Capítulo 8

Sam llegó a la hora convenida, con aspecto de muchacho que acude a su primera cita -hasta se había alisado el pelo rubio, sin conseguir gran cosa, con un remolino detrás- y traía una botella de vino.

– Aquí tienes -dijo, y se la ofreció a Cassie-. No sabía lo que ibas a preparar, pero el tipo de la tienda ha dicho que éste va bien con cualquier cosa.

– Perfecto -respondió ella, y bajó la música (Ricky Martin en español; tiene una versión tipo jazz que pone muy alta mientras cocina o limpia la casa) y fue al armario a buscar vasos de vino iguales-. De todos modos, sólo estoy preparando pasta. El sacacorchos está en ese cajón. Rob, cariño, tienes que remover la salsa, no sostener la cuchara dentro de la sartén.

– Oye, Martha Stewart [14], ¿quién lo está haciendo, tú o yo?

– Ninguno de los dos, por lo que se ve. Sam, ¿vas a beber o tienes que conducir?

– Maddox, es tomate de lata con albahaca, no es precisamente haute cuisine…

– ¿Acaso te extirparon el paladar al nacer, o has tenido que currártelo mucho para conseguir esta falta de refinamiento? ¿Vino, Sam?

Sam parecía algo descolocado. A veces Cassie y yo nos olvidamos de que podemos causar ese efecto en la gente, sobre todo cuando estamos fuera de servicio y de buen humor, como era el caso. Sé que suena raro, dado lo que habíamos estado haciendo todo el día, pero en las brigadas con un alto cupo de horror -Homicidios, Delitos Sexuales, Violencia Doméstica…-o aprendes a desconectar o pides un traslado a Arte y Antigüedades. Si te permites pensar demasiado en las víctimas (qué pasó por su mente en sus últimos segundos, todas las cosas que ya no harán nunca o sus familias destrozadas), acabas con un caso sin resolver y una crisis nerviosa. Obviamente, a mí me costaba más de lo habitual desconectar; pero me sentaba bien la reconfortante rutina de preparar la cena y fastidiar a Cassie.

– Pues sí, por favor -respondió Sam. Miró a su alrededor, incómodo, en busca de un sitio donde dejar su abrigo; Cassie lo cogió y lo tiró sobre el futón-. Mi tío tiene una casa en Ballsbridge… sí, sí, ya lo sé -dijo, cuando los dos lo miramos con cara de impresionados-. Y yo aún conservo una llave. A veces paso la noche allí, si me he quedado a tomar unas copas.

Nos miró a uno y a otro, a la espera de algún comentario.

– Bien -dijo Cassie, tras lo cual se sumergió otra vez en el armario y apareció con un vaso en el que ponía «Nutella» en un lado-. Odio cuando algunas personas beben y otras no. Hace que la conversación cojee. ¿Qué diablos le has hecho a Cooper, por cierto?

Sam se rió, relajado, mientras buscaba el sacacorchos.

– Juro que no fue culpa mía. Mis tres primeros casos aparecieron a las cinco de la tarde, y le llamé justo cuando llegaba a casa.

– Oh-oh -dijo Cassie-. Chico malo.

– Tienes suerte de que te dirija la palabra -comenté yo.

– Apenas lo hace -afirmó Sam-. Finge que no recuerda mi nombre. Me llama detective Neary o detective O'Nolan… incluso en el estrado. Una vez me llamó con un nombre distinto cada vez que me mencionaba, y el juez se hizo tal lío que casi declaró nulo el juicio. Gracias a Dios, vosotros sí le caéis bien.

– Es por el escote de Ryan -dijo Cassie, mientras me empujaba con un golpe de cadera y echaba un puñado de sal en la cacerola con agua.

– Pues me compraré un Wonderbra -replicó Sam. Descorchó la botella con destreza, sirvió el vino y nos dio nuestros vasos-. Salud, compañeros. Gracias por invitarme. Por una resolución rápida y sin sorpresas desagradables.


Después de cenar nos pusimos a lo nuestro; hice café y Sam insistió en fregar los cacharros. Cassie, sentada en el suelo, esparció las notas de la autopsia y las fotos sobre la mesita de centro, un viejo arcón de madera encerada, mientras se acercaba y se alejaba para coger cerezas de un cuenco con la otra mano. Me encanta observar a Cassie cuando se concentra. Totalmente absorta, se queda ausente e inconsciente como una niña, se retuerce con el dedo un rizo de la nuca, coloca las piernas en posturas rarísimas sin ningún esfuerzo o se da golpecitos alrededor de la boca con un boli y de repente lo aparta para murmurarse algo a sí misma.

– Mientras esperamos a la Asombrosa Mujer Paranormal, aquí presente -le dije a Sam, y Cassie me levantó el dedo índice sin alzar la vista-, ¿cómo te ha ido el día?

Sam enjuagaba los platos con una precisa eficiencia de soltero.

– Ha sido largo. No se acababa nunca, con todos esos funcionarios diciéndome que tenía que hablar con otra persona y pasándome luego con el buzón de voz. No va a ser tan sencillo averiguar de quién es ese terreno. He hablado con mi tío y le he preguntado si eso de «No a la Autopista» tiene algún efecto real.

