Capítulo 23

Continuábamos sentados en la misma postura cuando apareció Sam.

– ¿Qué hay? -saludó, sacudiéndose la lluvia del pelo y encendiendo las luces.

Cassie se movió y levantó la cabeza.

– O'Kelly quiere que tú y yo hagamos otro intento de averiguar el móvil de Damien. Los uniformados lo traen de camino.

– Estupendo, a ver si con una cara nueva reacciona un poco -dijo Sam.

Nos echó un vistazo rápido y me pregunté hasta dónde sabía; por primera vez me preguntaba qué había sido capaz de adivinar a pesar de no decir nada.

Acercó una silla, se sentó al lado de Cassie y empezaron a hablar sobre cómo entrar a Damien. Nunca habían interrogado a nadie juntos; sus voces eran tentativas, serias y deferentes el uno con el otro y se elevaban en preguntas de final abierto: «¿Crees que habría que…?». «¿Qué tal si…?» Cassie volvió a introducir las cintas en el vídeo y le mostró a Sam fragmentos del interrogatorio de la noche anterior. El fax emitió una serie de ruidos enloquecidos y exagerados y escupió el registro de llamadas del móvil de Damien, y ambos se inclinaron sobre las páginas con un rotulador fluorescente, murmurando.

Cuando al fin se fueron -Sam se giró y me dirigió un breve gesto de asentimiento con la cabeza-, aguardé en la sala de investigaciones vacía para asegurarme de que hubiera empezado el interrogatorio, y entonces salí a buscarles. Se encontraban en la sala de interrogatorios principal. Me colé a hurtadillas en el cuarto de observación; las orejas me ardían como si estuviera husmeando en una librería porno. Sabía que aquello era la última cosa del mundo que desearía ver, pero ignoraba cómo mantenerme al margen.

Hicieron cuanto estuvo en sus manos para convertir la sala en una estancia más acogedora: abrigos, bolsas y bufandas tiradas en las sillas y la mesa llena de cafés, sobres de azúcar, móviles, una garrafa de agua y una bandeja con las empalagosas galletas de la cafetería que había a la salida de los terrenos del Castillo. Damien, desaliñado, vestido con el mismo jersey demasiado grande y los mismos pantalones -tenía pinta de haber dormido con ellos-, se abrazaba y miraba a su alrededor con ojos muy abiertos. Después del caos alienante de una celda, aquello debía de parecerle un puerto luminoso, cálido, seguro, casi hogareño. Según el ángulo se le veía una pelusa rubia y patética en la barbilla. Cassie y Sam estaban parloteando, encaramados a la mesa y quejándose del tiempo y ofreciéndole leche a Damien. Al oír unos pasos en el pasillo me puse tenso -si era O'Kelly me mandaría de una patada de vuelta a la línea abierta, pues aquello ya no tenía nada que ver conmigo-, pero pasaron de largo sin perder el ritmo. Apoyé la frente en el vidrio unidireccional y cerré los ojos.

En primer lugar repasaron con él algunos detalles insignificantes sin ningún riesgo. Las voces de Cassie y Sam se entretejían con destreza, apaciguadoras como canciones de cuna: «¿Cómo saliste de casa sin despertar a tu madre?». «Ah, ¿sí? Yo hacía lo mismo cuando era adolescente…» «¿Lo habías hecho antes?» «Este café está asqueroso, ¿prefieres una Coca-Cola u otra cosa?» Formaban un buen equipo, ya lo creo. Damien se estaba relajando. Una vez hasta se rió, con un ruidito patético.

– Eres miembro de «No a la Autopista», ¿verdad? -le preguntó Cassie al fin, con la misma naturalidad de antes; nadie más que yo reconocería la leve ascensión de su voz, señal inequívoca de que empezaba a ir al grano. Abrí los ojos y me erguí-. ¿Cuándo te implicaste en ello?

– En primavera -contestó Damien con prontitud-, por marzo o así. Salió un aviso de una manifestación en el tablón de anuncios de la universidad. Yo ya sabía que estaría trabajando en Knocknaree en verano, por eso me sentí como… no sé, conectado con ello. Así que fui.

– ¿Te refieres a la manifestación del 20 de marzo? -quiso saber Sam mientras pasaba varias hojas y se frotaba la nuca. Interpretaba el papel de poli de pueblo, sólido, amistoso y no demasiado apresurado.

– Sí, creo que sí. Fue a la salida del Parlamento, si sirve de algo.

A esas alturas, Damien parecía a sus anchas de una forma casi inquietante, reclinado hacia delante sobre la mesa y jugando con su vaso de café, hablador y entusiasta como en una entrevista de trabajo. Ya lo había visto antes, sobre todo en delincuentes primerizos: no están acostumbrados a vernos como el enemigo y, una vez disipado el impacto de saberse atrapados, se exaltan y se vuelven serviciales al aliviarse la tensión.

– ¿Fue entonces cuando te uniste a la campaña?

– Sí. Knocknaree es un yacimiento muy importante, ha estado habitado desde…

– Ya nos lo contó Mark -atajó Cassie con una sonrisa-. Como puedes imaginar. ¿Fue entonces cuando conociste a Rosalind Devlin, o ya la conocías de antes?

Hubo una pequeña y desconcertada pausa.

– ¿Qué? -preguntó Damien.

– Aquel día estaba en la mesa de inscripciones. ¿Era la primera vez que la veías?

Otra pausa.

– No sé a quién se refieren -respondió Damien al fin.

– Vamos, Damien -dijo Cassie, y se acercó para tratar de captar su mirada, pero él no la apartaba de su vaso de café-. De momento lo has hecho muy bien; no te eches atrás ahora, ¿de acuerdo?

– Hay llamadas y mensajes a Rosalind en todos los registros de tu móvil -intervino Sam, y sacó el haz de páginas marcadas con rotulador y las puso delante de Damien.

Este lo observó con expresión vacía.

– ¿Por qué no quieres que sepamos que erais amigos? -quiso saber Cassie-. No hay ningún mal en ello.

– No quiero que ella se vea involucrada en esto -replicó Damien.

Empezaban a tensársele los hombros.

– Nosotros no estamos involucrando a nadie en nada -señaló Cassie con delicadeza-. Sólo queremos saber qué sucedió.

– Ya se lo he explicado.

– Lo sé, lo sé. Aguanta un poco más, ¿vale? Sólo tenemos que aclarar los detalles. ¿Fue en esa manifestación donde conociste a Rosalind?

Damien extendió el brazo y tocó el registro de llamadas con un dedo.

– Sí -dijo-. Al inscribirme. Empezamos a hablar.

– ¿Os caísteis bien y entonces seguisteis en contacto?

– Sí, supongo.

En aquel punto, dieron marcha atrás. «¿Cuándo empezaste a trabajar en Knocknaree?» «¿Por qué elegiste esa excavación?» «Sí, a mí también me resultó fascinante…» Poco a poco, Damien se fue relajando otra vez. Seguía lloviendo y densas cortinas de agua se deslizaban ventana abajo. Cassie fue a por más café y volvió con expresión culpable y traviesa y con un paquete de galletas de crema robadas de la cantina. No había prisa, ahora que Damien había confesado. A lo sumo, podía pedir un abogado, y éste le aconsejaría que les contara exactamente lo que intentaban averiguar; un cómplice significaba culpabilidad compartida y confusión, elementos predilectos para un abogado defensor. Cassie y Sam tenían todo el día, toda la semana, todo el tiempo que hiciera falta.

– ¿Cuánto tardasteis Rosalind y tú en empezar a salir? -preguntó Cassie al cabo de un rato.

Damien estaba doblando la esquina de una hoja del registro en pequeños pliegues, pero al oír eso alzó la vista, asustado y cauteloso.

– ¿Qué? Nosotros no… no salimos. Sólo somos amigos.

