Sam y yo fuimos los primeros en llegar a la sala de investigaciones el viernes por la mañana. Yo particularmente quería repasar lo más pronto posible las llamadas de la línea abierta para ver si encontraba una excusa y me pasaba el día fuera. Llovía a cántaros; Cassie estaría en alguna parte maldiciendo y tratando de encender la Vespa a patadas.
– El boletín del día -anunció Sam, agitando un par de cintas en el aire-. Anoche estuvo parlanchín: seis llamadas, o sea que roguemos a Dios…
Ya llevábamos una semana pinchándole los teléfonos a Andrews, y los resultados eran tan patéticos que O'Kelly empezaba a emitir unos gruñidos volcánicos de muy mal agüero. Durante el día Andrews hacía con su móvil gran cantidad de llamadas apresuradas y aderezadas con testosterona; por las noches encargaba comida gourmet de precios desorbitados («comida para llevar para caprichosos», lo llamaba Sam con desaprobación). Una vez llamó a uno de esos teléfonos eróticos que se anuncian por la tele a última hora de la noche; por lo visto le gustaba que lo atizaran, y «Ponme el culo rojo, Celestine» se convirtió de inmediato en un latiguillo habitual de la brigada.
Me quité el abrigo y me senté.
– Tócala, Sam -dije.
Mi sentido del humor, al igual que todo lo demás, había degenerado mucho en las últimas semanas. Sam me lanzó una mirada y metió una de las cintas en nuestra pequeña y obsoleta grabadora.
A las 20.17, según el registro del ordenador, Andrews encargó lasaña con salmón ahumado, pesto y salsa de tomates secados al sol.
– Dios santo -dije, consternado.
Sam se rió.
– Para nuestro chico, sólo lo mejor.
A las 20.23 llamó a su cuñado para concertar un partido de golf para el domingo por la tarde, y agregó unos cuantos chistes varoniles. A las 20.41 llamó al restaurante otra vez y le gritó al que cogía los encargos por qué su cena aún no había llegado. Empezaba a sonar achispado. Siguió un lapso de silencio; al parecer, la Lasaña de los Huevos había llegado finalmente a su destino.
A las 00.08 llamó a un número de Londres:
– Su ex mujer -explicó Sam.
Se encontraba en la fase sensiblera y quería hablar sobre qué había ido mal.
– Dejarte marchar fue el mayor error de toda mi vida, Dolores -le aseguró, con la voz preñada de lágrimas-. Aunque claro, tal vez hice lo correcto. Eres una mujer estupenda, ¿lo sabes? Demasiado buena para mí. Cien veces demasiado buena. Puede que incluso hasta mil. ¿Verdad que tengo razón, Dolores? ¿No crees que hice lo correcto?
– No lo sé, Terry -contestó Dolores en tono cansino-. Dímelo tú.
Estaba haciendo otra cosa al mismo tiempo, enjuagando platos o tal vez vaciando un lavavajillas; se oía el tintineo de la porcelana de fondo. Finalmente, cuando Andrews empezó a llorar en serio, ella colgó. Dos minutos después la llamó de nuevo, gruñéndole:
– Tú a mi no me cuelgas, ¿me has oído, zorra? Te cuelgo yo a ti -y cortó.
– Todo un caballero -dije.
– Gilipollas -comentó Sam. Se desplomó en su silla, echó la cabeza hacia atrás y se cubrió el rostro con las manos-. Menudo gilipollas. Sólo me queda una semana, ¿qué demonios voy a hacer si todo se limita a pizzas de sushi y corazones solitarios?
La cinta hizo otro clic.
– ¿Diga? -contestó una voz grave de hombre, espesa de sueño.
– ¿Quién es? -quise saber.
– Móvil desconocido -respondió Sam a través de sus manos-. Las dos menos cuarto.
– Oye, tú, pedazo de mierda -dijo Andrews en la cinta.
Estaba muy borracho. Sam se irguió.
Hubo una breve pausa. Luego la voz profunda dijo:
– ¿No te dije que no volvieras a llamarme?
– ¡Eh! -exclamé.
Sam emitió un ruidito inarticulado. Sacó el brazo con ademán de agarrar la grabadora, pero se contuvo y se limitó a acercarla más a nosotros. Agachamos las cabezas, a la escucha. Sam contenía el aliento.
