Capítulo 24

O'Kelly siempre me ha parecido un misterio. No le caía bien Cassie, despreciaba su teoría y básicamente le resultaba un inexorable grano en el culo; pero para él la brigada tiene un significado profundo y casi totémico, y una vez se ha resignado a apoyar a uno de sus miembros, lo (o incluso la) apoya hasta el final. Le dio a Cassie su transmisor y su furgoneta de refuerzo, aunque lo consideraba una absoluta pérdida de tiempo y de recursos. Cuando llegué a la mañana siguiente -muy temprano, pues queríamos coger a Rosalind antes de que se fuera al instituto-, Cassie estaba en la sala de investigaciones, colocándose el micrófono.

– Quítate el jersey, por favor -le pidió con voz tranquila el técnico de vigilancia.

Era bajo y carente de expresión, y tenía unas hábiles manos de profesional.

Cassie se levantó el jersey por encima de la cabeza, obediente como un niño en la consulta del médico. Debajo llevaba lo que parecía una camiseta térmica de chico. Había prescindido del maquillaje desafiante que usaba desde hacía unos días y tenía unas manchas oscuras debajo de los ojos. Me pregunté si habría dormido algo siquiera, y me la imaginé sentada en la repisa de su ventana con la camiseta extendida alrededor de las rodillas, y el minúsculo resplandor de un cigarrillo aflorando y marchitándose mientras inhalaba y observaba los jardines que se iluminaban con la aurora. Sam se encontraba en la ventana, de espaldas a nosotros; O'Kelly estaba ocupado con la pizarra, borrando rayas y trazándolas otra vez.

– Pásate el cable por debajo de la camiseta, por favor -dijo el técnico.

– Te esperan tus llamadas -me anunció O'Kelly.

– Yo también quiero ir -contesté.

Sam se dio la vuelta; Cassie, con la cabeza agachada sobre el micrófono, no alzó la vista.

– Cuando se hiele el maldito infierno y los camellos vuelvan patinando a su casa -replicó O'Kelly.

Estaba tan cansado que lo veía todo como a través de una neblina blanca y efervescente.

– Quiero ir -repetí.

Esta vez, todos me ignoraron.

El técnico sujetó la batería a los vaqueros de Cassie, le practicó una incisión diminuta en el dobladillo del cuello de la camiseta y pasó el micro por dentro. Le pidió que volviera a ponerse el jersey -Sam y O'Kelly se giraron- y luego le mandó hablar. Cuando ella lo miró sin comprender, O'Kelly le indicó, impaciente:

– Di lo primero que se te pase por la cabeza, Maddox, cuéntanos lo que harás este fin de semana, si quieres.

Pero en lugar de eso recitó un poema. Era un poema antiguo, uno de esos que te aprendes de memoria en el colegio. Mucho después, hojeando unas páginas en una librería polvorienta, me topé con esos versos:

Junto a vuestras cabezas sosegadas

dije mis oraciones con sílabas de arcilla.

¿Qué don, quise saber, debo traeros,

antes de que os llore y me aleje?

Llévate, dijeron, el roble y el laurel.

Llévate nuestro destino de lágrimas y vive

como un amante manirroto.

Porque el don que te pedimos, no lo puedes dar.

Su voz sonó grave, inexpresiva y uniforme. Los altavoces la proyectaron atenuándola con un eco susurrante, y de fondo se oyó un rumor como de viento fuerte y muy lejano. Pensé en esas historias de fantasmas en que las voces de los muertos llegan hasta sus seres queridos a través de radios que crepitan o de líneas telefónicas, transportadas por ondas extraviadas que desafían las leyes de la naturaleza y surcan los espacios agrestes del universo. El técnico toqueteó con delicadeza unos discos y botones misteriosos y pequeños.

– Estupendo, Maddox, ha sido muy emotivo -comentó O'Kelly, después de que el técnico quedara satisfecho-. A ver, esto es la urbanización. -Estampó el dorso de la mano contra el mapa de Sam-. Nosotros estaremos en la furgoneta, aparcada en el atajo de Knocknaree, que es la primera a la izquierda desde la entrada frontal. Maddox, tú llegas con tu trasto, aparcas delante de los Devlin y sacas a la chica a dar un paseo. Salís por la verja trasera de la urbanización y giráis a la derecha, en dirección contraria a la excavación y luego otra vez a la derecha, siguiendo el muro lateral, para ir a dar a la carretera, y otra vez a la derecha hacia la entrada principal. Si os desviáis de esta ruta en algún punto, dilo por el micro. Danos tu localización tan a menudo como puedas. Cuando… mejor dicho, si la has informado de sus derechos y le has sacado lo suficiente como para arrestarla, la arrestas. Si piensas que te ha calado o que no estás yendo a ninguna parte, acabas y te vas. Si en algún momento necesitas refuerzos, nos lo dices y entramos. Si lleva un arma, identifícala por el micro, «Baja ese cuchillo», o lo que sea. No tienes testigos oculares, o sea que no saques tu arma a menos que no tengas elección.

– No voy a cogerla -respondió Cassie. Se desabrochó la funda de la pistola, se la pasó a Sam y abrió los brazos-. Regístrame.

– ¿Para qué? -preguntó éste, desconcertado y observando la pistola que tenía en sus manos.

– Para ver si llevo armas. -Su mirada se deslizó, extraviada, por encima del hombro de él-. Si dice algo, alegará que la apunté con la pistola. Registrad también mi moto antes de que me ponga en marcha.


Aún hoy sigo sin tener muy claro cómo me las arreglé para estar en esa furgoneta. Quizá fue porque, aunque en la ignominia, seguía siendo el compañero de Cassie, y ésta es una relación por la que casi cualquier detective siente un respeto automático y muy arraigado. O quizá porque bombardeé a O'Kelly con la primera técnica que aprenden los niños pequeños: si le pides una cosa a alguien lo bastante a menudo durante el tiempo suficiente mientras está ocupado intentando hacer otras cosas, tarde o temprano accederá sólo para que te calles. Y yo estaba demasiado desesperado para que me importara lo humillante de la situación. Quizá pensó que, si se hubiera negado, habría cogido mi Land Rover y me habría presentado allí por mi cuenta.

