Capítulo 25

Esa tarde, Sam, Cassie y yo empezamos a recoger la sala de investigaciones. Trabajamos metódicamente y en silencio, descolgando fotos, borrando el embrollo multicolor de la pizarra, clasificando archivos e informes y guardándolos en cajas de cartón con sellos azules. La noche anterior habían prendido fuego a un piso de Parnell Street, que había provocado la muerte de una refugiada política nigeriana y su bebé de seis meses; Costello y su compañero necesitaban la sala.

O'Kelly y Sweeney interrogaban a Rosalind en el vestíbulo, con Jonathan en segundo plano para protegerla. Creo que me esperaba que Jonathan llegara con las espadas en alto y quizá con ganas de pegar a alguien, pero él no resultó ser el problema. Cuando, en la puerta de la sala de interrogatorios, O'Kelly les contó a los Devlin lo que Rosalind había confesado, Margaret se volvió hacia él con la boca muy abierta; luego inhaló una enorme bocanada de aire y gritó: «¡No!», con una voz ronca y salvaje que retumbó en las paredes del pasillo.

– No, no, no. Ella estaba con sus primas. ¿Cómo pueden hacerle esto? ¿Cómo pueden… cómo…? ¡Oh, Dios, ya me avisó, me avisó de que harían esto! Usted -me apuntó con un dedo grueso y tembloroso, y me estremecí sin poder evitarlo-, usted, llamándola una docena de veces al día para hacerla salir, y no es más que una niña, debería darle vergüenza… Y ella -Cassie- la odia desde el primer día, Rosalind siempre dijo que intentaría culparla de… ¿Qué intentan hacerle? ¿Es que quieren matarla? ¿Así se quedarán contentos? Dios mío, mi pobre niña… ¿Por qué la gente cuenta esas mentiras sobre ella? ¿Por qué?

Se clavó las uñas en el pelo mientras estallaba en unos sollozos horribles y desgarrados. Jonathan se había quedado agarrado a la barandilla en lo alto de la escalera mientras O'Kelly procuraba calmar a Margaret, y nos lanzaba miradas desagradables por encima del hombro de su esposa. Iba vestido para el trabajo, con traje y corbata. No sé por qué recuerdo ese traje con absoluta claridad. Era azul oscuro y estaba inmaculado, con un ligero brillo en las partes planchadas demasiadas veces, y en cierto modo me pareció indeciblemente triste.

Rosalind estaba arrestada por asesinato y por agredir a una agente. Sólo había abierto la boca una vez desde la llegada de sus padres, para asegurar -con el labio trémulo- que Cassie le había dado un puñetazo en el estómago y ella sólo se había defendido. Enviaríamos un archivo al fiscal con ambas acusaciones, pero todos sabíamos que los indicios de asesinato eran, como mucho, escasos. Ya ni siquiera teníamos la conexión del Chándal Fantasma para demostrar que Rosalind era cómplice, ya que, de hecho, ningún adulto supervisó mi sesión con Jessica, y no tenía forma de demostrar que ésta hubiera tenido lugar. Teníamos la palabra de Damien y un puñado de llamadas de móvil. Eso era todo.

Se estaba haciendo tarde, serían las ocho aproximadamente, y el edificio estaba en silencio, excepto por nuestros movimientos y una lluvia suave e intermitente que tamborileaba en las ventanas de la sala de investigaciones. Recogí las fotos de la autopsia y las instantáneas de la familia Devlin, los ceñudos sospechosos de ser el Chándal Fantasma y las ampliaciones de baja resolución de Peter y Jamie, quité el adhesivo de los dorsos y las archivé. Cassie comprobaba cada caja, les buscaba una tapa y las etiquetaba con un rotulador negro y chirriante. Sam recorrió la sala con una bolsa de basura, recopilando vasos de papel, vaciando papeleras y quitando migas de las mesas. En la parte frontal de la camisa llevaba manchas secas de sangre.

Su mapa de Knocknaree empezaba a doblarse por las esquinas, y una de ellas se rompió cuando lo descolgué. Alguien lo había salpicado de agua y la tinta estaba corrida en algunos puntos, de modo que a la caricatura que hizo Cassie de un promotor inmobiliario parecía que le estuviera dando un ataque.

– ¿Guardamos esto en el archivo -le pregunté a Sam- o…?

