Capítulo 9

En mis recuerdos, pasamos un millón de noches en el piso de Cassie los tres. La investigación sólo duró cerca de un mes, y estoy seguro de que hubo días en que alguno de nosotros hacía alguna otra cosa; pero con el tiempo esas veladas han dado color a toda la temporada, como un tinte brillante emergiendo en el agua. El clima tenía ramalazos de un otoño anticipado y duro. El viento gemía entre los tejados y las gotas de lluvia se filtraban por las ventanas de guillotina combadas y se deslizaban vidrio abajo. Cassie encendía un fuego y los tres esparcíamos nuestras notas por el suelo y soltábamos teorías a diestro y siniestro, y luego hacíamos la cena por turnos: básicamente variaciones de pasta de Cassie, sándwiches de carne míos y experimentos sorprendentemente exóticos de Sam, como unos magníficos tacos o algún plato tailandés con salsa de cacahuete picante. Tomábamos vino con la cena y después nos pasábamos al whisky en distintas variantes; cuando empezábamos a estar achispados, cerrábamos el archivo del caso, nos quitábamos los zapatos, poníamos música y hablábamos.

Cassie es hija única, igual que yo, y ambos nos quedábamos cautivados con las historias de Sam sobre su infancia: cuatro hermanos y tres hermanas apiñados en una vieja granja de Galway, que jugaban a indios y vaqueros en kilómetros de terreno y se escabullían por las noches para explorar el molino encantado, con un padre grande y callado y una madre que repartía pan recién sacado del horno y guantazos con una cuchara de madera y contaba las cabezas a la hora de comer para asegurarse de que nadie se hubiera caído al río. Los padres de Cassie murieron en un accidente de tráfico cuando ella tenía cinco años, y la criaron una tía y un tío afectuosos y mayores en una casa destartalada de Wicklow, a kilómetros de todo. Cuenta que leía libros inapropiados de su biblioteca -La rama dorada, las Metamorfosis de Ovidio o Madame Bovary, que odiaba pero que terminó de todos modos- hecha un ovillo junto a una ventana en el rellano y comiendo manzanas del jardín mientras una suave lluvia caía al otro lado de los cristales. Dice que una vez se metió en un armario viejo y espantoso y encontró una salsera de porcelana, un penique de Jorge VI y dos cartas de un soldado de la Primera Guerra Mundial cuyo nombre nadie reconoció, con párrafos recortados por los censores, Yo no recuerdo gran cosa de antes de los doce años, y después de esa edad mis recuerdos están dispuestos sobre todo en filas; filas de camas grises y blancas en el dormitorio, filas de duchas con eco y olor a lejía, filas de chicos con uniformes arcaicos recitando himnos protestantes sobre el deber y la constancia. Para nosotros dos, la infancia de Sam parecía sacada de un libro de cuentos y nos la imaginábamos en dibujos a lápiz: niños de mejillas sonrosadas con un risueño perro pastor revoloteando en torno a ellos.

– Háblanos de cuando eras pequeño -decía Cassie, acurrucándose en el futón y estirando las mangas de su jersey hasta cubrirse las manos para sostener su whisky caliente.

Sin embargo, en muchos aspectos Sam era el extraño en esas conversaciones, y una parte de mí se alegraba de ello. Cassie y yo llevábamos dos años labrándonos nuestra rutina, nuestro ritmo y nuestros sutiles códigos e indicadores privados; después de todo, Sam estaba ahí gracias a nosotros, y parecía justo que desempeñara un papel secundario, presente pero no demasiado. Nunca pareció molestarle. Se tumbaba en el sofá, agitando su vaso de whisky para que la luz del fuego proyectara manchas ambarinas en su jersey, y observaba y sonreía mientras Cassie y yo discutíamos sobre la naturaleza del tiempo, de T. S. Eliot o las explicaciones científicas de los fantasmas. Conversaciones adolescentes, sin duda, y más aún por el hecho de que Cassie y yo sacábamos el mocoso que llevábamos dentro («Piérdete, Ryan», me decía ella, entornando los ojos desde el otro extremo del futón, y yo le agarraba el brazo y le mordía la muñeca hasta que gritaba pidiendo clemencia), pero nunca las había tenido en mi adolescencia y me encantaban, me encantaba cada instante.


Por supuesto, lo estoy idealizando; es una tendencia crónica propia de mí. Pero no os dejéis engañar: puede que las noches fueran todo castañas asadas junto a un fuego acogedor, pero los días eran un calvario penoso, tenso, frustrante. Oficialmente estábamos en el turno de nueve a cinco, pero cada mañana entrábamos antes de las ocho y rara vez salíamos antes de las ocho de la noche, y nos llevábamos trabajo a casa (cuestionarios por comparar, declaraciones por leer o informes por escribir). Esas cenas empezaban a las nueve o a las diez; la medianoche nos sorprendía antes de que dejáramos de hablar de trabajo, y las dos de la madrugada cuando habíamos desentrañado lo bastante como para irnos a la cama. Desarrollamos una intensa e insana relación con la cafeína y nos olvidamos de qué significaba no estar agotados. La primera noche de viernes, un refuerzo nuevo llamado Corry dijo: «Hasta el lunes, colegas», y recibió una tanda de risas sardónicas y palmadas en la espalda, además de un seco «No, Comotellames, nos vemos mañana por la mañana a las ocho, y no llegues tarde» de O'Kelly.

Al final, Rosalind Devlin no había venido a verme aquel primer viernes. Hacia las cinco, tenso por la espera e inexplicablemente preocupado por si le había sucedido algo, la llamé al móvil. No contestó. «Estará con su familia -me dije- ayudando con los preparativos del funeral o cuidando de Jessica o llorando en su habitación»; pero la inquietud no me abandonaba, menuda y persistente como una china en el zapato.

El domingo, Cassie, Sam y yo fuimos al funeral de Katy. Eso de que los asesinos se ven irresistiblemente atraídos hacia la tumba es una leyenda, pero aun así valía la pena ir por si acaso; de todas maneras O'Kelly nos lo había ordenado, más que nada por el tema de las relaciones públicas. La iglesia era una construcción de los setenta, cuando el hormigón era una declaración artística y se suponía que Knocknaree iba a convertirse cualquier día en una metrópolis destacada; era inmensa, gélida y fea, con un torpe vía crucis semiabstracto y unos ecos que trepaban, tristemente hasta las aristas del techo de cemento. Ocupamos los último bancos, con nuestras prendas oscuras más discretas, y observamos cómo se llenaba la iglesia: granjeros que sostenían gorras achatadas, ancianas con pañuelos en la cabeza, adolescentes a la última que intentaban mostrar indiferencia… Y el pequeño ataúd blanco, ribeteado de oro y terrible, frente al altar. Rosalind daba tumbos por el pasillo, sostenida por Margaret a un lado y la tía Vera al otro, y detrás de ellas Jonathan, con los ojos vidriosos, que guiaba a Jessica hacia la primera fila.

Las velas ardían con una mecha incesante; el aire olía a humedad, a incienso y a flores moribundas. Yo estaba mareado -me había olvidado de desayunar- y toda la escena tenía un matiz difuminado como de recuerdo. Tardé un rato en comprender que, de hecho, era normal: durante doce años fui a misa cada domingo, y era muy probable que hubiera asistido a un servicio en memoria de Peter y Jamie sentado en uno de esos bancos de madera barata. Cassie se sopló las manos a hurtadillas para calentárselas.

El cura era muy joven y solemne y se esforzaba dolorosamente por estar a la altura de la ocasión con su frágil arsenal de tópicos de seminario. Un coro de niñitas pálidas con uniformes de colegio -las compañeras de Katy; reconocí algunas caras- se apiñaba hombro con hombro para compartir las hojas de himnos. Estos se habían elegido para ofrecer consuelo, pero sus voces eran finas y vacilantes y algunas se descomponían. «No tengas miedo, yo siempre camino ante ti; ven, sígueme…»

Simone Cameron cruzó su mirada con la mía cuando volvía de comulgar y me ofreció un rígido saludo con la cabeza; sus ojos dorados estaban enrojecidos y gigantescos. Los familiares dejaron sus bancos uno tras otro y depositaron recordatorios sobre el ataúd: un libro de Margaret, un gato pelirrojo de peluche de Jessica, y de Jonathan el dibujo a lápiz que había colgado sobre la cama de Katy. Rosalind, la última, se arrodilló y colocó un par de zapatillas de ballet rosas, atadas por las cintas, en la tapa. Las acarició suavemente y luego inclinó la cabeza sobre el ataúd y sollozó, y sus tirabuzones de un castaño cálido se alborotaron encima del blanco y el oro. Un lamento tenue e inhumano surgió de algún punto del banco frontal.

Afuera, el cielo era de un gris blancuzco y el viento hacía caer las hojas de los árboles al camposanto. Había periodistas apoyados en las verjas, y las cámaras se encendieron como una ráfaga. Encontramos un rincón discreto y escudriñamos la zona y a la multitud pero, como era de esperar, nadie disparó ninguna alarma.

– Sí que hay gente -comentó Sam. Era el único de nosotros tres que había ido a comulgar-. Mañana comprobaremos los nombres de algunos de esos chavales, no fuera que hubiera alguno que no tuviera que estar.

– Nuestro hombre no habrá venido -dijo Cassie-. A menos que tuviera que hacerlo. Ese tío ni siquiera leerá los periódicos. Y si alguien empieza a hablar del caso, cambiará de tema.

Rosalind, que bajaba despacio la escalinata de la iglesia con un pañuelo apretado contra la boca, levantó la cabeza y nos vio. Se zafó de los brazos que la sostenían y atravesó el césped corriendo, con su largo vestido negro ondeando al viento.

– Detective Ryan… -Cogió mi mano entre las suyas y me miró con el rostro anegado de lágrimas-. No puedo soportarlo. Tiene que coger al hombre que le ha hecho esto a mi hermana.

– ¡Rosalind! -gritó Jonathan desde algún sitio con la voz rota, pero ella no apartó la vista.

Tenía los dedos largos y las manos suaves y muy frías.