– ¿Y? -pregunté, intentando no sonar cínico.

No tenía nada contra Redmond O'Neill en particular -tenía una vaga imagen de un hombre grande y rubicundo con una mata de pelo gris, pero eso era todo-, pero siento una desconfianza firme y generalizada respecto a los políticos.

– Dice que no. Básicamente no son más que un incordio, según él. -Cassie levantó la vista y alzó una ceja-. Sólo le estoy citando. Han ido a juicio unas cuantas veces para intentar detener el proyecto; aún tengo que comprobar las fechas exactas, pero Red dice que las sesiones se celebraron a finales de abril, principios de junio y mediados de julio. Eso concuerda con las llamadas a Jonathan Devlin.

– Por lo visto alguien pensó que eran más que un incordio -observé.

– Esa última vez, hace unas semanas, «No a la Autopista» obtuvo un requerimiento judicial, pero Red dice que lo revocarán con una apelación. No está preocupado.

– Vaya, bueno es saberlo -dijo Cassie en tono edulcorado.

– Esa autopista hará mucho bien, Cassie -respondió Sam con suavidad-. Habrá nuevas casas, nuevos trabajos…

– Estoy segura de ello. Sólo que no entiendo por qué no podía hacer el mismo bien unos centenares de metros más allá.

Sam sacudió la cabeza.

– No tengo ni idea, no entiendo nada de ese tema. Pero Red sí, y dice que es absolutamente necesario.

Cassie abrió la boca para decir algo, pero capté el brillo de su mirada.

– Deja de ser maleducada y expón la situación -le dije.

– De acuerdo -comenzó cuando trajimos el café-. Lo más interesante es que me parece que ese tío lo hizo sin ganas.

– ¿Qué? -dije-. Maddox, la golpeó dos veces en la cabeza y luego la asfixió. Estaba más que muerta. Si no lo hubiera querido hacer…

– No, espera -me interrumpió Sam-. Quiero oír esto.

Mi labor en las sesiones informales de presentación es interpretar el papel de abogado del diablo, y Cassie es muy capaz de hacerme callar si me dejo llevar por el entusiasmo, pero Sam tiene una arraigada y tradicional caballerosidad que encuentro admirable a la vez que ligeramente irritante. Cassie me lanzó una pícara mirada de soslayo y le sonrió.

– Gracias, Sam. Como iba diciendo, fijaos en el primer golpe: sólo fue un toque que apenas bastaba para derrumbarla, y ya no digamos para dejarla inconsciente. Ella le daba la espalda y no se movía, podría haberle aplastado la cabeza; pero no lo hizo.

– No sabía cuánta fuerza requería -dijo Sam-. No lo había hecho nunca.

Sonó pesaroso. Tal vez parezca cruel, pero a menudo preferimos las señales que apuntan a un criminal en serie. De ese modo puede haber otros casos para comparar, más pruebas que reunir. Si nuestro hombre era un primerizo, no teníamos otra pista que seguir.

– Cass. ¿Crees que es virgen?

Al preguntarlo me di cuenta de que no tenía ni idea de qué deseaba como respuesta.

Ella cogió las cerezas con aire ausente sin apartar la vista de las notas, pero vi cómo agitaba las pestañas. Sabía qué le estaba preguntando.

– No estoy segura. No ha hecho esto a menudo, al menos recientemente, o no habría actuado con tanta indecisión. Pero quizá lo hiciera una o dos veces antes, hace tiempo. No podemos descartar un vínculo con el caso antiguo.

– No es habitual que un asesino en serie se tome veinte años de descanso -observé.

– Bueno -dijo Cassie-, esta vez no estaba muy ansioso por hacerlo. Ella se resiste, él le tapa la boca con una mano, la golpea de nuevo, a lo mejor cuando ella intenta arrastrarse o algo así, y esta vez la deja inconsciente. Pero en lugar de seguir pegándola con la roca, a pesar de que han forcejeado y que a estas alturas debe de tener la adrenalina por las nubes, suelta el arma y la asfixia. Ni siquiera la estrangula, que sería mucho más sencillo: utiliza una bolsa de plástico, y desde atrás, para no tener que verle la cara. Intenta distanciarse del crimen, hacerlo menos violento. Suavizarlo.

Sam hizo una mueca.

– O quizá no quiera complicarse -dije yo.

– Sí, pero entonces, ¿por qué la golpeó? ¿Por qué no la agarró, le puso la bolsa en la cabeza y ya está? Creo que la dejó inconsciente en frío porque no deseaba verla sufrir.

– Quizá no estaba seguro de poder dominarla a menos que la dejara sin sentido enseguida -observé-. Tal vez no sea muy fuerte… o, como hemos dicho, quizás es un primerizo y no sabe cuánta fuerza exige.

– Puede ser. Cabe contemplar todas las suposiciones. Creo que buscamos a alguien sin un historial de violencia reconocido, alguien que ni siquiera se peleaba en el patio del colegio, que no sería considerado agresivo físicamente, y puede que sin ninguna agresión sexual anterior. No creo que fuese realmente un crimen sexual.

– ¿Por qué, porque usó un objeto? -intervine-. Ya sabes que a algunos de ellos no se les levanta.