– Damien -dijo Sam en tono de reproche, y dio unos golpecitos en las hojas-. Mira esto. La llamas tres o cuatro veces al día, le envías media docena de mensajes, habláis durante horas en plena noche…

– Dios, también yo he hecho eso -comentó Cassie, como si lo rememorase-. La cantidad de dinero que te gastas en teléfono cuando estás enamorado…

– A ningún otro amigo lo llamas ni una cuarta parte. Constituye el noventa y cinco por ciento de tu factura de teléfono. Y no pasa nada por eso. Ella es una chica encantadora y tú eres un joven agradable; ¿por qué no ibais a salir juntos?

– Un momento -saltó Cassie de repente, y se irguió-. ¿Estaba Rosalind implicada en esto? ¿Por eso no quieres hablar de ella?

– ¡No! -casi gritó Damien-. ¡Déjenla en paz! -Cassie y Sam se lo quedaron mirando con las cejas en alto-. Lo siento -musitó al cabo de un momento, y se desplomó en su silla. Estaba de un rojo encendido-. Yo sólo… Es decir, ella no tuvo nada que ver. ¿No pueden dejarla al margen de esto?

– Entonces, ¿a qué viene tanto secreto, Damien? -preguntó Sam-. Si no estaba implicada…

Él se encogió de hombros.

– Porque no le dijimos a nadie que estábamos saliendo.

– ¿Por qué no?

– Porque no. Porque el padre de Rosalind se habría puesto como loco.

– ¿No le caías bien? -preguntó Cassie, lo bastante sorprendida como para que resultara un halago.

– No, no era eso. No le permiten tener novios. -La mirada de Damien saltó de uno a otro con nerviosismo-. No se lo… ya saben, no se lo digan a él, por favor.

– ¿Cómo de loco se habría puesto exactamente? -inquirió Cassie con suavidad.

Damien arrancaba trocitos de su vaso de papel.

– Yo no quería que ella se metiera en líos. -El rubor de su rostro no se había extinguido y respiraba demasiado deprisa; ocultaba algo.

– Tenemos un testigo -señaló Sam- que afirma que recientemente Jonathan Devlin podría haber pegado a Rosalind al menos una vez. ¿Sabes si es eso cierto?

Un parpadeo rápido y hombros encogidos.

– ¿Cómo iba a saberlo?

Cassie lanzó a Sam una mirada fugaz y volvieron a dar marcha atrás.

– ¿Y cómo os las apañabais para veros sin que su padre se enterase? -preguntó en tono confidencial.

– Al principio sólo nos veíamos los fines de semana en el centro, para tomar café y eso. Rosalind les decía que quedaba con su amiga Karen, del colegio. No había problema con eso. Luego, eh… luego a veces nos vimos de noche. En la excavación. Yo iba allí y esperaba a que sus padres se hubieran dormido y ella pudiera escaparse. Nos sentábamos en el altar de piedra, o a veces en la caseta de los hallazgos si estaba lloviendo, y hablábamos.

Era fácil de imaginar, fácil y arrebatadoramente dulce: una manta sobre sus hombros y un cielo tachonado de estrellas, y el paisaje agreste de la excavación convertido en un lugar delicado y lleno de hechizo por efecto de la luz de la luna. Sin duda, el secretismo y las complicaciones sólo se habían sumado a lo romántico que era todo. Contenía el poder primario e irresistible del mito: el padre cruel y la bella doncella encarcelada en su torre, cercada por espinos e implorando ayuda. Habían construido su propio mundo nocturno y robado, y para Damien debió de ser muy hermoso.

– O había días que venía a la excavación, a lo mejor con Jessica, y yo les hacía de guía. No podíamos hablar mucho por si alguien nos miraba, pero así nos veíamos… Y hubo una vez, en mayo… -Sonrió levemente, mirándose las manos, una sonrisa tímida y privada-. Yo tenía un trabajo a tiempo parcial, preparaba sándwiches en una charcutería, y pude ahorrar lo bastante para irnos un fin de semana. Cogimos el tren hasta Donegal y nos quedamos en un hostal, nos registramos como… como si estuviéramos casados. Rosalind les dijo a sus padres que pasaría el fin de semana con Karen, estudiando para los exámenes.

– ¿Y qué se torció? -intervino Cassie, y de nuevo capté esa tirantez en su voz-. ¿Katy descubrió lo vuestro?

Damien la miró, desconcertado.

– ¿Qué? No, Dios mío, no. Teníamos mucho cuidado.

– Entonces, ¿qué? ¿Molestaba a Rosalind? Las hermanas pequeñas pueden ser muy pesadas.

– No…

– ¿Rosalind tenía celos porque todo el mundo estaba pendiente de Katy? ¿Qué?

– ¡No! ¡Rosalind no es de ésas, ella se alegraba por Katy! Y yo no habría matado a alguien sólo por… ¡No estoy loco!

– Ni tampoco eres violento -afirmó Sam, plantando otro montón de papel frente a Damien-. Esto son informes sobre ti. Tus profesores recuerdan que te mantenías al margen de las peleas y nunca las empezabas. ¿Dirías que es exacto?

– Supongo…

– ¿Lo hiciste sólo porque era excitante? -intervino Cassie-. ¿Querías saber qué se siente al matar a alguien?

– ¡No! Pero ¿qué…?

Sam rodeó la mesa con una rapidez asombrosa y se reclinó junto a Damien.

– Los chicos de la excavación dicen que George McMahon se metía contigo igual que con todos, pero tú eres de los pocos que nunca perdió los nervios con él. ¿Qué pudo enfurecerte tanto como para matar a una niña que no te había hecho ningún daño?

Damien se encogió apesadumbrado dentro de su jersey, con la barbilla pegada al cuello, y sacudió la cabeza. Se habían precipitado, habían tirado demasiado de la cuerda; lo estaban perdiendo.

– Eh, mírame. -Sam chasqueó los dedos en la cara de Damien-. ¿Me parezco en algo a tu madre?

– ¿Qué? No…

Lo inesperado de la pregunta lo atrapó; sus ojos, desesperados y abatidos, se alzaron otra vez.

– Buena apreciación. Eso es porque no soy tu madre y esto no es una cosita de nada de la que puedas librarte poniendo morros. Es un asunto muy grave. Atrajiste a una niña inocente fuera de su casa en plena noche, la golpeaste en la cabeza, la asfixiaste y la observaste mientras moría, le introdujiste una paleta en su interior -Damien se estremeció intensamente-, y ahora nos vienes con que no lo hiciste por ninguna razón. ¿Es eso lo que le dirás al juez? ¿Qué sentencia crees que te caerá?

– ¡No lo entienden! -chilló Damien, con una voz quebrada como si tuviera trece años.

– Ya lo sé, sé que no, pero queremos entenderlo. Ayúdame a hacerlo, Damien.

Cassie estaba inclinada hacia delante y le sostenía ambas manos con las suyas, obligándole a mirarla.

– ¡No tienen ni idea! ¿Una niña inocente? Todo el mundo cree que lo era, Katy era una especie de santa, siempre pensaron que era perfecta. ¡Pues no lo era! Sólo porque era pequeña eso no significa que fuera… No se lo creerían si les contara algunas de las cosas que hacía, es que no se lo creerían.

– Yo sí -respondió Cassie, con voz grave y apremiante-. Me cuentes lo que me cuentes, Damien, habré visto cosas peores en este trabajo. Yo te creeré. Ponme a prueba.

Damien tenía la cara roja y congestionada, y las manos le temblaban en las de Cassie.

– Hacía que su padre se pusiera furioso con Rosalind y Jessica. Siempre tenían miedo. Katy se inventaba cosas y se las decía a él, como que Rosalind la había tratado mal o Jessica había tocado sus cosas y eso, y ni siquiera era verdad, sólo se lo inventaba, y él siempre la creía. Una vez que Rosalind intentó explicarle que era mentira, porque intentaba proteger a Jessica, él fue y… y…

– ¿Qué hizo?