La furgoneta era uno de esos trastos siniestros, de color blanco y con vidrios tintados, que aparecen a veces en informes policiales, con el nombre y el logo de una empresa ficticia de baldosas en el costado. Dentro era aún peor, con unos gruesos cables negros retorciéndose por todas partes y el equipo parpadeando y zumbando, una lucecita de techo inútil y un aislamiento acústico que le daba el inquietante aspecto de una celda acolchada. Sweeney conducía; Sam, O'Kelly, el técnico y yo nos sentamos en la parte de atrás, balanceándonos sobre unos bancos bajos e incómodos, sin abrir la boca. O'Kelly se había traído un termo de café y una especie de pasta pegajosa que se comió con unos bocados metódicos e inmensos sin mostrar ningún deleite. Sam eliminaba una mancha imaginaria de las rodillas de sus pantalones. Me hice crujir los nudillos hasta que me di cuenta de lo irritante que era, y procuré ignorar mis ansias intensas de fumar. El técnico se dedicó a rellenar el crucigrama de The Irish Times.

Aparcamos en el atajo de Knocknaree y O'Kelly llamó a Cassie al móvil. Esta se encontraba dentro del alcance del equipo; su voz se escuchaba firme y serena a través de los altavoces.

– Maddox.

– ¿Dónde estás? -quiso saber él.

– Llegando a la urbanización. No quería dar vueltas por ahí.

– Estamos en posición. Adelante.

Una pausa.

– Sí, señor -dijo Cassie y colgó.

Oí el rugido de la Vespa al ponerse otra vez en marcha y después el extraño efecto estéreo cuando, un minuto más tarde, pasó por el extremo del atajo, a sólo unos metros de nosotros. El técnico dobló su periódico e hizo un ajuste minúsculo en algo; frente a mí, O'Kelly se sacó del bolsillo una bolsa de plástico con caramelos variados y se recostó en el banco.

El traqueteo del micrófono al ritmo de unos pasos y el tenue y refinado ding-dong del timbre de la puerta. O'Kelly agitó la bolsa de caramelos ante nosotros; al ver que nadie quería, se encogió de hombros y pescó un toffee con chocolate.

El clic de la puerta al abrirse.

– Detective Maddox -dijo Rosalind, y no pareció muy contenta-. Me temo que estamos muy ocupados en este momento.

– Ya lo sé -respondió Cassie-. Lamento mucho molestar. Pero ¿puedo…? ¿Sería posible que hablásemos un minuto?

– Ya tuvo oportunidad de hablar conmigo la otra noche. Y en lugar de eso me insultó y me arruinó la velada. La verdad es que no me apetece malgastar más tiempo con usted.

– Lo siento, yo no… No debería haberlo hecho. Pero no se trata del caso. Es que necesito preguntarte algo.

Silencio; me imaginé a Rosalind sosteniendo la puerta abierta, observándola y evaluándola; y el rostro de Cassie erguido y tenso, con las manos bien hundidas en los bolsillos de su chaqueta de ante. De fondo, alguien -Margaret- gritó algo. Rosalind espetó:

– Es para mí, mamá -y la puerta se cerró-. ¿Y bien? -inquirió luego.

– ¿Podemos…? -Un crujido. Cassie se agitaba, nerviosa-. ¿Podemos ir a dar un paseo? Se trata de un asunto privado.

Aquello debió de despertar el interés de Rosalind, aunque no modificó el tono de voz:

– La verdad es que estaba a punto de salir.

– Sólo cinco minutos. Podemos dar la vuelta a la urbanización por la parte de atrás… Por favor, Rosalind. Es importante.

Finalmente, suspiró.

– Está bien. Supongo que puedo concederle cinco minutos.

– Gracias -respondió Cassie-. Eres muy amable.

Las oímos bajar por el sendero otra vez, y los golpes rápidos y decididos de los tacones de Rosalind.

Era una mañana dulce y suave; el sol disipaba la neblina de la noche anterior, aunque al meternos en la furgoneta aún habíamos encontrado capas tenues sobre la hierba y emborronando el cielo alto y sereno. Los altavoces amplificaron el gorjeo de los mirlos y el chirrido y el golpe metálico de la verja trasera de la urbanización; luego, los pies de Cassie y Rosalind hicieron crujir la hierba húmeda a lo largo del lindero del bosque. Pensé en lo hermosas que le parecerían a un observador madrugador: Cassie, despeinada y natural; Rosalind, blanca y sinuosa y esbelta como salida de un poema. Dos chicas en una mañana de septiembre, cabellos brillantes bajo las hojas doradas y conejos que se alejaban corriendo al acercarse ellas.

– ¿Puedo preguntarte algo? -comenzó Cassie.

– Vaya, creía que había venido para eso -respondió Rosalind, con una delicada inflexión que implicaba que Cassie le estaba haciendo perder su valioso tiempo.

– Sí. Lo siento. -Cassie respiró hondo-. Muy bien. Me estado preguntando cómo supiste que…

– ¿Sí? -apremió Rosalind con educación.

– Lo del detective Ryan y yo. -Silencio-. Que teníamos… una aventura.

– ¡Ah, eso! -Rosalind se rió con un ruidito cantarín y sin emoción, apenas con una pizca de triunfo-. ¿A usted qué le parece, detective Maddox?

– He pensado que tal vez lo adivinaste. O algo así. Que a lo mejor no lo ocultamos tan bien como creíamos. Pero es que parecía… No he podido evitar preguntármelo.

– Pues se les notaba un poco, ¿no cree? -Maliciosa y censuradora-. Pero no. Se lo crea o no, detective Maddox, no dedico demasiado tiempo a pensar en usted y su vida amorosa.

Silencio otra vez. O'Kelly se sacó el caramelo de entre los dientes.

– Entonces, ¿qué? -preguntó Cassie al fin, con un espantoso matiz de terror.

– Me lo dijo el detective Ryan, por supuesto -contestó Rosalind en tono azucarado.

Sentí los ojos de Sam y de O'Kelly posándose en mí y me mordí el interior de la mejilla para prohibirme negarlo.