– Me importa un rábano lo que me dijeras. -Andrews iba subiendo la voz-. Ya me has dicho más que suficiente. Dijiste que a estas alturas ya estaría todo arreglado, ¿te acuerdas? Y en cambio todo son requerimientos judiciales, maldita sea…
– Te dije que te calmaras y me lo dejaras a mí, y ahora te lo vuelvo a repetir. Lo tengo todo controlado.
– Y una mierda. No te atrevas a hablarme como si fuera tu em… tu em… tu empleado. Tú eres mi puto empleado. Yo te pagué. Joder, miles y miles y «Oh, vamos a necesitar otros cinco mil para esto, Terry, y unos miles para el nuevo concejal, Terry…». Como si los hubiera tirado por el retrete. Si fueras uno de mis empleados estarías despedido. En la calle. Así de fácil.
– He hecho todo aquello por lo que has pagado. Sólo se trata de un retraso inapreciable. Se arreglará. No va a cambiar nada. ¿Entiendes lo que te digo?
– Qué coño se va a arreglar. Estás jugando a dos bandas, cabrón. Cogiste mi dinero y te largaste. Ahora sólo tengo un puñado de tierra inútil y a la policía detrás de mí. ¿Cómo saben… cómo narices saben siquiera que esa tierra es mía? Yo confié en ti.
Hubo una breve pausa. Sam soltó el aire con una pequeña descarga y lo volvió a coger. Entonces, la voz profunda dijo de repente:
– ¿Desde qué teléfono me llamas?
– ¿Y a ti qué te importa? -respondió Andrews, malhumorado.
– ¿Sobre qué te ha preguntado la policía?
– Sobre… sobre una cría. -Andrews sofocó un eructo-. Esa a la que mataron allí. Su padre es el capullo del maldito requerimiento. Esos gilipollas piensan que tuve algo que ver.
– No uses el teléfono -respondió la voz profunda con frialdad-. No hables con la poli sin tu abogado. No te preocupes por el requerimiento y no vuelvas a llamarme ni una puta vez más.
Se oyó un clic cuando colgó.
– Vaya -dije al cabo de un momento-. Desde luego eso no era pizzas de sushi y corazones solitarios. Felicidades. -No lo admitirían en un juicio, pero bastaría para ejercer una presión considerable en Andrews. Intenté ser gracioso, aunque la parte autocompasiva que hay en mí pensaba en lo típico que era aquello; mientras mi investigación degeneraba en un repertorio sin parangón de desastres y callejones sin salida, la de Sam se proyectaba como si tal cosa adelante y hacia arriba, encadenando éxito tras éxito. Si me hubiera tocado a mí ir detrás de Andrews, seguramente se habría tirado las dos semanas sin llamar a nadie más siniestro que su anciana madre-. Esto es suficiente para que te quites a O'Kelly de encima.
Sam no contestó. Me volví para mirarle. Estaba tan pálido que parecía casi verde.
– ¿Qué? -pregunté, alarmado-. ¿Te encuentras bien?
– Estoy perfecto -dijo-. Sí.
Se inclinó hacia delante y apagó la grabadora. La mano le tembló un poco y vi un reflejo húmedo y enfermizo en su cara.
– Dios -exclamé-. No es verdad. -De repente se me ocurrió que la excitación de la victoria podía haberle provocado un infarto, un ataque o algo parecido, o que tenía alguna enfermedad extraña sin diagnosticar; la leyenda urbana de la brigada cuenta historias así, de detectives que persiguieron a un sospechoso superando obstáculos épicos y cayeron muertos en cuanto le echaron las esposas-. ¿Necesitas un médico?
– No -dijo, tajante-. No.
– Pues ¿qué diablos te pasa?
Casi al decirlo, la pieza encajó. En realidad me sorprende que no lo captara antes. El timbre de la voz, el acento, las peculiaridades de la inflexión… Yo ya lo había oído, cada día, cada noche; un poco suavizado, sin ese tono áspero, pero el parecido estaba ahí y era inequívoco.
– ¿Por casualidad era ése tu tío? -le pregunté.
Sam puso sus ojos en mí y luego en la puerta, aunque allí no había nadie.
– Sí -dijo, al cabo de un momento-. Lo es.
Su respiración era rápida y superficial.
– ¿Estás seguro?
– Le conozco la voz. Estoy seguro.