– ¡Les dio una paliza! -aulló Damien. Su cabeza se alzó de golpe y sus ojos, enrojecidos y brillantes, se clavaron en los de Cassie-. ¡Les dio una paliza! ¡A Rosalind le abrió el cráneo con un atizador, a Jessica la arrojó contra la pared y le rompió el brazo y, Dios mío, lo «hizo» con las dos, y Katy lo miraba y se reía!

Se desasió de las manos de Cassie y se enjugó las lágrimas furiosamente con el dorso de la muñeca. Jadeaba para recuperar el aliento.

– ¿Estás diciendo que Jonathan Devlin mantuvo relaciones sexuales con sus hijas? -preguntó Cassie con calma y con unos ojos inmensos.

– Sí. Sí. Lo hacía con todas. A Katy… -el rostro de Damien se crispó-, a Katy le gustaba. ¿No es asqueroso? ¿Cómo puede alguien…? Por eso era su favorita. A Rosalind la odiaba porque ella no… no quería…

Se mordió el dorso de la mano y lloró.

Me di cuenta de que llevaba tanto tiempo conteniendo la respiración que me estaba mareando; también era consciente de que era posible que acabase vomitando. Me apoyé en el frío cristal y me concentré en respirar despacio y de manera acompasada. Sam encontró un pañuelo y se lo pasó a Damien.

A menos que fuera aún más estúpido de lo que ya me había demostrado a mí mismo que era, Damien creía cada palabra que decía. ¿Por qué no? En los periódicos se ven cosas peores cada semana, niños violados, o muertos de inanición en un sótano, o sin alguno de sus miembros… A medida que su mitología privada crecía y ocupaba una parte cada vez mayor de la mente de Damien, ¿por qué no dar cabida a la hermana maléfica que mantenía a Cenicienta en el cenagal?

Y, aunque no es en absoluto algo fácil de admitir, también yo quise creerlo. Por un instante casi pude. Todo encajaba tan bien que lo explicaba y justificaba casi todo. Pero a diferencia de Damien, yo había visto los historiales médicos y el informe forense. Jessica se había roto el brazo al caerse de un columpio a la vista de cincuenta testigos, Rosalind nunca se había fracturado el cráneo y Katy había muerto virgen. Una especie de sudor frío y ligero avanzó entre mis hombros, propagándose.

Damien se sonó la nariz.

– No tuvo que ser fácil para Rosalind contarte esto -observó Cassie con delicadeza-. Fue muy valiente por su parte. ¿Ha intentado contárselo a alguien más?

Él negó con la cabeza.

– Él siempre le decía que si lo contaba la mataría. Yo fui la primera persona en la que confió lo bastante para contarlo.

Había una especie de asombro en su voz, de asombro y orgullo, y bajo las lágrimas, los mocos y la congestión su rostro se iluminó con un leve y turbado resplandor. Por un segundo pareció un joven caballero enviado en busca del Santo Grial.

– ¿Y cuándo te lo contó? -quiso saber Sam.

– Lo hizo a retazos. Como ya ha dicho ella, le costó mucho. No dijo nada hasta mayo… -El rostro de Damien adquirió una tonalidad rojo oscuro-. Cuando estuvimos en ese hostal. Nos estábamos besando, ¿no? Yo intenté tocarle… el pecho. Rosalind se puso como loca y me apartó de un empujón y dijo que ella no era de ésas, y supongo que me extrañó, no me esperaba que se lo tomara tan a la tremenda, ¿saben? Llevábamos un mes saliendo, quiero decir, ya sé que eso no me da derecho a… pero… La cuestión es que yo sólo me sorprendí, pero Rosalind se quedó muy preocupada por si me enfadaba con ella. Por eso… me contó lo que le había estado haciendo su padre. Para que entendiera el porqué de su actitud.

– ¿Y tú qué le dijiste? -preguntó Cassie.

– ¡Que se fuera de casa! Que cogiéramos un piso juntos, podíamos conseguir el dinero. A mí me iba a salir esta excavación y Rosalind podía hacer trabajos de modelo, un tipo de una agencia de modelos muy importante se fijó en ella y dijo que podía triunfar, sólo que su padre no le dejaría… Yo no quería que regresara a esa casa. Pero Rosalind se negó. Dijo que no abandonaría a Jessica. ¿Se imaginan cómo hay que ser para hacer eso? Volvió allí sólo para proteger a su hermana. Nunca he conocido a nadie tan valiente.

De haber tenido un par de años más, después de oír esa historia Damien se habría abalanzado sobre el teléfono para llamar a la policía o a la Línea de Atención a la Infancia. Pero tenía diecinueve años; los adultos aún eran unos seres ajenos y autoritarios que no entendían nada, a los que no había que contárselo porque entrarían a la carga y lo estropearían todo. Seguramente ni se le pasó por la cabeza pedir ayuda.

– También me dijo… -Damien apartó la mirada. Otra vez se le saltaban las lágrimas. Pensé, con afán de venganza, en lo mal que lo pasaría en la cárcel si seguía berreando por cualquier cosa-. Me dijo que tal vez nunca sería capaz de hacer el amor conmigo. Porque le traía malos recuerdos. No sabía si podría llegar a confiar tanto en nadie. Así que si quería romper con ella y buscarme una novia normal, y de verdad que dijo «normal», lo entendería. Lo único que me pedía era que, si la dejaba, lo hiciera enseguida, antes de que yo empezara a importarle demasiado…

– Pero tú no querías hacer eso -apuntó Cassie con suavidad.

– Claro que no -respondió él, simplemente-. La quiero.

Había algo en su rostro, una pureza insensata y arrolladora, que envidié, aunque parezca increíble. Sam le dio otro pañuelo.

– Sólo hay una cosa que no entiendo -intervino, con voz natural y tranquilizadora-. Tú querías proteger a Rosalind y eso es digno de elogio, desde luego, cualquier hombre habría sentido lo mismo. Pero ¿por qué deshacerse de Katy? ¿Por qué no de Jonathan? Yo habría ido a por él.

– Yo dije lo mismo -afirmó Damien, y luego se detuvo, con la boca abierta, como si hubiera dicho algo comprometedor. Cassie y Sam le devolvieron una mirada insípida y aguardaron. Al cabo de un momento, continuó-: Eh… Bueno, fue una noche que a Rosalind le dolía el vientre y al final se lo saqué; no quería decírmelo, pero él… le había dado cuatro puñetazos en el estómago. Sólo porque Katy le dijo que Rosalind no le dejaba cambiar de canal para ver un programa de danza en la tele, y ni siquiera era verdad, lo habría cambiado si Katy se lo hubiera pedido… Yo ya no aguantaba más. Cada noche pensaba en ello, en lo que Rosalind tenía que pasar, y no podía dormir. ¡Es que no podía permitir que siguiera ocurriendo!

Respiró hondo y volvió a recuperar el control de su voz. Cassie y Sam asintieron con aire comprensivo.

– Le dije, esto… Le dije: «Lo mataré». Rosalind no se creyó que realmente fuera a hacer eso por ella. Y sí, supongo que yo estaba… no bromeando, pero no lo decía del todo en serio eso de matarlo. No había pensado en hacer nada parecido en toda mi vida. Pero cuando vi lo mucho que significaba para ella el simple hecho de que yo lo dijera, porque nadie había intentado protegerla antes… Casi lloraba, y ella no es de esas chicas que lloran, es una persona muy fuerte.

– Estoy segura de que sí -afirmó Cassie-. Entonces, ¿por qué no fuiste a por Jonathan Devlin, una vez que ya habías empezado a darle vueltas a la idea?