Sam pestañeó, espantado, y tomó un sorbo de café para disimular.

– Ya, pero entonces habría sido más… aplicado. -Todos nos estremecimos-. Por lo que dice Cooper, fue un gesto simbólico, una estocada, sin sadismo ni furia, sólo unos centímetros de rasguños y apenas le tocó el himen. Y fue post mórtem.

– A lo mejor lo prefería así: necrofilia.

– Por Dios -exclamó Sam, bajando su taza de café.

Cassie buscó sus cigarrillos, cambió de idea y cogió uno de los míos, más fuertes. Su rostro, con la guardia momentáneamente baja mientras se inclinaba sobre el mechero, parecía cansado y apagado; me pregunté si esa noche soñaría con Katy Devlin, inmovilizada y tratando de gritar.

– La habría conservado viva por más tiempo. Y también habría más signos de una agresión sexual completa. No, no quería hacerlo. Lo hizo porque debía.

– ¿Simular un crimen sexual para ponernos sobre una pista falsa?

Cassie sacudió la cabeza.

– No lo sé… En ese caso, cabría esperar un mayor esmero, que la desnudara y la colocara con las piernas separadas. Pero en lugar de eso le vuelve a poner los pantalones, se los abrocha… No, más bien pensaba en algo de tipo esquizofrénico. Casi nunca son violentos, pero si no se toman la medicación durante un brote paranoico, nunca se sabe. Quizá creyera, vete a saber el motivo, que Katy debía ser asesinada y violada, aunque odiase hacerlo. Eso explicaría por qué intentó no herirla, por qué utilizó un objeto, por qué no parece un crimen sexual, ya que no quiso dejarla expuesta ni quería que nadie pensara en él como en un violador, e incluso por qué la dejó en el altar.

– ¿Qué quieres decir?

Recuperé mi paquete de cigarrillos y se lo pasé a Sam, que tenía aspecto de necesitar uno, pero lo rechazó con la cabeza.

– Que pudo deshacerse de ella en el bosque o en otro lugar donde tal vez tardasen años en encontrarla, o incluso simplemente en el suelo. Pero se desvió de su camino para dejarla en el altar. Podría ser un rollo exhibicionista, aunque no lo creo: no la colocó, sólo la tumbó sobre el costado izquierdo, de modo que la herida de la cabeza quedase oculta; una vez más, intentaba minimizar el crimen. Creo que procuraba tratarla con cuidado y respeto, mantenerla alejada de los animales, asegurarse de que la encontrarían pronto. -Cogió el cenicero-. Lo bueno es que, si se trata de un esquizofrénico que se ha derrumbado, debería ser bastante fácil de localizar.

– ¿Y un asesino a sueldo? -propuse-. Eso también explicaría la aversión. Alguien, quizás el de las llamadas misteriosas, pudo contratarlo, pero no tenía por qué gustarle el trabajo.

– La verdad -respondió Cassie- es que un asesino a sueldo, y no me refiero a un profesional, sino a un aficionado que necesitara mucho el dinero, podría encajar incluso mejor. Al parecer, Katy Devlin era una niña bastante sensata, ¿no crees, Rob?

– Parece que era la persona más equilibrada de esa familia.

– Sí, estoy de acuerdo. Lista, centrada, voluntariosa…

– No de las que salen en plena noche con un extraño.

– Exacto. Sobre todo con un extraño al que se le ve que no anda fino. Un esquizofrénico que se está desmoronando seguramente no podría actuar con la normalidad suficiente para lograr que se fuera con él. Es más probable que se trate de alguien presentable, simpático, con buena mano para los niños… alguien a quien ya conociera. Alguien con quien se sintiera a gusto. Alguien que no le resultara amenazador.

– O amenazadora -intervine-. ¿Cuánto pesaba Katy?

Cassie rebuscó en sus notas.

– Poco más de treinta y cinco kilos. Dependiendo de lo lejos que se la llevara, sí, una mujer podría hacerlo, aunque tendría que ser bastante fuerte. Sophie no encontró marcas de arrastre en el sitio donde la dejaron. Basándome en las estadísticas, yo apostaría por un tío.

– Así que ¿estamos eliminando a los padres? -preguntó Sam, esperanzado.

Ella esbozó una mueca.

– No. Pongamos que uno de ellos abusaba de la niña y ésta amenazó con contarlo: o el abusador o el otro progenitor pudo creer que debía matar a Katy para proteger al resto de la familia. Tal vez intentaron simular un crimen sexual pero no tuvieron el valor de hacerlo a conciencia… Básicamente, lo único de lo que estoy más o menos segura es de que no estamos buscando a un psicópata o a un sádico. Nuestro hombre no pudo deshumanizarla ni disfrutó viéndola sufrir. Buscamos a alguien que no quería hacerlo, alguien que sentía que lo hacía por necesidad. No creo que se meta en la investigación, porque no le entusiasma llamar la atención ni nada parecido, y no creo que vuelva a actuar a corto plazo, a menos que se sienta amenazado. Y yo afirmaría casi sin temor a equivocarme que es del pueblo. Seguro que un criminólogo podría ser más concreto, pero…

– Te graduaste en Trinity, ¿verdad? -le preguntó Sam.

