se sacudió la capucha hacia atrás y se alejó por la arena en una larga cadena de ruedas y volteretas en el aire, con el abrigo cayéndosele alrededor de los hombros. Mi impresión inicial de Cassie fue felizmente acertada: de niña hizo gimnasia durante ocho años y por lo visto era bastante buena. Lo dejó porque las competiciones y la rutina la aburrían; en realidad, a ella le gustaban los movimientos en sí, su geometría tensa, elástica y arriesgada, y quince años después su cuerpo todavía los recordaba casi todos. Cuando llegué a su altura, estaba sin aliento y se sacudía la arena de las manos.

– ¿Mejor? -le pregunté.

– Mucho. ¿Qué decías?

– El caso. Trabajo. Gente muerta.

– Ah, eso -respondió, con seriedad instantánea. Se enderezó el abrigo y seguimos caminando por la playa, pisando las conchas medio enterradas-. Me pregunto cómo eran Peter Savage y Jamie Rowan.

Estaba observando un ferry, pequeño y sencillo como un juguete, que resoplaba con determinación hacia el horizonte; su rostro, vuelto hacia la suave lluvia, resultaba insondable.

– ¿Por qué? -quise saber.

– No lo sé. Sólo me lo preguntaba.

Pensé largo rato en la pregunta. Mis recuerdos de ellos se habían vuelto borrosos por el uso excesivo, transformados en delicadas diapositivas de colores que titilaban en las paredes de mi mente: Jamie trepando concentrada y firme a una rama elevada y la risa de Peter cayendo en arco desde la maraña verde que allá en lo alto era como un trampantojo. Mediante una serie de movimientos lentos se habían convertido en niños salidos de un libro de cuentos recurrente, en mitos radiantes de una civilización perdida; costaba creer que alguna vez fueron reales y fueron mis amigos.

– ¿En qué sentido? -dije al fin, por decir algo-. ¿Su carácter, su aspecto o qué?

Cassie se encogió de hombros.

– Lo que sea.

– Los dos eran igual de altos que yo -le expliqué-. Altura mediana, supongo, sea lo que sea eso. Los dos eran de complexión delgada. Jamie tenía el cabello rubio casi blanco, media melena y nariz respingona. Peter era castaño claro, con ese peinado desaliñado que llevan los niños cuando les corta el pelo su madre, y tenía los ojos verdes. Creo que seguramente habría sido muy guapo.

– ¿Y de carácter?

Cassie alzó la vista hacia mí; el viento le aplanaba el pelo contra la cabeza dejándoselo lacio como el de una foca. A veces, mientras paseamos me coge del brazo, pero sabía que esta vez no iba a hacerlo.

En mi primer año de internado pensaba en ellos sin cesar. Añoraba mi casa de una forma salvaje y devastadora; sé que les ocurre a todos los niños en esa situación, pero me parece que mi desdicha iba más allá de lo habitual. Era una agonía constante que me consumía y me debilitaba como un dolor de muelas. Al inicio de cada semestre tenían que arrancarme berreando y forcejeando del coche y arrastrarme adentro mientras mis padres se iban. Uno pensaría que eso me convirtió en un blanco perfecto para los gamberros, pero la verdad es que me dejaban en paz, pues entendían, supongo, que nada de lo que pudieran hacerme me haría sentir peor. No es que ese colegio fuese un infierno ni nada parecido, de hecho creo que seguramente estaba bastante bien tal como son esos sitios -un colegio rural tirando a pequeño, con un elaborado sistema de jerarquía entre alumnos y una obsesión por los puntos y otros tópicos-, pero yo quería irme a casa, y lo quería más de lo que nunca he querido nada.

Lo sobrellevé, siguiendo la gran tradición de los niños de todas partes, encerrándome en mi imaginación. Sentado en sillas poco firmes durante reuniones monótonas, veía a Jamie agitándose a mi lado y evocaba cada uno de sus detalles, como la forma de sus rótulas o la inclinación de su cabeza. Por la noche permanecía horas despierto, con los chicos roncando y musitando a mi alrededor, y concentraba cada célula de mi cuerpo hasta que sabía, sin lugar a dudas, que cuando abriera los ojos Peter estaría en la cama de al lado. Solía arrojar mensajes en botellas de refresco al río que pasaba por los terrenos de la escuela: «Para Peter y Jamie. Por favor, volved. Con cariño, Adam». Yo sabía que me habían mandado fuera porque ellos habían desaparecido, y sabía que si una noche regresaban del bosque, sucios, con picadas de ortiga y pidiendo su merienda, a mí me dejarían volver a casa.

– Jamie era como un niño -dije-. Era muy tímida con los extraños, sobre todo si eran adultos, pero físicamente no le temía a nada. Os habríais caído bien.

Cassie esbozó una media sonrisa de soslayo.

– En 1984 yo sólo tenía diez años, ¿recuerdas? Ni siquiera me habríais dirigido la palabra.