Por lamentable que pueda parecer, mi primera reacción consistió en unas ganas locas de reírme. Sam se había mostrado siempre tan rematadamente serio («Recto como un palo, chicos») y tan solemne como un soldado estadounidense soltando un discurso sobre la bandera en alguna película americana muy mala. En el momento me resultó entrañable -ese tipo de fe absoluta es una de esas cosas que, como la virginidad, sólo se puede perder una vez, y nunca antes había conocido a nadie que la conservara más allá de los treinta-, pero ahora me parecía que Sam se había pasado gran parte de su vida tirando felizmente por una pura y absurda cuestión de suerte, y me costaba experimentar mucha simpatía por el hecho de que al fin hubiera pisado una piel de plátano y salido disparado por los aires.
– ¿Qué vas a hacer? -pregunté.
Movió la cabeza de un lado a otro como un loco bajo las luces fluorescentes. Seguro que lo pensó; estábamos los dos solos, un favor y un dedo en el botón de grabar y la llamada podría haber sido sobre ese partido de golf del domingo o cualquier cosa.
– ¿Me das el fin de semana? -dijo-. Le llevaré esto a O'Kelly el lunes. Sólo… ahora mismo no. No puedo pensar con claridad. Necesito el fin de semana.
– Claro -respondí-. ¿Piensas hablar con tu tío?
Sam alzó la vista hacia mí.
– Si lo hago empezará a borrar sus huellas, ¿no? Se deshará de las pruebas antes de que empiece la investigación.
– Supongo que sí.
– Y si no se lo cuento, si averigua que yo podría haberle avisado y no lo hice…
– Lo siento -dije.
Me pregunté fugazmente dónde diablos estaba Cassie.
– ¿Sabes qué es lo peor? -continuó Sam al cabo de un rato-. Si esta mañana me hubieras preguntado a quién recurriría si pasaba algo así y no sabía qué hacer, habría dicho que a Red.
No se me ocurrió qué contestarle. Miré sus rasgos francos y agradables y de pronto me sentí extrañamente desapegado de él y de toda la escena; fue una sensación vertiginosa, como si observara esos acontecimientos desarrollarse en una caja iluminada a cientos de metros debajo de mí. Permanecimos sentados un largo rato, hasta que O'Gorman abrió la puerta dando un golpe y se puso a gritar algo que tenía que ver con el rugby, y Sam se metió la cinta discretamente en el bolsillo, recogió sus cosas y se fue.
Aquella tarde, cuando descansé para fumarme un cigarro, Cassie me siguió afuera.
– ¿Tienes fuego? -preguntó.
Había adelgazado y tenía los pómulos más afilados, y me pregunté si le había ocurrido en el transcurso de toda la operación Vestal sin que me hubiera dado cuenta o sólo -y esta idea me causó cierto desasosiego- en los últimos días. Busqué mi mechero y se lo pasé.
Era una tarde fría y nublada en que las hojas muertas empezaban a acumularse contra las paredes; Cassie se puso de espaldas al viento para encenderse el cigarrillo. Se había maquillado -llevaba rímel y un manchón de algo rosa en cada mejilla-, pero su rostro, inclinado sobre la mano ahuecada, seguía resultando muy pálido, casi gris.
– ¿Qué pasa, Rob? -preguntó al enderezarse.
Fue como una patada en el estómago. Todos hemos mantenido esta conversación terrible, pero no sé de un solo hombre que piense que tiene alguna utilidad, ni de una sola ocasión en que haya dado un resultado positivo, y yo esperaba contra todo pronóstico que Cassie resultara ser una de las pocas mujeres capaces de dejarlo correr.
– No pasa nada -respondí.
– ¿Por qué estás raro conmigo?
Me encogí de hombros.
– Estoy hecho polvo, el caso es un galimatías y las últimas semanas me han agotado mentalmente. No es nada personal.
– Vamos, Rob. Sí que lo es. Te has comportado como si tuviera la lepra desde que…
Todo mi cuerpo se tensó. La voz de Cassie se extinguió.
– No es verdad -aseguré-. Sólo necesito un poco de espacio, ¿de acuerdo?
– Ni siquiera sé qué significa eso. Sólo sé que me estás volviendo loca, y no puedo hacer nada al respecto si no entiendo por qué.
Con el rabillo del ojo vi la determinación de su barbilla y supe que no iba a ser fácil escabullirse de ésa.
