Capítulo 4

La Academia de Baile Cameron estaba encima de un videoclub en Stillorgan. Afuera, en la calle, tres chicos con pantalones anchos daban bandazos con el monopatín subiendo y bajando de un murete mientras chillaban. La profesora ayudante -una joven extremadamente hermosa llamada Louise, ataviada con maillot negro, zapatillas de ballet y un falda plisada del mismo color que le llegaba a las pantorrillas; Cassie me miró con expresión divertida cuando la seguíamos escaleras arriba- nos hizo pasar y nos dijo que Simone Cameron estaba terminando una clase, así que aguardamos en el descansillo.

Cassie se desvió hacia un tablón de anuncios de corcho colgado en la pared, y yo miré a mi alrededor. Había dos aulas, con unas ventanitas circulares en la puerta: en una de ellas, Louise enseñaba a un grupo de niñas pequeñas cómo hacer la mariposa o el pájaro o lo que fuera; en la otra, una docena de chiquillas con maillots blancos y medias rosas cruzaban el aula en parejas, con una serie de saltos y giros, al son del Valse des Fleurs que sonaba en un viejo disco rayado. Por lo que vi había, por decirlo de alguna manera, un amplio abanico de niveles. La mujer que les enseñaba tenía el pelo blanco y recogido en un moño apretado, pero su cuerpo era enjuto y recto como el de una joven atleta; llevaba el mismo atuendo negro que Louise y sostenía un puntero, con el que daba golpecitos en los tobillos y los hombros de las niñas mientras les gritaba instrucciones.

– Mira esto -dijo Cassie con calma.

El póster mostraba a Katy Devlin, aunque tardé un segundo en reconocerla. Llevaba un blusón blanco de gasa y alzaba una pierna tras de sí en un arco imposible y sin esfuerzo aparente. Debajo ponía, en letra grande: «¡Mandemos a Katy a la Real Escuela de Danza! ¡Ayudémosla a hacer que nos sintamos orgullosos!», y daba los detalles sobre la recaudación de fondos: Parroquia de St. Alban, 20 de junio, 19.00 horas, Noche de Danza con las Alumnas de la Academia de Baile Cameron. Entradas: 10/7€. La recaudación serviría para pagar la matrícula de Katy. Me pregunté qué pasaría ahora con el dinero.

Debajo del póster había un recorte de prensa con una artística imagen de Katy en la barra; sus ojos, en el espejo, observaban al fotógrafo con una seriedad penetrante e intemporal. «La pequeña bailarina de Dublín emprende el vuelo», The Irish Times, 23 de junio: «Sé que echaré de menos a mi familia, pero no puedo esperar más -dice Katy-. Siempre he querido ser bailarina, desde los seis años. No puedo creer que vaya a serlo. A veces me despierto pensando que a lo mejor lo he soñado». Sin duda, ese artículo habría atraído donaciones para la matrícula de Katy (un dato más que tendríamos que comprobar), pero a nosotros nos había hecho un flaco favor: los pedófilos también leen el periódico de la mañana y ésa era una foto que llamaba la atención, y el campo de sospechosos potenciales acababa de ampliarse para incluir a la mayor parte del país. Eché un vistazo al resto de los anuncios: se vende tutú de la talla 7-8; ¿estaría interesado alguien de la zona de Blackrock en compartir coche para ir y volver de la clase de nivel medio?

La puerta del aula se abrió y una ola de conjuntadas niñas pequeñas nos pasó de largo, mientras parloteaban, se empujaban y soltaban chillidos a la vez.

– ¿Puedo ayudarles? -se ofreció Simone Cameron desde el umbral.

Tenía una voz hermosa, profunda como la de un hombre sin resultar masculina, y era mayor de lo que había pensado: su rostro huesudo mostraba unas líneas hondas e intrincadas. Caí en la cuenta de que nos había confundido con unos padres interesados en informarse sobre clases de danza para su hija y, por un instante, sentí el impulso de seguirle la corriente, preguntarle por matrículas y horarios y marcharme, dejándole que perviviera la ilusión de su alumna estrella un poco más de tiempo.

– ¿Señora Cameron?

– Simone, por favor -dijo.

Tenía unos ojos extraordinarios, casi dorados, inmensos y de pesados párpados.

– Soy el detective Ryan y ella es la detective Maddox -repetí por enésima vez ese día-. ¿Podríamos hablar unos minutos con usted?

Nos guió hacia el interior del aula y dispuso tres sillas en un rincón. Un espejo abarcaba la totalidad de una larga pared y tres barras que la recorrían a distintas alturas; podía ver mis propios movimientos con el rabillo del ojo. Moví la silla para dejar de verme.