Cassie negó con un movimiento rápido de cabeza y cogió más cerezas.

– Lo dejé en cuarto.

– ¿Por qué?

Escupió un hueso de cereza en la palma y le dibujó a Sam una sonrisa que yo ya conocía, una sonrisa excepcionalmente dulce que le arrugaba la cara hasta el punto de que no podías verle los ojos.

– Porque, ¿qué ibais a hacer sin mí?

Yo podría haberle dicho a Sam que no iba a contestar, pues le hice esa misma pregunta varias veces a lo largo del tiempo y obtuve respuestas que iban desde «No había nadie de tu calibre con quien meterme» hasta «La comida de la despensa apestaba». Siempre ha habido un componente enigmático en Cassie. Es una de las cosas que me gustan de ella y, paradójicamente, más aún por ser una cualidad difícil de ver, tan esquiva que resulta casi invisible. Da la impresión de ser asombrosamente abierta, de un modo casi infantil, cosa que es cierta, dentro de lo que cabe: lo que ves es realmente lo que hay. Pero lo que no ves, lo que apenas vislumbras, ése es precisamente el aspecto de Cassie que siempre me ha fascinado. Incluso después de todo ese tiempo sabía que había espacios en su interior a los que nunca me había permitido acercarme, no digamos entrar. Había preguntas a las que no respondía, temas que discutía sólo en abstracto; si intentabas que concretara, se escabullía entre risas con la destreza de una patinadora artística.

– Eres buena -dijo Sam-. Con título o sin él.

Cassie enarcó una ceja.

– Antes de decir eso espera a ver si tengo razón.

– ¿Por qué crees que la mantuvo escondida todo un día? -pregunté yo.

Eso me tenía muy preocupado, por las evidentes y odiosas posibilidades y por la persistente sospecha de que, si no hubiera tenido que deshacerse de ella por algún motivo, tal vez se la habría quedado para siempre; Katy podría haberse desvanecido tan silenciosa y definitivamente como Peter y Jamie.

– Si no me equivoco con todo lo demás y con lo de distanciarse del crimen, entonces no lo hizo porque quisiera. Él habría deseado deshacerse de Katy lo antes posible, pero se la quedó porque no tenía elección.

– ¿Vive con alguien y tuvo que esperar hasta tener el camino libre?

– Sí, es posible. Pero estoy pensando que la excavación quizá no fuera una elección al azar. Tal vez tenía que dejarla allí, bien porque formaba parte del plan que estuviera siguiendo, bien porque no tiene coche y la excavación era el único lugar a mano. Eso encajaría con la declaración de Mark acerca de que no vio pasar ningún coche; ello significaría que la escena del crimen está muy cerca, probablemente en una de las casas de aquel extremo de la urbanización. Quizás intentó dejarla allí el lunes por la noche, pero desistió porque Mark estaba en el bosque con su hoguera. El asesino pudo verlo y asustarse; tuvo que esconder a Katy e intentarlo de nuevo la noche siguiente.

– O quizás el asesino fue él -dije.

– Tiene una coartada para el martes por la noche.

– De una chica que está loca por él.

– Mel no es de esas bobas que hacen lo que diga su novio. Tiene su propia opinión y es lo bastante lista para darse cuenta de lo importante que es esto. Si Mark hubiera salido de la cama en mitad del acto para darse un largo paseo, ella nos lo habría dicho.

– A lo mejor tenía un cómplice. Si no Mel, otra persona.

– ¿Y escondieron el cadáver en la hierba de la ladera?

– ¿Y cuál era su móvil? -inquirió Sam.

Llevaba un rato comiendo cerezas y mirándonos con interés.

– Su móvil es que está como un cencerro -le dije-. Tú no lo has oído. Es perfectamente normal en casi todo, lo bastante como para tranquilizar a un crío, Cass, pero cuando le haces hablar del yacimiento y empieza con lo del sacrilegio y la adoración… Ese yacimiento está amenazado por la autopista, y a lo mejor pensó que si hacía un buen sacrificio humano a los dioses, como en los viejos tiempos, les haría intervenir para salvarlo. Cuando se trata de esa excavación, se comporta como un chiflado.

– Si al final resulta que es un sacrificio pagano -dijo Sam-, me pido no ser yo el que se lo diga a O'Kelly.

– Yo voto porque se lo diga él mismo. Y vendemos entradas.

– Mark no es un chiflado -respondió Cassie con firmeza.

– Ya lo creo que sí.

– No lo es. Su trabajo es el centro de su vida. Eso no es ser un chiflado.

– Tendrías que haberles visto -le dije a Sam-. Sinceramente, parecía una cita más que un interrogatorio. Maddox asintiendo todo el rato, haciendo caídas de ojos y diciéndole que sabía exactamente cómo se sentía…

– Y lo sé, es verdad -replicó Cassie. Dejó las notas de Cooper y se dio impulso hacia atrás para sentarse en el futón-. Y no hice caídas de ojos. Cuando lo haga, te darás cuenta.

– ¿Sabes cómo se siente? ¿Es que tú también rezas al dios del Patrimonio?

– No, pedazo de idiota. Cállate y escucha: tengo una teoría sobre Mark.