– Haremos todo lo posible -le dije-. ¿Vendrás mañana a hablar conmigo?

– Lo intentaré. Siento lo del viernes, pero no pude… -Echó un rápido vistazo tras de sí-. No pude escaparme. Por favor, detective Ryan, encuéntrelo, por favor…

Sentí, más que oírlos, los chasquidos de las cámaras. Una de esas fotos -el perfil angustiado y alzado de Rosalind y una toma mía poco favorecedora con la boca abierta- fue portada de un diario sensacionalista la mañana siguiente, con el titular «Por favor, justicia para mi hermana» en letras de un cuerpo gigantesco, Quigley me dio la lata con eso durante toda una semana.


En las dos primeras semanas de la operación Vestal hicimos todo lo imaginable, todo. El equipo al completo, incluidos los refuerzos y los agentes locales, hablamos con todo aquel que viviera en un radio de seis kilómetros alrededor de Knocknaree y que hubiera conocido a Katy. Había un esquizofrénico diagnosticado en la urbanización, pero jamás le había hecho daño a nadie, ni siquiera cuando dejaba la medicación, cosa que no ocurría desde hacía tres años. Comprobamos todas las tarjetas de crédito de los Devlin, seguimos el rastro de las personas que habían contribuido a pagar la matrícula de Katy y pusimos vigilancia para ver quién llevaba flores al altar de piedra.

Interrogamos a las mejores amigas de Katy: Christina Murphy, Elisabeth McGinnis y Marianne Casey; unas niñas valerosas, temblorosas y con los ojos enrojecidos que no tenían información útil que ofrecer, pero que aun así me desconcertaron. No soporto a la gente que se queja de lo rápido que crecen los niños hoy en día (después de todo, a los dieciséis años mis abuelos trabajaban a jornada completa, y creo que eso supera cualquier acumulación de piercings en lo que adultez se refiere), pero da igual: las amigas de Katy mostraban una preparación y una perspicacia en su conciencia del mundo exterior que contrastaba con la despreocupación alegre y animal que yo recuerdo haber disfrutado a esa edad.

– Pensábamos que a lo mejor Jessica tenía problemas de aprendizaje -dijo Christina, como si tuviera treinta años-, pero no nos atrevíamos a preguntar. ¿Fue…?, quiero decir…, ¿el que mató a Katy era un pedófilo?

Al parecer, la respuesta era no. A pesar de la sensación que tenía Cassie de que en realidad no se trataba de un crimen sexual, comprobamos a todos los delincuentes sexuales convictos al sur de Dublín, y a muchos otros a los que no hemos podido encerrar nunca, y pasamos horas con los que se encargan de la ingrata tarea de seguir el rastro y cazar a pedófilos en internet. El tipo con quien más hablamos se llamaba Carl. Era joven y flaco, de rostro blanco y con arrugas, y nos contó que después de ocho meses desempeñando ese trabajo ya pensaba en dejarlo: tenía dos hijos menores de siete años, dijo, y ya no podía mirarlos de la misma manera, se sentía demasiado sucio para darles un abrazo de buenas noches después de una jornada haciendo lo que hacía.

La red, como la llamaba Carl, era un hervidero de especulaciones y excitación a propósito de Katy Devlin -me ahorraré los detalles- y leímos cientos de páginas con transcripciones de chats y correos de un mundo oscuro y ajeno, pero no sacamos nada en claro. Había uno que parecía simpatizar en exceso con el asesino de Katy («Creo que simplemente la amaba demasiado, ella no lo entendió y lo disgustó»), pero cuando ésta murió él estaba conectado, debatiendo sobre los méritos físicos de las niñas asiáticas en comparación con las europeas. Esa noche Cassie y yo nos emborrachamos a base de bien.

La pandilla de Sophie examinó la casa de los Devlin con lupa, en principio para recoger fibras y demás para así poder ir descartando, pero informaron de que no habían encontrado manchas de sangre ni nada que se ajustara al arma de la violación descrita por Cooper. Yo saqué informes financieros: los Devlin vivían modestamente (unas vacaciones familiares a Creta cuatro años antes con el préstamo de una cooperativa de crédito; las clases de danza de Katy y las de violín de Rosalind; un Toyota del 99) y apenas tenían ahorros; pero no estaban endeudados, su hipoteca casi estaba liquidada y nunca se habían atrasado en los pagos del teléfono. Su cuenta bancaria no mostraba movimientos sospechosos y Katy no tenía seguro de vida; nada.

Se recibió una cantidad récord de llamadas, un increíble porcentaje de las cuales fueron inútiles. Eran de personas cuyos vecinos tenían una pinta rara y se negaban a unirse a la Asociación de Vecinos del barrio, otras que habían visto a hombres siniestros merodeando en medio del campo, o de esa otra serie de chalados explicando con detalle que aquello era un castigo de Dios a nuestra sociedad pecaminosa… Cassie y yo nos pasamos toda una mañana con un tío que telefoneó para decirnos que Dios había castigado a Katy por su inmodestia al exhibirse vestida sólo con un maillot para miles de lectores de The Irish Times. Depositamos muchas esperanzas en él (se negaba a hablar con Cassie alegando que las mujeres no deberían trabajar y que sus vaqueros también eran inmodestos; su modelo de modestia femenina, según me informó con vehemencia, era Nuestra Señora de Fátima). Pero tenía una coartada impecable: había pasado el lunes por la noche en el minúsculo barrio chino que da a Baggot Street, borracho como una cuba, sermoneando a las prostitutas sobre los tormentos del infierno y apuntando las matrículas de sus clientes, hasta que los chulos lo echaban por la fuerza y vuelta a empezar; al fin, la poli lo metió en una celda para que durmiera la mona, hacia las cuatro de la madrugada. Por lo visto eso ocurría cada tantas semanas; todos los implicados conocían ya la rutina y se contentaron de confirmarlo, con algún comentario mordaz sobre las probables tendencias sexuales del tipo.

Fueron unas semanas extrañas e inconexas. Incluso después de todo este tiempo se me hace complicado describirlas. Estuvieron repletas de pequeñas cosas que en ese momento parecían insignificantes e inconexas como el revoltijo de complementos de algún juego de salón: rostros, frases, salas de estar y llamadas telefónicas, todo mezclado en una sola luz estroboscopia. No fue hasta mucho más tarde, con la luz fría y dura que da la perspectiva, cuando las pequeñas cosas afloraron, se ordenaron y encajaron perfectamente para formar los patrones que deberíamos haber visto desde el principio.

Además, esa primera fase de la operación Vestal fue espantosa. Aunque nos negáramos a admitirlo, el caso no iba a ninguna parte. Todas las pistas que encontraba me llevaban a un callejón sin salida; O'Kelly nos soltaba discursos exaltados mientras agitaba los brazos para decirnos que no nos podíamos permitir fallar y que uno demuestra lo que vale cuando las cosas se ponen difíciles; los periódicos clamaban justicia e imprimían fotos ampliadas del aspecto que tendrían Peter y Jamie hoy en día si llevaran unos peinados desafortunados. Yo estaba más tenso de lo que he estado en toda mi vida. Pero quizás el verdadero motivo de que me cueste tanto hablar de esas semanas sea que -a pesar de todo ello, y del hecho de que sé que es una ligereza que no puedo permitirme- todavía las echo de menos.


Pequeñas cosas. Por supuesto, conseguimos el historial médico de Katy de inmediato. Ella y Jessica fueron prematuras por un par de semanas, pero al menos Katy se había recuperado bien y hasta los ocho años y medio sólo tuvo los problemas de salud propios de los niños de su edad. Luego, sin que viniera a cuento, empezó a ponerse enferma. Retortijones de estómago, vómitos incontrolados y diarreas que duraban días; en una ocasión fue a urgencias tres veces en un mes. Hacía un año, después de un ataque especialmente intenso, los médicos le practicaron una laparotomía exploratoria (la operación que había detectado Cooper, la que la había dejado fuera de la escuela de danza). Le diagnosticaron «Pseudobstrucción idiopática de colon con ausencia atípica de dilatación». Leyendo entre líneas deduje lo que eso significaba: los galenos descartaban todo lo demás y no tenían absolutamente ni idea de qué le pasaba.

– ¿Münchausen por poderes? -le pregunté a Cassie, que leía por encima de mi hombro y con los brazos cruzados sobre el respaldo de mi silla.

Ella, Sam y yo nos habíamos apropiado un rincón de la sala de investigaciones, lo más lejos posible del teléfono, para poder disponer de un mínimo de privacidad siempre que habláramos en voz baja.

Se encogió de hombros e hizo una mueca.

– Puede ser. Pero hay algo que no encaja: la mayoría de las madres con Münchausen han tenido alguna relación con la medicina en el pasado, auxiliares de enfermería o algo por el estilo. -Según nuestras comprobaciones, Margaret había dejado el colegio a los quince y trabajó en la fábrica de galletas Jacobs hasta que se casó-. Y fíjate en los registros de admisión: la mitad de las veces ni siquiera es Margaret la que lleva a Katy al hospital. Es Jonathan, Rosalind, Vera y una vez un profesor… Para las madres con Münchausen por poderes la gracia está en la atención y la simpatía que reciben de médicos y enfermeras. Nunca permitirían que otra persona fuera el centro de todo.

– Entonces, ¿descartamos a Margaret?

Cassie suspiró.

– No encaja con el perfil, pero no es definitivo: podría ser la excepción. Me gustaría poder echar un vistazo al historial de las otras dos. Estas madres no suelen centrarse en un hijo y dejar en paz a los demás. Saltan de hijo en hijo para evitar sospechas, o bien empiezan con el mayor y luego pasan al siguiente cuando el primero crece lo bastante como para montar un número. Si es Margaret, habrá algo raro en los otros dos expedientes… como esta primavera, tal vez, cuando Katy dejó de ponerse enferma y algo le pasó a Jessica… Preguntaremos a los padres si nos permiten verlos.