Lo sostuve ante él y miramos los tronquitos nudosos de árboles y volutas de humo saliendo de las chimeneas de las casas; frágil y nostálgico como un cuento de hadas.

– Será mejor que no -concluyó, al cabo de un momento.

Cogió el mapa, lo enrolló en forma de tubo y lo metió en la bolsa de basura.

– Me falta una tapa -comentó Cassie. Se le habían formado unas horribles costras oscuras en los cortes de la mejilla-. ¿Hay alguna por ahí?

– Había una debajo de la mesa -respondió Sam-. Toma…

Le tiró la última tapa y ella la encajó en su sitio y se enderezó.

Nos miramos el uno al otro bajo la luz de los fluorescentes, por encima de las mesas desnudas y la colección de cajas. «Me toca a mí hacer la cena…» Por un instante casi lo digo, y sentí que la misma idea cruzaba las mentes de Sam y de Cassie, estúpida e imposible y no por ello menos hiriente.

– Bueno -dijo Cassie con discreción, tras respirar hondo. Miró la estancia vacía y se limpió las manos en los costados de los vaqueros-. Pues me parece que ya está.


Soy absolutamente consciente, por cierto, de que esta historia no me muestra bajo una luz demasiado halagadora. Soy consciente de que, en un lapso de tiempo impresionantemente corto, Rosalind me tuvo comiendo de su mano como a un perro adiestrado: subiendo y bajando escaleras para traerle café, asintiendo mientras ella chismeaba sobre mi compañera y creyendo como una especie de adolescente encandilado que éramos almas gemelas. Pero antes de que nadie me desprecie, hay que considerar lo siguiente: habría engatusado a cualquiera. Cualquiera habría tenido tantas probabilidades como yo. He contado todo lo que vi, tal como lo vi en ese momento. Y si eso en sí mismo ha dado lugar a engaños, recordemos que también lo dije: desde el principio, ya advertí de que miento.

Me resulta difícil describir el nivel de horror y autoaversión derivado del hecho de comprender que Rosalind me había embaucado. Estoy seguro de que Cassie habría dicho que mi credulidad fue de lo más natural, que todos los mentirosos y criminales con los que me había topado eran simples aficionados, mientras que Rosalind lo era de una forma auténtica y nata, y que ella misma resultó inmune sólo porque ya había caído víctima de la misma técnica; pero Cassie no estaba. Días después de cerrar el caso, O'Kelly me anunció que hasta la lectura del veredicto trabajaría fuera de la unidad de detectives principal, en Harcourt Street, «lejos de cualquier cosa que puedas joder», cito sus palabras, que a mí se me hicieron muy difíciles de rebatir. Oficialmente seguía en la brigada de Homicidios, por lo que nadie sabía muy bien mi cometido en la unidad general. Me dieron un escritorio y de vez en cuando O'Kelly me mandaba un montón de papeleo, pero la mayor parte del tiempo era libre de vagar por los pasillos a mi antojo, escuchando a hurtadillas fragmentos de conversaciones y esquivando las miradas curiosas, inmaterial y superfluo como un espectro.

Pasé noches en vela conjurando destinos morbosos, detallados e improbables para Rosalind. No sólo la quería muerta, sino eliminada de la faz de la tierra, aplastada en una papilla inidentificable, pulverizada en una trituradora, quemada hasta convertirse en un puñado de ceniza tóxica. Nunca sospeché en mí tal capacidad para el sadismo, y aún me horrorizaba más comprobar que yo mismo habría ejecutado cualquiera de estas sentencias con gran regocijo. Cada conversación que había tenido con ella se reproducía una y otra vez en mi cabeza, y veía con implacable claridad lo hábil que fue jugando conmigo, de qué modo tan certero lo había detectado todo, desde mi vanidad hasta mi dolor, pasando por mis miedos más hondos y escondidos, y me los había sacado de dentro para usarlos a voluntad.

Eso era lo más odioso de todo. Al fin y al cabo, Rosalind no me había implantado un microchip detrás de la oreja ni me había sometido a base de drogas. Yo mismo había roto cada promesa y había hecho naufragar cada barco, con mis propias manos. Ella, como cualquier buena artesana, se limitó a aprovechar lo que le salía al paso. Con apenas un vistazo nos evaluó a Cassie y a mí hasta la médula, y a ella la descartó como inservible; pero en mí había visto algo, un rasgo sutil aunque fundamental, por el que pensó que valía la pena conservarme.