Le conté a Simone lo de Katy; ahora me tocaba a mí esa parte. Esperaba que rompiese a llorar pero no lo hizo; echó la cabeza hacia atrás y las líneas de su rostro parecieron ahondarse aún más, pero eso fue todo.

– Katy vino a clase el lunes por la tarde, ¿verdad? -pregunté-. ¿Cómo se comportó?

Muy poca gente soporta el silencio, pero Simone Cameron era una persona fuera de lo común: aguardó, sin moverse, con un brazo apoyado en el respaldo de su silla, hasta sentirse preparada para hablar.

– Como de costumbre -dijo al cabo de un buen rato-. Ligeramente sobreexcitada, tardó unos minutos en poder calmarse y concentrarse, pero era natural: apenas faltaban unas semanas para que se fuera a la Real Escuela de Danza. A lo largo del verano se había ido excitando cada vez más. -Volvió la cabeza muy levemente-. Ayer por la tarde faltó a clase, pero supuse que volvía a estar enferma y nada más. Si hubiese telefoneado a sus padres…

– Ayer por la tarde ya estaba muerta -dijo Cassie con suavidad-. Usted no podría haber hecho nada.

– ¿Ha dicho «enferma»? -inquirí-. ¿Lo había estado hace poco?

Simone sacudió la cabeza.

– No, hace poco no. Pero no es una niña fuerte. -Sus párpados cayeron un instante, ocultándole los ojos-. Era. -Volvió a alzar la vista hacia mí-. Llevo seis años impartiendo clases a Katy. Durante algunos de ellos, puede que cuando tenía nueve, enfermaba muy a menudo. Su hermana Jessica también, pero en su caso se trataba de resfriados, tos… creo que simplemente es delicada. En cambio, Katy sufría períodos de vómitos y diarreas. A veces era tan grave que tenían que hospitalizarla. Los médicos creyeron que padecía algún tipo de gastritis crónica. Tenía que haber ido a la Real Escuela de Danza el año pasado, ¿saben?, pero sufrió un episodio agudo a finales de verano y decidieron operarla para averiguar algo más; cuando se recuperó, el curso estaba demasiado avanzado para incorporarse. Tuvo que presentarse a otra prueba esta primavera.

– ¿Ya habían desaparecido esos ataques? -pregunté.

Necesitábamos imperiosamente el historial médico de Katy.

Simone sonrió al recordar; fue un gesto leve y desgarrador; su mirada parpadeó lejos de nosotros.

– Me preocupaba que no estuviera lo bastante sana para el entrenamiento, las bailarinas no pueden permitirse faltar a muchas clases por enfermedad. Cuando este año aceptaron a Katy, un día me quedé después de clase y le advertí de que tendría que acudir a la consulta de un doctor hasta averiguar qué era lo que iba mal. Katy me escuchó, luego sacudió la cabeza y dijo, solemne como si hiciera una promesa: «No volveré a ponerme enferma». Traté de insistirle en que aquello no era algo que pudiese ignorar, que su carrera podía depender de ello, pero fue todo lo que dijo. Y, de hecho, no ha estado enferma desde entonces. Pensé que tal vez hubiera superado lo que fuera que tuviese; pero la fuerza de voluntad puede ser muy poderosa, y Katy tiene… tenía mucha.

La otra clase empezaba a salir. Oí voces de padres en el rellano y hubo otro torrente de piececillos y parloteo.

– ¿A Jessica también le dio clases? -quiso saber Cassie-. ¿Se presentó a la prueba de la Real Escuela de Danza?

En los primeros estadios de una investigación, a menos que tengas un sospechoso evidente, lo único que puedes hacer es averiguar lo máximo posible sobre la vida de la víctima y esperar que algo dispare la alarma; y yo estaba bastante seguro de que Cassie llevaba razón: debíamos saber más cosas sobre la familia Devlin. Y Simone Cameron deseaba hablar. Lo vemos a menudo: gente desesperada por seguir hablando porque en cuanto se detengan nos iremos y se quedarán a solas con lo que ha ocurrido. Nosotros escuchamos, asentimos y nos mostramos comprensivos, y tomamos nota de todo lo que dicen.

– He enseñado a las tres hermanas -dijo Simone-. Jessica parecía muy competente cuando era más pequeña, y trabajaba duro, pero al crecer se volvió enfermizamente tímida, hasta el punto de que cualquier ejercicio individual era para ella como un doloroso tormento. Les dije a sus padres que pensaba que sería mejor no seguir obligándola a pasar por eso.

– ¿Y Rosalind? -indagó Cassie.

– Rosalind tenía talento, pero le faltaba dedicación y quería resultados instantáneos. Al cabo de unos meses se pasó a clases de violín. Dijo que había sido una decisión de sus padres, pero yo creo que se aburría. Suele ser habitual en niñas pequeñas: si no son competentes enseguida, cuando se dan cuenta de lo mucho que hay que trabajar se frustran y lo dejan. Francamente, ninguna de las dos habría llegado nunca a la Real Escuela de Danza.