– No -dije. La sala parecía una olla de grillos y el ruido era como si una niebla espesa envolviera mi cerebro; no lograba concentrarme-. De momento, los Devlin no saben que son sospechosos. Preferiría que siguiera siendo así, al menos hasta que tengamos algo sólido. Si empezamos a pedir los historiales médicos de Rosalind y Jessica, seguro que se dan cuenta.

– Algo sólido -repitió Cassie.

Bajó la vista a las hojas diseminadas por la mesa, ese batiburrillo de encabezamientos escritos a ordenador con garabatos hechos a mano y manchas de fotocopia; y miró la pizarra blanca, que ya había explosionado en una maraña multicolor de nombres, números de teléfono, flechas y signos de interrogación y subrayados.

– Sí -dije-. Lo sé.


Los historiales escolares de las niñas Devlin tenían ese mismo matiz ambiguo y burlón. Katy era buena pero no excepcional: mayoría de notables con algún suficiente ocasional en lengua o un sobresaliente en educación física; ningún problema de actitud salvo cierta tendencia a hablar en clase, ni llamadas de atención, excepto las marcas de las ausencias. Rosalind era más inteligente, pero también más errática: series con un montón de sobresalientes interrumpidos por grupos de suficientes e insuficientes acompañados de observaciones de los frustrados maestros sobre el poco esfuerzo y los muchos novillos. Como era de esperar, la carpeta de Jessica era la más voluminosa. Había estado en la clase con el grupo más disperso desde que Katy y ella tenían nueve años, pero al parecer Jonathan había dado la lata al consejo de salud y a la escuela para que le hicieran una batería de pruebas: su coeficiente intelectual estaba entre 90 y 105, y no presentaba problemas neurológicos. «Dificultades para el aprendizaje imprecisas con rasgos autistas», declaraba el archivo.

– ¿Qué opinas? -le pregunté a Cassie.

– Que esta familia cada vez parece más rara. Según esto, juraría que si abusan de alguna de ellas es de Jessica. Una niña perfectamente normal hasta los siete años que luego, de repente, ¡pam!, empieza a caer en picado tanto en los resultados escolares como en sus habilidades sociales. Demasiado tarde para que aparezca el autismo, pero es una reacción de manual en un niño víctima de abusos. Y Rosalind… todas esas subidas y bajadas podrían deberse a los cambios de humor típicos de una adolescente, pero también podría ser la respuesta a algo raro que sucediera en casa. La única que parece estar bien, en fin, psicológicamente, es Katy.

Algo oscuro se cernió sobre mí en una esquina de mi campo de visión y me volví de golpe lanzando mi bolígrafo, que derrapó por el suelo.

– Tranquilo -dijo Sam, sobresaltado-. Que soy yo.

– ¡Dios! -exclamé. El corazón me iba a mil. La mirada de Cassie, al otro lado de la mesa, no delataba nada. Recuperé mi bolígrafo-. No me he dado cuenta de que estabas ahí. ¿Qué nos traes?

– El registro de llamadas de los Devlin -contestó Sam, agitando un fajo de hojas en cada mano-. Salientes y entrantes.

Puso los dos fajos encima de la mesa y cuadró las esquinas con esmero. Había resaltado los números con colores y las páginas presentaban unas líneas muy pulcras hechas con rotulador.

– ¿Durante cuánto tiempo? -quiso saber Cassie.

Se inclinó sobre la mesa, mirando las hojas del revés.

– Desde marzo.

– ¿Y sólo hay esto? ¿Para seis meses?

También fue lo primero en lo que me fijé yo, en lo delgadas que eran las pilas. En una familia de cinco miembros con tres adolescentes la línea debía de estar ocupada sin parar, con alguien gritando constantemente para que algún otro colgara el teléfono. Me acordé del silencio subyacente en la casa el día que encontraron a Katy, con la tía Vera merodeando por el vestíbulo.

– Sí, ya lo sé -dijo Sam-. Tal vez utilizan móviles.

– Tal vez -respondió Cassie, no muy convencida. Yo tampoco lo estaba; casi sin excepción, cuando una familia se aísla del resto del mundo es porque algo va pero que muy mal-. Pero eso es caro. Y en esa casa hay dos teléfonos, uno junto al ropero del piso de abajo y otro en el descansillo de arriba, con un cable tan largo que podrías llevártelo a cualquier dormitorio. No se necesita un móvil para tener intimidad.

Ya habíamos comprobado el móvil de Katy. Tenía asignados diez euros de crédito cada segundo domingo. Había usado la mayoría para enviar mensajes de texto a sus amigas, y habíamos reconstruido largas conversaciones abreviadas en un lenguaje críptico sobre deberes, cotilleos de clase y programas de la tele; ningún número sin identificar, ninguna señal de alarma.

– ¿Y los resaltados con rotulador? -pregunté.

– He revisado los números abonados y he intentado separar las llamadas de familiares. Al parecer Katy era la que más utilizaba el teléfono: todos los números en amarillo son sus amigas. -Pasé unas páginas. En cada una, el rotulador amarillo ocupaba al menos la mitad-. El azul señala las hermanas de Margaret, una en Kilkenny y Vera, en la misma urbanización. El verde es la hermana de Jonathan en Athlone, la residencia donde vive su madre y miembros del comité de «No a la Autopista». El violeta es Karen Daly, la amiga de Rosalind con la que se quedó cuando se escapó. Las llamadas entre ellas empiezan a remitir después de eso. Yo diría que a Karen no le gustó demasiado verse implicada en algún lío familiar, aunque siguió llamando a Rosalind unas semanas más; en cambio, Rosalind no la volvió a llamar.

– Quizá no le dejaran -comenté.

Tal vez fuera el susto que me había dado Sam, pero mi corazón aún latía demasiado deprisa y en la boca notaba un sabor animal a peligro.

Sam asintió.

– A lo mejor los padres veían en Karen una mala influencia. En cualquier caso, éstas son las únicas llamadas que constan, salvo unas cuantas de una compañía telefónica proponiéndoles cambiar de proveedor y… estas tres. -Extendió las páginas de llamadas entrantes: tres franjas de rotulador rosa-. Las fechas, horas y duraciones coinciden con las que nos dio Devlin. Todas se realizaron desde cabinas.

– Lástima -dijo Cassie.

– ¿Dónde? -quise saber yo.

– En el centro. La primera es desde los muelles, en el área financiera, y la segunda en O'Connell Street. La tercera es a medio camino, también en los muelles.

– En otras palabras -afirmé-: el que llamó no era uno de los del pueblo, histérico por el valor de su casa.

– No lo creo. A juzgar por las horas, llama de camino a casa desde el pub. Supongo que alguien de Knocknaree podría beber en el centro, pero no es muy probable, o al menos no es algo habitual. Haré que los chicos lo comprueben para asegurarnos, pero de momento diría que es alguien interesado en la autopista por negocios, no por una cuestión personal. Y si apostara, me jugaría la pasta a que vive en alguna parte junto a los muelles.

– Nuestro asesino es un lugareño; es casi seguro -recordó Cassie.

Sam asintió.

– Pero nuestro chico podría haber contratado a alguien para que hiciera el trabajo. Es lo que yo habría hecho. -Cassie cruzó su mirada conmigo: la idea de Sam yendo en busca de un sicario se antojaba irresistible-. Cuando averigüe a quién pertenece el terreno, veré si han hablado con alguien de Knocknaree.

– ¿Cómo lo llevas? -quise saber.

– Oh, tranquilo -contestó Sam alegre y vagamente-. Estoy en ello.

– Un momento -dijo Cassie de repente-. ¿A quién llama Jessica?

– A nadie, que yo sepa -respondió Sam, y apiló las hojas con unos golpecitos suaves y se las llevó.


Todo eso sucedió el lunes, casi una semana después de la muerte de Katy. Durante esos días, ni Jonathan ni Margaret nos llamaron para interesarse por el curso de la investigación. No es que me quejara precisamente -algunas familias llaman cuatro o cinco veces al día, ansiosas por obtener respuestas, y hay pocas cosas más horribles que decirles que no hay ninguna-, pero aun así era otra de esas pequeñas cosas que chirriaban, en un caso que ya tenía demasiadas.

Finalmente, Rosalind se presentó el martes a la hora de comer. Sin llamada ni cita previa, Bernadette me informó con un leve reproche de que una chica quería verme; pero supe que era ella, y el hecho de que apareciera de la nada de ese modo olía a desesperación, a alguna urgencia clandestina. Dejé lo que estaba haciendo y bajé, ignorando las inquisitivas cejas levantadas de Cassie y Sam.

Rosalind esperaba en recepción. Llevaba un chal esmeralda y miraba por la ventana con rostro nostálgico y ausente. Era demasiado joven para saberlo, pero ofrecía una imagen adorable con la cascada de rizos castaños y la mancha verde, en suspenso frente al ladrillo soleado y la piedra del patio. De no ser por el vestíbulo insolentemente utilitario, podría haber sido una escena sacada de una tarjeta de felicitación prerrafaelita.

– Rosalind -dije.

Se dio la vuelta, llevándose una mano al pecho.

– ¡Oh, detective Ryan! Me ha asustado… Muchas gracias por recibirme.

– Faltaría más -respondí-. Vayamos a hablar arriba.

– ¿Está seguro? No quiero ser una molestia. Si está demasiado ocupado, dígamelo y me iré.

– No eres una molestia, en absoluto. ¿Quieres una taza de té? ¿Café?

– Me encantaría un café. Pero ¿tenemos que entrar ahí? Hace un día tan bonito, y tengo un poco de claustrofobia. No me gusta decírselo a la gente, pero… ¿No podríamos salir afuera?

No era el procedimiento habitual, pero después de todo no era una sospechosa, me dije; ni siquiera era necesariamente una testigo.

– Claro -le contesté-, dame sólo un segundo.

Y corrí escaleras arriba a por el café. Como había olvidado preguntarle cómo lo tomaba, añadí un poco de leche y me guardé dos bolsitas de azúcar en el bolsillo, por si acaso.

– Aquí tienes -le dije a Rosalind, una vez abajo-. ¿Buscamos un sitio en el jardín? -Bebió un sorbo de café y trató de disimular una breve y fugaz mueca de desagrado-. Lo sé, es una porquería -dije.