No testifiqué en el juicio de Damien. Demasiado arriesgado, según el fiscal, ya que había demasiadas probabilidades de que Rosalind le hubiera hablado a Damien de mi «historia personal», como dijo él. Era un individuo llamado Mathews que llevaba corbatas chillonas y al que la gente solía calificar de «dinámico», y que a mí siempre me había agotado. Rosalind no había vuelto a sacar el tema -por lo visto, Cassie había sido lo bastante convincente como para que lo dejase estar y pasara a otras armas más prometedoras-, y yo dudaba de que le hubiera contado a Damien algo realmente útil, pero no me molesté en discutir.

Sin embargo, fui a ver testificar a Cassie. Me senté al fondo de la sala, que, en contra de lo habitual, estaba abarrotada, pues el juicio llenó las portadas de la prensa y fue tema estrella en las tertulias radiofónicas incluso antes de que empezara. Llevaba un pulcro trajecito gris y se había alisado los rizos. No la veía desde hacía meses. Estaba más delgada, más contenida; la vivacidad de gestos con que la relacionaba había desaparecido, y esa calma nueva hizo que me diera cuenta de la delicadeza de sus rasgos, de los arcos acentuados encima de sus párpados y de las curvas amplias y nítidas de su boca, como si nunca antes la hubiera visto. Se la veía avejentada, ya no era esa muchacha ágil y pícara de la Vespa estropeada, pero no por ello me resultó menos hermosa. Esa belleza elíptica que posee Cassie siempre ha radicado no en los planos volubles de textura y color sino más adentro, en los contornos refinados de sus huesos. La observé en el estrado con ese traje que no le conocía y pensé en los suaves cabellos de su nuca, cálida y con olor a sol, y me pareció algo imposible, me pareció el milagro más inmenso y triste de mi vida: una vez toqué su cabello.

Estuvo bien; Cassie siempre ha estado bien en los juicios. Los jurados confían en ella y ella mantiene su atención, algo mucho más complicado de lo que parece, sobre todo cuando el juicio es largo. Respondió a las preguntas de Mathews con voz clara y tranquila y con las manos enlazadas en el regazo. Cuando la interrogó la defensa hizo lo que pudo por Damien. Sí, éste se había mostrado agitado y confuso; sí, pareció creer sinceramente que el asesinato fue necesario para proteger a Rosalind y Jessica Devlin; sí, en su opinión estuvo influenciado por Rosalind y había cometido el crimen bajo la presión de ésta. Damien se acurrucó en su asiento y la observó como un niño pequeño que ve una película de miedo, con ojos aturdidos, inmensos y perplejos. Había intentado suicidarse con las dichosas sábanas de la celda al enterarse de que Rosalind testificaría contra él.

– Cuando Damien confesó este crimen -preguntó el abogado defensor-, ¿le explicó por qué lo había cometido?

Cassie negó con la cabeza.

– No, aquel día no. Mi compañero y yo le preguntamos varias veces por el móvil, pero él se negaba a contestar o decía que no estaba seguro.

– Eso a pesar de que ya había confesado, y tras decirle ustedes que el móvil no podía causarle ningún perjuicio. ¿A qué cree que se debía?

– Protesto: incita a la especulación.

«Mi compañero.» Por el modo en que pestañeó Cassie al decirlo, por el minúsculo movimiento del ángulo de sus hombros, supe que me había visto ahí embutido en la parte de atrás; pero en ningún momento miró en mi dirección, ni siquiera cuando los abogados terminaron con ella y se bajó del estrado y abandonó la sala. Entonces pensé en Kiernan, en lo que debió de pasar cuando, después de treinta años siendo compañeros, a McCabe le dio un infarto y murió. Y envidié a Kiernan, más de lo que he envidiado nada a nadie, aquel dolor excepcional e inalcanzable.

La siguiente testigo era Rosalind. Se subió al estrado de puntillas, en medio del súbito aluvión de cuchicheos y el ruido de los periodistas tomando notas, y le ofreció a Mathews una tímida sonrisita de pitiminí a través de su máscara. Me fui. Al día siguiente leí en los periódicos cómo había sollozado al hablar de Katy, cómo tembló al relatar que Damien la había amenazado con matar a sus hermanas si rompía con él y cómo, cuando el abogado defensor empezó a escarbar, gritó: «¡Cómo se atreve! ¡Yo quería a mi hermana!», y luego se desmayó, obligando al juez a aplazar el juicio hasta la tarde.

