Capítulo 20

Llovió con ganas el resto del día, con esa lluvia densa e incesante que puede dejarte empapado con sólo que corras cien metros hasta tu coche. De vez en cuando, un rayo se recortaba sobre las colinas oscuras y el rugido distante del trueno llegaba hasta nosotros. Dejamos que la pandilla del departamento acabara de ocuparse de las escenas y nos llevamos a Hunt, Mark, Damien y, por si acaso, a un Sean profundamente agraviado («¡Creí que éramos compañeros, tío!») para ponernos manos a la obra. Encontramos una habitación para interrogar a cada uno y empezamos por revisar sus coartadas.

Sean fue fácil de descartar. Compartía piso en Rathmines con otros tres tipos y todos ellos recordaban, en mayor o menor medida, la noche en que murió Katy, pues fue el cumpleaños de uno de ellos y montaron una fiesta en la que Sean pinchó discos hasta las cuatro de la madrugada; luego vomitó en las botas de la novia de alguien y durmió la mona en el sofá. Al menos treinta testigos podían dar fe tanto de sus andanzas como de sus gustos musicales.

Las otras tres no eran tan sencillas. La coartada de Hunt era su esposa y la de Mark era Mel; Damien vivía en Rathfarnbam con su madre viuda, que se acostaba temprano pero estaba segura de que su hijo no podría haber salido de casa sin despertarla. Esta clase de coartadas son las que odian los detectives; son pobres y tercas, y pueden llegar a cargarse un caso. Sería capaz de nombrar una docena de ellos en los que sabemos exactamente quién fue el autor, el cómo y el dónde y el cuándo, pero no podemos hacer nada de nada porque la madre del tipo jura que estuvo acurrucado en el sofá viendo un programa de la tele.

– Bien -dijo O'Kelly en la sala de investigaciones, después de que trajéramos la declaración de Sean y lo enviásemos a casa (me perdonó la traición y se despidió ofreciéndome la palma para que se la chocara; quería saber si podía vender su historia a los periódicos, a lo que le contesté que si lo hacía yo personalmente registraría su piso en busca de drogas cada noche hasta que cumpliera los treinta)-. Una cosa menos, quedan dos. Hagan sus apuestas, chicos: ¿quién va a ganar?

Estaba de mucho mejor humor con nosotros, ahora que sabía que teníamos a un sospechoso en una de las salas de interrogatorio, aunque no estuviéramos seguros de cuál era.

– Damien -respondió Cassie-. Encaja que ni pintado con el modus operandi.

– Mark admitió que estuvo en la escena -le recordé-. Y es el único que tiene algo parecido a un móvil.

– Que nosotros sepamos. -Supe a qué se refería, o eso creí, pero no iba a sacar la teoría del sicario delante de O'Kelly ni de Sam-. Y no me lo imagino haciéndolo.

– Eso ya lo sé. Yo sí.

Cassie puso los ojos en blanco, lo que en cierto sentido me resultó reconfortante. Una pequeña y feroz parte de mí había esperado que se acobardase.

– ¿O'Neill? -preguntó O'Kelly.

– Damien -contestó Sam-. Les he llevado tazas de té a todos y él es el único que la ha cogido con la mano izquierda.

Tras un instante de sorpresa, Cassie y yo nos echamos a reír. Se acababa de quedar con nosotros -yo, por lo menos, me había olvidado por completo de lo del zurdo-, pero ambos estábamos embalados y atolondrados y no podíamos parar. Sam esbozó una media sonrisa y se encogió de hombros, complacido ante la reacción.

– No sé de qué os reís vosotros dos -señaló O'Kelly con brusquedad, aunque su boca también temblaba-. Deberíais haber caído también. Todo ese rollo de los modus operandi…

Yo me reía tan fuerte que me estaba poniendo rojo y los ojos me lloraban. Me mordí el labio para detenerme.

– Oh, Dios -exclamó Cassie, respirando hondo-. Sam, ¿qué haríamos sin ti?

– Ya basta de jueguecitos -zanjó O'Kelly-. Vosotros dos os encargáis de Damien Donnelly. O'Neill, tú y Sweeney le dais otro repaso a Hanly, y haré que algunos de los muchachos hablen con Hunt y los testigos de las coartadas. Y Ryan, Maddox, O'Neill: necesitamos una confesión; no la caguéis. Ándele.