– No, no, está bien, es sólo que… bueno, es que suelo tomarlo sin leche, pero…

– Vaya -exclamé-. Lo siento. ¿Quieres que vaya a buscarte otro?

– ¡No, qué va! No pasa nada, detective Ryan, de verdad. En realidad no necesitaba café. Tómeselo usted. No quiero causarle problemas; es estupendo que me haya recibido, no debe dejar de lado sus cosas…

Hablaba muy deprisa, en voz alta y con atropello, y sostuvo mi mirada demasiado tiempo sin pestañear, como si estuviera hipnotizada. Estaba terriblemente nerviosa e intentaba disimularlo.

– No es ningún problema -respondí amablemente-. Te diré lo que haremos: buscamos un buen sitio donde sentarnos y luego te traigo otro café. Seguirá siendo una porquería, pero al menos será un café solo. ¿Qué te parece?

Rosalind me sonrió agradecida, y por un instante tuve la sorprendente sensación de que ese pequeño acto de consideración casi le había hecho llorar.

Encontramos un banco en los jardines, al sol; los pájaros gorjeaban y se agitaban en los setos y salían disparados para hacerse con migas de sándwich olvidadas. Dejé allí a Rosalind y volví a subir a por el café. Me tomé mi tiempo, para darle oportunidad de calmarse, pero cuando regresé continuaba sentada en el borde del banco, mordiéndose el labio y arrancándolos pétalos de una margarita.

– Gracias -dijo, y al coger el café hizo un amago de sonreír. Me senté a su lado-. Detective Ryan, ¿han…? ¿Han averiguado quién mató a mi hermana?

– Todavía no -dije-. Pero acabamos de empezar. Te prometo que hacemos cuanto podemos.

– Sé que lo cogerá, detective Ryan. Lo supe en cuanto le vi. Puedo adivinar muchísimas cosas de la gente con la primera impresión. A veces me asusta realmente lo mucho que acierto, y supe enseguida que usted era la persona que necesitábamos.

Me miraba con una fe pura, sin mácula. Me sentí halagado, desde luego que sí, pero al mismo tiempo ese grado de confianza me incomodaba. Estaba tan segura y era tan desesperadamente vulnerable; y, por mucho que intentara no pensar de esa forma, sabía que era posible que aquel caso no se resolviera nunca, así como el efecto que eso tendría en ella.

– Soñé con usted -continuó Rosalind, y luego bajó la mirada, violentada-. La noche después del funeral de Katy. Apenas había dormido más de una hora por noche desde que ella desapareció, ¿sabe? Estaba… oh, estaba histérica. Pero verle a usted aquel día… me recordó que no hay que rendirse. Esa noche soñé que usted llamaba a nuestra puerta y me decía que había atrapado al hombre que lo hizo. Lo tenía en el coche patrulla detrás de usted, y me decía que nunca más volvería a hacer daño a nadie.

– Rosalind -dije. No podía permitir eso-. Hacemos cuanto podemos, y no nos vamos a rendir. Pero tienes que prepararte para la posibilidad de que la espera se alargue mucho tiempo.

Ella negó con la cabeza.

– Usted lo encontrará -repitió, sin más.

Cambié de tema.

– ¿Has dicho que querías preguntarme algo?

– Sí. -Respiró hondo-. ¿Qué le pasó exactamente a mi hermana, detective Ryan?

Su mirada de ojos abiertos y penetrantes me dejó sin saber cómo reaccionar; si se lo contaba, ¿se desmoronaría, le daría un ataque, gritaría? Los jardines estaban llenos de empleados de cháchara en su pausa del almuerzo.

– Creo que deberían ser tus padres quienes te hablaran de esto -respondí.

– Tengo dieciocho años, ¿sabe? No necesita su permiso para explicármelo.

– Aun así.

Rosalind se mordió el labio inferior.

– Ya se lo he preguntado. Me mandó… me mandaron callar. Algo me zarandeó y no supe muy bien qué, si ira, alarma o compasión.

– Rosalind -empecé, con mucha delicadeza-, ¿va todo bien en casa?

Alzó la cabeza al instante, con la boca abierta formando una pequeña O.

– Sí -respondió con voz débil y dudosa-. Por supuesto.

¿Estás segura?

– Es muy amable -replicó, trémula-. Es muy bueno conmigo. Es… todo va bien.

– ¿Te sentirías más cómoda hablando con mi compañera?

– No -dijo bruscamente, con cierto matiz de desaprobación en su voz-. Quería hablar con usted porque… -Dibujaba círculos con el vaso en su regazo-. Sentí que le importaba, detective Ryan. Lo de Katy. A su compañera no parecía importarle, pero a usted… es diferente.

– Por supuesto que nos importa a los dos -repuse.

Quise rodearla con un brazo tranquilizador o poner una mano sobre la suya, pero nunca se me han dado bien esas cosas.

– Sí, ya lo sé, ya lo sé. Pero su compañera… -Me dedicó una pequeña sonrisa de autorreproche-. Creo que me asusta un poco. Es muy agresiva.

– ¿Mi compañera? -pregunté, asombrado-. ¿La detective Maddox?

Cassie siempre ha sido la que tiene fama de ser buena con las familias. Yo me quedo acartonado y cohibido, pero ella siempre parece saber qué es lo que hay que decir y cuál es la manera más amable de decirlo. Algunas familias aún le envían unas tarjetas tristes, esforzadas y agradecidas por Navidad.

Rosalind agitó las manos en un gesto de impotencia.

– Oh, detective Ryan, no lo decía en un mal sentido. Ser agresivo es algo bueno, ¿no? Sobre todo en su trabajo. Y supongo que yo peco de sensible. Fue sólo por cómo trató a mis padres… Sé que tenía que preguntar todas aquellas cosas, pero fue el modo en que las preguntó, con esa frialdad… Jessica se quedó muy disgustada. Y a mí me sonreía como si todo fuese… La muerte de Katy no era ninguna broma, detective Ryan,

– Ni muchísimo menos -respondí.

Repasé mentalmente aquella horrible sesión en la sala de estar de los Devlin, intentando entender qué diablos había hecho Cassie para disgustar a esa niña. Sólo podía recordar que le había dedicado a Rosalind una sonrisa alentadora cuando la sentó en el sofá. Retrospectivamente supuse que pudo haber sido un poco inapropiado, aunque no tanto como para justificar una reacción como ésa. La sorpresa y el dolor a menudo provocan reacciones exageradas e ilógicas en la gente; pero aun así, ese grado de alteración reforzó mi sensación de que en esa casa pasaba algo.

– Lo siento si dimos la impresión…

– No, oh, no, usted no; usted estuvo maravilloso. Y sé que la detective Maddox no quiso ser tan… tan dura. Lo sé, de verdad. La mayoría de la gente agresiva sólo intenta ser fuerte, ¿no es así? Lo único que quieren es no mostrar inseguridad, o dependencia o algo por el estilo. En el fondo no son crueles.

– No -contesté-, te aseguro que no.

Me costaba pensar en Cassie como una persona dependiente; pero lo cierto es que nunca había pensado que fuese agresiva. Me di cuenta, con una leve punzada de desazón, que no tenía modo de saber qué impresión causa Cassie al resto de la gente. Era como decir si tu hermana es guapa: no podía ser más objetivo con ella de lo que era conmigo.

– ¿Lo he ofendido? -Rosalind me miró con nerviosismo, estirándose un tirabuzón-. Lo he hecho. Lo siento, lo siento… Siempre estoy metiendo la pata. Abro mi estúpida boca y sale todo, nunca aprendo…

– No -la interrumpí-, no pasa nada. No estoy ofendido en absoluto.

– Sí lo está. Lo noto.

Se abrigó mejor con el chal y se retiró el pelo que le quedó debajo, con el rostro tirante y retraído.

Sabía que si la perdía quizá no tuviera otra oportunidad.

– De verdad -dije-, no lo estoy. Sólo estaba pensando en lo que has dicho. Es muy perspicaz.

Jugueteó con un extremo del chal, eludiendo mi mirada.

– Pero ¿no es su novia?

– ¿La detective Maddox? No-no-no -contesté-. Nada de eso.

– Yo pensé, por el modo en que ella… -Se cubrió la boca con una mano-. ¡Otra vez no! ¡Para, Rosalind!

Me reí, sin poder evitarlo; los dos nos estábamos esforzando mucho.

– Vamos -dije-. Respira hondo y volvamos a empezar.

Poco a poco se recostó en el banco a medida que se relajaba.

– Gracias, detective Ryan. Pero por favor… ¿qué le pasó exactamente a Katy? Mi imaginación no descansa… No puedo soportar no saberlo.

¿Qué podía decir a eso? Se lo expliqué. No se desmayó ni se puso histérica, ni siquiera se deshizo en lágrimas. Escuchó en silencio, con sus ojos azules -del color de un vaquero desteñido-fijos en los míos. Cuando terminé se llevó los dedos a los labios y se quedó con la mirada perdida en la luz del sol, en la ordenada silueta de los setos, en los empleados con sus recipientes de plástico y sus chismorreos. Le di una torpe palmadita en el hombro. El chal era de tela barata, sintético y áspero al tacto, y la galantería patética e infantil que representaba me llegó al corazón. Quise decirle algo, algo sabio y profundo sobre que pocas muertes pueden compararse al extremo dolor del que se queda, algo que pudiera recordar cuando estuviera sola e insomne y perpleja en su habitación; pero no hallé las palabras.

– Lo siento mucho -dije.

– Entonces, ¿no la violaron?

Habló en un tono llano y hueco.

– Bébete el café -respondí, con la vaga idea de que las bebidas calientes van bien para los disgustos.

– No, no… -Agitó la mano con fervor-. Dígamelo. ¿No la violaron?

– No, no exactamente. Y ya estaba muerta, ya sabes. No sintió nada.

– ¿No sufrió?

– Apenas nada. La dejaron inconsciente casi de inmediato.