Aunque no es algo fácil de admitir, hasta ese momento mantuve un cobarde residuo de esperanza de que todo aquello fuese un horrible malentendido. Un chico dispuesto a decir cualquier cosa que creyera que querías oír, una chica a la que el trauma y el dolor habían vuelto cruel y mi rechazo como colofón; podíamos haberlo malinterpretado en mil sentidos diferentes. Pero fue en ese momento, ante la facilidad de esa mentira gratuita, cuando entendí que Rosalind, la Rosalind que yo había conocido, aquella muchacha herida, cautivadora e impredecible con la que me había reído en el Central y con la que me cogí de la mano en un parque, nunca había existido. Todo cuanto me había mostrado lo construyó ella para impresionar, con la atención hábil y concentrada que se dedica al vestuario de un actor. Debajo de la miríada de velos relucientes había algo tan simple y mortífero como un alambre de espinos.

– ¡Tonterías! -A Cassie se le quebró la voz-. Él nunca haría una gilipollez como…

– No se atreva a hablarme así -espetó Rosalind.

– Lo siento -respondió Cassie, contenida, al cabo de un momento-. Es que yo… no me lo esperaba. Nunca se me ocurrió que se lo contaría a nadie. Nunca.

– Pues lo hizo. Debería pensarse mejor en quién confía. ¿Es esto lo que quería preguntarme?

– No. Tengo que pedirte un favor. -Movimiento: Cassie pasándose una mano por el pelo o por la cara-. Va contra las normas… confraternizar con el compañero. Si nuestro jefe llegara a enterarse podrían despedirnos a los dos, o mandarnos otra vez de uniforme. Y este trabajo… Este trabajo significa mucho para nosotros. Para ambos. Nos hemos esforzado mucho para entrar en la brigada. Nos rompería el corazón que nos expulsaran de ella.

– Deberían haberlo pensado antes, ¿no cree?

– Ya lo sé -dijo Cassie-, ya lo sé. Pero ¿sería posible que no dijeras nada de esto? ¿A nadie?

– Que encubra su pequeña aventura. ¿Es eso lo que quiere decir?

– Yo… Sí. Supongo.

– No tengo muy claro por qué cree que tengo que hacerle algún favor -replicó Rosalind con frialdad-. Ha sido horriblemente maleducada conmigo cada vez que nos hemos visto; hasta ahora, cuando quiere algo de mí. No me gusta la gente que utiliza a los demás.

– Lo siento si he sido maleducada. -La voz de Cassie sonó forzada, demasiado alta y demasiado rápida-. De verdad. Creo que me sentía… no sé, amenazada por ti… No debería haberlo demostrado. Te pido disculpas.

– Es cierto que me debía una disculpa, pero la cuestión no es ésa. Me da igual el modo en que me insultara a mí, pero si me trató así, estoy segura de que también se lo hace a otras personas, ¿no? No sé si debería proteger a alguien con un comportamiento tan poco profesional. Tendré que pensarme un poco si es mi deber contarles a sus supervisores cómo es usted en realidad.

– Menuda zorra -comentó Sam con suavidad y sin alzar la mirada.

– Se está buscando una patada en el culo -musitó O'Kelly. Muy a su pesar, empezaba a parecer interesado-. Si yo hubiera sido así de insolente con alguien que me doblaba la edad…

– Es que no es sólo por mí -suplicó Cassie con desesperación-. ¿Y el detective Ryan? Él nunca ha sido maleducado, ¿verdad? Está loco por ti.

Rosalind se rió con modestia.

– ¿En serio?

– Sí. Sí, lo está.

La otra simuló reflexionar.

– Bueno… Supongo que si era usted la que lo perseguía, en el fondo no fue culpa de él. A lo mejor no sería justo hacerle sufrir por ello.

– Supongo que fui yo, sí. -Pude oír la humillación, descarnada y desnuda, en la voz de Cassie-. Fui yo la que… Siempre era yo la que lo empezaba todo.

– ¿Y cuánto tiempo ha durado esto?

– Cinco años -respondió Cassie-, de forma intermitente.

Cinco años atrás Cassie y yo no nos conocíamos, ni siquiera estábamos destinados en la misma parte del país, y de pronto comprendí que lo había dicho por O'Kelly, para demostrar que estaba mintiendo en caso de que a éste le quedara un resquicio de duda; por primera vez comprendí la sutileza del doble juego al que estaba jugando.

– Desde luego, tendría que saber que ha terminado -señaló Rosalind- antes de plantearme si los encubro.

– Ya ha terminado, lo juro. Él… rompió hace un par de semanas. Esta vez, para siempre.

– ¿Sí? ¿Por qué?

– No quiero hablar de ello.

– Vaya, pues no le queda otra opción.

Cassie cogió aire.

– No sé por qué -afirmó-. Es la pura verdad. He hecho todo lo posible para que me lo explicara, pero sólo dice que es complicado, que está hecho un lío, que ahora mismo no se ve capaz de mantener una relación… Yo no sé si hay alguien más o… Ya no nos hablamos. Ni siquiera me mira a la cara. No sé qué hacer.

La voz le temblaba como un flan.

– ¿Lo estáis oyendo? -comentó O'Kelly, sin demasiada admiración precisamente-. Maddox tendría que haber sido actriz.

Pero no estaba actuando, y Rosalind lo percibió.

– En fin -dijo, y noté el tono de suficiencia en su voz-, no puedo decir que me sorprenda. Desde luego, no habla de usted como lo haría un amante.

– ¿Qué dice? -preguntó Cassie, sin poder contenerse, al cabo de un segundo.

Estaba mostrando sus puntos vulnerables para atraer los golpes; permitía de forma deliberada que Rosalind la hiriese, la vapulease, le arrancase delicadamente capas de dolor para cebarse con ellas a su antojo. Se me revolvió el estómago.

Rosalind dilató la pausa, haciéndole esperar.

– Que es terriblemente dependiente -dijo al fin. Su voz, alta, dulce y clara no había cambiado-. «Desesperada» es la palabra que utilizó. Por eso era usted tan detestable conmigo, porque tenía celos de lo mucho que le importo yo. Él hacía lo posible para comportarse de un modo agradable porque creo que siente lástima por usted, pero ya se estaba cansando de soportar su actitud.

– Eso son chorradas -mascullé, furioso-. Yo nunca…

– Cállate -dijo Sam, en el mismo instante en el que O'Kelly soltaba:

– ¿A quién coño le importa?

– Silencio, por favor -dijo el técnico con educación.

– Yo le advertí contra usted -explicó Rosalind con aire pensativo-. ¿Así que al final siguió mi consejo?