Arrastró su silla hacia atrás con un rechinar estridente y se fue.

– ¿Ándele? -repitió Cassie.

Parecía peligrosamente cerca de otro ataque de risa.

– Bien hecho, chicos -dijo Sam. Nos tendió una mano a cada uno, y su apretón resultó fuerte, cálido y sólido-. Buena suerte.

– Si Andrews contrató a uno de ellos -dije, después de que Sam se fuera en busca de Sweeney y Cassie y yo nos quedásemos solos en la sala de investigaciones-, esto va a ser el lío del siglo.

Ella alzó una ceja sin comprometerse y se terminó el café; iba a ser un día muy largo y todos nos habíamos estado atiborrando de cafeína.

– ¿Cómo quieres hacerlo? -pregunté.

– Tú estás al mando. Ése ve a las mujeres como una fuente de simpatía y aprobación; le daré una palmadita en la cabeza de vez en cuando. Los hombres lo intimidan, así que ve con cuidado: si lo presionas demasiado, se quedará sin habla y querrá irse. Tómate tu tiempo y hazle sentir culpable. Sigo pensando que estuvo indeciso respecto a todo desde el principio, y apuesto a que se siente fatal por lo que hizo. Si jugamos con su conciencia, sólo es cuestión de tiempo que se desmorone.

– Vamos allá -dije.

Nos colocamos bien la ropa, nos atusamos el pelo y caminamos, hombro con hombro, pasillo abajo hacia la sala de interrogatorios.

Fue nuestra última actuación como compañeros. Ojalá pudiera mostrar hasta qué punto un interrogatorio posee su propia belleza, esplendorosa y cruel como la de una corrida de toros; cómo, haciendo caso omiso del tema más burdo y del sospechoso más imbécil, conserva inalterable su gracia tensa y afilada, sus ritmos irresistibles y agitadores; hasta qué punto las buenas parejas de detectives conocen todos los pensamientos del otro con la seguridad de dos compañeros de baile de toda la vida en un pas de deux. Nunca supe ni sabré si Cassie o yo éramos unos detectives magníficos, aunque sospecho que no, pero sí sé una cosa: formábamos un equipo digno de canciones de bardo y libros de historia. Aquél fue nuestro último y fantástico baile juntos, ejecutado en una sala de interrogatorios mínima, rodeada de oscuridad y con la lluvia cayendo suave e incesantemente sobre el tejado, sin más público que los condenados y los muertos.


Damien estaba acurrucado en su silla, con los hombros rígidos y la taza de té humeante ignorada sobre la mesa. Cuando le llamé la atención, se me quedó mirando como si hablase urdu.

El mes transcurrido desde la muerte de Katy no le había tratado bien. Llevaba unos pantalones militares de color caqui y un jersey gris y ancho, pero se notaba que había perdido peso, lo que le hacía parecer desgarbado y, no sé por qué, más bajo de lo que era en realidad. Su atractivo de ídolo de adolescentes aparecía algo roído: bolsas violáceas debajo de los ojos, una arruga vertical que se le empezaba a formar entre las cejas… Aquella florescencia juvenil que tendría que haberle durado unos cuantos años más se marchitaba deprisa. Era un cambio lo bastante sutil como para no haberme dado cuenta en la excavación, pero me dio que pensar.

Empezamos con preguntas fáciles, cuestiones a las que podía responder sin necesidad de preocuparse. Era de Rathfarnham, ¿verdad? ¿Estudiaba en Trinity? ¿Acababa de terminar segundo? ¿Cómo habían ido los exámenes? Damien contestaba con monosílabos y se retorcía el dobladillo del jersey alrededor del pulgar; era evidente que se moría por saber por qué le hacíamos preguntas, pero le daba miedo averiguarlo. Cassie lo desvió hacia la arqueología y él se relajó poco a poco; dejó en paz el jersey y empezó a beberse el té y a formular frases completas, y tuvieron una conversación larga y jovial sobre los distintos hallazgos en la excavación. Les dejé hacer al menos veinte minutos antes de intervenir (sonrisa de paciencia: «Lo siento, chicos, pero creo que deberíamos volver a nuestro asunto antes de que nos busquemos un problema los tres»).

– Vamos, Ryan, sólo dos segundos -rogó Cassie-. Nunca he visto un broche de ésos. ¿Cómo es?