– Es que si él moría -Damien se inclinó hacia delante, gesticulando ansiosamente-, su madre no sería capaz de cuidar de ellas, por el dinero y porque creo que está un poco ida… Las enviarían a hogares de acogida y las separarían, Rosalind no podría seguir cuidando de Jessica, y ella la necesita, está tan destrozada que es incapaz de hacer nada. Rosalind tiene que hacerle los deberes y eso. Y Katy… le habría hecho lo mismo a otra persona. ¡Si ella desaparecía, todo volvería a ir bien! Su padre sólo… él sólo les hacía esas cosas por culpa de Katy. Rosalind dijo que a veces deseaba que Katy no hubiera nacido, y se sintió culpable por ello; ¡madre mía, culpable…!

– Y eso te dio una idea -apuntó Cassie con monotonía. Adiviné por la posición de su boca que estaba tan rabiosa que apenas podía hablar-. Sugeriste matarla a ella en lugar de su padre.

– Fue idea mía -se apresuró a decir Damien-. Rosalind no tuvo nada que ver. Ella ni siquiera… Al principio dijo que no. No quería que yo corriera un riesgo tan grande. Sobreviviría unos años, dijo, podría sobrevivir seis años más, hasta que Jessica tuviera edad suficiente para irse de casa. ¡Pero yo no podía dejar que se quedara! Aquella vez que él le fracturó el cráneo estuvo dos meses en el hospital. Podría haber muerto.

De repente también yo estaba furioso, pero no con Rosalind, sino con Damien, por ser tan jodidamente cretino, por ser un perfecto capullo, como un personaje bobalicón de dibujos animados que se coloca ni más ni menos que en el lugar exacto para que le caiga un yunque de la marca Acmé en la cabeza. Por supuesto, soy muy consciente tanto de la ironía como de las tediosas explicaciones psicológicas a esa reacción, pero en aquel momento sólo tenía ganas de irrumpir en la sala de interrogatorios y estamparle a Damien en la cara los historiales médicos. «¿Ves esto, tarado? ¿Ves una fractura de cráneo por alguna parte? ¿No se te ocurrió pedirle que te enseñara la cicatriz antes de cargarte a una niña por ello?»

– Así que insististe -intervino Cassie- y al final, por alguna razón, Rosalind se convenció.

Esta vez Damien captó el tono mordaz.

– ¡Fue por Jessica! A Rosalind no le importaba lo que le pasara a ella, pero le preocupaba que Jessica sufriera una crisis nerviosa. ¡No creía que su hermana soportara seis años más!

– Pero de todos modos Katy no hubiera estado allí la mayor parte del tiempo -señaló Sam-. Iba a entrar en la escuela de danza de Londres. A estas alturas ya se habría ido. ¿No lo sabías?

Damien casi dio un alarido.

– ¡No! Es lo que yo dije, le pregunté… No lo entienden… A ella le daba igual ser bailarina. Sólo le gustaba que todo el mundo le hiciera caso. En ese colegio no habría sido nadie del otro mundo, para Navidad ya lo habría dejado y estaría de vuelta en casa.

De todas las cosas que le habían hecho, ésa fue la que me impactó más hondamente. Por su pericia diabólica, por la precisión glacial con que acotaba, se adueñaba y mancillaba la única cosa que había cristalizado en el corazón de Katy Devlin. Me acordé de la voz calmada y profunda de Simone, con el eco del aula de danza: «Sérieuse». Nunca en toda mi carrera había sentido la presencia del mal como la sentía ahora, flotando sólida y dulzona en el aire, trepando con sus tentáculos invisibles por las patas de las mesas, introduciéndose con obscena delicadeza por las mangas y los cuellos… Se me erizó el vello de la nuca.

– Así que fue en defensa propia -concluyó Cassie, al término de un silencio en el que Damien se removió ansiosamente y ella y Sam no lo miraron.

Damien se aferró a ello.

– Sí. Exacto. Es decir, no lo habríamos pensado de haber existido otra forma.

– Entiendo. Y, como sabrás, ya ha ocurrido antes: esposas que reaccionan y matan a un marido maltratador y cosas así. Los jurados también lo entienden.

– ¿Sí?

Alzó la vista y la miró con ojos inmensos y esperanzados.

– Claro. Cuando oigan por lo que tuvo que pasar Rosalind… Yo no me preocuparía demasiado por ella, ¿de acuerdo?

– Es que no quiero buscarle problemas.

– En ese caso, estás haciendo lo correcto al contarnos todos los detalles, ¿de acuerdo?

Damien lanzó un pequeño y fatigado suspiro provisto de cierto alivio.

– De acuerdo.

– Bien hecho -dijo Cassie-. Continuemos. ¿Cuándo tomasteis la decisión?

– En julio. A mediados de julio.

– ¿Y cuándo fijasteis la fecha?

– Unos días antes de que pasara. Le dije a Rosalind que debía asegurarse de tener una… una coartada. Porque sabíamos que ustedes se fijarían en la familia, ella leyó en algún sitio que los familiares siempre son los principales sospechosos. Así que una noche, creo que era viernes, quedamos y me explicó que lo había arreglado para que ella y Jessica se quedaran a dormir en casa de sus primas el lunes siguiente y que estarían despiertas más o menos hasta las dos, hablando, y por eso sería la noche perfecta. Yo sólo tenía que asegurarme de hacerlo antes de las dos, porque la policía sabría…

Le temblaba la voz.

– Y tú ¿qué dijiste? -quiso saber Cassie.

– Yo… Me entró pánico. O sea, hasta entonces no parecía real, ¿saben? Supongo que no había pensado que realmente íbamos a hacerlo. Sólo hablábamos de ello. Como Sean Callaghan, ya lo conocen, de la excavación. Él tenía un grupo pero se disolvió, y siempre está hablando de eso: «Oh, cuando el grupo vuelva a juntarse, cuando lo convirtamos en algo grande…». Él sabe que nunca lo harán, pero hablar de ello le hace sentirse mejor.

– Todos hemos estado en ese grupo -afirmó Cassie, sonriendo.

Damien asintió.

– Pues algo parecido a eso. Pero cuando Rosalind dijo «el lunes que viene», de repente me sentí… Me pareció una locura absoluta, ¿saben? Le dije a Rosalind que a lo mejor deberíamos ir a la policía, pero se enfadó mucho. No dejaba de decir: «Yo confiaba en ti, confiaba de verdad…».

– Confiaba, pero no lo bastante como para hacer el amor contigo -observó Cassie.

– No -dijo Damien con suavidad, al cabo de un momento-. No, es que ya lo había hecho. Después de que decidiéramos lo de Katy… para Rosalind lo cambió todo saber que yo haría eso por ella. Nosotros… Ella ya no tenía esperanzas de poder hacerlo algún día, pero… quiso intentarlo. Yo ya estaba trabajando en la excavación, así que podía permitirme un buen hotel, porque ella se merecía algo bonito, ¿saben? La primera vez, ella… no pudo. Pero volvimos allí a la semana siguiente, y…

Se mordió el labio. Intentaba no llorar otra vez.

– Y después de eso -continuó Cassie-, ya no pudiste cambiar de opinión.

– Es que ahí está la cuestión. La noche en que le dije que a lo mejor deberíamos ir a la policía, Rosalind pensó que yo sólo había aceptado que lo haría para… para llevármela a la cama. Es tan frágil y le han hecho tanto daño… No podía permitir que pensara que sólo la estaba utilizando. ¿Se imagina lo que le habría hecho eso?

Otro silencio. Damien se pasó con fuerza una mano por los ojos y recuperó el control.

– Así que decidisteis continuar adelante -concluyó Cassie sin alterar la voz. Él asintió con un movimiento de cabeza lastimoso e incierto-. ¿Cómo lograsteis que Katy fuese a la excavación?