– Pero Katy… -continuó Cassie mientras se inclinaba hacia delante.

Simone la miró largo rato.

– Katy era… sérieuse.

Era eso lo que daba a su voz ese timbre característico: en algún lugar remoto había un dejo francés que moldeaba sus entonaciones.

– Seria -dije yo.

– Más que eso -replicó Cassie. Su madre era medio francesa y de niña pasaba los veranos con sus abuelos en la Provenza; asegura que ya casi se ha olvidado de hablar francés, pero todavía lo entiende-. Una profesional.

Simone ladeó la cabeza.

– Sí, adoraba incluso el trabajo más duro no sólo por los resultados que obtenía, sino por el trabajo en sí. Un talento auténtico para la danza no es algo corriente, y el temperamento para hacer de ello una carrera es aún más excepcional. Encontrar ambas cosas a la vez… -Apartó otra vez la mirada-. Algunas tardes, cuando sólo se utilizaba un aula, preguntaba si podía entrar a practicar en la otra.

Afuera, la luz empezaba a difuminarse en la noche. Los gritos de los chicos en monopatín llegaron hasta nosotros, tenues y amortiguados a través del cristal. Pensé en Katy Devlin a solas en el aula, contemplando el espejo con una concentración distante mientras dibujaba suaves giros e inclinaciones; el impulso de un pie en punta, farolas proyectando rectángulos de azafrán sobre el suelo, las Gnossiennes de Satie en el tocadiscos crepitante… Simone también parecía bastante seríeuse, y me pregunté cómo diablos habría acabado aquí: encima de un videoclub de Stillorgan, con el olor a grasa que llegaba de la ruidosa puerta de al lado, enseñando danza a unas niñas cuyas madres pensaban que eso les daría una buena postura o querían fotografías enmarcadas de sus hijas en tutú. De pronto me di cuenta de lo que Katy Devlin debió de significar para ella.

– ¿Qué opinaban el señor y la señora Devlin de que Katy fuese a la escuela de danza? -quiso saber Cassie.

– La apoyaron mucho -respondió Simone sin vacilar-. Yo me sentí aliviada, y también sorprendida: no todos los padres están dispuestos a enviar lejos a una niña de esa edad, y la mayoría se oponen, y con razón, a que sus hijas se conviertan en bailarinas profesionales. El señor Devlin en particular estaba a favor de la marcha de Katy. Creo que estaba muy unido a ella. Yo admiraba el hecho de que deseara lo mejor para su hija, aunque eso significara dejarla marchar.

– ¿Y su madre? -preguntó Cassie-. ¿Estaban unidas?

Simone encogió levemente un solo hombro.

– Creo que no tanto, la señora Devlin es… más bien distraída. Siempre parecía apabullada por sus hijas. Pienso que tal vez no sea muy inteligente.

– ¿Ha visto a algún desconocido merodeando por aquí en los últimos meses? -le pregunté-. ¿Alguien que la preocupase?

Las escuelas de danza, las piscinas y los centros excursionistas son imanes para los pedófilos. Si alguien iba en busca de una víctima, éste era el lugar más obvio donde podía haber reparado en Katy.

– Sé a qué se refiere, pero no. Somos muy cuidadosos al respecto. Hace unos diez años había un hombre que solía sentarse en un muro colina arriba y espiaba las aulas con prismáticos. Nos quejamos a la policía, pero no hicieron nada hasta que intentó convencer a una niña de que entrara en su coche. Desde entonces extremamos las precauciones.

– ¿Hubo alguien que se interesara en Katy hasta el punto de que le pareciera raro?

Reflexionó y negó con la cabeza.

– No, nadie. Todo el mundo admiraba su baile, mucha gente contribuyó a los fondos que recaudamos para su matrícula, pero ninguna persona más que las demás.

– ¿Despertaba celos su talento?

Simone se rió con un rápido y fuerte bufido.

– Los padres que vienen aquí no son gente de teatro. Quieren que sus hijas aprendan un poco de danza, lo bastante para resultar monas; no quieren que hagan carrera. Estoy segura de que algunas niñas tenían celos, sí. Pero ¿tanto como para matarla? No.

De repente pareció agotada; su pose elegante se mantenía inalterable, pero tenía la mirada vidriosa de cansancio.

– Gracias por dedicarnos su tiempo -dije-. Si necesitamos preguntarle algo más, la llamaremos.

– ¿Sufrió? -preguntó Simone bruscamente.

No nos estaba mirando.