– Sí -respondió Cassie, con voz muy grave y temblorosa-. Supongo que sí.

– Oh, Dios mío. -Una nota minúscula de diversión-. Realmente está enamorada de él, ¿verdad? -Nada-. ¿Verdad?

– No lo sé. -Cassie habló con voz pastosa y dolorida, pero hasta que no se sonó no me di cuenta de que estaba llorando. Nunca la había visto llorar-. No lo pensé hasta que… Es que yo no… Nunca he estado tan unida a nadie. Y ahora ni siquiera puedo pensar con claridad, no puedo…

– Vamos, detective Maddox. -Rosalind suspiró-. Si no puede ser sincera conmigo, al menos séalo consigo misma.

– Es que no lo sé. -A duras penas le salían las palabras-. A lo mejor…

Se le hizo un nudo en la garganta.

En la furgoneta reinaba un ambiente de pesadilla subterránea, como si las paredes se inclinaran vertiginosamente hacia dentro. La cualidad incorpórea de sus voces les confería un matiz añadido de horror, como si estuviéramos espiando a dos fantasmas perdidos atrapados en una lucha de voluntades eterna e inalterable. La manecilla de la puerta era invisible entre las sombras, y capté la dura mirada de advertencia de O'Kelly.

– Tú has insistido en estar aquí, Ryan.

No podía respirar.

– Debería ir.

– ¿Para qué? Todo va según lo previsto, sirva para lo que sirva eso. Tranquilízate.

Una leve y terrible respiración por los altavoces.

– No -dije-. Escuche.

– Está haciendo su trabajo -intervino Sam. Su rostro resultaba impenetrable bajo la sucia luz amarillenta-. Siéntate.

El técnico levantó un dedo.

– Espero que sepa controlarse -dijo Rosalind con desagrado-. Es terriblemente difícil mantener una conversación sensata con alguien que está histérico.

– Lo siento. -Cassie se sonó otra vez y tragó saliva-. Por favor. Ha terminado, no fue culpa del detective Ryan y él haría cualquier cosa por ti. Confió lo bastante como para contártelo. ¿No podrías… dejarlo correr, no decírselo a nadie? Por favor.

– Bueno. -Rosalind lo consideró-. El detective Ryan y yo nos hemos acercado mucho durante un tiempo. Aunque la última vez que lo vi, también estuvo horriblemente maleducado conmigo. Y me mintió acerca de esos amigos suyos. No me gustan los mentirosos. No, detective Maddox. Me temo que no me siento tan en deuda con ninguno de los dos como para hacerles favores.

– Muy bien -replicó Cassie-. Vale, muy bien. ¿Y si yo pudiera hacer algo por ti a cambio?

Se oyó una risita.

– No se me ocurre nada que pueda querer de usted.

– Pues lo hay. Concédeme cinco minutos más, ¿de acuerdo? Podemos bajar por este lado de la urbanización, hacia la carretera principal. Hay una cosa que puedo hacer por ti, te lo juro.

Rosalind suspiró.

– Sólo hasta que lleguemos de vuelta a mi casa. Pero algunos tenemos ética, ¿sabe, detective Maddox? Si pienso que es mi responsabilidad hablar a sus superiores de esto, de ningún modo podrá sobornarme para que me calle.

– No es un soborno. Sólo… una oferta de ayuda.

– ¿De usted?

Otra vez esa risa; ese pequeño y fresco gorjeo que me había resultado tan encantador. Caí en la cuenta de que me estaba clavando las uñas en las palmas.

– Hace dos días arrestarnos a Damien Donnelly por el asesinato de Katy -expuso Cassie.

Una fracción de pausa. Sam se inclinó hacia delante, con los codos en las rodillas. Y luego:

– Bueno, ya es hora de que deje de pensar en su vida amorosa y preste un poco de atención al caso de mi hermana. ¿Quién es Damien Donnelly?

– Él dice que era tu novio hasta hace unas semanas.

– Pues obviamente no lo era. De haber sido mi novio, me parece que sabría quién es, ¿no cree?

– Hay un registro con un montón de llamadas entre tu móvil y el de él -respondió Cassie con cautela.

A Rosalind se le heló la voz.

– Si quiere algo de mí, detective, acusarme de mentirosa no es la mejor manera de plantearlo.

– Yo no te acuso de nada -dijo Cassie, y por un instante pensé que se le quebraría la voz otra vez-. Sólo digo que sé que esto es un asunto personal que sólo a ti te incumbe, y no tienes por qué confiarte a mí…

– Tiene toda la razón.

– Pero trato de explicarte cómo puedo ayudarte. Mira, Damien confía en mí. Me ha contado cosas.

Al cabo de un momento, Rosalind tomó aire.

– Yo no me emocionaría mucho por eso. Damien habla con cualquiera que le escuche. No es que usted sea especial.

Sam asintió con un gesto veloz: «Paso uno».

– Lo sé, lo sé. Pero el hecho es que me contó por qué lo hizo. Según él, lo hizo por ti. Porque tú se lo pediste. -Nada, durante largo rato-. Por eso te hice venir la otra noche. Quería hacerte algunas preguntas al respecto.

– Por favor, detective Maddox. -La voz de Rosalind se había aguzado, sólo un punto, y no supe si era buena o mala señal-. No me trate como si fuera una estúpida. Si tuvieran alguna prueba contra mí, estaría arrestada y no aquí, escuchando sus lamentos por el detective Ryan.

– No -respondió Cassie-. Ésa es la cuestión. Los demás todavía no saben qué contó Damien. Si lo averiguan, te detendrán.

– ¿Me está amenazando? Porque es muy mala idea.

– No. Yo sólo intento… Vale, se trata de lo siguiente. -Cassie cogió aire-. En realidad no necesitamos un móvil para acusar a alguien de asesinato. Tenemos su confesión grabada en vídeo, y en el fondo es lo único que necesitamos para meterle en la cárcel. Nadie tiene que saber por qué lo hizo. Y, como ya he dicho, confía en mí. Si le digo que debería guardarse su móvil para él, me creerá. Ya le conoces.