– No te estoy volviendo loca -respondí, terriblemente incómodo-. Lo que pasa es que no quiero complicar las cosas más de lo que ya lo están. De verdad, me veo incapaz ahora mismo de empezar una relación, y no quiero dar la impresión…
– ¿Una relación? -Las cejas de Cassie se dispararon hacia arriba y casi se rió-. Madre mía, ¿sólo se trata de eso? No, Ryan, no espero que te cases conmigo y seas el padre de mis hijos. ¿Qué narices te ha hecho pensar que quería una relación? Sólo quiero que las cosas vuelvan a la normalidad, porque esto es ridículo.
No la creí. La mirada burlona, la naturalidad con que apoyó el hombro contra la pared… fue una actuación convincente. Cualquier otro habría podido soltar un suspiro de alivio, darle un torpe abrazo y volver con los brazos entrelazados a alguna variante de la normalidad de antaño. Pero yo conocía las peculiaridades de Cassie como la palma de mi mano. Su respiración acelerada, esa disposición de los hombros típica de gimnasta, el infinitesimal matiz vacilante de su voz… Estaba aterrada, y eso me aterró a mí a la vez.
– Sí -dije-. De acuerdo.
– Lo sabes. ¿Verdad, Rob?
Otra vez ese temblor minúsculo.
– Dada la situación -respondí-, no estoy seguro de que sea posible volver a la normalidad. Lo del sábado por la noche fue un gran error, ojalá no hubiera ocurrido, pero ocurrió. Y ahora estamos encallados con eso.
Cassie tiró ceniza sobre los adoquines, pero vi la chispa de dolor en su rostro, duro e indignado como si le hubiera dado un bofetón. Al cabo de un momento, dijo:
– Pues yo no estoy segura de que tenga que ser un error.
– No tendría que haber pasado -insistí. Mi espalda presionaba la pared con tanta fuerza que sentía cómo se me clavaban sus protuberancias a través del traje-. No habría sucedido si yo no hubiera estado liado con otros temas. Lo siento, pero así son las cosas.
– Está bien -contestó, con mucha prudencia-. Está bien. Pero no hay que hacer una montaña de ello. Somos amigos, estamos unidos, por eso ocurrió, sólo nos acercamos un poco más; fin de la historia.
Lo que decía era sumamente razonable y sensible; sabía que era yo el que parecía inmaduro y melodramático, y eso sólo me oprimió aún más. Pero ya le había visto antes aquella mirada, frente a la aguja de un yonqui en un piso donde ningún ser humano viviría, y esa vez Cassie también sonó muy convincentemente tranquila.
– Sí -afirmé, apartando la mirada-. Puede. Necesito un poco de tiempo para ordenar mis pensamientos después de todo lo que ha sucedido.
Cassie separó las manos.
– Rob -dijo; nunca olvidaré esa vocecita nítida y perpleja-. Rob, sólo soy yo.
No pude oírla; apenas la veía, su rostro parecía el de una extraña, indescifrable y peligroso. Deseé estar casi en cualquier otra parte del mundo.
– Tengo que volver -respondí, y tiré el cigarrillo-. ¿Me das mi mechero?
No sé explicar por qué no me detuve a considerar la posibilidad de que Cassie dijera la verdad más simple y exacta sobre lo que quería de mí. Al fin y al cabo nunca la había visto mentir, ni a mí ni a nadie, y no tengo muy claro por qué di por hecho con tanta certeza que había empezado a hacerlo de pronto. Ni se me pasó por la cabeza que su desolación se debiera en realidad a la pérdida de su mejor amigo -pues creo poder afirmar, sin engañarme, que eso es lo que era-, y no a una pasión no correspondida.
Sonará arrogante, como si me creyera un Casanova irresistible, pero sinceramente no pienso que sea tan sencillo. Hay que recordar que nunca había visto a Cassie así. Nunca la había visto llorar y podría contar con los dedos de una mano las veces que la había visto asustada; ahora tenía los ojos hinchados y como doloridos bajo el maquillaje tosco y desafiante, y en ellos había esa pizca de miedo y desesperación cada vez que me miraba. ¿Qué iba a pensar? Las palabras de Rosalind (lo de los treinta, el reloj biológico, lo de no poder esperar…) me dolían como un diente roto, y todo cuanto leía sobre el tema (revistas andrajosas en salas de espera o los Cosmo de Heather que hojeaba adormilado durante el desayuno) las respaldaban: diez consejos para que una treintañera pueda aprovechar al máximo su última oportunidad, terribles advertencias sobre la decisión de tener hijos demasiado tarde y, por si fuera poco, algún artículo acerca de no acostarse nunca con los amigos porque eso despierta inevitablemente «sentimientos» en la parte femenina, miedo al compromiso en el hombre y aburridas e innecesarias complicaciones en general.