De repente Rosalind inclinó la cabeza sobre su vaso de café, y vi que le temblaban los labios.

– Me siento tan mal, detective Ryan. Me siento como si tuviera que haberla protegido mejor.

– Tú no lo sabías.

– Pero debería haberlo sabido. Debería haber estado ahí, y no divirtiéndome con mis primas. Soy una hermana espantosa, ¿verdad?

– Tú no eres responsable de la muerte de Katy -dije con firmeza-. A mí me parece que debías de ser una hermana maravillosa. No podrías haber hecho nada.

– Pero…

Calló y sacudió la cabeza.

– Pero ¿qué?

– Pues… que tendría que haberlo sabido. Eso es todo. No importa. -Aventuró una sonrisa mirándome a través de su pelo-. Gracias por contármelo.

– Ahora me toca a mí -dije-. ¿Puedo preguntarte un par de cosas?

Pareció reacia, pero respiró hondo y asintió.

– Tu padre dijo que Katy aún no salía con chicos -comencé-. ¿Es cierto?

Abrió la boca, pero la volvió a cerrar.

– No lo sé -contestó con un hilo de voz.

– Rosalind, sé que esto no te resulta fácil. Pero si no es cierto tenemos que saberlo.

– Katy era mi hermana, detective Ryan. No quiero… no quiero decir cosas sobre ella.

– Lo sé -contesté con suavidad-. Pero lo mejor que puedes hacer ahora por ella es contarme cualquier cosa que me ayude a encontrar a su asesino.

Al fin lanzó un suspiró, tembloroso y leve.

– Sí -dijo-. Le gustaban los chicos. No sé quién exactamente, pero la oí lanzarse pullas con sus amigas a propósito de los chicos, ya sabe, a quién habían besado…

La idea de gente de doce años besándose me asustó, pero me acordé de las amigas de Katy, esas niñas tan sabihondas y desconcertantes. A lo mejor Peter, Jamie y yo fuimos poco precoces.

– ¿Es eso cierto? Tu padre parecía bastante seguro.

– Mi padre… -Una minúscula arruga se dibujó entre las cejas de Rosalind-. Mi padre adoraba a Katy. Y ella… a veces se aprovechaba de eso. No siempre le decía la verdad. A mí me entristecía mucho.

– Está bien -dije-, ya entiendo. Has hecho bien en contármelo. -Ella asintió con una leve inclinación de la cabeza-. Necesito preguntarte otra cosa. En mayo te escapaste de casa, ¿verdad?

Su ceño se frunció aún más.

– No fue así exactamente, detective Ryan. No soy una cría. Pasé el fin de semana con una amiga.

– ¿Con quién?

– Karen Daly. Puede preguntárselo si quiere. Le daré su teléfono.

– No es necesario -dije con ambigüedad.

Ya habíamos hablado con Karen -una chica tímida de tez blanquecina que no era en absoluto como yo me esperaba que fuese una amiga de Rosalind- y confirmó que Rosalind había estado con ella todo el fin de semana; pero tengo bastante olfato para el engaño, y estaba casi seguro de que Karen me ocultaba algo.

– Tu prima cree que quizá pasaste el fin de semana con un chico.

La boca de Rosalind se estrechó, contrariada, en una delgada línea.

– Valerie es muy malpensada. Sé que hay un montón de chicas que hacen eso, pero yo no soy una chica del montón.

– No -respondí-. No lo eres. Pero tus padres no sabían dónde estabas.

– No, no lo sabían.

– ¿Y eso por qué?

– Pues porque no me apetecía contárselo -respondió, brusca. Luego alzó la vista hacia mí y suspiró, con expresión más suave-. Vamos, detective, ¿nunca siente que… que necesita huir y ya está? ¿Huir de todo? ¿Que todo lo supera?

– Sí -dije-, así es. Entonces, ¿lo de ese fin de semana no fue porque hubiera pasado algo malo en casa? Nos han dicho que te peleaste con tu padre…

El rostro de Rosalind se nubló y ella apartó la mirada. Aguardé. Al cabo de un momento, sacudió la cabeza.

– No. Yo… nada de eso.

Mis alarmas sonaron de nuevo, pero su voz se había vuelto tensa y no quise presionarla; todavía no. Ahora, por supuesto, me pregunto si debería haberlo hecho; pero no veo que, a la larga, hubiera cambiado nada.

– Sé que estás pasando por unos momentos terribles -dije-, pero no vuelvas a escaparte, ¿de acuerdo? Si la situación te supera o si simplemente quieres hablar, llama a Apoyo a las Víctimas o a mí directamente; tienes mi número, ¿no? Haré lo que pueda por ayudarte.

Rosalind asintió.

– Gracias, detective Ryan. Lo recordaré.

Pero tenía una expresión retraída y apagada, y tuve la sensación de que, de alguna forma inconcreta pero decisiva, la había defraudado.


Cassie estaba en las oficinas de la brigada, fotocopiando declaraciones.

– ¿Quién era?

– Rosalind Devlin.

– Oh -dijo Cassie-. ¿Qué ha dicho?

No sé por qué, no tuve ganas de entrar en detalles.

– Poca cosa. Sólo que, pese a lo que pensara Jonathan, Katy se fijaba en los chicos. Rosalind no sabe ningún nombre; tendremos que hablar otra vez con las compañeras de Katy, a ver si pueden decirnos algo más. También ha dicho que Katy decía mentiras, pero bueno, casi todos los críos lo hacen.

– ¿Algo más?

– La verdad es que no.

Cassie se dio la vuelta con una hoja en la mano y me dedicó una larga mirada que no supe interpretar.

– Al menos habla contigo -dijo-. Deberías mantener el contacto con ella; puede que se abra más.

– Le he preguntado si algo iba mal en casa -dije, con cierta culpabilidad-. Me ha dicho que no, pero no la he creído.

– Mmm… -respondió Cassie, y siguió haciendo fotocopias.


Aunque volvimos a hablar con Christina, Marianne y Beth, todas fueron categóricas: Katy no tenía novios ni le gustaba nadie en especial.

– A veces la molestábamos con el tema de los chicos -reconoció Beth-, pero no era de verdad, ¿sabe? Sólo hacíamos el tonto.

Era una niña pelirroja de aspecto jovial que ya apuntaba unas curvas de escándalo, y cuando sus ojos se llenaron de lágrimas pareció que la desconcertaran, como si no estuviera familiarizada con el llanto. Rebuscó en la manga del jersey y sacó un pañuelo de papel hecho jirones.

– Aunque quizá no nos lo dijera -afirmó Marianne. Era la más tranquila del grupo, una niña pálida como un hada que se perdía dentro de su ropa de adolescente-. Katy es… Katy era muy reservada con sus cosas. Como la primera audición que hizo para la escuela de danza, ni siquiera lo supimos hasta que la aceptaron, ¿os acordáis?

– Ya, pero no es lo mismo -dijo Christina, aunque también había llorado y su nariz cargada le quitó casi toda la autoridad de la voz-. Un novio no se nos habría pasado por alto.

Desde luego, los refuerzos interrogaron de nuevo a todos los chicos de la urbanización y de la clase de Katy, por si acaso; pero me di cuenta de que, en cierto modo, eso era exactamente lo que me había temido. Aquel caso era como un inacabable y exasperante juego del trile: yo sabía que el premio estaba ahí, en algún lugar delante de mis narices, pero el juego estaba amañado y el trilero iba demasiado rápido para mí, y cada pieza segura a la que le daba la vuelta resultaba estar vacía.


Sophie me llamó cuando salíamos de Knocknaree para comunicarme que habían llegado los resultados del laboratorio. Estaba caminando; podía oír las sacudidas del móvil y las pisadas rápidas y decididas de sus zapatos.

– Tengo vuestros resultados sobre la pequeña Devlin -anunció-. En el laboratorio llevan seis semanas de retraso y ya sabéis cómo son, pero he conseguido que se saltaran la cola. Prácticamente he tenido que acostarme con el chiflado del jefe para que lo hiciera.

Mi ritmo cardíaco aumentó.

– Muchísimas gracias, Sophie -respondí-. Te debemos otra. -Cassie, que conducía, me miró desde su sitio; yo moví los labios-: Los resultados.

– La prueba toxicológica ha dado negativo: nada de drogas, alcohol ni medicación. Estaba llena de restos, sobre todo del exterior: polvo, polen, lo normal. Todo concuerda con la composición del suelo que rodea Knocknaree, incluso, y ésa es la parte buena, lo que tenía dentro de la ropa y pegado a la sangre. Así que no lo recogió sólo en el sitio donde la arrojaron. Los del laboratorio aseguran que en ese bosque hay una planta muy rara que no crece en ningún otro lugar cercano y que al parecer tiene muy excitado al especialista en plantas, y el polen no llegaría a más de un kilómetro y medio o así. Se supone que Katy ha estado en Knocknaree desde su muerte.

– Encaja con lo que tenemos -comenté-. Ahora dime lo bueno.

Sophie resopló.

– Eso era lo bueno. Las huellas son un callejón sin salida: la mitad corresponden a los arqueólogos y las otras están demasiado borrosas para utilizarlas. Prácticamente todas las fibras coinciden con cosas que cogimos de la casa; algunas están sin identificar, pero no tienen nada de particular. Un pelo de la camiseta corresponde al idiota que la encontró, y dos a la madre, uno en los pantalones y otro en el calcetín, y seguramente es ella la que hace la colada, o sea que no es nada del otro mundo.

– ¿Hay ADN? ¿Huellas dactilares o algo parecido?

– Ajá -contestó Sophie. Estaba comiendo algo crujiente, tal vez patatas fritas; Sophie vive principalmente de comida basura-. Unas parciales con sangre, pero eran de un guante de goma; sorpresa, sorpresa. Así que tampoco hay tejido epitelial. Ni semen ni saliva, ni sangre que no corresponda a la niña.

– Estupendo -contesté, mientras los latidos de mi corazón decaían lentamente.

Otra vez había hecho el imbécil, había albergado esperanzas y me sentía estafado y estúpido.