– Mucho mejor que usted, de hecho. Dios. Damien. -Puede que sea una prueba de mi estupidez, pero ese matiz en la voz de Rosalind, que más allá del desdén denotaba un rechazo absoluto e impersonal, aún tenía la capacidad de desconcertarme-. La verdad es que no me preocupa. Es un asesino, por el amor de Dios. ¿Cree que alguien le creerá? ¿Más que a mí?

– Yo le creí -contestó Cassie.

– Sí, en fin. Eso no dice mucho de sus habilidades como detective, ¿verdad? Damien apenas tiene la inteligencia suficiente para atarse los zapatos, pero se saca una historia de la manga y usted le toma la palabra. ¿De veras cree que alguien como él sería capaz de explicarle cómo ocurrió realmente, aunque quisiera? Damien sólo puede tratar con cosas simples, detective. Y ésta no era una historia simple.

– Los hechos básicos se pueden comprobar -dijo Cassie con dureza-. No quiero oír los detalles. Si tengo que callármelo, cuanto menos sepa, mejor.

Un momento de silencio mientras Rosalind evaluaba las posibilidades de la situación; después, la risita.

– ¿De veras? Pero se supone que es usted detective. ¿No debería interesarle saber qué ocurrió en realidad?

– Sé cuanto necesito. De todos modos, nada de lo que me cuentes me servirá.

– Eso ya lo sé -replicó Rosalind vivamente-. No podría utilizarlo. Pero si oír la verdad la coloca en una posición difícil, no deja de ser culpa suya, ¿no? No debería haberse puesto en esta situación. No veo por qué tengo que ser indulgente con su falta de honradez.

– Yo… Como tú has dicho, soy detective. -Cassie estaba levantando la voz-. No puedo escuchar un testimonio sobre un crimen y…

Rosalind no modificó su tono.

– Pues tendrá que hacerlo, ¿verdad? Katy era una niña muy dulce. Pero cuando se le empezó a prestar tanta atención con lo del baile, se le subieron los humos de una forma espantosa. De hecho, esa mujer, Simone, era una influencia terrible para ella. A mí me entristecía mucho. Alguien tenía que ponerla en su sitio, ¿no le parece? Por su propio bien. Por eso yo…

– Si continúas hablando -dijo de repente Cassie, demasiado alto-, tendré que advertirte. De lo contrario…

– No me amenace, detective. No se lo volveré a repetir.

Un instante. Sam observaba el vacío con un nudillo atrapado entre sus dientes delanteros.

– Por eso decidí que lo mejor sería demostrarle a Katy que en realidad no era nada del otro mundo -resumió Rosalind-. Desde luego, no es que fuera muy inteligente. Cuando le daba algo para…

– No tienes obligación de decir nada a menos que desees hacerlo -la interrumpió Cassie, y la voz le tembló de forma desaforada-, pero cualquier cosa que digas constará por escrito y podrá utilizarse como prueba.

Rosalind reflexionó largo rato. Oí sus pisadas sobre las hojas caídas y el jersey de Cassie, que rascaba ligeramente el micrófono a cada paso; en algún sitio arrulló una paloma, hospitalaria y alegre. Sam tenía los ojos puestos en mí, y a través de la penumbra de la furgoneta me pareció ver en ellos una expresión de repulsa. Me acordé de su tío y le sostuve la mirada.

– La ha perdido -afirmó O'Kelly. Se estiró, moviendo los hombros hacia atrás, y se hizo crujir el cuello-. Es por la maldita advertencia. Cuando yo empecé no había mierdas de ésas: les soltabas unas cuantas indirectas, te explicaban lo que querías saber y con eso le bastaba a cualquier juez. Claro que ahora al menos podremos irnos a trabajar.

– Aguarde -replicó Sam-. La recuperará.

– Respecto a lo de ir a nuestro jefe… -dijo Cassie al fin, con un largo suspiro.

– Un momento -interrumpió Rosalind con frialdad-. No hemos terminado.

– Claro que sí -respondió ella, aunque la voz le tembló, traicionera-. En lo que a Katy se refiere, sí. No pienso quedarme aquí escuchando…

– No me gusta que la gente trate de intimidarme, detective. Diré lo que me plazca y usted me escuchará. Si me interrumpe otra vez, se acabó la conversación. Si se la cuenta a alguna otra persona, les diré exactamente la clase de persona que es usted, y el detective Ryan lo confirmará. Nadie se creerá ni una palabra de lo que diga y perderá su precioso empleo. ¿Entendido?

Silencio. El estómago se me revolvía cada vez más, lenta y terriblemente; tragué saliva.

– Menuda arrogante -observó Sam en tono suave-. Vaya maldita arrogante.

– No jorobes -respondió O'Kelly-. Es la mejor baza que tiene Maddox.

– Sí -continuó Cassie, en voz baja-. Entendido.

– Bien. -Sentí la sonrisita remilgada y satisfecha en la voz de Rosalind. Sus tacones golpeaban el asfalto. Habían girado por la carretera principal, en dirección a la entrada de la urbanización-. Como iba diciendo, decidí que alguien tenía que bajarle los humos a Katy. En realidad era tarea de mi madre y de mi padre, es evidente; de haberlo hecho ellos, no habría tenido que hacerlo yo. Pero no podíamos molestarles. De hecho, esa clase de abandono me parece una forma de maltrato infantil, ¿a usted no?

Esperó hasta que Cassie dijo, con tirantez:

– No lo sé.

– Ya lo creo que lo es. A mí me disgustaba mucho. Así que le dije a Katy que tenía que dejar la danza porque tenía un efecto pernicioso en ella, pero no me escuchó. Debía aprender que no poseía una especie de derecho divino a ser el centro de atención. No todo en este mundo giraba a su alrededor. Así que la alejé de la danza de vez en cuando. ¿Quiere saber cómo?

Cassie respiraba deprisa.

– No, no quiero.

– La hacía enfermar, detective Maddox -dijo Rosalind-. Dios, ¿me está diciendo que ni siquiera se habían imaginado eso?

– Se nos pasó por la cabeza. Pensamos que a lo mejor tu madre había hecho algo…

– ¿Mi madre? -Otra vez ese matiz, ese menosprecio más allá del desdén-. Por favor. A mi madre la habrían pillado en una semana, incluso si dependiera de ustedes. Mezclaba zumo con lavavajillas o productos de limpieza, o lo que me apeteciera ese día, y le decía a Katy que era una pócima secreta para bailar mejor. Era tan tonta que se lo creía. A mí me interesaba ver si alguien lo averiguaba, pero nadie lo hizo. ¿Se lo imagina?