– Rosalind le dijo que allí tenía un amigo que había encontrado una cosa… -Hizo un gesto vago-. Un medallón. Un medallón antiguo con la pintura de una bailarina dentro. Rosalind le dijo a Katy que era realmente antiguo y mágico, y que ella había reunido todo su dinero y se lo había comprado a su amigo, que era yo, como regalo para que le trajera buena suerte en la escuela de danza. Sólo que Katy tenía que ir a buscarlo ella misma porque ese amigo pensaba que era una bailarina increíble y quería su autógrafo para cuando se hiciera famosa, y tendría que ir de noche porque a su amigo no le permitían vender tesoros encontrados, así que tenía que ser un secreto.

Me acordé de Cassie, dudando de pequeña ante la puerta del cobertizo del encargado: «¿Quieres maravillas?». «Los críos piensan de otra manera», me había dicho. Katy se había adentrado en el peligro del mismo modo que Cassie: por si acaso se perdía algo mágico.

– ¿Entienden lo que quiero decir? -preguntó Damien con un dejo de súplica en su voz-. Estaba convencida de que la gente hacía cola por su autógrafo.

– De hecho -observó Sam-, tenía motivos para creerlo. Un montón de personas le pidieron un autógrafo después del espectáculo para recaudar fondos.

Damien lo miró pestañeando.

– ¿Y qué paso cuando llegó a la caseta? -preguntó Cassie.

Él se encogió de hombros, incómodo.

– Lo que ya les he contado. Le dije que el medallón estaba en una caja de la estantería que tenía detrás y cuando se giró para ir a buscarlo, yo… yo cogí la piedra y… Fue en defensa propia, como han dicho ustedes, quiero decir para defender a Rosalind, no sé cómo se llama eso…

– ¿Qué hay de la paleta? -preguntó Sam con rotundidad-. ¿Eso también fue en defensa propia?

Damien se lo quedó mirando como un conejo ante unos faros.

– La… sí. Eso. Es que yo no pude… ya saben. -Tragó saliva con fuerza-. No pude hacerlo. Era, estaba… Aún tengo pesadillas. No pude. Y entonces vi la paleta en el escritorio, y pensé que…

– ¿Tenías que violarla? No pasa nada -dijo Cassie con suavidad, al ver el destello de mareo y pánico en el rostro de Damien-, entendemos cómo ocurrió. No estás metiendo a Rosalind en ningún aprieto.

Damien no pareció muy seguro, pero no apartó la vista.

– Eso me temo -respondió al cabo de un momento. Había vuelto a adoptar esa horrible palidez verdusca-. Rosalind estaba… sólo estaba disgustada, pero dijo que no era justo que Katy nunca supiera lo que había tenido que soportar Jessica, así que al final yo dije… Lo siento, creo que voy a…

Emitió un sonido entre una tos y una arcada.

– Respira -le indicó Cassie-. Estás bien, sólo necesitas un poco de agua. -Se llevó el vaso hecho trizas, le buscó otro nuevo y lo llenó; le apretó el hombro mientras él bebía, sosteniendo el vaso con ambas manos, y tomaba profundas inspiraciones-. Continúa -añadió, cuando Damien recuperó un poco el color-. Lo estás haciendo muy bien. Así que tenías que violar a Katy, pero en lugar de eso utilizaste la paleta una vez muerta.

– Me acobardé -afirmó Damien aún con la boca dentro del vaso, con voz grave y cruel-. Ella había hecho cosas mucho peores, pero me acobardé.

– ¿Por eso escasearon las llamadas entre Rosalind y tú después de la muerte de Katy? -Sam apuntó los registros de llamadas con un dedo-. Hubo dos el martes, el día después del asesinato; otra a primera hora del miércoles, otra el martes siguiente y ya está. ¿Se enfadó Rosalind contigo porque le habías fallado?

– Ni siquiera sé cómo se enteró. A mí me daba miedo decírselo. Habíamos acordado que no hablaríamos en un par de semanas, para que la policía no nos relacionara, pero me envió un mensaje una semana después diciendo que lo mejor sería que rompiéramos el contacto porque obviamente yo no le importaba de verdad. La llamé para saber qué pasaba… ¡y sí, claro que estaba furiosa! -Estaba balbuciendo y alzando la voz-. Haremos las paces, pero Dios, tenía toda la razón de enfadarse conmigo. A Katy no la encontraron hasta el miércoles porque a mí me entró el pánico, eso podría haber arruinado totalmente su coartada, y yo no… yo no… Ella confiaba tanto en mí, no tenía a nadie más, y yo no supe hacer ni una cosa a derechas porque soy un maldito pelele.

Cassie, de espaldas a mí, no respondió. Vi las delicadas protuberancias en lo alto de su columna y sentí tanta pena como si llevara un sólido peso colgando de la garganta y las muñecas. No pude seguir escuchando. Ese disparate de que Katy bailaba para llamar la atención me había dejado vacío de toda ira, me había dejado hueco. Ahora sólo quería dormir un sueño narcótico y aniquilador y dejar que alguien me despertara cuando aquel día hubiera acabado y la lluvia constante se lo hubiera llevado todo.

– ¿Saben qué? -continuó Damien suavemente, justo antes de que me fuera-. Íbamos a casarnos. En cuanto Jessica se hubiera recuperado lo bastante como para que Rosalind la dejara allí. Supongo que eso ya no va a pasar, ¿no?


Estuvieron con él todo el día. Más o menos, sabía lo que estaban haciendo: ahora que tenían lo esencial de la historia volverían sobre ella para completar horas, fechas y detalles y comprobar cualquier laguna o contradicción. Obtener la confesión es sólo el principio; luego tienes que impermeabilizarla, anticiparte a los abogados defensores y al jurado, asegurarte de tenerlo todo por escrito mientras tu hombre se siente hablador y antes de que tenga ocasión de salirte con versiones alternativas. Sam es de los meticulosos; harían un buen trabajo.

Sweeney y O'Gorman entraban y salían de la sala de investigaciones para llevar a cabo los registros del móvil de Rosalind y más entrevistas preparatorias sobre ella y Damien. Los mandé a la sala de interrogatorios. O'Kelly asomó la cabeza y me frunció el ceño, y yo fingí estar inmerso en las entradas telefónicas. A media tarde Quigley entró para compartir sus impresiones sobre el caso. Aparte del hecho de que no tenía ganas de hablar con nadie, y menos aún con él, aquello era muy mala señal. El único talento de Quigley es un olfato infalible para la debilidad y, aparte de algún que otro intento lamentable de hacerse el simpático, a Cassie y a mí solía dejarnos en paz y se dedicaba a cebarse con los novatos, los que estaban quemados o aquellos cuyas carreras sufrían de pronto una caída en picado. Acercó demasiado su silla a la mía e insinuó misteriosamente que deberíamos haber pillado a nuestro hombre hacía semanas, dio a entender que me explicaría cómo si se lo preguntaba con suficiente deferencia, señaló con tristeza mi desorbitado error psicológico al dejar que Sam ocupase mi lugar en el interrogatorio, preguntó por el registro de llamadas de Damien y por último sugirió capciosamente que deberíamos considerar la posibilidad de que la hermana estuviera implicada. Por lo visto había olvidado cómo deshacerme de él, y eso acrecentó mi sensación de que su presencia no sólo era irritante sino espantosamente funesta. Era como un albatros enorme y petulante andando con aire patoso alrededor de mi escritorio, graznando de forma absurda y cagándose por todos mis papeles.