– Salvo por esa mancha antigua que encontró Helen. El tipo de sangre es A positivo. Vuestra víctima es 0 negativo. -Hizo una pausa para llenarse la boca otra vez de patatas, mientras mi estómago hacía cosas raras-. ¿Qué? -preguntó al ver que yo no había dicho nada-. Es lo que querías oír, ¿no? La misma sangre que la del caso antiguo. Lo admito, sé que es poca cosa, pero al menos es una posible conexión.

– Sí -dije. Podía sentir cómo escuchaba Cassie y me giré un poco de espaldas a ella-. Estupendo, gracias, Sophie.

– Hemos mandado los trozos de tela y las zapatillas para que les hagan las pruebas de ADN -continuó Sophie-, pero yo que tú no me emocionaría demasiado: seguro que están tan degradados que no saldrá una mierda. Mira que guardar pruebas de sangre en un sótano…


Por un acuerdo tácito, Cassie seguía con el caso antiguo mientras yo me concentraba en los Devlin. McCabe había muerto años atrás de un ataque al corazón, así que se fue a ver a Kiernan, que estaba jubilado y vivía en Laytown, un pueblecito periférico de la costa. Tenía setenta y muchos, una cara rubicunda y amistosa y la complexión tranquilamente descuidada de un jugador de rugby retirado, pero se llevó a Cassie a dar un largo paseo por la playa espaciosa y vacía, entre los gritos de las gaviotas y los zarapitos, mientras le contaba lo que recordaba sobre el caso de Knocknaree. Parecía feliz, nos contó Cassie aquella noche, mientras encendía el fuego y yo extendía mostaza sobre los panecillos de chapata y Sam servía el vino. Le había dado por la carpintería y tenía serrín en los pantalones algo gastados; su mujer le había enrollado una bufanda alrededor del cuello y le había dado un beso en la mejilla cuando salieron.

Sin embargo, recordaba cada detalle del caso. En toda la breve y desorganizada historia de Irlanda como nación, menos de media docena de niños habían desaparecido sin haber dado finalmente con su paradero; Kiernan nunca consiguió olvidar que le habían hecho responsable de dos de ellos y les había fallado. Le explicó a Cassie (un poco a la defensiva, dijo ella, como si esa conversación se la hubiera repetido muchas veces a sí mismo) que la búsqueda fue muy intensa: perros, helicópteros, submarinistas… Policías y voluntarios peinaron kilómetros de bosque, colina y campos en todas direcciones, durante semanas, cada mañana, desde el amanecer hasta el crepúsculo, hasta finales de verano; siguieron pistas que les llevaron a Belfast y Kerry e incluso a Birmingham; y durante todo ese tiempo una insistente vocecilla le repetía al oído que buscaban en la dirección equivocada, que la respuesta siempre había estado delante de sus narices.

– ¿Cuál es su teoría? -quiso saber Sam.

Coloqué el último bistec en su panecillo y repartí los platos.

– Luego -le respondió Cassie a Sam-. Ahora disfruta del bocadillo. No pasa a menudo que Ryan prepare algo que valga la pena apreciar.

– Estás hablando con dos hombres de talento -respondí-. Podemos comer y escuchar al mismo tiempo.

Habría estado bien oír primero esa historia en privado, obviamente, pero cuando Cassie llegó de Laytown ya era demasiado tarde para eso. La sola idea ya me había quitado el apetito; el hecho en sí no cambiaría nada. Además, siempre hablábamos del caso durante la cena, y ese día no iba a ser diferente si podía evitarlo. Sam muestra una despreocupada inconsciencia de los trasfondos y las corrientes emocionales, aunque a veces me pregunto si puede haber alguien tan ajeno a ello.

– Estoy impresionada -dijo Cassie-. Está bien. -Sus ojos se posaron en mí un segundo; yo aparté la vista-. La teoría de Kiernan es que nunca salieron de Knocknaree. No sé si os acordaréis, pero había un tercer niño… -Se inclinó a un lado para comprobar su libreta, abierta sobre un brazo del sofá-. Adam Ryan. Esa tarde estaba con los otros dos y lo encontraron en el bosque al cabo de un par de horas de búsqueda. No estaba herido, pero tenía sangre en los zapatos y estaba bastante afectado; no recordaba nada. Así que Kiernan supuso que lo que fuera que pasara ocurrió en el bosque o muy cerca; si no, ¿cómo habría vuelto Adam Ryan allí? Pensó que alguien, alguien del pueblo, los debió de haber vigilado. El tipo se les acercó en el bosque, a lo mejor los atrajo hasta su casa y los atacó. Seguramente no tenía planeado matarlos; a lo mejor quiso abusar de ellos y algo se torció. En algún momento durante el ataque, Adam escapó y regresó al bosque corriendo, lo que puede significar que estaban en el bosque mismo o en una de las casas de la urbanización que lindan, o bien en una de las granjas que hay cerca; si no, habría ido a su casa, ¿no? Kiernan cree que al tipo le entró el pánico y mató a los otros dos niños, seguramente escondió los cuerpos en su casa hasta que se le brindó la ocasión y entonces o bien los arrojó al río o los enterró en su jardín o, lo que es más probable, en el bosque, pues no se informó de ninguna excavación sin motivo en la zona durante las semanas siguientes.

Le di un mordisco a mi bocadillo. Su sabor acre y sanguinolento casi me dio arcadas. Me obligué a tragármelo sin masticar, con un sorbo de vino.

– ¿Dónde está ahora el joven Adam? -inquirió Sam.

Cassie se encogió de hombros.

– Dudo que pudiera decirnos nada. Kiernan y McCabe siguieron acudiendo a él durante años, pero éste no recordó nada más. Al final desistieron y supusieron que esa pérdida de memoria había sido para bien. La familia se mudó; los cotillas de Knocknaree dicen que a Canadá.

De momento, todo era verdad. Aquello resultaba más complicado, y a la vez más ridículo, de lo que había imaginado. Éramos como espías que se comunicaban por encima de la cabeza de Sam con un código cauteloso y rebuscado.

– Tenía que ser una tortura -dijo Sam-. Un testigo ocular ahí mismo…

Sacudió la cabeza y dio un gran mordisco a su bocadillo.

– Sí, Kiernan dice que era frustrante, es cierto -respondió Cassie-, pero el crío hizo lo que pudo. Incluso participó en una reconstrucción junto con dos niños del pueblo. Esperaban que eso le ayudase a recordar qué habían hecho él y sus amigos aquella tarde, pero se quedó paralizado en cuanto entró en el bosque.

El estómago me dio un vuelco: no me acordaba de eso en absoluto. Dejé mi bocadillo; de pronto deseé un cigarrillo intensamente.

– Pobre desgraciado -comentó Sam con placidez.

– ¿McCabe pensaba lo mismo? -pregunté.

– No. -Cassie se lamió mostaza del pulgar-. McCabe especulaba con que fue un asesino de paso, alguien que estaba allí sólo por unos días, tal vez llegado de Inglaterra, quizá para trabajar, No encontraron ni un sospechoso decente. Hicieron casi mil cuestionarios y cientos de entrevistas, descartaron a todos los pervertidos y bichos raros conocidos al sur de Dublín y comprobaron al minuto los movimientos de cada hombre del pueblo… Ya sabéis que así casi siempre sale un sospechoso, aun si no tienes suficientes pruebas para acusarlo. No salió nadie. Cada vez que tenían una pista, acababan en un callejón sin salida.

– Eso me suena -dije con gravedad.

– Kiernan piensa que es porque alguien le dio a ese tipo una coartada falsa, de modo que nunca llegó a entrar en su radar, pero McCabe suponía que era porque no estaba allí. Según su teoría, los chicos estuvieron jugando junto al río y lo siguieron hasta donde deja el bosque por el otro lado; es un recorrido largo, pero ya lo habían hecho antes. Hay una pequeña carretera secundaria que atraviesa justo ese tramo del río. McCabe creía que alguien pasó conduciendo, vio a los chicos y trató de llevárselos o de atraerlos a su coche. Adam se resistió, escapó y corrió de regreso al bosque, y el tipo se largó con los otros dos. McCabe habló con la Interpol y la policía británica, pero no sacaron nada en claro.

– Así que tanto Kiernan como McCabe -dije- pensaron que los niños fueron asesinados.

– Al parecer, McCabe no estaba seguro. Creía que había una posibilidad de que alguien los hubiera raptado, tal vez alguien mentalmente enfermo y desesperado por tener hijos, o quizás… En fin. Al principio pensaron que a lo mejor sólo se habían fugado, pero tenían doce años y no llevaban dinero, les habrían encontrado en cuestión de días.

– Pues a Katy no la mató al azar alguien de paso -observó Sam-. El asesino tuvo que establecer la cita, ocultarla en algún sitio durante el día…

– De hecho -intervine, asombrado por el tono agradable y cotidiano de mi voz-, yo tampoco veo el viejo caso como un rapto con coche. Por lo que recuerdo, a ese chico le pusieron otra vez las zapatillas después de que la sangre de su interior empezara a coagularse. En otras palabras, el raptor pasó un tiempo con los tres, en esa misma zona, antes de que uno escapara. Eso me hace pensar que era alguien del pueblo.

– Knocknaree es un lugar pequeño -comentó Sam-. ¿Qué posibilidades hay de que vivan allí dos asesinos de niños diferentes?

Cassie sostuvo el plato sobre sus piernas cruzadas, se enlazó las manos en la nuca y se arqueó para destensarse. Tenía unas leves ojeras debajo de los ojos; me di cuenta de que la tarde con Kiernan la había perjudicado, y de que su resistencia a contar la historia tal vez no fuera sólo por mi bien. Cuando se guarda algo para sí se le forma una pequeña compresión en las comisuras de la boca. Me pregunté qué era lo que le había dicho Kiernan y que ahora se callaba.