A Rosalind no la procesaron, por decisión de sus padres, estoy seguro, pues de haber sido por ella no me la imagino dejando pasar esa oportunidad de ser el centro de atención. Mathews había llegado a un acuerdo con su caso. La acusación de confabulación es especialmente difícil de demostrar; no había pruebas concluyentes contra Rosalind, su confesión era inadmisible y de todos modos se había retractado, por supuesto (según explicó, Cassie la había aterrorizado imitando el gesto de cortarse el cuello); además, como era una menor tampoco le habría caído una sentencia ejemplar aunque la hubieran hallado culpable. También alegaba de forma intermitente que yo me había acostado con ella, lo que dejó a O'Kelly en estado catatónico y a mí más todavía, y llevó la confusión general a un nivel al borde de la parálisis.

Mathews decidió apostar su baza y se centró en Damien. A cambio de su testimonio contra él, le ofreció a Rosalind una pena de tres años de libertad condicional por imprudencia temeraria y resistencia a la autoridad. Me enteré por radio macuto de que ya había recibido media docena de propuestas de matrimonio, y de que periódicos y editoriales mantenían una guerra declarada por obtener los derechos de su historia.


Al salir de la sala vi a Jonathan Devlin, apoyado en la pared y fumando. Sostenía el cigarrillo apretado contra el pecho y tenía la cabeza inclinada hacia atrás para contemplar las gaviotas que planeaban sobre el río. Me saqué el tabaco del abrigo y me uní a él. Me echó un vistazo y volvió a apartar la vista.

– ¿Cómo está? -le pregunté.

Se encogió de hombros con pesadez.

– Se lo puede imaginar. Jessica intentó suicidarse. Se metió en la cama y se cortó las muñecas con mi cuchilla de afeitar.

– Lamento oír eso -dije-. ¿Se encuentra bien?

Torció una comisura de la boca en una sonrisa forzada.

– Sí. Por suerte se hizo un lío, se cortó hacia arriba en lugar de hacia abajo o algo así.

Encendí mi cigarrillo ahuecando la mano alrededor de la llama, pues era un día ventoso en que empezaban a cernirse unas nubes violáceas.

– ¿Puedo hacerle una pregunta? -dije-. Absolutamente extraoficial.

Me miró con una expresión sombría y desesperanzada, con cierto desdén.

– Por qué no.

– Usted lo sabía, ¿verdad? Lo supo desde el principio.

No dijo nada durante un buen rato; tanto, que me pregunté si estaría ignorando mi pregunta. Finalmente suspiró y respondió:

– Saberlo no. No pudo hacerlo ella porque estaba con sus primas, y yo no sabía nada de ese tal Damien. Pero me lo figuraba. Conozco muy bien a Rosalind. Me lo figuraba.

– Y no hizo nada.

Intenté que mi voz sonara inexpresiva, pero aun así debió de filtrarse cierto matiz reprobatorio. Podría habernos dicho el primer día cómo era Rosalind; podría habérselo dicho a alguien años atrás, cuando Katy empezó a ponerse enferma. Aunque yo sabía que quizás eso no habría cambiado nada a largo plazo, no pude evitar pensar en todas las víctimas que causaba el silencio, en la estela de destrucción que dejaba tras de sí.

Jonathan tiró su colilla y se volvió hacia mí, con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo.

– ¿Qué piensa que tendría que haber hecho? -preguntó con voz grave y dura-. Ella también es hija mía. Ya había perdido a una. Margaret no quiere oír ni una palabra contra ella; hace años quise enviar a Rosalind a un psicólogo por la cantidad de mentiras que decía, y Margaret se puso histérica y me amenazó con dejarme y llevarse a las niñas. Y yo no sabía nada. No habría servido de una mierda que les dijera algo a ustedes. Yo la vigilaba y rezaba por que fuera algún promotor inmobiliario. ¿Qué habría hecho en mi lugar?

– No lo sé -respondí con sinceridad-. Es muy posible que hubiera hecho exactamente lo mismo.

Continuaba mirándome, y su fuerte respiración le ensanchaba de forma sutil los orificios nasales. Me aparté y di una calada; al poco tiempo le oí respirar hondo y reclinarse en la pared otra vez.