– Dicen que a lo mejor su destino será el Museo Nacional -le explicó Damien, ruborizado de placer-. Es como de este tamaño, de bronce, y con una cenefa tallada…

Hizo unos movimientos vagos y ondulantes con un dedo, que en teoría eran para representar la cenefa en cuestión.

– ¿Me lo dibujas? -pidió Cassie, y le puso delante la libreta y un boli.

Damien dibujó obedientemente, con el ceño fruncido por la concentración.

– Es una cosa así -dijo, devolviéndole la libreta a Cassie-. No sé dibujar.

– Caray -exclamó ella con admiración-. ¿Y lo encontraste tú? Si yo encontrara algo así, creo que explotaría o me daría un ataque o algo.

Miré por encima de su hombro y vi un círculo ancho con lo que parecía una aguja atravesada por detrás, decorado con curvas fluidas y equilibradas.

– Qué bonito -dije.

Damien, en efecto, era zurdo. Sus manos parecían una talla demasiado grandes para su cuerpo, como las zarpas de un muñeco.


– Hunt, descartado -anunció O'Kelly en el pasillo-. La declaración original dice que estuvo tomando té y viendo la tele con su esposa todo el lunes por la noche, hasta que se fueron a la cama a las once. Vieron unos puñeteros documentales, uno sobre mangostas y otro sobre Ricardo III; nos ha contado cada maldito detalle, nos gustase o no. La esposa dice lo mismo y la guía de la tele los respalda. Y el vecino tiene un perro, una de esas mierdecillas que se pasan la noche ladrando; dice que oyó a Hunt gritándole por la ventana hacia la una de la madrugada. ¿Por qué no mandaría él mismo callar a ese pequeño cabrón? Está seguro de la fecha porque fue el día que les hicieron el porche nuevo, y dice que los obreros alteran al perro. Voy a mandar a Einstein a su casa antes de que me vuelva loco. Ahora es una carrera de dos caballos, chicos.

– ¿Cómo le va a Sam con Mark? -quise saber.

– No está llegando a nada. Hanly está cabreado e insiste en su historia de la noche de sexo; la chica lo respalda. Si están mintiendo, no creo que se rajen pronto. Y él es diestro, desde luego. ¿Qué tal vuestro chico?

– Zurdo -declaró Cassie.

– Entonces es nuestro favorito. Pero no bastará con eso. He hablado con Cooper… -El rostro de O'Kelly derivó en una mueca de disgusto-. Posición de la víctima, posición del asaltante, cálculo de probabilidades… Más mierda que en una pocilga, pero todo se reduce a que piensa que nuestro hombre es zurdo aunque tampoco quiere mostrarse terminante. Es como un maldito político. ¿Cómo está Donnelly?

– Nervioso -dije.

O'Kelly dio una palmada en la puerta de la sala de interrogatorios.

– Bien. Que siga así.


Volvimos adentro y nos dedicamos a poner nervioso a Damien.

– Muy bien, chicos -comencé, acercándome la silla-, es hora de ir al grano. Hablemos de Katy Devlin.

Damien asintió atentamente, pero lo vi sujetarse. Bebió un sorbo de su té, aunque ya debía de estar frío.

– ¿Cuándo la viste por primera vez?

– Creo que cuando estábamos como a tres cuartas partes de la colina. Más arriba de la casa de labor, en todo caso, y de las casetas. Sí, por la pendiente de la colina…

– No -interrumpió Cassie-. No el día que encontrasteis el cuerpo; antes de eso.

– ¿Antes…? -Damien la miró pestañeando y bebió otro sorbo de té-. No… eh… nunca. Nunca la vi. Antes de eso, de ese día.

– ¿Nunca la habías visto antes? -El tono de Cassie no había cambiado, pero de pronto percibí al perro guardián que había en ella-. ¿Estás seguro? Piénsalo, Damien.

Él sacudió la cabeza con vehemencia.

– No, lo juro, no la había visto en toda mi vida.

Hubo un momento de silencio. Posé en Damien lo que pretendía ser una mirada de relativo interés, pero la cabeza me daba vueltas.

Yo había votado por Mark no por llevar la contraria, como cabría pensar, ni porque hubiera algo en él que me irritara de un modo que no me molesté en explorar. Supongo que si me paro a pensarlo, dadas las opciones disponibles simplemente quise que fuera él. Nunca había podido tomarme a Damien en serio, ni como hombre, ni como testigo, y desde luego no como sospechoso. Era un pelele abyecto, todo rizos, tartamudeos y vulnerabilidad. Podías mandarlo a paseo de un soplo como si fuera un diente de león. La idea de que ese último mes se debiera a alguien como él resultaba indignante. Mark, a pesar de lo que pensáramos el uno del otro, constituía un oponente y un objetivo digno.