Se quitó los zapatos de un puntapié y se sentó encima de sus pies.

– Oh, Dios mío -exclamé-. Sam, espero que no tengas prisa por irte.

– Siempre tengo tiempo para una buena teoría -respondió Sam-. ¿Puedo tomar una copa para acompañar, si ya no estamos trabajando?

– Bien pensado -le dije.

Cassie me dio un toque con el pie.

– Trae whisky o lo que pilles. -Le aparté el pie y me levanté-. A ver -empezó-: todos necesitamos creer en algo, ¿cierto?

– ¿Por qué? -pregunté.

Aquello me parecía interesante y a la vez un punto desconcertante; yo no soy religioso, y por lo que sabía Cassie tampoco lo era.

– Pues porque es así. Todas las sociedades del mundo, desde siempre, han tenido algún tipo de creencia. Pero ahora… ¿a cuántas personas conocéis que sean cristianas; no que sólo vayan a la iglesia, sino cristianas de verdad, que por ejemplo intenten actuar como lo haría Jesús? Y tampoco es que la gente pueda tener fe en las ideologías políticas. Nuestro gobierno ni siquiera tiene una, que se sepa…

– «Sobres bajo mano para los muchachos» -dije, por encima de mi hombro-. Es una ideología, más o menos.

– Oye… -dijo Sam con sutileza.

– Lo siento -respondí-. No me refería a nadie en concreto.

Asintió.

– Yo tampoco, Sam -le dijo Cassie-. Sólo quería decir que no hay una filosofía de conjunto. Así que la gente tiene que fabricarse su propia fe.

Encontré whisky, Coca-Cola, hielo y tres vasos; lo llevé todo a la mesita de un solo viaje, haciendo malabarismos.

– ¿Te refieres a los sucedáneos de religión? ¿A todos esos yuppies New Age que practican sexo tántrico y aplican el feng shui en sus turismos?

– A ellos también, pero pensaba en personas que convierten en religión algo completamente distinto. Como el dinero; de hecho, eso es lo más parecido que tiene el gobierno a una ideología, y no me refiero a sobres bajo mano, Sam. Hoy en día tener un empleo mal pagado no sólo es desafortunado, ¿os habéis dado cuenta? Se considera irresponsable: no eres un buen miembro de la sociedad; si no tienes una gran casa y un coche de lujo te estás portando mal.

– Pero si alguien pide un aumento -continué, agotando la cubitera- también se porta mal por amenazar el margen de beneficios de su patrón, después de todo lo que éste ha hecho por la economía.

– Exacto. Si no eres rico, eres un ser inferior que no debería tener el descaro de esperar un salario de las personas decentes que sí lo son.

– Vamos, vamos -contestó Sam-. Yo no creo que las cosas estén tan mal.

Hubo un silencio breve y cortés mientras yo recogía los cubitos que se habían desperdigado por la mesita de centro. Por naturaleza, Sam posee un optimismo ingenuo, pero también tiene una de esas familias que poseen casas en Ballsbridge. Su punto de vista sobre asuntos socioeconómicos, aunque amable, difícilmente puede considerarse objetivo.

– La otra gran religión de nuestros días -continuó Cassie- es el cuerpo. Toda esa publicidad condescendiente y los reportajes sobre beber y fumar y practicar deporte…

Yo me dedicaba a servir, a la espera de que Sam me dijera basta; alzó una mano, me sonrió y le pasé el vaso.

– A mí siempre me entran ganas de ver cuántos cigarrillos puedo meterme en la boca de una vez -comenté.

Cassie había extendido las piernas a lo largo del futón; yo se las aparté para poder sentarme, las volví a colocar sobre mi regazo y empecé a preparar su bebida, con mucho hielo y mucha Coca-Cola.

– A mí también. Pero esos reportajes no sólo dicen que esas cosas sean poco saludables: dicen que están moralmente mal. Como si en cierto modo fueras mejor persona espiritualmente por tener el porcentaje adecuado de grasa corporal y practicar ejercicio una hora al día… Y también están esos horribles anuncios en los que fumar no es sólo una estupidez, sino que es el demonio. La gente necesita un código moral que le ayude a tomar decisiones. Todas esas virtudes de los yogures bio y esa beatería económica sólo llenan un vacío. Pero el problema es que todo está enfocado al revés. No se trata de que hagas lo correcto y esperes una compensación, sino que lo moralmente correcto es por definición aquello que dé el mayor beneficio.

– Tómate tu copa -le dije. Estaba excitada y gesticulaba, inclinada hacia delante, con el vaso olvidado en la mano-. ¿Qué tiene esto que ver con la chaladura de Mark?

Cassie me hizo una mueca y tomó un sorbo de su bebida.

– Mark cree en la arqueología, en su herencia patrimonial. Ésa es su fe. No es una serie de principios abstractos, y no se trata de su cuerpo ni de su cuenta bancaria; es una parte muy concreta de su vida de cada día, obtenga compensación o no. Vive por ello. Eso no es estar chalado, sino más bien sano, y algo va terriblemente mal en una sociedad donde la gente piensa que eso es ser raro.