– Dios santo -dijo Cassie, apenas en un susurro.

– Vamos, Cassie -masculló Sam-. Eso son lesiones graves. Vamos.

– No lo hará -aseguré. Mi voz sonó rara, entrecortada-. No hasta que la tenga por asesinato.

– Mira -continuó Cassie, y la oí tragar saliva-, estamos a punto de entrar en la urbanización, y me has dicho que sólo me concedías hasta que estuviéramos de vuelta en tu casa… Necesito saber qué vas a hacer respecto a…

– Lo sabrá cuando yo se lo diga. Y entraremos cuando yo decida entrar. De hecho, creo que deberíamos volver por ese camino, para que pueda terminar mi historia.

– ¿Quieres rodear la urbanización otra vez?

– Era usted la que quería hablar conmigo, detective Maddox -le recordó Rosalind en tono de reproche-. Tiene que aprender a asumir las consecuencias de sus actos.

– Mierda -murmuró Sam.

Se estaban alejando de nosotros.

– No va a necesitar refuerzos, O'Neill -dijo O'Kelly-. Esa chica es una arpía, pero no lleva una pistola escondida.

– En fin, que Katy no aprendía. -Ese tono afilado y peligroso filtrándose de nuevo en la voz de Rosalind-. Al final consiguió averiguar por qué se ponía enferma, aunque le llevó años, y pilló un berrinche espantoso. Me dijo que nunca más se bebería nada que le diera yo y blablablá, hasta amenazó con contárselo a nuestros padres. Claro que nunca la habrían creído, siempre se ponía histérica por nada, pero aun así… ¿Ve a qué me refiero con Katy? Era una mocosa malcriada. Siempre, siempre tenía que hacer lo que le parecía. Y si no lo conseguía, iba con el cuento a mamá y papá.

– Ella sólo quería ser bailarina -señaló Cassie con discreción.

– Y yo le había dicho que eso era inaceptable -espetó Rosalind-. Si se hubiera limitado a hacer lo que le decía, nada de esto habría pasado. Pero en lugar de eso intentó amenazarme. Ya sabía yo que eso de la escuela de danza y todos esos artículos y recaudaciones de fondos tendrían ese efecto; era vergonzoso, se creía que podía hacer lo que le diera la gana. Me dijo, y son sus palabras exactas, no me lo estoy inventando, se plantó ahí delante con las manos en las caderas, Dios, esa pequeña prima donna, y dijo: «No deberías haberme hecho eso. No vuelvas a hacerlo nunca». Pero ¿quién se creía que era? Estaba completamente fuera de control, el modo en que se comportó conmigo fue absolutamente indignante, y yo no iba a permitirlo de ningún modo.

Sam tenía las manos apretadas en dos puños y yo contenía el aliento. Estaba bañado en un sudor frío y enfermizo. Ya no lograba hacerme una imagen mental de Rosalind; la tierna visión de la chica de blanco había volado en pedazos, como reventada por una bomba nuclear. Aquello era algo inimaginable, algo vacuo como los caparazones amarillentos que dejan los insectos tras de sí en la hierba seca, algo traído por vientos fríos y lejanos, corrosivo y destructor con todo cuanto tocaba.

– Me he topado con personas que intentaban decirme lo que tenía que hacer -dijo Cassie, con voz tensa y entrecortada. Aunque era la única de nosotros que sabía lo que podíamos esperar, aquella historia la dejó sin aliento-. Y no he hecho que alguien las matara.

– De hecho, me parece que coincidirá conmigo en que nunca le dije a Damien que le hiciera nada a Katy. -Noté cómo Rosalind sonreía-. No puedo evitarlo si los hombres siempre quieren hacer cosas por mí, ¿sabe? Pregúntele si quiere: fue a él a quien se le ocurrió cada idea. Y tardó siglos, Dios mío, habría sido más rápido entrenar a un mono. -O'Kelly resopló-. Cuando finalmente cayó en la cuenta, parecía que acabase de descubrir la ley de la gravedad, como si fuera una especie de genio. Y luego empezó a tener esas dudas que no se acababan nunca… Cielos, unas cuantas semanas más y creo que habría tenido que dejarle por inútil y empezar otra vez, antes de perder la cabeza.

– Al final hizo lo que tú querías -intervino Cassie-. ¿Por qué rompiste con él entonces? El pobre chico está destrozado.

– Por la misma razón por la que el detective Ryan rompió con usted. Me aburría tanto que me daban ganas de gritar. Y no, en realidad no hizo lo que yo quería. Fue un desastre. -Rosalind estaba levantando el tono de su voz fría y furiosa-. Mira que entrarle el pánico y esconder el cuerpo… podría haberlo echado todo a rodar. Podría haberme buscado serios problemas. Sinceramente, es que es increíble. Hasta tuve que molestarme en buscarle una mentira que contar a la policía para que no se fijaran en él, pero ni siquiera eso supo hacer.

– ¿Lo del hombre del chándal? -preguntó Cassie, y percibí la tirantez en el filo de su voz. El momento se acercaba-. No, nos lo contó. Sólo que no fue muy convincente. Nos pareció que hacía una montaña de un grano de arena.

– ¿Ve a qué me refiero? Se suponía que debía violarla, golpearla con una piedra en la cabeza y dejar el cuerpo en algún lugar de la excavación o en el bosque. Eso era lo que yo quería. Por el amor de Dios, uno pensaría que es algo sencillo incluso para Damien, pero no. No hizo bien ni una sola de estas cosas. Dios, tiene suerte de que sólo rompiera con él. Después del lío que armó, debería haberlos puesto a ustedes sobre su pista. Se lo tiene merecido.

Eso era todo lo que necesitábamos. El aire salió de mi interior con un ruidito extraño y desagradable. Sam se dejó caer contra la pared de la furgoneta y se pasó la mano por el pelo; O'Kelly lanzó un silbido grave y prolongado.

– Rosalind Frances Devlin -anunció Cassie-, quedas arrestada como sospechosa de matar a Katharine Bridget Devlin, contrariamente a la ley, alrededor del pasado 17 de agosto en Knocknaree, en el condado de Dublín.