Pero aquella mentira no tenía ningún sentido. Las niñas Devlin se habían dejado caer bastante a menudo por la excavación aquel verano, y no pasaban desapercibidas; todos los demás arqueólogos se acordaban de ellas. Mel, que se había quedado a una distancia prudencial del cadáver de Katy, la reconoció enseguida. Y Damien guiaba visitas al yacimiento, tenía más probabilidades que ningún otro de haber hablado con Katy, de haber pasado tiempo con ella. Él se había inclinado sobre el cuerpo, en principio para ver si respiraba (e incluso ese gesto de coraje, pensé, chirriaba con su carácter). No tenía ningún motivo en absoluto para negar haberla visto, a menos que estuviera eludiendo torpemente una trampa que no le habíamos puesto; a menos que la idea de que lo relacionaran con ella de cualquier manera lo asustara tanto que le impidiera pensar como es debido.

– De acuerdo -dijo Cassie-, ¿y su padre, Jonathan Devlin? ¿Eres miembro de «No a la Autopista»?

Damien bebió un trago largo de té frío y se puso a asentir otra vez, mientras nosotros nos desviábamos hábilmente del tema antes de que se diera cuenta de lo que había dicho.


Hacia las tres, Cassie, Sam y yo fuimos a buscar pizzas, pues Mark empezaba a quejarse de hambre, y queríamos tenerlos contentos a Damien y a él. Ninguno de los dos estaba bajo arresto; si decidían marcharse en cualquier momento, nosotros no podríamos impedirlo. Explotábamos, como hacemos a menudo, un deseo humano básico como es el de complacer a la autoridad y ser un buen chico; y, aunque estaba bastante seguro de que aquello mantendría a Damien en la sala de interrogatorios por un tiempo indefinido, no estaba tan convencido respecto a Mark.

– ¿Cómo os va con Donnelly? -me preguntó Sam en el local de las pizzas.

Cassie estaba pagando, reclinada sobre la caja y riéndose con el individuo que nos había atendido. Me encogí de hombros.

– No sé qué decirte. ¿Y Mark?

– Hecho una furia. Dice que se ha pasado medio año dejándose el culo por «No a la Autopista», ¿por qué iba a arriesgarlo todo matando a la hija del presidente? Cree que todo esto es un asunto político… -Sam se estremeció-. Respecto a Donnelly -dijo mirando hacia la espalda de Cassie-, si es nuestro hombre, ¿qué pudo…? ¿Tiene algún móvil?

– De momento no lo hemos averiguado -respondí.

No quería entrar en eso.

– Si sale algo… -Sam se hundió más los puños en los bolsillos de los pantalones-. Algo que tú pienses que debo saber, ¿podrías avisarme?

– Sí -dije. No había comido en todo el día, pero comer era lo último que me preocupaba. Sólo quería volver con Damien, y la pizza parecía estar tardando horas-. Claro.


Damien cogió una lata de 7-Up, pero rechazó la pizza; dijo que no tenía hambre.

– ¿Seguro? -preguntó Cassie, mientras trataba de atrapar hilos de queso con el dedo-. Dios, cuando yo era estudiante jamás hubiera dejado pasar una pizza gratis.

– Tú nunca dejas pasar comida gratis y punto -la corregí-. Eres una aspiradora humana. -Cassie, incapaz de contestar a través del enorme bocado, asintió alegremente y alzó los pulgares-. Vamos, Damien, coge un poco. Tienes que conservar las fuerzas: vamos a estar aquí un buen rato. -Abrió los ojos de par en par. Le ofrecí una porción, pero él negó con la cabeza, así que me encogí de hombros y me la quedé yo-. De acuerdo, hablemos de Mark Hanly. ¿Cómo es?

Damien pestañeó.

– ¿Mark? Pues está bien, es estricto, supongo, pero creo que ha de serlo. No tenemos mucho tiempo.

– ¿Alguna vez le has visto ponerse violento? ¿Perder los estribos?

Agité una mano ante Cassie y ella me pasó una servilleta de papel.