– Ese tío hizo una puñetera libación a algún dios de la Edad de Bronce -dije-. No veo nada especialmente malo en considerarlo un poco extraño. Apóyame en esto, Sam.

– ¿Yo? -Sam se había acomodado en el sofá y escuchaba la conversación con el brazo extendido para toquetear el cúmulo de conchas y piedras que había en el alféizar-. Bah, yo sólo diría que es joven. Deberíamos conseguirle una esposa y unos cuantos hijos. Eso lo calmaría.

Cassie y yo nos miramos y nos echamos a reír.

– ¿Qué? -preguntó Sam.

– Nada -le contesté-, de verdad.

– Me encantaría tomarme un par de cervezas contigo y con Mark juntos -dijo Cassie.

– Yo lo arreglaría en un momento -respondió Sam con serenidad, y a Cassie y a mí nos entró un descarado ataque de risa.

Me recosté en el futón y tomé un sorbo de mi bebida. Estaba disfrutando con la conversación. Era una velada agradable y feliz; la suave lluvia repiqueteaba en las ventanas, Billie Holiday sonaba de fondo y yo me alegraba, después de todo, de que Cassie hubiera invitado a Sam. Cada vez me caía mejor. Decidí que todo el mundo debería tener un Sam cerca.

– ¿De veras crees que podemos descartar a Mark? -le pregunté a Cassie.

Ella bebió un poco y se apoyó el vaso en el estómago.

– Con franqueza, creo que sí -respondió-. Dejando de lado lo de la chaladura. Como he dicho, tengo una sensación muy intensa de que quienquiera que lo hizo estaba indeciso al respecto. No puedo imaginarme a Mark indeciso respecto a nada; al menos, no a nada importante.

– Qué suerte tiene -dijo Sam, y le sonrió desde el otro lado de la mesa.


– ¿Y cómo os conocisteis Cassie y tú? -preguntó Sam más tarde. Se recostó en el sofá y cogió su vaso.

– ¿Qué? -dije.

Era una pregunta algo rara que no venía a cuento, y para ser sincero me había medio olvidado de que él estaba ahí. Cassie compra alcohol del bueno, como un sedoso whisky llamado Connemara que sabe a humo de turba, y todos estábamos algo achispados. La conversación empezaba a decaer de forma natural. Sam, con el cuello estirado, había estado leyendo los títulos de los maltrechos libros de la estantería, mientras yo yacía tumbado en el futón sin pensar en nada más complejo que la música. Cassie estaba en el cuarto de baño.

– Oh, cuando se incorporó a la brigada. Una tarde se le estropeó la moto y yo la llevé.

– Oh, vaya -dijo Sam. Parecía ligeramente azorado, cosa rara en él-. Claro, es lo que yo pensaba, que no os conocíais de antes. Pero luego me ha parecido que sí, que os conocíais de hace mucho, por eso me he preguntado si erais viejos amigos o… ya sabes.

– Nos pasa a menudo -admití. La gente tendía a dar por hecho que éramos primos o habíamos crecido en el mismo vecindario o algo por el estilo, y eso siempre me colmaba de una íntima e irracional felicidad-. Supongo que nos llevamos bien.

Sam asintió.

– Tú y Cassie -dijo, y se aclaró la garganta.

– ¿Qué pasa conmigo? -preguntó ésta con recelo, apartando mi pie de su camino y deslizándose de nuevo en su asiento.

– Sólo Dios lo sabe -respondí.

– Le preguntaba a Rob si os conocíais de antes de entrar en Homicidios -explicó Sam-. De la universidad o algo parecido.

– Yo no fui a la universidad -dije.

Tuve la sensación de que sabía lo que había estado a punto de preguntarme. La mayoría de la gente lo hace tarde o temprano, pero no creí que Sam fuese de los curiosos y me pregunté por qué, exactamente, quería saberlo.

– ¿En serio? -continuó él, procurando disimular su asombro. A eso me refiero con lo del acento-. Pensé que habrías ido a Trinity y habríais coincidido en alguna clase o…

– No le conocía de Adam, digo, de nada -respondió Cassie sin entonación.

Lo que, al cabo de un instante, nos provocó a ella y a mí unas risas y unos bufidos inevitables e infantiles.

Sam sacudió la cabeza, sonriendo.

– No sé cuál está más loco -dijo, y se levantó para vaciar el cenicero.


Le había dicho la verdad: no fui a la universidad. Milagrosamente me salí de mis suficientes con un bien y dos notables, lo que me habría bastado para acceder a algún sitio, de no ser porque ni siquiera presenté una solicitud. Le decía a la gente que me tomaba un año sabático, pero lo cierto era que no quería hacer nada, absolutamente nada, durante el mayor tiempo posible, tal vez durante el resto de mi vida.

Charlie se iba a Londres para estudiar económicas, así que fui con él, pues no había ningún otro sitio en el que necesitara o quisiera estar especialmente. Su padre le pagaba su parte del alquiler en un flamante apartamento con suelos de madera y portero, y como yo no podía permitirme mi mitad en modo alguno alquilé un cuarto pequeño y sombrío en una zona semipeligrosa y Charlie se buscó un compañero de piso, un estudiante holandés de intercambio que regresaría a casa en Navidad. El plan era que para entonces yo hubiera conseguido un trabajo y pudiera trasladarme con él, pero mucho antes de Navidad quedó claro que no me mudaría a ningún sitio, y no sólo por el dinero, sino porque, inesperadamente, me enamoré de mi cuarto y de mi vida íntima, díscola y de libre fluctuación.