– Hasta registraron los árboles, ¿lo sabíais? -dijo-. A las pocas semanas, un agente espabilado se acordó de un viejo caso en que un chico trepó a un árbol hueco y se cayó en el agujero del tronco; lo encontraron cuarenta años después. Kiernan yMcCabe destinaron agentes para comprobar cada árbol, iluminando los huecos con linternas…

Su voz se apagó y nos quedamos en silencio. Sam masticó su bocadillo con aprobación uniforme y pausada, dejó el plato y suspiró con satisfacción. Al final Cassie se movió y extendió la mano. Le puse encima su paquete de tabaco.

– Kiernan aún sueña con ello -continuó con calma, mientras sacaba un cigarrillo-. No tanto como antes, dice; desde que se jubiló, sólo cada tantos meses. Sueña que busca a los dos críos por el bosque de noche, llamándolos, y que alguien salta de entre los arbustos y se abalanza sobre él. Sabe que es la persona que se los llevó, puede verle la cara «tan clara como veo la tuya», me ha dicho… pero cuando se despierta, ya no la recuerda.

El fuego crepitó y chisporroteó con brusquedad. Lo vi con el rabillo del ojo y me giré de golpe; estaba seguro de que había visto algo que salía disparado del hogar a la habitación, algo pequeño, negro y con garras (¿una cría de pájaro, quizá, que se había caído por la chimenea?), pero allí no había nada. Cuando me di otra vez la vuelta Sam tenía la mirada puesta en mí, gris y tranquila y cordial en cierto modo, pero se limitó a sonreír e inclinarse sobre la mesa para llenarme el vaso de nuevo.


Tenía problemas para dormir, incluso cuando podía hacerlo. Ya he dicho que me ocurre a menudo, pero esto era distinto; durante esas semanas me encontraba atrapado en alguna dimensión intermedia entre el sueño y la vigilia, incapaz de adentrarme en ninguno de los dos. «¡Cuidado!», decían unas voces en mi oído de repente; o «No te oigo. ¿Qué? ¿Qué?». Medio soñaba con oscuros intrusos que se movían a hurtadillas por la habitación, hojeando mis notas del trabajo y toqueteando mis camisas en el armario; yo sabía que no eran reales, pero tardaba una horrible eternidad en despertarme para poder afrontarlos o disiparlos. Una vez desperté y me encontré en el suelo junto a la puerta del dormitorio; tanteé frenéticamente en busca del interruptor y las piernas apenas lograron sostenerme. La cabeza me daba vueltas y de algún lugar vino un gemido apagado, y tardé mucho en darme cuenta de que era mi propia voz. Encendí la luz y la lámpara del escritorio y me arrastré de vuelta a la cama, donde me quedé tumbado, demasiado turbado para volver a dormirme, hasta que sonó el despertador.

En ese limbo también seguía oyendo voces de niños. No de Peter o Jamie; era un grupo de niños muy alejados, que cantaban canciones de recreo que yo no recordaba haber aprendido. Sus voces eran alegres, despreocupadas y demasiado puras para ser humanas, y por debajo de ellas se oían los ritmos frescos y expertos de complejas palmadas. «Vamos, amiguito, ven a jugar conmigo, súbete a mi manzano… Dos, dos, los niños blancos, vestidos de verde, uno está solo y así será para siempre…» A veces sus débiles coros no se me iban de la cabeza en todo el día, como un acompañamiento inevitable a cualquier cosa que hiciera. Tenía un miedo espantoso a que O'Kelly me pillase tarareando una de esas cantinelas.


Rosalind me llamó ese sábado al móvil. Yo estaba en la sala de investigaciones, Cassie se había ido a hablar con Personas Desaparecidas y, detrás de mí, O'Gorman vociferaba sobre un tipo que le había faltado al respeto durante el puerta por puerta. Tuve que apretarme el auricular contra la oreja para oírla.

– Detective Ryan, soy Rosalind… Lamento mucho molestarle, pero ¿cree que tendría tiempo para venir a hablar con Jessica?

De fondo, ruidos urbanos: coches, conversaciones, el pitido frenético de un semáforo para peatones…

– Por supuesto -dije-. ¿Dónde estáis?

– En el centro. ¿Podemos quedar en el bar del Hotel Central dentro de diez minutos? Jessica quiere contarle una cosa.

Desenterré el archivo principal y pasé las hojas en busca de la fecha de nacimiento de Rosalind: si iba a hablar con Jessica, necesitaba que hubiera un adulto «apropiado» presente.

– ¿Están tus padres con vosotras?

– No, yo… no. Creo que Jessica estaría más cómoda hablando sin ellos, si es posible.

Mis antenas se agitaron. Acababa de encontrar la página de las declaraciones de la familia: Rosalind tenía dieciocho, y era «apropiada» en lo que a mí respectaba.

– Ningún problema -dije-. Nos veremos allí.

– Gracias, detective Ryan, sabía que podía contar con usted… Siento meterle prisa, pero tenemos que llegar a casa antes de…

Un pitido y desapareció; se había quedado sin batería o sin crédito. Le escribí a Cassie una nota de «Vuelvo enseguida» y me fui.


Rosalind tenía buen gusto. El bar del Central tiene un ambiente obstinadamente anticuado (techos con molduras, amplios y cómodos sillones que ocupan y desaprovechan una gran cantidad de espacio, estanterías con libros viejos y raros de cubiertas elegantes), que contrasta de forma satisfactoria con el ritmo frenético de las calles del exterior. A veces yo iba allí los sábados, me tomaba una copa de brandy y un puro (antes de la prohibición del tabaco) y me pasaba la tarde leyendo el Anuario del granjero de 1938 o poemas Victorianos de tercera categoría.

Rosalind y Jessica estaban en una mesa junto a la ventana. La primera llevaba los rizos recogidos pero laxos e iba vestida de blanco, con falda larga y una blusa de gasa y con vuelo, y armonizaba perfectamente con el entorno; parecía recién salida de una fiesta en algún jardín eduardiano. Estaba inclinada y susurraba al oído de Jessica, mientras con una mano le acariciaba el pelo a un ritmo lento y relajante.

Jessica estaba en un sillón con las piernas enroscadas debajo de ella, y su visión me trastornó de nuevo, casi tanto como la primera vez. El sol que entraba a raudales a través de la ventana alta la mantenía en una columna de luz y la transformaba en una visión radiante de otra persona, alguien vital, ansioso y perdido. Las finas y encorvadas uves de sus cejas, la inclinación de su nariz y la curva amplia e infantil de su labio: la última vez que vi ese rostro estaba vacío y embadurnado de sangre sobre la mesa de acero de Cooper. Era como un indulto; como Eurídice devuelta a Orfeo desde la oscuridad por un breve y milagroso instante. Quise, con tanta intensidad que me dejaba sin aliento, posar una mano sobre su cabeza suave y oscura, estrecharla contra mí y sentir su aliento menudo y cálido, como si al protegerla a ella pudiera retroceder en el tiempo y proteger también a Katy.

– Rosalind -dije-, Jessica.

Ésta se estremeció y abrió los ojos bruscamente, y la ilusión se esfumó. Tenía algo en la mano, un sobrecito de azúcar del cuenco que había en el centro de la mesa; se llevó una esquina a la boca y empezó a succionarlo.

El rostro de Rosalind se iluminó al verme.

– ¡Detective Ryan! Qué bien que haya venido. Ya sé que no le he avisado, pero… oh, siéntese, siéntese… -Arrastré otro sillón-. Jessica vio algo que creo que debería saber. ¿Verdad, cielo?

Ésta se encogió de hombros con un gesto torpe.

– Hola, Jessica -la saludé, con toda la suavidad y la calma que pude. La mente se me disparaba en una docena de direcciones a la vez; si aquello tenía algo que ver con los padres debería buscar algún sitio donde se quedasen las niñas, y Jessica sería terrible en el estrado…-. Me alegro de que hayas decidido contármelo. ¿Qué es lo que viste?

Separó los labios; se balanceó levemente en su asiento. Luego negó con la cabeza.

– Vamos, cariño… Sabía que podía pasar esto -suspiró Rosalind-. En fin, me ha dicho que vio a Katy…

– Gracias, Rosalind -la interrumpí-, pero sea lo que sea necesito oírlo de Jessica. Si no, es un testimonio de oídas, inadmisible en un juicio.

Rosalind se me quedó mirando sin comprender, desconcertada. Finalmente asintió.

– Está bien -dijo-, por supuesto, si es lo que necesita, entonces… Sólo espero que… -Se acercó a Jessica y trató de captar su mirada, sonriendo; le apartó el pelo detrás de la oreja-. ¿Jessica? ¿Cariño? Tienes que decirle al detective Ryan de qué hemos hablado, cielo. Es importante.

Jessica escondió la cara.

– No me acuerdo -murmuró.

La sonrisa de Rosalind se volvió tensa.

– Vamos, Jessica. Te acordabas muy bien hace un rato, antes de que hiciéramos todo el camino hasta aquí y apartáramos al detective Ryan de su trabajo. ¿Verdad que sí?

Jessica sacudió otra vez la cabeza y mordió la bolsa de azúcar. Le temblaba el labio.

– No pasa nada -dije yo. Tenía ganas de zarandearla-. Sólo está un poco nerviosa. Estás pasando por un mal momento, ¿eh, Jessica?

– Las dos estamos pasando por un mal momento -respondió Rosalind con brusquedad-, pero una de las dos tiene que actuar como una adulta y no como una niña pequeña y estúpida.

Jessica se hundió aún más en su jersey extragrande.

– Ya lo sé -contesté, en un tono que esperaba que fuera apaciguador-, ya lo sé. Entiendo lo duro que es esto…

– No, la verdad es que no, detective Ryan. -La rodilla cruzada de Rosalind se agitaba furiosa-. Es imposible que nadie pueda entender cómo es esto. No sé por qué hemos venido. A Jessica no le apetece contarle lo que vio y es evidente que a usted no le parece importante. Será mejor que nos vayamos.

No podía perderlas.

– Rosalind -exclamé, en tono apremiante e inclinándome sobre la mesa-, me estoy tomando esto muy en serio. Y sí que lo entiendo. De verdad que sí.

Rosalind rió con amargura, buscando a tientas su bolso debajo de la mesa.

– Sí, claro. Ponte esto, Jessica. Nos vamos a casa.