– Ahora soy yo el que quiere preguntarle algo -dijo-. ¿Es verdad lo que dijo Rosalind de que usted es ese chico cuyos amigos desaparecieron?

No me sorprendió. Tenía derecho a ver o escuchar filmaciones de todos los interrogatorios que se hicieran a su hija, y creo que hasta cierto punto siempre esperé que tarde o temprano me lo preguntara. Sabía que debía negarlo -la versión oficial era que, legal aunque no sin cierta dosis de crueldad, me inventé la historia de la desaparición para ganarme la confianza de Rosalind-, pero no tuve fuerzas para hacerlo, ni tampoco le veía sentido.

– Sí -admití-. Adam Ryan.

Jonathan volvió la cabeza y me miró largo rato, y me pregunté qué vagos recuerdos trataba de relacionar con mi rostro.

– Nosotros no tuvimos nada que ver con eso -declaró, y el trasfondo delicado y casi compasivo de su voz me sobrecogió-. Quiero que lo sepa. Nada de nada.

– Lo sé -contesté al fin-. Siento haber ido a por usted.

Asintió unas cuantas veces, despacio.

– Supongo que yo en su lugar habría hecho lo mismo. No puede decirse que sea un santo inocente. Usted vio lo que le hicimos a Sandra, ¿no? Usted estaba ahí.

– Sí. Y no piensa presentar cargos contra ustedes.

Movió la cabeza como si la idea lo turbara. El río, oscuro, parecía denso, con un lustre aceitoso y poco saludable. Había algo en el agua, un pez muerto, quizás, o un vertido de basura; las gaviotas lo sobrevolaban y chillaban en un torbellino frenético.

– ¿Qué van a hacer ahora? -pregunté sin más.

Jonathan sacudió la cabeza y alzó la vista al cielo encapotado. Se le veía agotado, pero no de esa manera que puede sanar una buena noche de sueño o unas vacaciones. Era un agotamiento que lo calaba hasta los huesos, imborrable e instalado en los surcos y las bolsas que rodeaban sus ojos y su boca.

– Nos mudaremos. Nos han lanzado ladrillos por la ventana y alguien me pintó «Pedofilo» en el coche con espray; fuera quien fuese no lo escribió bien, pero el mensaje quedó muy claro. Puedo aguantar hasta que se tome una decisión sobre la autopista en un sentido u otro, pero luego…

Las denuncias de abuso infantil, por muy infundadas que puedan parecer, tienen que comprobarse. La investigación de las acusaciones de Damien contra Jonathan no halló ninguna prueba que las corroborase y sí una cantidad considerable que las contradecía, y Delitos Sexuales había mostrado toda la discreción que era humanamente posible, pero los vecinos siempre se enteran mediante algún misterioso sistema de tambores selváticos, y siempre hay gente que cree que cuando el río suena, agua lleva.

– Enviaré a Rosalind a terapia, según el dictamen del juez. Me he informado un poco y en todos los libros se afirma que no les sirve de nada a personas como ella, que son así y no tienen cura, pero tengo que intentarlo. Y la mantendré en casa todo el tiempo que pueda, para ver dónde se mete y tratar de evitar que utilice sus trucos con otros. En octubre irá a la universidad, estudiará música en Trinity, pero ya le he dicho que no pienso pagarle el alquiler de un piso; o se queda en casa o tendrá que buscarse un trabajo. Margaret sigue creyendo que no hizo nada y que ustedes le tendieron una trampa, pero se alegra de tenerla en casa un tiempo más. Dice que Rosalind es delicada. -Se aclaró la garganta con un sonido áspero, como si la palabra le hubiera dejado un mal sabor-. Enviaré a Jessica a vivir a Athlone con mi hermana, en cuanto le desaparezcan las cicatrices de las muñecas; para que esté a salvo. -Su boca se torció en una medio sonrisa amarga-. A salvo. De su propia hermana.

Por un instante pensé en lo que debía de haber sido aquella casa en los últimos dieciocho años, en lo que era todavía. Sentí una horrible angustia en el estómago.