Después del internado, la soledad resultaba embriagadora. En mi primera noche allí me tumbé de espaldas sobre la pegajosa moqueta durante horas, bañado por la luz opaca y anaranjada de la ciudad que entraba por la ventana, mientras olía un contundente curry que ascendía por el pasillo y oía a dos tíos que se chillaban en ruso y a alguien que interpretaba una pieza de violín tormentosa y recargada. Poco a poco me di cuenta de que no había una sola persona en todo el mundo que pudiera verme o preguntarme qué hacía o decirme que hiciera algo, y me sentí como si en cualquier momento el cuarto pudiera separarse del edificio como una luminosa pompa de jabón y zarpar en la noche, agitándose suavemente por encima de los tejados, del río y las estrellas.

Viví allí casi dos años. La mayor parte del tiempo estuve en el paro; de vez en cuando, cuando empezaban a jorobarme o cuando quería dinero para impresionar a una chica, trabajaba unas semanas en traslados de muebles o en la construcción. Inevitablemente, Charlie y yo nos habíamos distanciado; una separación que empezó, creo, con su mirada de educada y horrorizada fascinación cuando vio el cuarto por primera vez. Quedábamos para tomar algo cada dos o tres semanas y a veces iba a fiestas con él y sus nuevos amigos (ahí fue donde conocí a la mayoría de las chicas, incluida la ansiosa Gemma y sus problemas con el alcohol). Sus amigos de la universidad eran unos chicos simpáticos, pero hablaban un idioma que yo nunca dominé, ni ganas, lleno de bromas privadas y abreviaturas y palmaditas en la espalda, y me costaba mucho prestar atención.

No estoy seguro de qué hice exactamente esos dos años. Creo que nada, durante un montón de tiempo. Sé que éste es uno de los inconcebibles tabúes de nuestra sociedad, pero había descubierto que tenía talento para ejercitar una maravillosa pereza sin arrepentimiento, de una clase que casi nadie conoce después de la infancia. De mi ventana colgaba un prisma de una vieja lámpara de araña, y podía pasarme tardes enteras tumbado en la cama y observando cómo lanzaba minúsculas chispas de arco iris por todo el cuarto.

Leí mucho. Siempre lo he hecho, pero en esos dos años me atiborraba de libros con una glotonería voluptuosa, casi erótica. Iba a la biblioteca más cercana y sacaba todos los que podía, y luego me encerraba en el cuarto y leía una semana sin parar. Buscaba libros viejos, cuanto más mejor -Tolstói, Poe, tragedias de la época jacobina, una polvorienta traducción de Laclos…-, de modo que, cuando al fin volvía a la superficie, parpadeando y aturdido, tardaba días en dejar de pensar en sus ritmos serenos, refinados y cristalinos.

También miraba mucho la tele. En mi segundo año allí me tenían fascinado los documentales nocturnos sobre crímenes, casi todos en el canal Discovery; no eran los asesinatos en sí lo que me hechizaba, sino las intrincadas estructuras de su resolución. Me encantaba la tensa y firme concentración con que esos hombres -perspicaces bostonianos del FBI o panzudos sheriffs de Texas- ataban cabos y juntaban piezas hasta que al final todo se ponía en su lugar y la respuesta se alzaba obediente para flotar en el aire ante ellos, brillante e irrefutable. Eran como magos que echaran un puñado de retales en una chistera y le dieran unos golpecitos y sacaran (con una fanfarria de trompetas) una bandera perfecta y sedosa; salvo que aquello era mil veces mejor, porque las respuestas eran verdaderas y vitales y no se trataba (eso creía yo) de una ilusión.

Sabía que no era así en la vida real, al menos no siempre, pero me pareció algo increíble tener un trabajo en el que existiera esa posibilidad. Cuando, ese mismo mes, Charlie se prometió, los del subsidio me informaron de que había medidas restrictivas contra la gente como yo y ese tío que escuchaba un rap pésimo se mudó al piso de abajo, me pareció la reacción más obvia volver a Irlanda, inscribirme en la escuela de entrenamiento Templemore y convertirme en detective. No eché de menos el cuarto -creo que había empezado a cansarme de él de todos modos-, pero todavía recuerdo esos dos años maravillosos y autoindulgentes como una de las épocas más felices de mi vida.


Sam se fue hacia las 11.30. Ballsbridge está a sólo unos minutos andando de Sandymount. Me lanzó una mirada interrogante y fugaz mientras se ponía el abrigo.

– ¿En qué dirección vas?

– Seguro que ya has perdido el último tren -me dijo Cassie con naturalidad-. Puedes quedarte en el sofá si quieres.

Yo podía haber dicho que pensaba coger un taxi, pero decidí que no pasaba nada: Sam no era Quigley, a la mañana siguiente no nos caería un alborozado chaparrón de sonrisitas e indirectas.

– De hecho, me parece que sí -respondí, comprobando mi reloj-. ¿No te molesta?