Siempre creí a Cassie a un millón de kilómetros de esos tópicos femeninos, pero también pensaba («A veces, cuando estás cerca de alguien se te escapan cosas») que éramos la excepción a toda regla, y vaya cómo habíamos acabado. Y no pretendía ser yo mismo un tópico, pero recordemos que Cassie no era la única cuya vida se había desbaratado. Yo estaba perdido, confuso, trastornado hasta la médula, y me agarré a las únicas directrices que pude encontrar.
Además, desde muy temprano aprendí a suponer algo oscuro y letal oculto en el corazón de todo lo que amaba. Al no encontrarlo reaccioné, apabullado y receloso, de la única manera que conocía: colocándolo ahí yo mismo.
Ahora, desde luego, resulta obvio que incluso una persona fuerte tiene sus puntos débiles, y que yo le miné a Cassie toda su firmeza con la precisión de un joyero que secciona el defecto de una piedra. Alguna vez debió de pensar en su tocaya, esa devota marcada por la maldición más ingeniosa y sádica de su dios: decir la verdad y no ser creída.
Sam se pasó por mi apartamento el lunes por la noche, tarde, hacia las diez. Yo acababa de levantarme para prepararme unas tostadas de cena y ya volvía a estar medio dormido, y cuando sonó el timbre tuve un fogonazo irracional y cobarde de miedo a que fuese Cassie, quizás algo bebida, exigiendo aclarar las cosas de una vez por todas. Dejé que contestara Heather. Cuando llamó de mal talante a mi puerta y dijo: «Es para ti, un tío que se llama Sam», me sentí tan aliviado que la sorpresa tardó un momento en aflorar. Sam nunca había estado en mi casa; ni siquiera era consciente de que supiera dónde estaba.
Fui hacia la puerta mientras me metía la camisa por dentro y oí cómo subía los escalones pisando fuerte.
– Hola -dije cuando llegó al rellano.
– Hola -me contestó.
No le había visto desde el viernes por la mañana. Llevaba su gran abrigo de tweed, necesitaba un afeitado y tenía el pelo sucio y con mechones largos y húmedos que le caían sobre la frente.
Aguardé, pero él no ofreció ninguna explicación a su presencia, así que lo llevé a la sala de estar. Heather nos siguió hasta allí y empezó a hablar: «Hola, me llamo Heather, y encantada de conocerte, y dónde te ha tenido escondido Rob todo este tiempo, nunca trae a sus amigos a casa, ¿no crees que eso no está bien?, y sólo estaba viendo The Simple Life [20], ¿tú lo sigues? Caray, este año está increíble», y así sin parar. Finalmente captó el significado de nuestras respuestas monosilábicas, porque dijo, en tono ofendido:
– Bueno, chicos, supongo que necesitáis un poco de intimidad.
Y como ninguno de los dos lo negó se marchó molesta, ofreciéndole a Sam una sonrisa cálida y a mí otra ligeramente más gélida.
– Siento irrumpir de esta manera -comenzó Sam.
Miró la estancia (agresivos cojines de diseño y estanterías llenas de animales de porcelana con largas pestañas) como si lo descolocara.
– No pasa nada -dije yo-. ¿Quieres tomar algo?
No tenía ni idea de qué estaba haciendo. No quería pensar siquiera en la intolerable posibilidad de que tuviera algo que ver con Cassie: «No habrá sido capaz -pensé-, espero que no haya sido capaz de pedirle que venga a tener una charla conmigo».
– Un whisky estaría bien.
Encontré media botella de Jameson's en mi armario de la cocina. Cuando volví a la sala con los vasos Sam se encontraba en un sillón, aún con el abrigo puesto, la cabeza gacha y los codos en las rodillas. Heather había dejado la tele encendida y sin volumen, y dos mujeres idénticas con maquillaje anaranjado discutían con silenciosa histeria sobre vete a saber qué; la luz se reflejaba en su cara y le daba una apariencia fantasmagórica y maligna.