– Sí, no… O sea, sí, a veces se pone como loco, cuando alguien la lía, pero nunca le he visto pegar a nadie ni nada de eso.

– ¿Crees que lo haría si se enfadara lo suficiente?

Me limpié las manos y eché una ojeada a mi libreta, procurando no embadurnar las páginas.

– Eres un guarro -me regañó Cassie.

Le alcé el dedo índice y Damien nos miró nervioso y desconcertado.

– ¿Qué? -preguntó al fin, con inseguridad.

– ¿Crees que Mark se pondría violento si lo provocaran?

– A lo mejor, supongo. No lo sé.

– ¿Y tú? ¿Has pegado alguna vez a alguien?

– ¿Qué…? ¡No!

– Tendríamos que haber pedido pan de ajo -señaló Cassie.

– Yo no me quedo en esta habitación con dos personas y ajo. ¿Qué crees que podría hacerte pegar a alguien, Damien? -Su boca se abrió-. No me pareces un tipo violento, pero todo el mundo tiene un límite. ¿Pegarías a alguien si insultaran a tu madre, por ejemplo?

– Yo…

– ¿O por dinero? ¿O en defensa propia? ¿Qué haría falta?

– Yo no… -Damien pestañeó deprisa-. No lo sé. O sea, nunca he… pero supongo que todo el mundo tiene un límite, como usted ha dicho, no lo sé…

Asentí y tomé buena nota de ello.

– ¿La prefieres de otra cosa? -preguntó Cassie, inspeccionando la pizza-. Para mí, la mejor es la de piña y jamón, pero ahí al lado tienen pepperoni con salchicha, que es más de hombres.

– ¿Cómo? Eh… no, gracias. ¿Quién…? -Aguardó, masticando-. ¿Quién está ahí al lado? Puedo preguntarlo, ¿no?

– Claro -respondí-. Es Mark. Hace un rato hemos enviado a Sean y al doctor Hunt a su casa, pero aún no hemos podido soltar a Mark.

Observamos a Damien adquirir un tono más pálido mientras procesaba esta información y sus implicaciones.

– ¿Por qué no? -preguntó con voz débil.

– No podemos hablar de ello -afirmó Cassie, y cogió más pizza-. Lo siento.

La mirada de Damien rebotó de la mano de Cassie a su cara y a la mía.

– Lo que podemos decirte -anuncié, señalándole con una corteza- es que nos estamos tomando este caso muy, pero que muy en serio. He visto cosas muy feas a lo largo de mi carrera, Damien, pero esto… No hay peor crimen en el mundo que matar a un niño. Toda su vida echada a perder, la comunidad entera aterrada, sus amigos con un trauma que nunca superarán, la familia destrozada…

– Hecha añicos -dijo Cassie de forma ininteligible, con la boca llena de comida.

Damien tragó saliva, posó la vista en su 7-Up como si se hubiera olvidado de él y empezó a juguetear con la anilla.

– Quienquiera que lo hizo… -Sacudí la cabeza-. No sé cómo puede vivir con ello.

– Límpiate el tomate -me dijo Cassie, señalándose la comisura de la boca-. No se te puede sacar a ningún sitio.


Nos acabamos casi toda la pizza. Yo no quería -el mero olor, grasiento y penetrante, me superaba-, pero se trataba de poner a Damien cada vez más nervioso. Al final aceptó una porción y se quedó ahí sentado con aire de desdichado quitando los trocitos de piña y mordisqueándolos, mientras giraba la cabeza de Cassie hacia mí y viceversa como si intentara seguir un partido de tenis desde demasiado cerca. Pensé un instante en Sam. Era improbable que a Mark lo desmontaran a base de pepperoni y extra de queso.

Me vibró el móvil en el bolsillo. Comprobé la pantalla, era Sophie. Salí al pasillo; Cassie, detrás de mí, dijo:

– El detective Ryan abandona la sala de interrogatorios.

– Hola, Sophie -contesté.

– Qué hay. Te pongo al día: no hay signos de que forzaran la cerradura. Y la paleta es el arma de la violación, no hay duda. Por lo visto la lavaron, pero hay restos de sangre en las rendijas del mango. También hay una cantidad considerable de sangre en una de esas lonas. Aún estamos comprobando los guantes y las bolsas de plástico; de hecho, aún seguiremos con eso cuando cumplamos los ochenta. Debajo de las lonas también hemos encontrado una linterna. Está llena de huellas, pero todas son pequeñas y tiene dibujos de Hello Kitty, por lo que supongo que es de la víctima, igual que las huellas. ¿Cómo os va a vosotros?