– Quíteme las manos de encima -espetó Rosalind.

Oímos una refriega, el crujir de las ramas al partirse bajo las pisadas y luego un ruidito rápido y feroz, como el bufido de un gato, y algo entre una bofetada y un golpe, y un jadeo agudo de Cassie.

– ¿Qué coño…? -exclamó O'Kelly.

– Vamos -dijo Sam-, vamos.

Pero yo ya estaba agarrando el tirador de la puerta.

Corrimos, derrapando al doblar por la esquina, carretera abajo hacia la entrada de la urbanización. Tengo las piernas más largas y dejé atrás fácilmente a Sam y O'Kelly. Todo parecía sucederse ante mí a cámara lenta: las verjas oscilantes y las puertas de colores vivos, un crío montado en un triciclo que alzó la vista con la boca abierta y un viejo con tirantes que dejó de mirar sus rosas. El sol de la mañana caía pausado como miel, dolorosamente brillante después de la penumbra, y el estruendo de la portezuela al cerrarse de golpe retumbó hasta el infinito. Rosalind podía haberse apoderado de una rama afilada, de una piedra, de una botella rota; hay muchos objetos que pueden matar. Yo no sentía el contacto de mis pies con el pavimento. Di la vuelta en el poste de la verja y me lancé por la carretera principal, y las hojas me cepillaron la cara cuando giré por el sendero que bordea el muro, con hierba húmeda y crecida y retazos de barro en los que dejaba mis huellas. Me sentí como si me estuviera desvaneciendo, mientras la brisa de otoño soplaba dulce y fresca entre mis costillas y penetraba en mis venas, entregándome de la tierra al aire.

Estaban a la vuelta de la urbanización, donde los campos se encuentran con esa última franja de bosque, y las piernas me flaquearon de alivio al ver que las dos estaban en pie. Cassie tenía a Rosalind cogida de las muñecas (por un instante me acordé de la fuerza que tenía en las manos, por aquel día en la sala de interrogatorios), pero Rosalind forcejeaba, intensa y ferozmente, no para huir sino para cogerla a ella. Le daba patadas en las espinillas e intentaba arañarla, y la vi propulsar la cabeza al escupirle a Cassie en la cara. Grité algo, pero no creo que ninguna de las dos me oyera.

Se escucharon unos pasos detrás de mí y Sweeney pasó como un relámpago, lanzándose al estilo de un jugador de rugby mientras sacaba las esposas. Agarró a Rosalind del hombro, le dio la vuelta y la lanzó contra la pared. Cassie la había pillado con la cara lavada y el pelo recogido en un moño, y por primera vez vi con un alivio descarnadamente alegórico su fealdad, sin las capas de maquillaje y los tirabuzones cuidadosamente dispuestos: mejillas con bolsas, una boca delgada y ávida fruncida en una sonrisita odiosa y unos ojos vidriosos y vacíos como los de una muñeca. Llevaba el uniforme del instituto, una falda sin forma de color azul marino con un blasón delante, y no sé por qué ese atuendo me pareció espantoso.

Cassie dio un traspié hacia atrás, se apoyó en el tronco de un árbol y mantuvo el equilibrio. Cuando se volvió hacia mí lo primero que vi fueron sus ojos, inmensos, negros y cegados. Después vi la sangre, que le trazaba una extravagante telaraña en un lado de la cara. Se tambaleó un poco bajo las sombras confusas de las hojas, y una gota brillante cayó en la hierba a sus pies.

Yo estaba a sólo unos metros de distancia, pero algo me impidió acercarme más. Aturdida y contrariada y con el rostro surcado por unas marcas feroces, parecía una sacerdotisa pagana surgida de un rito demasiado vigoroso e implacable como para ser concebido, aún como si estuviera en otra parte, como si fuera otra, como si no se la pudiera tocar antes de que diera la señal. Se me erizó la nuca.

– Cassie -dije, y extendí mis brazos hacia ella. Sentí el pecho como si me estallara y se abriera-. Oh, Cassie.

Levantó las manos en respuesta, y por un instante juro que todo su cuerpo se movió en mi dirección. Entonces recordó. Dejó caer las manos y su cabeza retrocedió, y deslizó la mirada a un punto inconcreto del inmenso cielo azul.

Entonces Sam me apartó del camino y se plantó torpemente a su lado.

– Dios mío, Cassie… -Estaba sin aliento-. ¿Qué te ha hecho? Ven aquí.

Se levantó el faldón de la camisa y le secó la mejilla con cuidado, y ahuecó la otra mano para sostenerle la parte de atrás de la cabeza.

– ¡Ay, joder! -exclamó Sweeney con los dientes apretados cuando Rosalind le dio un pisotón.

– Me ha arañado -respondió Cassie. Su voz era terrible, aguda y fantasmagórica-. Me ha tocado, Sam, esa cosa me ha tocado, Dios, me ha escupido… Quítamelo, quítamelo.

– Tranquila -le dijo él-, tranquila, todo ha terminado. Lo has hecho muy bien. Tranquila…

La rodeó con sus brazos y la atrajo hacia él, y ella le apoyó la cabeza en el hombro. Por un instante la mirada de Sam se cruzó con la mía de frente; luego la apartó, bajándola hacia su mano que acariciaba los rizos de Cassie.

– ¿Qué diablos pasa? -preguntó O'Kelly, detrás de mí, con desagrado.


En cuanto se lavó la cara, Cassie no tenía tan mal aspecto como pareció al principio. Las uñas de Rosalind le habían dejado tres líneas anchas y oscuras que le atravesaban el pómulo, pero a pesar de la sangre no eran profundas. El técnico, que sabía primeros auxilios, dijo que no hacían falta puntos y que había tenido suerte de que Rosalind no le alcanzara el ojo. Quiso ponerle tiritas en los cortes, pero ella se negó, al menos hasta que volviéramos al trabajo y se los desinfectaran. A ratos temblaba de pies a cabeza; el técnico dijo que seguramente sufría una conmoción. O'Kelly, que aún parecía desconcertado y exasperado por cuanto había sucedido ese día, le ofreció un toffee con chocolate.

– Azúcar -explicó.