Apagué el televisor y le ofrecí un vaso. Lo miró con cierto asombro y luego se tragó la mitad con un torpe giro de muñeca. Pensé que quizá ya estuviera un poco borracho. No estaba vacilante ni arrastraba las palabras ni nada de eso, pero tanto sus gestos como su voz parecían diferentes, bruscos y pesados.
– ¿Qué? -dije, a lo tonto-, cuéntame.
Sam se tomó otro trago. La lámpara de pie que tenía al lado lo dejaba medio dentro y medio fuera de su haz de luz.
– ¿Sabes lo del viernes? -dijo-. ¿La cinta?
Me relajé un poco.
– Sí.
– No he hablado con mi tío -admitió.
– ¿No?
– No. Lo he pensado durante el fin de semana. Pero no le he llamado. -Se aclaró la garganta-. He ido a ver a O'Kelly -continuó, y se la aclaró otra vez-. Esta tarde, con la cinta. Se la he puesto y luego le he dicho que el del otro lado era mi tío.
– Vaya -dije.
Creo que no me esperaba que contara la verdad. Estaba impresionado, a pesar de mí mismo.
– Luego… -continuó Sam. Pestañeó mirando el vaso en su mano y lo dejó en la mesa de centro-. ¿Sabes qué me ha dicho?
– ¿Qué?
– Me ha preguntado si estaba mal de la puta cabeza. -Se rió de un modo algo alocado-. Dios, creo que lleva algo de razón… Me ha dicho que borre la cinta, que deje de pinchar ese teléfono y que no moleste más a Andrews. «Es una orden», eso es lo que me ha dicho. Ha dicho que no tengo la menor prueba de que Andrews tuviera algo que ver con el asesinato, y que si esto llegaba más lejos volveríamos a llevar uniforme tanto él como yo; no enseguida, ni por algún motivo que tuviera que ver con esto, pero un día no muy lejano despertaríamos y nos encontraríamos patrullando en el puto culo del mundo por el resto de nuestras vidas. «Esta conversación nunca ha tenido lugar, porque esta cinta no ha existido nunca.»
Estaba alzando la voz. El dormitorio de Heather está al lado de la sala de estar, y estaba casi seguro de que tendría una oreja pegada a la pared.
– ¿Quiere que lo encubras? -pregunté, manteniendo un tono bajo con la esperanza de que Sam captara la indirecta.
– Yo diría que eso es lo que insinuaba, sí -respondió, con una gran dosis de sarcasmo. No era algo natural en él, y en vez de sonar cínico y duro le hizo parecer terriblemente joven, como un adolescente deprimido. Se recostó en el sillón y se retiró el pelo de la cara- No me lo esperaba, ¿sabes? De todas las cosas que me preocupaban… Ni siquiera pensé en esto.
A decir verdad, supongo que nunca había podido tomarme muy en serio toda la línea de investigación de Sam. Holdings internacionales, taimados promotores inmobiliarios y tratos bajo mano con terrenos; siempre me pareció extremadamente remoto y burdo y casi ridículo, típico de una peli mala y taquillera con Tom Cruise de protagonista, no algo que pudiera afectar de una manera real. La expresión del rostro de Sam me pilló con la guardia baja. No había estado bebiendo, nada de eso; el doble revés -su tío y O'Kelly- le había caído encima como dos autobuses. Tratándose de Sam, no lo había visto venir. Por un instante, a pesar de todo, deseé hallar las palabras adecuadas para consolarle; explicarle que llega un momento en que eso le sucede a todo el mundo y que sobreviviría, como casi todas las personas.
– ¿Qué voy a hacer? -preguntó.
– No tengo ni idea -respondí, sorprendido. Es cierto que Sam y yo habíamos pasado mucho tiempo juntos recientemente, pero eso no nos convertía en amigos del alma, y en cualquier caso yo no estaba en posición de dar un sabio consejo a nadie-. No quiero parecer insensible, pero ¿por qué me lo preguntas a mí?
– ¿A quién si no? -preguntó Sam con calma. Cuando alzó la vista vi que tenía los ojos enrojecidos-. No puedo irle a nadie de mi familia con esto, ¿no? Los mataría. Y tengo muy buenos amigos, pero no son policías y esto es un asunto policial. Y Cassie… preferiría no meterla en esto. Ella ya tiene bastante con lo suyo. Estos días se la ve horriblemente tensa. Tú ya lo sabías y sólo necesitaba hablar con alguien antes de decidirme.