Finalmente, como los matones del colegio, pareció darse cuenta de que yo estaba demasiado hecho polvo para ofrecerle una buena relación calidad-precio, así que puso el freno y volvió a lo que estuviera haciendo antes con una expresión ofendida que abarcaba sus grandes y sosos rasgos. Dejé de fingir que me ocupaba de las llamadas telefónicas y me acerqué a la ventana, donde pasé las horas siguientes contemplando y escuchando los ruidos vagos y familiares de la brigada detrás de mí: la risa de Bernadette, el sonido de los teléfonos, las discusiones de voces masculinas que se alzaban para acabar amortiguadas tras un súbito portazo.

Eran las siete y veinte cuando al fin oí a Cassie y Sam acercarse por el pasillo. Hablaban de forma demasiado tenue y esporádica para poder distinguir alguna palabra, pero reconocí el tono. Es curioso la de cosas que te puede hacer notar un cambio de perspectiva; no me había dado cuenta de lo profunda que era la voz de Sam hasta que lo oí interrogando a Damien.

– Quiero irme a casa -decía Cassie cuando entraron en la sala de investigaciones.

Se dejó caer en una silla y apoyó la frente en la parte mullida de sus palmas.

– Ya casi estamos -respondió Sam.

No quedó claro si se refería a la jornada o a la investigación. Rodeó la mesa para ir a su asiento; por el camino, para mi gran sorpresa, posó la mano breve y ligeramente en la cabeza de Cassie.

– ¿Cómo ha ido? -pregunté, y oí la nota forzada en mi voz.

Cassie no se movió.

– Estupendo -dijo Sam. Se frotó los ojos mientras hacía una mueca-. Creo que ya estamos, al menos en lo que se refiere a Donnelly.

Sonó el teléfono y respondí. Bernadette nos mandaba a todos quedarnos en la sala de investigaciones, pues O'Kelly quería vernos. Sam asintió y se sentó pesadamente, con los pies separados, como un granjero que vuelve de un duro día de trabajo. Cassie levantó la cabeza con esfuerzo y buscó su libreta enrollada en el bolsillo de atrás.

Como de costumbre, O'Kelly nos hizo esperar un rato. Ninguno de nosotros habló. Cassie garabateaba en su libreta un árbol puntiagudo de apariencia siniestra; Sam se desplomó sobre la mesa y miraba sin ver la pizarra abarrotada; yo me apoyé en el marco de la ventana y contemplé el jardín oscuro y formal que había debajo, con ráfagas repentinas de viento que recorrían los arbustos. Nuestras posiciones en torno a la estancia parecían una puesta en escena, simbólica de un modo impreciso pero fatídico; el parpadeo y el zumbido de los fluorescentes me habían dejado en un estado rayano en el trance y empezaba a sentirme como si representáramos una obra existencialista, en la que el tictac del reloj permanecería para siempre en las 19.38 y nunca podríamos movernos de aquellas poses predestinadas. La irrupción de O'Kelly en la sala fue como una conmoción.

– Primero lo primero -anunció con gravedad; acercó una silla y estampó una pila de hojas en la mesa-. O'Neill, refréscame la memoria: ¿qué vas a hacer con todo ese lío de Andrews?

– Dejarlo correr -respondió Sam con calma.

Se le veía muy cansado. No es que tuviera bolsas debajo de los ojos ni nada semejante, a alguien que no le conociera le habría parecido que estaba bien, pero su saludable rubor campestre había desaparecido y en cierto modo parecía terriblemente joven y vulnerable.

– Estupendo. Maddox, te descuento cinco días de vacaciones.

Cassie alzó la vista un instante.

– Sí, señor.

Disimuladamente, miré a Sam para ver si parecía sorprendido o si ya sabía de qué iba todo aquello, pero su rostro no delató nada.

– Y Ryan, tú harás trabajo de oficina hasta nueva orden. No sé cómo diablos os las habéis apañado los tres fuera de serie para coger a Damien Donnelly, pero podéis dar gracias por ello o vuestras carreras habrían quedado aún peor paradas. ¿Queda claro?

Ninguno de nosotros tenía energía para contestar. Me aparté de la ventana y tomé asiento, lo más lejos posible de los demás. O'Kelly nos fulminó con la mirada y decidió interpretar nuestro silencio como un asentimiento.

– Bien. ¿Qué hay de Donnelly?

– Yo diría que vamos bien -respondió Sam, cuando quedó claro que ninguno de nosotros iba a decir nada-. Tenemos una confesión completa, incluidos detalles que no eran públicos, y un buen puñado de pruebas forenses. Su única opción para librarse sería alegar enajenación, y a eso se agarrará si consigue un buen abogado. Ahora mismo se siente tan mal que sólo quiere declararse culpable, pero se le pasará tras permanecer unos días en la cárcel.

– Esa mierda de la enajenación no debería estar permitida -observó O'Kelly con amargura-. Cualquier capullo se sube al estrado y dice: «No es culpa suya, señoría, es que su madre le enseñó a usar el orinal demasiado pronto y por eso no pudo evitar matar a esa niñita…». Gilipolleces. Ése no está más loco que yo. Que uno de los nuestros lo examine y lo confirme.

Sam asintió y tono nota. O'Kelly rebuscó entre sus papeles y agitó un informe para enseñárnoslo:

– Otra cosa. ¿Qué es todo esto de la hermana?

El ambiente se tensó.

– Rosalind Devlin -explicó Cassie, alzando la cabeza-, Damien y ella se veían. Por lo que él dice, el asesinato fue idea suya y le empujó a él a cometerlo.

– Ya, muy bien. ¿Y por qué?

– Según Damien -continuó Cassie sin alterar la voz-, Rosalind le contó que Jonathan Devlin abusaba sexualmente de las tres hijas y que maltrataba físicamente a Rosalind y Jessica. Katy era su favorita y ésta lo alentaba y a menudo incitaba a abusar de las otras dos. Rosalind decía que, con Katy fuera de combate, los abusos se detendrían.

– ¿Y hay pruebas que lo respalden?

– Al contrario. Damien dice que Rosalind le explicó que Devlin le había abierto el cráneo y le había roto el brazo a Jessica, pero nada de eso consta en sus historiales médicos; de hecho, nada indica abusos de ninguna clase. Y Katy, que se supone que llevaba años manteniendo relaciones sexuales constantes con su padre, murió virgo intacta.

– Entonces, ¿por qué perdéis el tiempo con esta mierda? -O'Kelly tiró el informe-. Ya tenemos a nuestro hombre, Maddox. Marchaos a casa y que los abogados se ocupen del resto.

– Porque se trata de la mierda de Rosalind, no de Damien -replicó Cassie, y por primera vez hubo una leve chispa en su voz-. Alguien fue el responsable de las enfermedades que padeció Katy durante años, y no fue Damien. La primera vez que estuvo a punto de ingresar en la escuela de danza, alguien la hizo enfermar tanto que tuvo que renunciar a la plaza. Y alguien le metió a Damien en la cabeza que debía matar a una niña a la que apenas había visto. Usted mismo lo ha dicho, señor: él no está loco, no oía vocecitas ordenándole que lo hiciera. Rosalind es la única persona que encaja.

– ¿Con qué móvil?

– No soportaba el hecho de que Katy fuera el centro de atención y admiración. Señor, apostaría lo que fuera por ello. Creo que hace años, en cuanto se dio cuenta de que Katy tenía verdadero talento para la danza, Rosalind empezó a envenenarla. Es terriblemente fácil de hacer: lejía, eméticos, hasta sal común… En cualquier hogar ordinario hay media docena de productos capaces de provocarle a una niña misteriosos trastornos gástricos, si la convences de que se los tome. A lo mejor le dices que es una medicina mágica, que la hará ser mejor; y si tiene ocho o nueve años y eres su hermana mayor, seguramente te creerá… Pero cuando a Katy le llegó una segunda oportunidad de ingresar en la escuela, ya no se dejó convencer. Tenía doce años, los suficientes para empezar a cuestionar lo que le decían. Se negó a seguir tomando lo que fuera. Y eso, rematado por el artículo del periódico y la recaudación de fondos y el hecho de que Katy empezara a convertirse en la gran celebridad de Knocknaree, fue el colmo. Se había atrevido a desafiar a Rosalind de forma categórica, y ésta no estaba dispuesta a permitirlo. Cuando conoció a Damien, vio la ocasión. Ese pobre desgraciado es una presa fácil; no es precisamente listo, y haría cualquier cosa por hacer feliz a alguien. Durante los meses siguientes Rosalind utilizó el sexo, las historias lacrimógenas, la adulación, el sentimiento de culpa y todo lo que tuviera a su alcance para persuadirle de que tenía que matar a Katy. Y al fin, en el ultimo mes, lo tenía tan aturdido y ofuscado que a él le pareció que no tenía otra opción. De hecho, puede que en aquel momento estuviera un poco enajenado.