Era la primera persona que lo preguntaba. Empecé a formular una respuesta estándar y evasiva mencionando los resultados de la autopsia, pero Cassie me interrumpió:

– No hay ninguna prueba de ello. Aún no podemos estar seguros de nada, pero parece que fue rápido.

Simone hizo un esfuerzo para volver la cabeza y fijó la mirada en la de Cassie.

– Gracias -dijo.

No se levantó cuando salimos, y comprendí que era porque no estaba segura de poder hacerlo. Al cerrar la puerta tuve una última visión de ella a través de la ventana redonda, todavía sentada, erguida e inmóvil con las manos cruzadas sobre el regazo: como una reina de cuento de hadas, abandonada en su torre para llorar a su princesa perdida, arrebatada por las brujas.


– «No volveré a ponerme enferma» -repitió Cassie en el coche-. Y dejó de ponerse enferma.

– ¿Fuerza de voluntad, como dice Simone?

– Puede.

No parecía convencida.

– O a lo mejor se provocaba ella misma la enfermedad -propuse-. Tanto los vómitos como la diarrea son bastante fáciles de inducir. Tal vez quisiera llamar la atención y una vez entró en la escuela de danza ya no necesitó hacerlo más. Todo el mundo le hacía caso sin que estuviera enferma: artículos de periódico, recaudación de fondos… Necesito un cigarrillo.

– ¿Un caso de síndrome de Münchausen? -Cassie extendió el brazo hacia el asiento de atrás, rebuscó en los bolsillos de mi chaqueta y encontró mi tabaco. Fumo Marlboro Reds; ella no es fiel a ninguna marca en especial pero normalmente compra Lucky Strike Lights, que yo considero cigarrillos de chica. Encendió dos y me pasó uno-. ¿Podemos conseguir también los historiales médicos de las dos hermanas?

– Complicado -respondí-. Están vivas, así que son confidenciales. Si obtenemos el permiso de los padres… -Ella sacudió la cabeza-. ¿Qué pasa, en qué estás pensando?

Bajó su ventanilla unos centímetros y el viento sopló su flequillo hacia un lado.

– No lo sé… La gemela, Jessica… Esa cara de conejito asustado podría ser sólo estrés por la desaparición de su hermana, pero está demasiado delgada. Incluso con ese jersey enorme se ve que ocupa la mitad que Katy, y ésta no era un toro precisamente. Y luego está la otra hermana… ¿Verdad que también hay algo en ella que chirría?

– ¿En Rosalind? -dije.

Debí de decirlo en un tono extraño, porque Cassie me miró de soslayo:

– Te ha gustado.

– Sí, supongo que sí -respondí a la defensiva, sin saber muy bien por qué-. Me ha parecido una chica agradable. Es muy protectora con Jessica. ¿Es que a ti no te ha gustado?

– ¿Qué tiene eso que ver? -replicó Cassie con frialdad y, a mi parecer, algo injustamente-. Le guste a quien le guste, viste raro, lleva demasiado maquillaje…

– Va bien arreglada; ¿por eso tiene que haber algo malo en ella?

– Por favor, Ryan, haznos un favor a los dos y madura; sabes exactamente a qué me refiero. Sonríe en momentos inoportunos y, como habrás notado, no llevaba sujetador. -Lo había notado, pero no me había dado cuenta de que Cassie también, y la indirecta me irritó-. Puede que sea una chica muy agradable, pero ahí hay algo que chirría.

No dije nada. Cassie tiró el resto de su cigarrillo por la ventanilla y se metió las manos en los bolsillos, hundida en su asiento como una adolescente enfurruñada. Yo encendí los faros y aceleré. Estaba molesto con ella y sabía que ella también lo estaba conmigo, y no estaba muy seguro de cómo había sucedido.

Sonó el móvil de Cassie.

– Oh, por el amor de Dios -dijo al mirar la pantalla-. Hola, señor… ¿Hola?… ¿Señor?… Malditos teléfonos.

Colgó.

– ¿No hay cobertura? -pregunté fríamente.

– La puta cobertura está bien -respondió-. Pero quería saber cuándo estaremos de vuelta y qué nos ha entretenido tanto, y no tengo ganas de hablar con él.

Normalmente soy capaz de aguantar un enfado mucho más tiempo que Cassie, pero no pude evitarlo y me reí. Al cabo de un instante, ella también.

– Oye -comentó-, no he dicho lo de Rosalind por mala leche, sino más bien por preocupación.

– ¿Estás pensando en abusos sexuales?

Me di cuenta de que, en algún lugar del fondo de mi mente, yo me había preguntado lo mismo, pero la idea me disgustaba tanto que la evité. Una hermana hipersexual, otra con un peso muy por debajo de lo normal y otra asesinada después de varias enfermedades inexplicables. Recordé a Rosalind con la cabeza inclinada sobre la de Jessica y sentí un súbito y desacostumbrado impulso protector.