Había llegado a pensar en 1984 como un universo aparte y privado; me impactó un poco caer en la cuenta de que Cassie también había estado allí, a sólo unos kilómetros de distancia. En el momento en que Peter y Jamie desaparecieron ella estaría jugando con sus amigos, montando en bici o merendando, ajena a lo que sucedía y al camino largo y complejo que la conduciría hasta mí y hasta Knocknaree.

– Por supuesto que sí -repliqué-. Te habríamos dicho: «Danos tu dinero de la comida, mocosa».

– Ya lo haces de todos modos. Sigue con lo de Jamie.

– Su madre era una especie de hippie, con faldas largas y vaporosas y pelo largo, y solía darle a Jamie yogur con germen de trigo a la hora del recreo.

– Caray -comentó Cassie-. No sabía que podías conseguir germen de trigo en los ochenta. Suponiendo que lo quisieras.

– Me parece que era ilegítima; Jamie, no la madre. De su padre no se sabía nada. Algunos niños se metían con ella por eso, hasta que le dio una paliza a uno. Después yo le pregunté a mi madre dónde estaba el padre de Jamie y me contestó que no fuera entrometido. También se lo pregunté a Jamie, que se encogió de hombros y dijo: «¿A quién le importa?».

– ¿Y Peter?

– Peter era el líder -le expliqué-. Desde siempre, incluso cuando éramos muy pequeños. Hablaba con quien fuera, siempre nos sacaba de apuros hablando. No es que fuera un sabelotodo, no creo que lo fuese, pero tenía seguridad y le gustaba la gente. Y era buena persona.

En nuestra calle había un chico, Willy Little [13]. El apellido por sí solo ya le habría causado bastantes problemas (me pregunto en qué diablos estarían pensando sus padres), pero además llevaba gafas de culo de vaso y durante todo el año tenía que ponerse gruesos jerséis tejidos a mano con conejitos delante porque le pasaba algo en el pecho, y empezaba casi todas sus frases con «Mi madre dice que…». Le habíamos torturado alegremente durante toda la vida, dibujando las caricaturas habituales en sus cuadernos de la escuela, escupiéndole en la cabeza desde los árboles, recogiendo excrementos del conejo de Peter y diciéndole que eran pasas de chocolate, y cosas por el estilo, pero el verano en que teníamos doce años Peter nos obligó a parar. «No es justo -dijo-. Él no puede evitarlo.»

Jamie y yo sabíamos más o menos lo que quería decir, aunque alegamos que Willy podía haberse hecho llamar Bill y dejar de decir a la gente qué opinaba su madre de todo. La siguiente vez que le vi me sentí lo bastante culpable como para darle la mitad de una barrita Mars pero, como es comprensible, me miró con recelo y se escabulló. Me pregunté, distraídamente, qué haría Willy ahora. En una película habría sido un genio ganador de un premio Nobel con una supermodelo por esposa pero, en la vida real, era probable que se ganara la vida como cobaya para investigaciones médicas y aún llevara jerséis con conejitos.

– Es raro -comentó Cassie-. La mayoría de los niños son crueles a esa edad. Estoy segura de que yo lo era.

– Me parece que Peter era un crío fuera de lo normal -dije.

Se detuvo a recoger una concha de berberecho de un naranja brillante y examinarlo.

– Aún hay alguna posibilidad de que sigan con vida, ¿no crees? -Limpió la arena de la concha con la manga y sopló-. En alguna parte.

– Supongo que sí -respondí.

Peter y Jamie por ahí, en alguna parte, manchas de rostros difuminados entre una vasta multitud en movimiento.

Cuando tenía doce años ésta era en cierto modo la peor posibilidad de todas: que aquel día simplemente hubiesen seguido corriendo, dejándome atrás sin volverse a mirar ni una vez. Todavía tengo el hábito reflejo de buscarlos entre la muchedumbre: aeropuertos, conciertos, estaciones de tren… Ahora ya se me ha pasado, pero cuando era más joven alcanzaba una especie de estado de pánico y giraba la cabeza adelante y atrás como un personaje de dibujos animados, temiendo que la cara que no había visto pudiera ser la de uno de ellos.

– Aunque lo dudo. Había mucha sangre.

Cassie se guardó la concha en el bolsillo; alzó la vista hacia mí un segundo.

– No conozco los detalles.

– Ya te dejaré el archivo -dije. Me fastidió que me costara esfuerzo decirlo, como si entregara mi diario o algo semejante-. A ver qué te parece.

La marea empezaba a subir. La playa de Sandymount tiene una pendiente tan gradual que con marea baja el mar es una minúscula franja grisácea y casi invisible a lo lejos, en el horizonte; sube a una velocidad vertiginosa y desde todas direcciones a la vez, y a veces algunas personas se han visto en apuros. En cuestión de minutos ya nos tocaría los pies.