– Rosalind, lo entiendo. Cuando tenía la edad de Jessica, mis dos mejores amigos desaparecieron. Sé por lo que estáis pasando. -Levantó la cabeza y se me quedó mirando-. Sé que no es lo mismo que perder a una hermana…

– No lo es.

– Pero sé lo duro que es ser el que se queda. Haré todo lo que haga falta para asegurarme de que obtengas algunas respuestas, ¿de acuerdo?

Rosalind continuó mirándome largo rato. Entonces soltó el bolso y se rió, en una oleada de alivio que la dejó sin aliento.

– ¡Oh, detective Ryan! -Antes de darse cuenta, había extendido el brazo por encima de la mesa para cogerme la mano-. ¡Sabía que por alguna razón era la persona perfecta para este caso!

Hasta entonces no lo había enfocado de ese modo, y la sola idea me resultó reconfortante.

– Espero que tengas razón -dije.

Le apreté la mano; pretendía ser tranquilizador, pero de pronto se dio cuenta de lo que había hecho y la retiró con gesto violentado.

– Oh, no pretendía…

– Te diré lo que haremos -la interrumpí-: Podemos hablar tú y yo un rato hasta que Jessica se sienta preparada para explicarme lo que vio. ¿Qué os parece?

– ¿Jessica? ¿Cielo? -Rosalind le tocó el brazo a su hermana, que se sobresaltó abriendo los ojos como platos-. ¿Quieres que nos quedemos un poco?

Su hermana se lo pensó mientras miraba fijamente la cara de Rosalind. Ésta le sonrió. Finalmente, la niña asintió.

Traje café para Rosalind y para mí y un 7-Up para Jessica. Ésta sostuvo el vaso con ambas manos y contempló como hipnotizada las burbujas que flotaban hacia arriba, mientras Rosalind y yo hablábamos.

Francamente, no esperaba disfrutar demasiado de una conversación con una adolescente, pero Rosalind era una chica fuera de lo común. El impacto inicial por la muerte de Katy había pasado, y por primera vez tuve ocasión de ver cómo era realmente: extrovertida, efervescente, llena de chispa y de brío, terriblemente brillante y expresiva. Me pregunté dónde estaban las chicas así cuando yo tenía dieciocho años. Era ingenua pero lo sabía; hacía chistes sobre sí misma con tanta gracia y picardía que, a pesar del contexto, de mi íntima preocupación por el hecho de que tanta inocencia la metiera en un lío algún día y de Jessica ahí sentada, observando motas invisibles como si fuera un gato, mi risa era auténtica.

– ¿Qué piensas hacer cuando termines el colegio? -pregunté.

Tenía verdadera curiosidad. No me imaginaba a esa chica en una oficina de nueve a cinco.

Rosalind sonrió, pero una triste sombra nubló un instante su rostro.

– Me encantaría estudiar música. Toco el violín desde que tenía nueve años, y compongo un poco; mi profesor dice que… bueno, que no debería tener problemas para entrar en una buena escuela. Pero… -Suspiró-. Es caro, y mis… mis padres no lo aprueban del todo. Quieren que haga un curso de secretariado.

Y en cambio siempre apoyaron los planes de Katy para la Real Escuela de Danza. En Violencia Doméstica había visto casos así, en que los padres eligen a un favorito o a un chivo expiatorio («Puede que la convirtiera en mi favorita», dijo Jonathan Devlin el primer día) y los hermanos crecen en familias completamente diferentes. Pocos de ellos acaban bien.

– Encontrarás la manera -dije. La idea de que se hiciera secretaria era absurda; ¿en qué diablos estaba pensando Devlin?-. Una beca o algo similar. Por lo visto eres buena.

Agachó la cabeza con modestia.

– Bueno, el año pasado la Orquesta Nacional Juvenil tocó una sonata escrita por mí.

No me lo creí, desde luego. Fue una mentira transparente -alguien, durante el puerta por puerta, podría haber mencionado algo por el estilo- que me llegó al corazón como no podría haberlo hecho ninguna sonata, porque lo reconocí. «Es mi hermano gemelo, se llama Peter y es siete minutos mayor que yo…» Los niños -y Rosalind era poco más que una niña- no sueltan mentiras inútiles si no es que no pueden soportar la realidad.

Por un momento estuve a punto de decirlo. «Rosalind, sé que algo va mal en casa; cuéntamelo, déjame ayudarte…» Pero era demasiado pronto; habría vuelto a ponerse en guardia y se habría echado a perder todo lo conseguido hasta ahora.

– Muy bien -dije-. Es impresionante.

Se rió un poco, incómoda; me miró por debajo de sus pestañas.

– Sus amigos -respondió tímidamente-. Los que desaparecieron. ¿Qué pasó?

– Es una larga historia -contesté.

Yo mismo me había metido en ese lío y no tenía ni idea de cómo salir. La mirada de Rosalind empezaba a mostrar recelo y, aunque por nada del mundo iba a contarle lo de Knocknaree, lo último que deseaba a esas alturas era perder su confianza, y precisamente fue Jessica quien me salvó. Se agitó un poco en su asiento y tocó con un dedo el brazo de Rosalind. Ésta no pareció darse cuenta.

– ¿Jessica? -dije.

– Oh… ¿qué pasa, cariño? -Rosalind se inclinó hacia ella-. ¿Estás lista para hablarle al detective Ryan de ese hombre?

Jessica asintió con rigidez.

– Vi a un hombre -comenzó, con la mirada puesta en mí y no en Rosalind-. Habló con Katy.

El corazón se me empezó a acelerar. Si fuera religioso, habría estado poniendo velas para cada santo del calendario rezando por eso: una sola pista sólida.

– Eso es estupendo, Jessica. ¿Dónde fue?

– En la carretera. Cuando volvíamos de la tienda.

– ¿Katy y tú solas?

– Sí. Nos dejan.

– Estoy seguro de ello. ¿Y qué dijo?

– Dijo -Jessica respiró hondo-, dijo: «Eres muy buena bailarina», y Katy contestó: «Gracias». Le gusta que la gente le diga que es buena bailarina.

Miró a Rosalind con ansiedad.

– Lo estás haciendo de maravilla, cielo -la animó Rosalind, acariciándole el pelo-. Continúa.

Jessica asintió. Rosalind tocó su vaso y Jessica, obediente, bebió un sorbo de 7-Up.

– Entonces, entonces dijo: «Y eres una chica muy guapa», y Katy dijo: «Gracias». Eso también le gusta. Y entonces él dijo… dijo…: «A mi hija también le gusta bailar, pero se ha roto la pierna. ¿Quieres venir a verla? Se pondría muy contenta». Y Katy dijo: «No, ahora tenemos que ir a casa». Y nos fuimos a casa.

«Eres una chica muy guapa.» Hoy en día, muy pocos hombres le dirían algo así a una niña de doce años.

– ¿Sabes quién era ese hombre? -le pregunté-. ¿Lo habías visto antes alguna vez? -Ella negó con la cabeza-. ¿Cómo era?

Silencio; respiración.

– Grande.

– ¿Grande como yo? ¿Alto?

– Sí… mmm… sí. Pero también grande así.

Separó los brazos; el vaso se tambaleó peligrosamente.

– ¿Un hombre gordo?

Jessica soltó una risita nerviosa y aguda.

– Sí.

– ¿Qué llevaba puesto?

– Un chándal. Azul oscuro.

Observó a Rosalind, que asintió para alentarla.

«Mierda», pensé. El corazón me iba a mil.

– ¿Cómo tenía el pelo?

– No. No tenía pelo.

Dirigí una rápida y fervorosa disculpa mental a Damien: al parecer no nos había contado sólo lo que esperábamos oír, después de todo.

– ¿Era viejo? ¿Joven?

– Como usted.

– ¿Cuándo pasó eso?

Los labios de Jessica se separaron y se movieron sin sonido.

– ¿Eh?

– ¿Cuándo os encontrasteis a ese hombre Katy y tú? ¿Fue unos días antes de que ella se marchara? ¿O semanas antes? ¿O hace mucho tiempo?

Yo intentaba ser delicado, pero ella se estremeció:

– Katy no se marchó -dijo-. La asesinaron.

Su mirada empezaba a descentrarse. Rosalind me miró con reproche.

– Sí -admití, con toda la amabilidad de que fui capaz-, es verdad. Por eso es tan importante que intentes recordar cuándo visteis a ese hombre, para que podamos averiguar si es el que la mató. ¿Puedes hacerlo?

La boca de Jessica se abrió un poco. Su mirada estaba ausente, inalcanzable.

– Me ha contado -dijo Rosalind con suavidad, por encima de su cabeza- que esto pasó una semana o dos antes… -Tragó saliva-. No está segura de la fecha exacta.

Asentí.

– Muchísimas gracias, Jessica -dije-. Has sido muy valiente. ¿Crees que reconocerías a ese hombre si le vieras otra vez?

Nada; ni un parpadeo. La bolsa de azúcar yacía en sus dedos inermes.

– Creo que deberíamos irnos -dijo Rosalind, mirando con preocupación a Jessica y su reloj.

Miré por la ventana cómo se alejaban caminando, los pasitos decididos de Rosalind y el balanceo delicado de sus caderas, mientras arrastraba a Jessica tras de sí, cogida de la mano. Observé la sedosa cabeza agachada de Jessica y pensé en esas viejas historias en que hieren a un gemelo y el otro, a kilómetros de distancia, siente el dolor. Me pregunté si hubo un instante, entre las risas de aquella noche de chicas en casa de tía Vera, en que emitió algún sonido leve e inadvertido; me pregunté si todas las respuestas que buscábamos no estarían encerradas tras el oscuro y extraño umbral de su mente.

«Es la persona perfecta para este caso», me había dicho Rosalind, y esas palabras siguieron sonando en mi cabeza mientras la veía marchar. Aún hoy me pregunto si los acontecimientos posteriores demostraban que tenía toda la razón o que estaba absoluta y terriblemente equivocada, y qué criterio habría que seguir para ver la diferencia.

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