– El padre abusa de ellas. Para sobrellevarlo, la estrategia de Katy es ponerse enferma, ya sea por odio hacia sí misma o para disminuir las posibilidades de abuso. Cuando entra en la escuela de danza, decide que necesita estar sana y que el ciclo ha de parar; quizá se enfrenta al padre y amenaza con contarlo. Así que él la mata.

– Encaja -dijo Cassie. Estaba contemplando el paso veloz de los árboles en el arcén; yo sólo le veía la parte de atrás de la cabeza-. Pero igual que la madre, por ejemplo… si resulta que Cooper se equivocaba con lo de la violación, claro. Münchausen por poderes. Parecía muy metida en el papel de víctima, ¿lo has notado?

En efecto. En ciertos aspectos la pena convierte a la gente en anónima, como una máscara de tragedia griega, pero en otros las reduce a su esencia (y, desde luego, ésta es la auténtica y fría razón por la que tratamos de ser nosotros mismos quienes comuniquen a los familiares su pérdida, en lugar de dejárselo a los uniformados: no pretendemos demostrar lo sensibles que somos, sólo queremos ver las reacciones), y transmitimos noticias espantosas bastante a menudo como para conocer las variantes habituales. La mayoría de la gente se queda aturdida y lucha por mantener el equilibrio sin tener ni idea de cómo hacerlo; la tragedia es un territorio desconocido en el que se entra sin guía, y tienen que apañárselas para sortearla paso a paso. Margaret Devlin no se había sorprendido, estuvo casi resignada, como si la pena fuera por defecto su estado habitual.

– Tenemos básicamente el mismo esquema -continué-. Ella provoca la enfermedad a una de las chicas o bien a todas, cuando Katy entra en la escuela de danza intenta imponerse y la madre la mata.

– Eso también explicaría por qué Rosalind viste como si tuviera cuarenta años -observó Cassie-. Intenta ser adulta para escapar de su madre.

Mi móvil sonó.

– Joder, tío -dijimos ambos al unísono.


Hice el numerito de la falta de cobertura y nos pasamos el resto del viaje preparando una lista de posibles líneas de investigación. A O'Kelly le gustan las listas; si éramos capaces de hacer una lo bastante buena lo distraeríamos del hecho de que no le habíamos devuelto las llamadas.

Trabajamos en los terrenos del Castillo de Dublín, cosa que, a pesar de las connotaciones coloniales que conlleva, es una de las ventajas de este trabajo que más me gustan. En el interior, las habitaciones están cuidadosamente amuebladas para que sean ni más ni menos como todas las oficinas administrativas del país -cubículos, fluorescentes, moquetas con electricidad estática y paredes de color gris-, pero el exterior de los edificios está protegido y sigue intacto: viejos y ornamentados ladrillos rojos y mármol, con almenas y torretas y desgastadas esculturas de santos en lugares inesperados. En las noches brumosas de invierno, atravesar los adoquines es como adentrarse en el universo de Dickens, con tenues farolas doradas que proyectan sombras de ángulos imposibles, campanas que repican en catedrales cercanas y el eco de cada paso en la oscuridad; Cassie dice que puedes fingir que eres el inspector Abberline trabajando en los crímenes del Destripador. Una vez, en diciembre, en una noche de luna llena esplendorosamente clara, cruzó el patio principal haciendo volteretas.

Había luz en la ventana de O'Kelly, pero el resto del edificio estaba a oscuras: eran más de las siete y todos se habían ido a casa. Nos colamos dentro lo más silenciosamente posible. Cassie fue de puntillas a las oficinas de la brigada para introducir los datos de Mark y los Devlin en el ordenador, y yo bajé al sótano, donde guardábamos los archivos de los casos antiguos. Antes era una bodega y, dado que la infalible Brigada de Diseño Corporativo aún no se ha pasado por allí, sigue teniendo losas de piedra, columnas y arcos bajos. Cassie y yo hemos acordado que algún día bajaremos ahí con unas velas, apagaremos la luz eléctrica y nos saltaremos las normas de seguridad para pasarnos la noche buscando pasadizos secretos.

La caja de cartón (Rowan G., Savage R, 33791/84) estaba exactamente donde yo la había dejado hacía más de dos años; dudo que nadie la tocase desde entonces. Saqué el archivo y lo hojeé en busca de la declaración que Personas Desaparecidas había tomado a la madre de Jamie y, gracias a Dios, ahí estaba: pelo rubio, ojos avellana, camiseta roja, vaqueros cortos, zapatillas blancas y horquillas rojas decoradas con fresas.