– Será mejor que volvamos -dijo Cassie-. Vendrá Sam a cenar, ¿recuerdas?

– Es verdad -contesté sin gran entusiasmo. Sam me cae bien (como a todo el mundo, excepto a Cooper), pero no estaba de humor para ver a otra gente-. ¿Por qué le has invitado?

– ¿Por el caso, quizá? -dijo en tono burlón-. ¿Trabajo, gente muerta…?

Le hice una mueca y ella me la devolvió.

Los dos mocosos del carrito se aporreaban el uno al otro con unos juguetes de colores chillones.

– ¡Britney, Justin! -gritó la madre por encima de sus chillidos-. ¡A callar u os mato a los dos, joder!

Rodeé el cuello de Cassie con un brazo y logré ponerla a una distancia prudencial antes de que ambos nos echásemos a reír.


Finalmente, por cierto, me adapté al internado. Cuando mis padres me dejaron allí al inicio del segundo curso (mientras yo gemía, rogaba y me aferraba a la manija del coche y el furioso encargado de la residencia tiraba de mi cintura y me separaba los dedos uno a uno) comprendí que, hiciera lo que hiciese y por más que suplicara, no pensaban dejarme volver a casa. Después de eso dejé de sentir añoranza.

No tenía muchas opciones. Mi sufrimiento inexorable durante el primer curso casi había acabado conmigo (me había acostumbrado a tener mareos fugaces cada vez que me ponía en pie, instantes en que no recordaba el nombre de un compañero de clase o el camino al comedor), hasta la resistencia de alguien de trece años tiene un límite; unos meses más así y quizás hubiera acabado con alguna lamentable crisis nerviosa pero, como digo, a la hora de la verdad tengo un instinto de supervivencia excelente. La primera noche del segundo curso me dormí entre sollozos, pero al despertar a la mañana siguiente decidí que no volvería a sentir añoranza.

Luego, para mi sorpresa, la adaptación me pareció incluso fácil. Sin prestar demasiada atención había adoptado gran parte del argot singular y endogámico de las escuelas (scrots para los de cursos inferiores y machos para los profesores), y mi acento pasó de ser del condado de Dublín al de los alrededores de Londres en un plazo de una semana. Me hice amigo de Charlie, que se sentaba a mi lado en geografía y tenía una solemne cara redonda y una risita irresistible; cuando crecimos lo suficiente, compartimos un estudio y unos porros experimentales que le había traído su hermano de Cambridge y largas, confusas y anhelantes conversaciones sobre chicas. Mis resultados académicos eran mediocres como mucho -me había convencido tanto de que la escuela es un destino ineludible y eterno que me costaba imaginar nada más después de eso, así que era difícil recordar por qué se suponía que estudiaba-, pero resulté ser un buen nadador, lo suficiente para el equipo del colegio, una habilidad que me hizo ganarme el respeto de profesores y alumnos más de lo que lo hubieran hecho unas buenas notas. En quinto hasta me hicieron delegado; al igual que mi designación para Homicidios, tiendo a atribuirlo a que tenía el aspecto adecuado.

Pasé muchas épocas de vacaciones en la casa de Charlie en Herefordshire, aprendí a conducir con el viejo Mercedes de su padre (dando tumbos por carreteras rurales, con las ventanillas bajadas y Bon Jovi retumbando en el estéreo mientras los dos desafinábamos dándolo todo) y me enamoré de sus hermanas. Descubrí que ya no tenía muchas ganas de ir a casa. La casa de Leixlip era oscura, desabrida y olía a humedad, y mi madre había colocado mal todas mis cosas en mi nuevo dormitorio. Me parecía incómoda y temporal, como un refugio montado a toda prisa, no como un hogar. Los demás chicos de la calle llevaban unos cortes de pelo que les daban pinta de peligrosos y hacían unas bromas ininteligibles sobre mi acento.

Mis padres habían advertido mis cambios, pero en lugar de alegrarse de que me hubiera adaptado al colegio, como cabría esperar, se mostraban desconcertados, nerviosos ante la persona desconocida e independiente en que me estaba transformando. Mi madre iba de puntillas por la casa y me preguntaba tímidamente qué quería merendar; mi padre trataba de iniciar unas charlas de hombre a hombre que siempre se encallaban, después de mucho aclararse la garganta y hacer ruido con el periódico, ante mi silencio pasivo y baldío. Racionalmente entendía que me habían mandado al internado para protegerme de las implacables olas de periodistas y fútiles interrogatorios policiales y compañeros de clase curiosos, y era consciente de que seguramente fue una excelente decisión; pero una parte de mí creía, de forma incuestionable y callada y tal vez con una pizca de acierto, que me habían enviado fuera porque me tenían miedo. Como un niño monstruosamente deformado que no debiera haber vivido más allá de la infancia, o un gemelo siamés cuya otra mitad murió en la mesa de operaciones, me había convertido -por el simple hecho de sobrevivir- en un bicho raro.

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