– No digas eso fuera de esta habitación -señaló O'Kelly, brusca y automáticamente.

Cassie se movió, casi como si se encogiera de hombros, y volvió a su dibujo. El silencio cayó sobre la estancia. Era una historia horrenda en sí misma, tan antigua como Caín y Abel pero con sus propios y nuevos matices escabrosos, y me resulta imposible describir la mezcla de emociones con que oí a Cassie relatarla. No la miraba a ella, sino a nuestras frágiles siluetas en la ventana, pero no había forma de evitar escuchar. Cassie tiene una voz muy bonita para narrar, grave y flexible como un instrumento de madera; pero cada palabra que pronunciaba parecía trepar a rastras por las paredes, tejer entre las luces un rastro de sombra negro y pegajoso y anidar en complicadas telarañas en los rincones elevados.

– ¿Alguna prueba? -preguntó O'Kelly al fin-. ¿O sólo contáis con la palabra de Donnelly?

– No, no hay pruebas concluyentes -respondió Cassie-. Podemos demostrar la relación entre Damien y Rosalind porque tenemos llamadas entre sus móviles y ambos nos dieron la misma pista falsa sobre un inexistente tipo en chándal, lo que significa que ella hizo de encubridora, pero no hay prueba de que ni siquiera supiera lo del asesinato de antemano.

– Por supuesto que no -dijo él en tono terminante-. No sé por qué pregunto. ¿Estáis los tres juntos en esto? ¿O sólo es una pequeña cruzada personal de Maddox?

– Yo estoy con la detective Maddox, señor -declaró Sam con firmeza y prontitud-. Llevamos todo el día interrogando a Donnelly y creo que dice la verdad.

O'Kelly suspiró, exasperado, y me apuntó a mí con la barbilla. Era obvio que Cassie y Sam le representaban una complicación gratuita; él sólo quería acabar con el papeleo de Damien y declarar el caso cerrado. Pero a pesar de lo mucho que se esfuerza, en el fondo no es un déspota y no iba a ignorar el parecer unánime de su equipo. Realmente lo sentí por él; supongo que yo era la única persona a la que le apetecía recurrir en busca de apoyo. Finalmente -no sé por qué no fui capaz de decirlo en voz alta-, asentí.

– Fantástico -replicó con voz cansina-. Esto es fantástico. A ver. La historia de Donnelly apenas bastaría para imputarla a ella, no digamos para condenarla. Necesitamos una confesión. ¿Qué edad tiene?

– Dieciocho -dije. Llevaba tanto rato sin hablar que la voz me salió como un croar sobresaltado; me aclaré la garganta-. Dieciocho.

– Gracias, Dios mío, por tu misericordia. Al menos no tienen que estar los padres presentes cuando la interroguemos. De acuerdo, Maddox y O'Neill, traedla aquí, la machacáis todo lo posible y la asustáis a base de bien hasta que se venga abajo.

– No funcionará -replicó Cassie, añadiendo otro palo a la rueda-. Los psicópatas muestran niveles de ansiedad muy bajos. Habría que apuntarle con una pistola en la cabeza para asustarla hasta ese punto.

– ¿Psicópatas? -pregunté, al cabo de un perplejo instante.

– Dios, Maddox -exclamó O'Kelly, irritado-. No seas peliculera. Esa chica no se ha comido a su hermana.

Cassie alzó la vista de su garabato, con las cejas levantadas en dos arcos serenos y delicados.

– No estoy hablando de los psicópatas de las películas. Rosalind encaja con la definición clínica. No tiene conciencia ni empatía, es una mentirosa patológica, manipuladora, encantadora e intuitiva, busca ser el centro de atención, se harta con facilidad, es narcisista, se vuelve muy desagradable cuando la frustran en algún sentido… Seguro que me olvido de algunos criterios, pero es bastante atinado.

– Lo bastante como para que sigamos con ello -observó Sam con brusquedad-. Un momento; entonces, aunque fuéramos a juicio ¿se libraría por demencia?

O'Kelly, contrariado, musitó algo que sin duda tenía que ver con la psicología en general y con Cassie en particular.

– Está perfectamente sana -replicó ésta resueltamente-. Cualquier psiquiatra lo confirmaría. No se trata de una enfermedad mental.

– ¿Cuánto hace que lo sabes? -le pregunté.

Su mirada saltó hacia mí.

– Empecé a pensarlo la primera vez que la vi. Pero no parecía relevante para el caso; estaba claro que el asesino no era un psicópata, y ella tenía una coartada perfecta. Me planteé decírtelo de todos modos, pero ¿de veras me habrías creído?

«Tendrías que haber confiado en mí», estuve a punto de decir. Vi que Sam nos miraba a uno y a otro, perplejo y agitado.

– Sea como sea -continuó Cassie, volviendo a sus bocetos-, es absurdo intentar sonsacarle una confesión asustándola. Los psicópatas no sienten verdadero miedo, sino agresividad, hastío o placer, principalmente.

– Vale, muy bien -dijo Sam-. Pues entonces la otra hermana, Jessica, ¿no? ¿Ella podría saber algo?

– Es muy posible -contesté-. Están muy unidas.

Cassie alzó irónicamente una comisura de la boca ante la expresión elegida por mí.

– Santo cielo -exclamó O'Kelly-. Tiene doce años, ¿me equivoco? Eso implica a los padres.

– De hecho -comentó Cassie sin levantar la vista-, tampoco creo que hablar con Jessica sirviera de nada. Rosalind la tiene absolutamente controlada. No sé lo que le ha hecho, pero esa niña está tan alelada que apenas es capaz de pensar por sí misma. Si damos con el modo de acusar a Rosalind, sí, puede que tarde o temprano le saquemos algo a Jessica, pero mientras su hermana mayor siga en esa casa tendrá tanto pavor a decir algo equivocado como para pronunciar una sola palabra.

O'Kelly perdió la paciencia. Odia sentirse desconcertado, y el ambiente de aquel cuarto, cargado de tensiones cruzadas, debía de darle tanta dentera como el caso en sí.

– Estupendo, Maddox. Muchísimas gracias. Entonces, ¿qué coño sugieres? Vamos, dinos que se te ha ocurrido algo útil en vez de quedarte ahí sentada cargándote las ideas de todo el mundo.

Cassie dejó de dibujar y, con cuidado, sostuvo el boli en equilibrio sobre un dedo.

– De acuerdo -dijo-. Los psicópatas encuentran placer en el poder que ejercen sobre otras personas, manipulándolas o infligiéndoles dolor. Creo que deberíamos intentar jugar con eso, darle todo el poder que pueda tragar y a ver si se deja llevar.

– ¿De qué estás hablando?

– Anoche, Rosalind me acusó de acostarme con el detective Ryan -recordó Cassie despacio.

Sam volvió la cabeza bruscamente hacia mí. Yo no aparté la vista de O'Kelly.

– Ya, no me había olvidado, créeme -afirmó éste con afectación-. Y más vale que no sea la puñetera verdad, porque ya estáis bastante enmierdados los dos.