Estaba bastante convencido de que a mí también se me había visto muy tenso esas últimas semanas, aunque me agradó la implicación de que lo había disimulado mejor de lo que creía.
– ¿Decidirte? No parece que tengas muchas opciones.
– Tengo a Michael Kiely -respondió Sam-. Podría darle la cinta a él.
– Dios. Perderías tu trabajo antes de que el artículo llegara a imprenta. Incluso podría ser ilegal, no estoy seguro.
– Lo sé. -Se presionó los ojos con la parte carnosa de las palmas-. ¿Crees que es lo que debería hacer?
– No tengo ni la más remota idea -admití.
El whisky le estaba sentando ligeramente mal a mi estómago semivacío. Había utilizado cubitos de la parte trasera del congelador, y sabían rancios y adulterados.
– ¿Qué pasaría si lo hiciera, lo sabes?
– Pues que te despedirían. Y a lo mejor te llevarían a juicio. -No dijo nada-. Supongo que se constituiría una comisión de investigación. Si decidieran que tu tío ha hecho algo malo, le advertirían de que no volviera a hacerlo, lo inhabilitarían un par de años para ejercer un cargo específico y luego todo volvería a la normalidad.
– Pero ¿y la autopista? -Sam se frotó la cara-. No puedo pensar con claridad… Si no digo nada, esa autopista cruzará toda la zona arqueológica sin que haya un buen motivo.
– Lo hará de todos modos. Si vas a los periódicos, el gobierno se limitará a decir: «Uy, lo sentimos, demasiado tarde para trasladarla», y seguirán como si nada.
– ¿Tú crees?
– Pues sí -dije-. Sinceramente.
– ¿Y Katy? -siguió-. Se supone que es en eso en lo que debemos pensar. ¿Y si Andrews contrató a alguien para que la matara? ¿Dejamos que se salga con la suya y ya está?
– No lo sé -respondí.
Me preguntaba cuánto tiempo pensaba quedarse allí.
Guardamos silencio durante un rato. Los del apartamento de al lado celebraban una cena o algo parecido; se oía un batiburrillo de voces alegres, a Kylie en el estéreo y a una chica exclamando con coquetería: «¡Te lo dije, ya lo creo!». Heather golpeó la pared; hubo un instante de silencio y después un estallido de risas medio sofocadas.
– ¿Sabes cuál es mi primer recuerdo? -dijo Sam. La luz de la lámpara le hacía sombras en los ojos y yo no lograba adivinar su expresión-. El día en que Red entró en la Cámara yo sólo era un crío, tendría tres o cuatro años, pero la familia al completo subimos a Dublín para acompañarle. Hacía un sol espléndido. Yo llevaba un trajecito nuevo. No tenía muy claro qué pasaba exactamente, pero intuía que se trataba de algo importante. Todo el mundo parecía tan feliz, y mi padre… estaba entusiasmado, se le veía tan orgulloso… Me subió a los hombros para que pudiera ver y gritó: «¡Ése es tu tío, hijo!». Red estaba en lo alto de las escalinatas, sonriendo y saludando, y yo chillé: «¡Ese señor es mi tío!», y todos se rieron y me guiñaron el ojo. Aún tenemos la foto colgada en la sala de estar.
Se hizo otro silencio. Se me ocurrió que al padre de Sam tal vez no le impresionaran tanto como éste creía las hazañas de su hermano, aunque decidí que eso le proporcionaría un consuelo muy discutible.
Sam volvió a echarse el pelo hacia atrás.
– Y está la casa -continuó-. Sabes que soy propietario de mi casa, ¿verdad? -Asentí. Me dio la sensación de que sabía adonde iría a parar-. Sí. Está muy bien, cuatro dormitorios y todo. Yo sólo buscaba un apartamento, pero Red dijo… en fin, para cuando tenga una familia. Yo no creía que pudiera permitirme nada decente… pero él sí. -Se aclaró la garganta de nuevo, con un ruido agudo e inquietante-. Me presentó al constructor de la urbanización, dijo que eran viejos amigos y el tipo me hizo un buen trato.
– Pues sí -respondí-, pero ahora poca cosa puedes hacer al respecto.