– Nos estamos trabajando a Hanly y a Donnelly. Callaghan y Hunt están fuera.

– ¡No me digas! Por el amor de Dios, Rob, muchísimas gracias. Hemos revisado el puto coche de Hunt. Nada, obviamente. En el coche de Hanly tampoco hay sangre. Como un millón de pelos y fibras y blablablá. Si la tuvo ahí, no se preocupó lo bastante para limpiar luego y habríamos encontrado algo. En realidad, no creo que haya limpiado jamás esa cosa. Si alguna vez se queda sin yacimientos arqueológicos, puede ponerse a hurgar debajo del asiento delantero.


Cerré de un portazo detrás de mí, le dije a la cámara «El detective Ryan entra en la sala de interrogatorios» y empecé a recoger los restos de la pizza.

– Era el departamento técnico -dije, dirigiéndome a Cassie-. Han confirmado que la prueba era exactamente lo que pensábamos. Damien, ¿has acabado con eso?

Tiré la porción de pizza sin piña dentro de la caja antes de que pudiera responder.

– Me alegro de oírlo -afirmó Cassie, y cogió una servilleta y le dio a la mesa un repaso rápido-. Damien, ¿necesitas algo antes de que nos pongamos a trabajar?

Damien mantuvo la mirada fija, intentando captar algo; negó con la cabeza.

– Perfecto -dije yo, y aparté a un rincón la caja de la pizza y acerqué una silla-. Pues empezaremos poniéndote al día de lo que hemos encontrado hoy. ¿Por qué piensas que os hemos traído a los cuatro aquí?

– Por esa niña -dijo débilmente-. Katy Devlin.

– Sí, ya. Pero ¿por qué piensas que sólo os queríamos a vosotros cuatro? ¿Por qué no al resto del equipo?

– Han dicho… -Damien hizo un gesto hacia Cassie con la lata de 7-Up; estaba aferrado a ella con ambas manos, como si temiera que también fuera a quitarle eso-. Han preguntado por las llaves. Quién tenía llaves de las casetas.

– Bingo -exclamó Cassie, y asintió con aprobación-. Has acertado.

– ¿Ya han…? -Tragó saliva-. ¿Han visto algo en alguna de las casetas?

– Así es -dije yo-. De hecho, hemos visto algo en dos de ellas, pero te has acercado. No podemos entrar en detalles, evidentemente, pero esto es lo fundamental: tenemos pruebas de que a Katy la mataron en la caseta de los hallazgos el lunes por la noche y de que la escondieron en la de las herramientas todo el martes. No forzaron ninguna puerta. ¿Qué crees que significa eso?

– No sé -dijo Damien al fin.

– Significa que estamos buscando a alguien que tenía la llave. Es decir, Mark, el doctor Hunt o tú. Y Hunt tiene coartada.

Damien llegó a medio levantar la mano, como si estuviera en el colegio.

– Eh… yo también. Una coartada, me refiero.

Nos miró lleno de esperanza, pero ambos estábamos negando con la cabeza.

– Lo lamento -le contestó Cassie-, pero tu madre estaba dormida en el intervalo de tiempo que estamos investigando; no puede responder por ti. Y en cualquier caso, las madres… -Se encogió de hombros, sonriendo-. Es decir, estoy segura de que tu madre es una mujer honrada, pero por norma dicen lo que haga falta para sacar a sus hijos de cualquier lío. Dios las bendiga por eso, pero significa que no podemos creer en su palabra para algo tan importante.

– Mark tiene un problema muy parecido -continué yo-. Mel dice que estuvo con él, pero es su novia, y las novias no son mucho más de fiar que las madres. Un poco, pero no demasiado. Así que aquí estamos.

– Y si tienes algo que decirnos, Damien -anunció Cassie-, ahora es el momento.

Silencio. Bebió un sorbo de su 7-Up y luego alzó la vista hacia nosotros, con sus ojos perplejos y de un azul transparente, antes de negar con la cabeza.

– De acuerdo -dije-, está bien. Hay algo que quiero que veas, Damien.