– No -respondió Cassie, con cierta fatiga-, no lo es. Solamente intentó despistarme con la esperanza de dar en el blanco. No lo consiguió, pero ella no lo sabe. Puede pensar que disimulé muy bien.

– ¿Y? -preguntó O'Kelly.

– Pues que podría ir a hablar con ella, admitir que el detective Ryan y yo tenemos una aventura desde hace tiempo y suplicarle que no nos delate; tal vez decirle que sospechamos que ella estuvo implicada en la muerte de Katy y ofrecerle toda la información que tengamos a cambio de su silencio, o algo así.

O'Kelly resopló.

– Sí, claro, ¿y crees que así va a desembuchar?

Ella se encogió de hombros.

– No veo por qué no. Sí, la mayoría de la gente odia admitir que ha hecho algo terrible, aunque no vaya a tener problemas por ello, pero eso es porque se sienten mal al respecto y no quieren que los demás tengan una mala opinión de ellos. En cambio, para esta chica las demás personas no son reales, no más que los personajes de un videojuego, y correcto o incorrecto sólo son meras palabras. No es que sienta culpabilidad ni remordimiento ni nada parecido por hacer que Damien matase a Katy. De hecho, apostaría a que está encantada. Este es su mayor logro hasta ahora, y no ha podido alardear de ello con nadie. Si está convencida de tener la sartén por el mango y de que no llevo micrófono (cómo iba a llevarlo para admitir que me acuesto con mi compañero), creo que aprovechará la ocasión. La idea de contarle a una detective lo que hizo exactamente, sabiendo que yo no puedo hacer nada y que eso debe de torturarme… será una de las sensaciones más embriagadoras de su vida. No podrá resistirse.

– Ya puede decir lo que le dé la puñetera gana -intervino O'Kelly-, que sin una advertencia nada será admisible.

– Pues la advertiré.

– ¿Y piensas que aun así hablará? Creía que según tú no está loca.

– No lo sé -respondió Cassie. Por un segundo sonó exhausta y abiertamente cabreada, y eso le hizo parecer muy joven, como una adolescente incapaz de ocultar su frustración ante el estúpido universo adulto-. Sólo creo que es nuestra mejor baza. Si la enfrentamos a un interrogatorio formal se pondrá en guardia, se quedará ahí sentada negándolo todo y habremos perdido nuestra oportunidad. Se irá a casa sabiendo que no tenemos forma de acusarla. Al menos, de esa otra manera cabe la posibilidad de que se imagine que no puedo demostrar nada y se arriesgue a hablar.

Con la uña del pulgar, O'Kelly rascaba de forma monótona y exasperante las vetas de la falsa madera de la mesa; era obvio que estaba reflexionando.

– Si lo hacemos, te pones micrófono. No pienso arriesgarme a que sea tu palabra contra la suya.

– Si no fuera así no lo haría -replicó ella con frialdad.

– Cassie -dijo Sam, con mucho cuidado y reclinándose sobre la mesa-, ¿estás segura de que puedes hacerlo?

Sentí una súbita llamarada de furia, no menos dolorosa por ser del todo injustificable. Tenía que ser yo y no él quien le preguntara eso.

– Estaré bien -contestó ella, con una medio sonrisita-. Oye, estuve en la secreta durante meses y no me pillaron ni una vez. Soy carne de Oscar.

No creí que fuera eso lo que le preguntaba Sam. Cuando Cassie me contó lo de ese tío de la universidad prácticamente se quedó catatónica, y ahora veía esa misma expresión distante de pupilas dilatadas abriéndose paso en su mirada, y de nuevo percibí el matiz de desapego en su voz. Me acordé de aquella primera tarde de la Vespa estropeada; de cómo deseé cubrirla con mi abrigo y protegerla incluso de la lluvia.

– Podría hacerlo yo -intervine, demasiado alto-. A Rosalind le caigo bien.

– No, no puedes -soltó O'Kelly.

Cassie se frotó los ojos con el índice y el pulgar y se pellizcó el puente de la nariz como si tuviera una migraña incipiente.

– No te ofendas -señaló Cassie de plano-, pero a Rosalind Devlin no le caes mejor de lo que le caigo yo. Esa emoción queda fuera de su alcance. Le resultas útil. Sabe que te tiene comiendo de su mano, o te tenía, como quieras, y está convencida de que eres el único poli que, llegado el momento, creerá que ha sido injustamente acusada y la defenderá. Hazme caso, no hay la menor posibilidad de que eche eso a perder confesando ante ti. En cambio, yo no le soy útil en ningún sentido; no tiene nada que perder si habla conmigo. Sabe que no me gusta, pero eso sólo será un aliciente añadido al hecho de tenerme a su merced.

– Muy bien -zanjó O'Kelly, mientras apilaba sus cosas y arrastraba la silla hacia atrás-. Hagámoslo. Maddox, espero que sepas de lo que hablas. Te colocaremos el micrófono mañana a primera hora y podrás tener una charla de chicas con Rosalind Devlin. Me aseguraré de que te den algo que se active con la voz, para que no tengas que pensar en darle al botón de grabar.

– No -replicó Cassie-, nada de grabadoras. Quiero un transmisor conectado con una furgoneta de refuerzo a menos de doscientos metros de distancia.

– ¿Para interrogar a una cría de dieciocho años? -preguntó O'Kelly con desdén-. Ponle un poco de huevos, Maddox, que no se trata de Al-Qaeda.

– Pero sí de un careo con una psicópata que acaba de asesinar a su hermana pequeña.

– No tiene antecedentes violentos -señalé.

No quise decirlo con mala leche, pero la mirada de Cassie pasó un instante sobre mí sin ninguna expresión en absoluto, como si yo no existiera.

– Transmisor y refuerzos -repitió.


Esa noche no fui a casa hasta las tres de la madrugada, cuando estuve seguro de que Heather dormía. Preferí conducir hasta el paseo marítimo de Bray y quedarme en el coche. Por fin había dejado de llover; había una niebla densa y marea alta y se oían los golpes y las ráfagas del agua; sin embargo, sólo vislumbré alguna que otra ola entre los remolinos de un gris borroso. El pequeño pabellón cobraba vida y la volvía a perder como salido de Brigadoon. En algún sitio, una sirena emitió su melancólica nota una y otra vez, y la gente que volvía a casa por el paseo marítimo se materializaba poco a poco de la nada; sus siluetas flotaban en el aire como oscuros mensajeros.

Pensé en muchas cosas aquella noche. Pensé en Cassie en Lyon, de jovencita y con un delantal, sirviendo café en soleadas mesas al aire libre y bromeando en francés con los clientes. Pensé en mis padres preparándose para salir a bailar, en las pulcras líneas que el peine de mi padre dejaba en su pelo engominado y en el aroma excitante del perfume de mi madre y su vestido estampado de flores saliendo por la puerta. Pensé en Jonathan, Cathal y Shane, desgarbados y con granos y riéndose con fuerza de sus juegos más livianos; en Sam, sentado a una gran mesa de madera con sus siete escandalosos hermanos y hermanas; y en Damien en una silenciosa biblioteca de universidad rellenando una solicitud para un trabajo en Knocknaree. Pensé en la mirada insensata de Mark («Las únicas cosas en las que creo están ahí fuera, en ese yacimiento») y luego en revolucionarios agitando pancartas irregulares y aguerridas y en refugiados nadando en rápidas corrientes nocturnas; en todos aquellos que se aferran a la vida con tanta ligereza, o que apuestan tan fuerte, que pueden andar con paso constante y los ojos abiertos al encuentro de lo que tomará o transformará sus vidas y cuyos designios elevados y fríos quedan mucho más allá de nuestro entendimiento. Durante mucho tiempo, procuré acordarme de llevarle a mi madre flores silvestres.

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