– Podría vender la casa al precio que pagué por ella. A alguna pareja joven que de ninguna otra manera conseguirá un sitio donde vivir.
– ¿Por qué? -pregunté. Esa conversación estaba empezando a poder conmigo. Sam era como un concienzudo y apabullado san bernardo que se esforzaba animosamente por cumplir con su deber en medio de una ventisca que hacía del todo inútil cada uno de sus laboriosos pasos-. La autoinmolación es un bonito gesto, pero en general no se consigue demasiado.
– No conozco el dicho -dijo Sam, cansado-, pero capto la idea. Estás diciendo que debería dejarlo.
– Yo no sé lo que deberías hacer -respondí. Me inundó una oleada de cansancio y mareo. «Dios, vaya semana», pensé-. Seguramente soy el último a quien deberías preguntar. Pero es que no veo qué sentido tiene convertirte en mártir y abandonar tu casa y tu carrera cuando no le va a servir de nada a nadie. Tú no has hecho nada malo, ¿verdad?
Sam alzó la vista hacia mí.
– Verdad -contestó, con suavidad y amargura-. Yo no he hecho nada malo.
Cassie no era la única que estaba perdiendo peso. Hacía una semana larga que yo no ingería una comida como Dios manda, con grupos de alimentos y todo, y adquirí una vaga conciencia de que al afeitarme tenía que maniobrar con la maquinilla para entrar en los nuevos huequecitos de la línea de mi mandíbula; pero hasta que no me quité el traje esa noche no me di cuenta de que me colgaba de los huesos de la cadera y se me caía de los hombros. La mayoría de los detectives gana o pierde peso durante una gran investigación -Sam y O'Gorman empezaban a estar un poco gordos en la zona central, a causa de estar picando porquerías todo el día-, y yo soy lo bastante alto como para que a duras penas se me note, pero si aquel caso continuaba mucho más tendría que comprarme trajes nuevos o andar por ahí con pinta de Charlie Chaplin.
He aquí algo que ni siquiera Cassie sabe: cuando tenía doce años era un niño grandote. No uno de esos críos esféricos y sin facciones que aparecen caminando como patos en esas secciones de las noticias en las que se sermonea sobre la inferioridad moral de la juventud de hoy; en las fotos sólo se me ve macizo, algo rechoncho tal vez, alto para mi edad y espantosamente incómodo, pero yo me sentía monstruoso y perdido porque mi propio cuerpo me había traicionado. Había crecido a lo largo y a lo ancho hasta resultarme irreconocible, como una broma horrible con la que tenía que cargar cada instante de mi vida. No ayudaba que Peter y Jamie tuvieran exactamente el mismo aspecto de siempre: más largos de piernas y sin dientes de leche, pero todavía flacos y ligeros y aún más invencibles.
Mi fase rechoncha no duró mucho. De acuerdo con la tradición, la comida del internado era tan horrible que hasta a un niño que no estuviera afligido y con añoranza y creciendo deprisa le habría costado comer lo bastante como para ganar peso. Y el primer año apenas comí nada. Al principio el encargado me obligaba a que me quedara solo en la mesa, a veces durante horas, hasta que conseguía tragarme unos cuantos bocados y su objetivo, fuera el que fuese, se hubiera cumplido; con el tiempo me hice un experto en deslizar la comida al interior de una bolsa de plástico que llevaba en el bolsillo, para tirarla después. Pienso que el ayuno es una forma profundamente instintiva de implorar algo. Seguro que, de alguna manera tácita, creía que si comía lo bastante poco durante el tiempo suficiente Peter y Jamie volverían y todo sería normal otra vez. A principios del segundo curso ya era alto y delgado y todo codo, como se supone que hay que ser a los trece años.
No sé muy bien por qué era precisamente éste mi secreto mejor guardado. Creo que la verdad es la siguiente: siempre me he preguntado si fue el motivo por el que me quedé atrás aquel día en el bosque. Porque era gordo; porque no podía correr lo suficiente; porque, al ser grueso y torpe desde hacía poco, mi equilibrio se fue al garete y me dio miedo saltar del muro del castillo. A veces pienso en la línea fina y titilante que separa el rechazo de la salvación. A veces pienso en los antiguos dioses que exigían de sus sacrificios que fueran audaces e inmaculados, y me pregunto si aquél o aquello que se llevó a Peter y a Jamie decidió que yo no era lo bastante bueno.