Abrí el archivo como si hiciera una gran cosa (Damien seguía mi mano con mirada aprensiva) y al fin saqué un puñado de fotos. Las desplegué una tras otra delante de él, echando un largo vistazo a cada una antes de colocarla; haciéndole esperar.

– Katy y sus hermanas las pasadas Navidades -anuncié.

Un árbol de plástico recargado de luces verdes y rojas; Rosalind en el centro, vestida de terciopelo azul, ofreciéndole a la cámara una sonrisita pícara y con los brazos alrededor de las gemelas; Katy muy erguida y riendo, con una chaqueta blanca de falso borreguillo, y Jessica sonriendo con aire vacilante y con la mirada baja hacia su chaqueta beis, como el reflejo de un espejo mágico. Sin darse cuenta, Damien le devolvió la sonrisa.

– Katy en una excursión familiar, hace dos meses.

Instantánea con el césped verde y el sándwich.

– Se la ve contenta, ¿verdad? -me comentó Cassie, como aparte-. Estaba a punto de entrar en la escuela de danza, todo empezaba para ella… Está bien saber que fue feliz antes de…

Una de las instantáneas de la escena del crimen: una imagen de cuerpo entero de ella acurrucada sobre el altar de piedra.

– Katy justo después de que tú la encontraras.

Damien se agitó en su silla, pero se contuvo y se quedó quieto.

Otra imagen de la escena del crimen, en este caso un primer plano: sangre seca encima de su nariz y su boca, y aquel ojo medio cerrado.

– Lo mismo, Katy en el lugar donde la arrojó su asesino. Una de las fotos post mórtem.

– Katy al día siguiente.

Damien se quedó sin respiración. Habíamos elegido la imagen más desagradable que teníamos, la de su rostro doblegado sobre sí mismo para mostrar el cráneo, una mano enguantada señalando con una regla de acero la fractura encima de la oreja, pelo con coágulos y esquirlas de hueso.

– Cuesta mirarlo, ¿eh? -dijo Cassie, casi para sí misma.

Sus dedos vacilaron sobre las fotos, se desplazaron hacia el primer plano de la escena del crimen y siguieron la línea de la mejilla de Katy. Alzó la vista hacia Damien.

– Sí -murmuró él.

– Para mí -comencé, recostándome en mi silla y dando unos golpecitos a la foto post mórtem- es algo que sólo un psicópata rematado le haría a una niña pequeña. Un animal sin conciencia que disfruta haciendo daño a los seres más vulnerables que puede encontrar. Aunque yo sólo soy policía. En cambio, la detective Maddox estudió psicología. ¿Sabes que hay especialistas para trazar perfiles, Damien?

Un minúsculo movimiento de cabeza. Sus ojos seguían clavados en las fotos, aunque no creo que las viera.

– Son gente que estudia qué clase de persona comete un tipo determinado de crimen, y le dice a la policía qué tipo de hombre tiene que buscar. La detective Maddox es una de estas especialistas, y sostiene su propia teoría sobre el tío que hizo esto.

– Damien -comenzó Cassie-, deja que te explique algo. Siempre he sostenido, desde el primer día, que esto lo hizo alguien que no quería hacerlo. Alguien que no era violento, ni era un asesino que disfrutó causando dolor; fue alguien que lo hizo porque tenía que hacerlo. No tenía otra opción. Es lo que vengo asegurando desde el día en que asumimos este caso.

– Es cierto -confirmé-. Los demás decíamos que estaba mal de la cabeza, pero ella se ha mantenido en sus trece: no se trata de un psicópata, ni de un asesino en serie o un violador de niños. -Damien se estremeció y la barbilla le dio un rápido tirón-. ¿Y tú qué piensas, Damien? ¿Crees que hay que ser un enfermo hijo de puta para hacer algo así, o que podría ocurrirle a un tío normal que nunca quiso hacer daño a nadie?

Trató de encogerse de hombros, pero estaba demasiado tenso y le salió una sacudida grotesca. Me levanté y paseé alrededor de la mesa, tomándome mi tiempo, hasta reclinarme en la pared que quedaba detrás de él.

– En fin, nunca sabremos si es una cosa u otra a menos que él nos lo diga. Pero apostemos por un momento que la detective Maddox tiene razón. Es decir, es ella la que se ha formado en psicología; estoy dispuesto a admitir que está en lo cierto. Pongamos que ese tío no es del tipo violento; nunca ha pretendido ser un asesino. Ocurrió y ya está.