Era obvio que no estaba en condiciones para conducir, así que dejó la Vespa donde la había aparcado y ocupó el asiento delantero de la furgoneta. Sam conducía. Rosalind iba en la parte de atrás, con el resto de nosotros. Se había calmado después de que Sweeney le pusiera las esposas y estaba sentada rígida e indignada, sin decir palabra. Cada inspiración que tomaba estaba impregnada de su perfume empalagoso y de alguna otra cosa, algo que parecía pudrirse, opulento y contaminante y tal vez imaginario. Su mirada me decía que su mente trabajaba a marchas forzadas, si bien su rostro carecía de expresión. Ni miedo, ni hostilidad, ni ira. Nada de nada.

Cuando llegamos, el humor de O'Kelly había mejorado ostensiblemente, y cuando les seguí a él y a Cassie a la sala de observación no intentó echarme.

– Esa chica me recuerda a un tipo al que conocí en el colegio -nos contó pensativamente, mientras esperábamos a que Sam terminase de leerle los derechos a Rosalind y la llevase a la sala de interrogatorios-. Te hacía las mil y una sin pestañear y luego se daba la vuelta y convencía a todo el mundo de que era culpa tuya. Este mundo está lleno de chalados.

Cassie se apoyó contra la pared, escupió en un pañuelo manchado de sangre y se frotó otra vez la mejilla.

– Ella no está chalada -dijo.

Las manos todavía le temblaban.

– Es una forma de hablar, Maddox -respondió O'Kelly-. Deberías ir a que te vieran esa herida de guerra.

– Estoy bien.

– Buena jugada, de todos modos. Tenías razón. -Le dio unas palmaditas torpes en el hombro-. Ese cuento de hacer que su hermana se pusiera enferma por su propio bien, ¿piensas que realmente se lo cree?

– No -contestó Cassie. Volvió a doblar el pañuelo en busca de algún trozo limpio-. Creer es un verbo que no existe para ella. Las cosas no son verdaderas o falsas: le convienen o no le convienen. Para ella nada más tiene significado. Si la sometiéramos a la prueba del polígrafo, lo superaría sin problemas.

– Debería haberse metido en política. Mirad, ya están. -O'Kelly señaló el vidrio con la cabeza. Sam entraba con Rosalind en la sala de interrogatorios-. A ver cómo intenta salir de ésta. Puede ser divertido.

Rosalind miró la estancia a su alrededor y suspiró.

– Quisiera que llamasen a mis padres ahora mismo -le anunció a Sam-. Dígales que me consigan un abogado y luego vengan aquí. -Se sacó un pequeño lápiz cursi y una libreta del bolsillo de la chaqueta, escribió algo en una hoja, la arrancó y se la entregó a Sam-. Aquí tiene su número. Muchas gracias.

– Verás a tus padres cuando terminemos de hablar. Si quieres un abogado…

– Me parece que los veré antes. -Rosalind se atusó el trasero de la falda y se sentó en la silla de plástico con un mohín de disgusto-. ¿Es que los menores no tienen derecho a que sus padres o un tutor estén presentes durante todo el interrogatorio?

Durante un momento todo el mundo permaneció inmóvil, excepto Rosalind, que cruzó las rodillas con recato y le sonrió a Sam, saboreando el efecto que habían causado sus palabras.

– Se suspende el interrogatorio -dijo Sam con brusquedad.

Cogió el archivo de encima de la mesa y se dirigió a la puerta.

– Santo Dios bendito -exclamó O'Kelly-. Ryan, ¿vas a decirme que…?

– A lo mejor está mintiendo -señaló Cassie.

Miraba atentamente a través del vidrio, el puño alrededor del pañuelo.

Mi corazón, que había dejado de latir, empezó a hacerlo a una velocidad el doble de lo normal.

– Pues claro que sí. Miradla, seguro que no puede tener menos de…

– Sí, muy bien. ¿Sabes cuántos hombres han acabado en la cárcel por decir eso?

Sam irrumpió en la sala de observación con tal fuerza que la puerta rebotó en la pared.

– ¿Qué edad tiene esa chica? -me preguntó.

– Dieciocho -respondí. La cabeza me daba vueltas; sabía que estaba seguro, pero no recordaba por qué-. Ella me dijo…

– ¡No me lo puedo creer! ¿Y le tomaste la palabra? -Nunca había visto a Sam perder los estribos, y era más impresionante de lo que me esperaba-. Si a esa chica le preguntases la hora a las dos y media, te diría que son las tres sólo para joderte. ¿Ni siquiera lo comprobaste?

– Mira quién habla -soltó O'Kelly-. Cualquiera de vosotros podría haberlo comprobado en cualquier momento del proceso, que Dios sabe que ha sido largo, pero no…

Sam ni siquiera le oía. Tenía sus ojos ardientes clavados en mí.

– Nos fiamos de ti porque se supone que eres un puto detective. Enviaste a tu compañera a que la crucificaran sin molestarte tan sólo…

– ¡Lo comprobé! -grité-. ¡Comprobé el expediente!

Pero mientras esas palabras salían de mi boca caí en la cuenta, con una sensación horrible y angustiosa. Una tarde soleada, muchos días atrás; hojeaba el archivo con el auricular encajado entre la mandíbula y el hombro y O'Gorman protestando en mi otra oreja, y con ganas de hablar con Rosalind y asegurarme de que era adulta y podía supervisar mi conversación con Jessica, todo a la vez («Y tenía que saberlo -pensé-, incluso entonces tenía que saber que no podía confiar en ella, ¿o por qué iba a molestarme en comprobar algo tan insignificante?»). Encontré la hoja de datos familiares y la leí por encima hasta la fecha de nacimiento de Rosalind, hice una resta…

Sam se había alejado de mí y rebuscaba con urgencia en el expediente, y vi el momento justo en que se le hundieron los hombros.

– Noviembre -anunció, en voz muy baja-. Su cumpleaños es el dos de noviembre. Cumplirá dieciocho.

– Felicidades -dijo O'Kelly con pesadez, después de un silencio-. A los tres. Bien hecho.

Cassie soltó aire.

– Inadmisible -dijo-. Cada maldita palabra.

Se dejó caer pared abajo hasta quedarse sentada, como si sus rodillas hubieran cedido de pronto, y cerró los ojos.

Un sonido débil, agudo e insistente salió por los altavoces. En la sala de interrogatorios, Rosalind se aburría y había empezado a tararear.

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