– ¿Sabe una cosa? -dijo Jonathan, súbita y lastimeramente-. Margaret y yo sólo llevábamos dos meses saliendo cuando supo que estaba embarazada. A los dos nos entró el pánico. Una vez conseguí sacar el tema de que a lo mejor deberíamos pensar en… coger un barco a Inglaterra. Pero claro, ella es muy religiosa. Para empezar, ya se sentía bastante mal por el embarazo, o sea que lo otro… Es una buena mujer, no me arrepiento de haberme casado con ella. Pero si llego a saber lo que era… lo que aquello… lo que Rosalind iba a ser, que Dios me perdone, pero yo mismo la habría arrastrado a ese barco.

«Ojalá lo hubiera hecho», quise decir, pero habría sido muy cruel.

– Lo siento -repetí, en vano.

Me observó un instante; luego tomó aire y se estrechó el abrigo alrededor de los hombros.

– Será mejor que entre, a ver si Rosalind ya ha terminado.

– Me parece que aún tardará un rato.

– Seguramente -respondió en tono apagado.

Subió las escaleras con pesadez en dirección a la sala del juicio, con el abrigo agitándose detrás de él y algo encorvado contra el viento.


El jurado declaró a Damien culpable. Dadas las pruebas presentadas, no podían emitir otro veredicto. Hubo varias batallas legales, complejas y multilaterales, respecto a la admisibilidad, y los psiquiatras mantuvieron debates cargados de jerga sobre los procesos mentales de Damien. (Todo esto lo supe por terceros, en fragmentos de conversación cogidos al vuelo o en llamadas interminables de Quigley, que al parecer había convertido en la misión de su vida averiguar por qué me relegaron al papeleo en Harcourt Street.) Su abogado optó por una defensa desdoblada -sufrió una enajenación temporal y, aunque no fuese así, él creía que estaba protegiendo a Rosalind de unas lesiones corporales graves-, un arma que a menudo genera la suficiente confusión como para instaurar la duda razonable. Pero disponíamos de una confesión completa y, tal vez más importante, teníamos las fotos de la autopsia de una niña muerta. A Damien lo declararon culpable de asesinato y lo condenaron de por vida, lo que en la práctica suele saldarse con unos diez o quince años.

Dudo que él apreciara las múltiples ironías del asunto, pero es muy posible que esa paleta le salvara la vida, y desde luego le ahorró algunas experiencias desagradables en la cárcel. Debido a la agresión sexual a Katy, se le consideró un delincuente sexual y lo condenaron a la unidad de alto riesgo, junto con los pedófilos y violadores y otros prisioneros que no saldrían muy bien parados con los internos ordinarios. Supongo que era una bendición ambivalente, pero al menos incrementó sus posibilidades de salir de la cárcel con vida y sin enfermedades contagiosas.

Se formó un pequeño grupo de linchamiento, constituido por una docena de personas, que lo esperó a la salida del juicio después de que se dictara sentencia. Vi las noticias en un pub pequeño y deprimente cerca de los muelles y un grave y peligroso murmullo de aprobación se elevó entre los parroquianos mientras, en la pantalla, unos uniformados impasibles guiaban a Damien a trompicones entre la multitud y la furgoneta arrancaba bajo una lluvia de puños, gritos roncos y algún que otro medio ladrillo.

– Habría que reinstaurar la pena de muerte -musitó alguien en una esquina.

Yo era consciente de que debía sentir lástima por Damien, de que estuvo jodido desde el momento en que se acercó a esa mesa de inscripciones y de que precisamente yo debía ser capaz de alimentar compasión por él, pero no podía. No podía.


La verdad es que no me veo con ánimos de entrar en detalles sobre el significado de «suspendido pendiente de investigación»: aquellas vistas tensas e interminables, el desfile de sombrías autoridades con trajes y uniformes requeteplanchados, las explicaciones y auto justificaciones torpes y humillantes, la angustiosa sensación tipo «a través del espejo» de estar atrapado en el lado equivocado del proceso interrogatorio… Para mi sorpresa, O'Kelly resultó ser mi defensor más ferviente, y se lanzó a largos discursos apasionados sobre mi índice de casos resueltos y mi técnica a la hora de interrogar y toda clase de cosas que nunca antes había mencionado. Aunque yo sabía que seguramente no se debía tanto a una vena insospechada de cariño como a la autoprotección -puesto que mi mala conducta lo desacreditaba a él en gran manera, tenía que justificar el hecho de haber albergado durante tanto tiempo a un renegado como yo en su brigada-, me sentí agradecido de una forma patética, casi con lágrimas en los ojos. Parecía ser el último aliado que me quedaba en este mundo. Incluso en una ocasión traté de agradecérselo, cuando estábamos en el pasillo después de una de esas sesiones, pero apenas había dicho unas cuantas palabras me miró con un asco tan profundo que empecé a farfullar y me eché atrás.