Si Sam se sorprendió, lo supo disimular.

– Entonces nos vemos mañana -dijo, animadamente-. Que durmáis bien.

– Le gustas -le anuncié a Cassie después de que se marchara,

– Dios, qué predecible eres -me contestó mientras escarbaba en el armario en busca del edredón que sobraba y la camiseta que yo guardaba allí.

– «Oh, quiero oír lo que tiene que decir Cassie, oh, Cassie, eres taaaan buena en esto…»

– Ryan, si Dios hubiera querido que tuviera un horrible hermano adolescente, me habría enviado uno. Y tu acento de Galway es una mierda.

– ¿A ti también te gusta él?

– Si fuera así, le habría hecho mi famoso truco marca de la casa en el que cojo una cereza y le hago un nudo en el tallo con la lengua.

– No eres capaz. Enséñamelo.

– Era una broma. Vete a la cama.

Extendí el futón; Cassie encendió la lamparilla de noche y apagué la luz del techo, dejando el cuarto pequeño cálido y umbrío. Ella encontró la camiseta larga hasta las rodillas con la que duerme y se la llevó al baño para cambiarse. Metí los calcetines dentro de mis zapatos y los dejé fuera de la vista debajo del sofá, me quedé en calzoncillos, me puse la camiseta y me instalé debajo del edredón. A esas alturas ya teníamos pillada la rutina. Yo la oía echarse agua en la cara y cantar para sí alguna canción folk que no reconocía en clave menor. «Para la Reina de Corazones él es el As del Dolor, hoy está aquí y mañana ya no.» Había adoptado un tono demasiado grave; la nota final desapareció en un zumbido.

– ¿Realmente te hace sentir así nuestro trabajo? -le pregunté cuando salió del baño (con sus pequeños pies descalzos y piernas suaves y musculosas como las de un muchacho)-. ¿Como le hace sentir a Mark la arqueología?

Me había reservado la pregunta para cuando Sam se hubiera ido. Cassie me sonrió de soslayo, burlona.

– Nunca he vertido líquidos sobre la moqueta de la brigada. Te lo juro.

Aguardé. Se metió en la cama y se apoyó en un codo, con la mejilla en el puño; el resplandor de la lamparilla de noche la rodeaba de luz y la hacía parecer translúcida, como una chica en una vidriera de colores. No estaba seguro de que fuera a contestarme, aun sin estar Sam ahí, pero al cabo de un momento dijo:

– Nos ocupamos de la verdad, vamos detrás de ella. Es una cuestión seria.

Reflexioné.

– ¿Por eso no te gusta mentir?

Es una de las peculiaridades de Cassie, especialmente rara en un investigador. Omite cosas, elude preguntas con franca malicia o con tanta sutilidad que apenas notas que lo haga, y teje frases engañosas con pericia de prestidigitadora; pero nunca la he visto mentir de forma rotunda, ni siquiera a un sospechoso.

Alzó un solo hombro.

– No soy muy buena con las paradojas.

– Pues yo creo que sí lo soy -dije, pensativo.

Cassie se dejó caer de espaldas y se rió.

– Deberías ponerlo en un anuncio clasificado. Hombre, metro ochenta, bueno con las paradojas…

– Anormalmente guapo…

– Busca a su Britney para…

– ¡Eh!

Ladeó una ceja y me miró inocentemente.

– ¿No?

– No digas eso de mí. Britney es exclusivamente para los que tienen gustos baratos. Al menos tendría que ser una Scarlett Johansson.

Ambos nos reímos, relajados. Suspiré con holgura y me acomodé en los familiares accidentes del sofá; Cassie extendió el brazo y apagó la luz de la lámpara.

– Buenas noches.

– Dulces sueños.

Cassie se duerme ligera y fácilmente como un gatito; al cabo de unos segundos la oí respirar hondo y despacio, con una pausa minúscula en la cima de cada respiración que me decía que ya había caído. Yo soy lo contrario: una vez me he dormido hace falta un despertador de volumen extraalto o una patada en la espinilla para despertarme, pero puedo estar horas zarandeándome inquieto antes de lograrlo. Aunque no sé por qué siempre me es más fácil dormirme en casa de Cassie, a pesar de ese sofá irregular y demasiado corto y de los ruiditos y crujidos de un edificio viejo que por las noches se asienta. Incluso ahora, cuando tengo problemas para dormirme intento imaginarme otra vez en ese sofá, la suave y raída franela del edredón contra mi mejilla, un especiado aroma a whisky caliente todavía en el aire y los pequeños susurros de Cassie soñando al otro lado de la habitación.

Un par de personas entraron en el edificio con ruido de talones, mandándose callar y riéndose, y se metieron en el pisa de abajo; retazos de conversación y risa penetraban, débiles y amortiguados, a través del suelo. Acoplé el ritmo de mi respiración al de Cassie y sentí que mi mente se deslizaba agradablemente por caminos de ensueño y sin sentido -Sam explicaba cómo construir un barco y Cassie se reía, sentada en la cornisa de una ventana entre dos gárgolas de piedra-. El mar está a varias calles de distancia y no había forma de que pudiera escucharlo, pero imaginé que de todos modos lo oía.

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