Me escondí la carpeta debajo de la chaqueta, por si acaso me topaba con O'Kelly (no había motivo por el que no pudiera tenerla, sobre todo ahora, que la relación con el caso Devlin era definitiva, pero por alguna razón me sentía culpable y furtivo, como si huyese con algún artilugio tabú), y volví a subir a las oficinas de la brigada. Cassie estaba delante del ordenador; había dejado las luces apagadas para que O'Kelly no nos descubriera.

– Mark está limpio -dijo-. Igual que Margaret Devlin. Jonathan tiene una condena, de febrero pasado.

– ¿Porno infantil?

– Por Dios, Ryan, mira que eres melodramático. No, por desorden en la vía pública: estaba protestando por la autopista y cruzó un cordón policial. El juez le impuso una multa de cien pavos y veinte horas de servicios a la comunidad, pero la subió a cuarenta cuando Devlin dijo que a su entender lo habían detenido por prestar un servicio a la comunidad.

Así pues, no era ahí donde había visto el nombre de Devlin; como ya he dicho, sólo tenía una idea muy vaga de que existía esa controversia sobre la autopista. Pero eso explicaba por qué Devlin no había denunciado las amenazas telefónicas. No debía de vernos como a unos aliados, sobre todo en nada que concerniera a la autopista.

– La horquilla del pelo está en el archivo -dije.

– Muy bien -respondió Cassie, con un asomo de duda en su voz. Apagó el ordenador y se volvió para mirarme-. ¿Satisfecho?

– No estoy seguro -dije.

Obviamente, tranquilizaba saber que no había perdido la chaveta ni me imaginaba cosas; pero me preguntaba si de veras lo había recordado o sólo lo había visto en el informe, y cuál de esas dos posibilidades me disgustaba más; deseaba haber mantenido la boca cerrada respecto al maldito asunto.

Cassie aguardó; en la luz nocturna que entraba por la venta sus ojos parecían inmensos, opacos y atentos. Yo sabía que me estaba dando la oportunidad de decir: «A la mierda la horquilla, olvidémonos de que la hemos encontrado». Aún hoy siento la tentación, por muy manida y absurda que sea, de preguntarme qué habría pasado de haberlo hecho.

Pero era tarde, había sido un día largo y quería irme a casa, y el hecho de que me traten con guantes de seda, aunque sea Cassie, siempre me ha puesto nervioso; zanjar esa línea de investigación me pareció un esfuerzo mucho mayor que dejarla seguir su curso, sin más.

– ¿Llamarás a Sophie por lo de la sangre? -pregunté.

En la estancia mal iluminada, creí correcto admitir al menos esa flaqueza.

– Claro -dijo Cassie-. Pero luego, ¿de acuerdo? Vamos a hablar con O'Kelly antes de que le dé un ataque. Me ha enviado un mensaje al móvil cuando estabas en el sótano; ni siquiera sabía que supiera hacerlo, ¿y tú?


Llamé a la extensión de O'Kelly y le conté que estábamos de vuelta, a lo que contestó:

– Ya era hora, joder. ¿Es que os habéis parado a echar un polvo?

Luego nos dijo que fuésemos volando a su despacho.

Éste sólo tiene una silla además de la de O'Kelly, uno de esos trastos ergonómicos de polipiel, lo que implicaba que no debías robarle demasiado espacio ni tiempo. Yo me senté en la silla y Cassie se apoyó en una mesa detrás de mí. O'Kelly la miró, irritado.

– Sed rápidos -dijo-. Tengo que estar en un sitio a las ocho.

Su mujer lo había dejado el año anterior y desde entonces radio macuto había informado de una serie de espantosos intentos de relación, incluida una cita a ciegas espectacularmente desastrosa en que la mujer resultó ser una ex prostituta a la que había detenido varias veces en su años de Antivicio.

– Katharine Devlin, de doce años -comencé.

– ¿La identificación es definitiva?

– En un noventa y nueve por ciento -respondí-. Haremos que uno de los padres vea el cuerpo cuando los del depósito lo hayan preparado, pero Katy Devlin tenía una gemela idéntica con el mismo aspecto que nuestra víctima.

– ¿Pistas, sospechosos…? -espetó. Llevaba puesta una bonita corbata, a propósito para su cita, y se había echado demasiada colonia; no la reconocí, pero olía a cara-. Voy a tener que dar una maldita conferencia de prensa mañana. Decidme que tenéis algo.

– La golpearon en la cabeza, la asfixiaron y probablemente la violaron -explicó Cassie. La luz fluorescente le dibujaba manchas grises debajo de los ojos. Parecía demasiado cansada y demasiado joven para decir eso con tanta tranquilidad-. No sabremos nada definitivo hasta la autopsia de mañana por la mañana.

– ¿Cómo que mañana? -exclamó O'Kelly, escandalizado-. Decidle a ese mierda de Cooper que dé prioridad a este caso.