Damien había estado conteniendo el aliento. Soltó el aire y volvió a cogerlo con un leve jadeo.

– He visto a tipos así antes. ¿Sabes qué les sucede después? Pierden el maldito control, Damien. No pueden vivir con lo que han hecho. Lo hemos visto una y otra vez.

– No es agradable -continuó Cassie con suavidad-. Nosotros sabemos lo que pasó, y el tipo sabe que lo sabemos pero teme confesar. Piensa que ir a la cárcel es lo peor que podría ocurrirle. Dios, qué equivocado está. Cada día del resto de su vida, cuando se despierte por la mañana, aquello volverá a caerle encima como si hubiera ocurrido ayer. Cada noche temerá irse a dormir a causa de las pesadillas. Pensará que algún día se le tiene que pasar, pero no se le pasará nunca.

– Y tarde o temprano -continué, desde las sombras detrás de él- sufrirá una crisis nerviosa y pasará sus últimos días en una celda acolchada, vestido con un pijama y drogado hasta las cejas. O una noche atará una cuerda a una barandilla y se colgará. Más a menudo de lo que crees, Damien, no son capaces de afrontar un nuevo día.

Un montón de gilipolleces, desde luego. De la docena de asesinos sin cargos que podría nombrar, sólo uno se mató, y para empezar tenía un historial de problemas mentales sin tratar. El resto vive más o menos exactamente igual que antes, yendo a trabajar y a tomar algo al pub y llevando a sus hijos al zoo, y si alguna vez les da el tembleque se lo guardan para ellos. Los seres humanos, y yo lo sé mejor que la mayoría, se acostumbran a cualquier cosa. Con el tiempo, hasta lo impensable se va abriendo un pequeño hueco en la mente de uno hasta convertirse en algo que simplemente ocurrió. Pero Katy sólo llevaba muerta un mes, y Damien no había tenido tiempo de averiguar eso. Estaba rígido en su silla, con la mirada clavada en el 7-Up y respirando como si le doliera.

– ¿Sabes quiénes sobreviven, Damien? -preguntó Cassie. Se inclinó sobre la mesa y posó las yemas de los dedos en su brazo-. Los que confiesan. Los que cumplen su condena. Siete años después, o lo que sea, ha terminado; salen de la cárcel y pueden empezar otra vez. No tienen que ver la cara de su víctima cada vez que cierran los ojos. No tienen que pasarse cada segundo del día aterrados por si los van a coger. No tienen que pegar un salto de diez metros cada vez que ven a un poli o alguien llama a la puerta. Créeme, a la larga, éstos son los que salen adelante.

Damien estaba apretando la lata con tanta fuerza que ésta se combó con un ruido seco. Todos nos sobresaltamos.

– Damien -dije, con mucho cuidado-, ¿te suena algo de todo esto?

Y, finalmente, se produjo esa disolución ínfima en su nuca, la oscilación de su cabeza al doblegársele la columna. Casi imperceptiblemente, al cabo de lo que parecieron siglos, asintió.

– ¿Quieres vivir así el resto de tu vida?

Movió la cabeza de un lado a otro, sin rumbo.

Cassie le dio una última palmadita en el brazo y apartó la mano. Nada que pudiera parecer coacción.

– Tú no querías matar a Katy, ¿verdad? -preguntó con suavidad, con tanta suavidad que su voz era como nieve cayendo en la habitación-. Simplemente ocurrió.

– Sí. -Fue un murmullo, apenas una exhalación, pero lo oí. Escuchaba con tanta atención que casi oía el latido de su corazón-. Simplemente ocurrió.

Por un instante fue como si la habitación se replegara sobre sí misma, como si una explosión demasiado enorme para ser oída hubiera succionado todo el aire. Nadie pudo moverse. Las manos de Damien se habían quedado encalladas alrededor de la lata; ésta cayó en la mesa con un golpe metálico y rodó sin rumbo hasta que se paró. La luz del techo proyectaba un haz de un bronce brumoso. Entonces, la habitación respiró de nuevo, con un suspiro lento y henchido.

– Damien James Donnelly -anuncié. No di la vuelta a la mesa para ponerme frente a él, pues no sabía si las piernas me aguantarían-, quedas arrestado como sospechoso de matar a Katharine Bridget Devlin, contrariamente a la ley, alrededor del pasado 17 de agosto en Knocknaree, en el condado de Dublín.

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