– Ya lo he hecho, señor -respondió Cassie-. Tenía que estar en el juzgado esta tarde. Ha dicho que mañana a primera hora era lo mejor que podía ofrecernos. -Cooper y O'Kelly se odian; lo que Cooper había dicho en realidad era: «Hacedme el favor de explicarle al señor O'Kelly que sus casos no son los únicos del universo»-. Hemos identificado cuatro líneas principales de investigación y…

– Bien, eso está muy bien -interrumpió O'Kelly, abriendo cajones y hurgando en busca de un boli.

– Primero está la familia -dijo Cassie-. Ya conoce las estadísticas, señor: la mayoría de los niños asesinados han muerto a manos de sus padres.

– Y esa familia tiene algo raro, señor -continué yo.

Esa parte me tocaba a mí; teníamos que dejar claro ese punto, por si en algún momento necesitábamos cierto margen para investigar a los Devlin, pero de haberlo dicho Cassie O'Kelly hubiera salido con un largo, malicioso y aburrido rollo sobre la intuición femenina. A estas alturas sabemos tratar a O'Kelly. Hemos afinado nuestro contrapunto hasta alcanzar la perfección de una armonía de los Beach Boys: percibimos exactamente cuándo intercambiar los papeles de vanguardia y retaguardia o poli bueno y poli malo, y cuándo mi frío desapego tiene que adoptar una nota de dignidad para equilibrar la soltura vivaracha de Cassie, y eso nos sirve incluso entre nosotros.

– No puedo asegurar qué es, pero en esa casa sucede algo.

– Nunca ignoréis una corazonada -dijo O'Kelly-. Es peligroso.

El pie de Cassie, que se balanceaba con indiferencia, me dio un golpe en la espalda.

– Segundo -continuó ella-: al menos tendremos que comprobar la posibilidad de algún tipo de culto.

– Maddox, por Dios. ¿Es que Cosmo saca un artículo sobre satanismo este mes?

El desprecio de O'Kelly por los tópicos es tan drástico que casi cae en lo mismo. A mí me resulta entretenido o irritante o ligeramente reconfortante en función de mi estado de ánimo, pero al menos facilita mucho la preparación previa de un guión.

– A mí también me parece un montón de porquería, señor -dije-, pero tenemos a una niña asesinada en un altar sacrificial. Los periodistas ya han preguntado por ello, así que tendremos que descartarlo.

Obviamente, es difícil demostrar que algo no existe, y decirlo sin tener pruebas sólidas sólo alienta teorías conspiratorias, por lo que optamos por una táctica distinta: dedicaríamos varias horas a hallar la forma de que la muerte de Katy Devlin no encajase con el supuesto modus operandi de un hipotético grupo (ni orgía de sangre, ni ropa sacrificial, ni símbolos ocultos, blablablá), y entonces O'Kelly, que por suerte no tiene ningún sentido del ridículo, explicaría todo eso ante las cámaras.

– Una pérdida de tiempo -concluyó el comisario-. Pero sí, sí, hacedlo. Hablad con Delitos Sexuales, con el cura de la parroquia, con quien sea, pero quitadlo de en medio. ¿Cuál es la tercera?

– La tercera -explicó Cassie- es un vulgar delito sexual: un pedófilo la mató para evitar que hablase o porque matar forma parte de su rollo. Y si las cosas apuntan en esta dirección, tendremos que echar un vistazo al caso de los dos chicos que desaparecieron en Knocknaree en 1984. La misma edad y el mismo sitio, y justo al lado del cuerpo de nuestra víctima hemos encontrado una gota de sangre antigua, que el laboratorio está comparando con las muestras del 84, y una horquilla que encaja con la descripción de la que llevaba la chica desaparecida. No podemos descartar que haya una relación.

Eso, definitivamente, le tocaba a Cassie. Como ya he dicho, yo miento bastante bien, pero sólo con oírla decir eso mi corazón se aceleró de forma irritante, y en muchos aspectos O'Kelly es más perceptivo de lo que pretende.

– ¿Estás hablando de un asesino sexual en serie? ¿Veinte años después? Y en cualquier caso, ¿cómo sabéis lo de esa horquilla?

– Usted dice que tenemos que familiarizarnos con los casos viejos, señor -respondió Cassie virtuosamente. Y era verdad, lo decía (creo que lo oyó en algún seminario, o tal vez en GSI), pero decía muchas cosas, y de todos modos ninguno de nosotros tenía tiempo-. Y el tipo podría haber estado fuera de la ciudad, o en la cárcel, o quizá sólo mata cuando está sometido a mucha presión…

– Todos estamos bajo mucha presión -zanjó O'Kelly-. Un asesino en serie, lo que nos faltaba. ¿Qué más?

– La cuarta es la que podría ser más peliaguda, señor -advirtió Cassie-. Jonathan Devlin, el padre, dirige la campaña «No a la Autopista en Knocknaree», que por lo visto ha cabreado a algunas personas. Dice que ha recibido tres llamadas anónimas en los últimos dos meses, en las que amenazaban a su familia si no cedía. Tendremos que averiguar quién saca tajada del hecho de que esa autopista atraviese Knocknaree.

– Lo que significa andar jodiendo a promotoras inmobiliarias y administradores del condado -dijo O'Kelly-. Dios.-Necesitaremos todos los refuerzos posibles, señor -comenté-, y creo que también a alguien más de Homicidios.

– Ya lo creo que lo necesitaréis. Coged a Costello. Dejadle una nota: siempre llega temprano.

– La verdad, señor -dije-, es que me gustaría quedarme a O'Neill.

No tengo nada en contra de Costello, pero definitivamente no lo quería en esa ocasión. Aparte del hecho de que resulta deprimente -y ese caso ya lo era lo bastante sin él-, es de esos tipos obstinados que examinan con lupa el archivo del caso viejo y se ponen a buscar el rastro de Adam Ryan.

– No voy a poner a tres novatos en un caso destacado. Vosotros dos estáis dentro sólo porque os pasáis los descansos buscando porno en la red, o lo que sea que hagáis, en lugar de salir a respirar aire libre como todos los demás.

– O'Neill no es un novato, señor. Lleva siete años en Homicidios.

– Y todos sabemos por qué -dijo O'Kelly con malicia.

Sam llegó a la brigada a los veintisiete; su tío es un político de nivel medio, Redmond O'Neill, subsecretario del Ministerio de Justicia o de Medio Ambiente o de lo que sea. Sam lo lleva bien: por naturaleza o por estrategia, es tranquilo y de fiar, el refuerzo favorito de todo el mundo, y eso le evita gran cantidad de comentarios insidiosos. Sigue dando pie a alguna observación ponzoñosa, pero suele ser más un acto reflejo, como lo fue la de O'Kelly, que malintencionada.

– Por eso precisamente le necesitamos, señor -dije-. Si tenemos que meter las narices en los asuntos de la administración del condado sin buscarnos demasiados problemas, nos irá bien alguien con contactos en ese círculo.

O'Kelly lanzó una mirada al reloj y estuvo a punto de atusarse los cuatro pelos de la calva, pero se lo pensó mejor. Eran las ocho menos veinte. Cassie volvió a cruzar las piernas, instalándose más cómodamente sobre la mesa.

– Supongo que puede haber pros y contras -comenzó-. Tal vez deberíamos discut…

– Bah, qué más da, quedaos a O'Neill -exclamó O'Kelly, irritado-. Pero haced vuestro trabajo y no dejéis que cabree a nadie. Quiero informes en mi escritorio cada mañana.

Se levantó y empezó a reunir toscas pilas de papeles. Nos estaba echando.

Sin que viniera a cuento sentí una súbita y dulce inyección de alegría, penetrante y nítida como imagino que la perciben los consumidores de heroína cuando el chute les entra en la vena. Era mi compañera impulsándose con las manos para bajar ágilmente del escritorio, era el movimiento preciso y familiar con que cerré mi libreta de una sacudida, era mi comisario general metiéndose dentro de su chaqueta y comprobando con disimulo si llevaba caspa en los hombros, era ese despacho de iluminación estridente con una pila de carpetas marcadas con rotulador derrumbándose en una esquina y era la noche sacándole brillo a las ventanas. Era la percepción, una vez más, de que aquello era real y era mi vida. Puede que Katy Devlin, si hubiese llegado tan lejos, se hubiera sentido igual con las ampollas en los pies, el olor acre a sudor y cera para el suelo en las aulas de danza y el timbre de la mañana retumbando en los pasillos. Puede que ella, igual que yo, hubiese amado los ínfimos detalles y los inconvenientes aún más que las maravillas, porque esas cosas te demuestran que perteneces a algo.

Recuerdo aquel momento porque, para ser sincero, los tengo muy de vez en cuando. No me doy cuenta de cuándo soy feliz, salvo en retrospectiva. Mi don, o mi defecto fatal, es la nostalgia. En ocasiones me han acusado de exigir la perfección, o de rechazar los deseos del corazón en cuanto me acerco tanto que el barniz misterioso e impresionista se difumina en unos puntos llanos y sólidos, pero la verdad no es tan sencilla. Sé muy bien que la perfección está hecha de elementos mundanos disgregados.

Supongo que podría decirse que mi verdadera debilidad es una especie de hipermetropía: normalmente sólo veo el dibujo a distancia, y cuando ya es demasiado tarde.

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