Finalmente, las autoridades decidieron no despedirme, ni siquiera (lo que habría sido mucho peor) hacerme vestir otra vez de uniforme. Igual que antes, no lo atribuyo a ningún sentimiento particular por su parte que me hiciera merecedor de una segunda oportunidad; lo más probable es que simplemente se debiera a que mi despido podía llamar la atención de algún periodista y provocar toda clase de preguntas y consecuencias inconvenientes. Por supuesto, me echaron de la brigada. Ni en mis momentos de optimismo más desaforado me atreví a albergar la esperanza de que no lo hicieran. Me mandaron de vuelta al grueso de refuerzos, insinuando (con bella expresión, en realidad, delicada, entre líneas y mordaz) que no esperase salir de allí en mucho tiempo, si es que llegaba a salir. Quigley, haciendo gala de una crueldad más refinada de lo que le creía capaz, me solicita para la línea abierta o un puerta por puerta.

Por supuesto, el proceso completo no fue ni mucho menos tan simple como lo presento. Tardó meses y meses, durante los cuales me quedé sentado en el apartamento en un estado de aturdimiento horrible y como de pesadilla, mientras mis ahorros menguaban y mi madre traía tímidamente macarrones con queso para asegurarse de que comiera, y Heather me acorralaba para explicarme el defecto de carácter subyacente en la raíz de todos mis problemas (por lo visto, debía aprender a ser más considerado con los sentimientos de los demás, y en particular con los suyos) y darme el número de teléfono de su psicólogo.

Para cuando me reincorporé al trabajo, Cassie ya no estaba. Oí, de varias fuentes distintas, que le habían ofrecido un ascenso si se quedaba; que, al contrario, había dejado el cuerpo porque la iban a expulsar de la brigada; que alguien la había visto en un pub del centro, cogida de la mano con Sam; que había vuelto a la universidad y estudiaba arqueología… La moraleja de casi todas esas historias era, por extensión, que las mujeres nunca habían pertenecido de verdad a la brigada de Homicidios.

Al final resultó que Cassie no había dejado el cuerpo. Se trasladó a Violencia Doméstica y negoció un permiso para acabar su carrera de psicología (de ahí el cuento de la universidad, supongo). No me extraña que se desataran rumores: Violencia Doméstica es tal vez la ocupación más horrible del cuerpo, pues combina los peores elementos de Homicidios y de Delitos Sexuales y carece de su prestigio, y la idea de dejar una de las brigadas de élite por esa otra a la mayoría de la gente le resultaba inconcebible. Según radio macuto, había perdido el coraje.

Personalmente, no creo que el traslado de Cassie tuviera nada que ver con perder el coraje; y, aunque estoy seguro de que sonará simplista y autocomplaciente, la verdad es que dudo que tuviera que ver conmigo, o al menos no en el sentido que cabría pensar. Si el único problema se hubiera reducido a la imposibilidad de soportar estar en la misma habitación, se habría buscado un nuevo compañero y cerrado en banda, y aparecería en el trabajo cada día un poco menos y con un aire más desafiante, hasta que aprendiéramos a vivir con el otro cerca o hasta que yo pidiera el traslado. De los dos, ella siempre era la testaruda. Pienso que pidió el traslado porque había mentido a O'Kelly y también a Rosalind Devlin, y ambos la habían creído; y porque, cuando a mí me contó la verdad, la traté de mentirosa.

En cierto sentido me decepcionó que lo de la carrera de arqueología resultara no ser cierto. Era una imagen agradable y en la que me gustaba pensar: Cassie en una colina verde, con azadón y pantalones militares, con el viento apartándole el pelo de la cara, morena, sucia de barro y sonriente.


Estuve más o menos pendiente de los periódicos durante un tiempo, pero nunca salió a la luz ningún escándalo referente a la autopista de Knocknaree. El nombre del tío Redmond apareció, al final de la lista, en el gráfico de una publicación sensacionalista sobre la cantidad desorbitante que se gastaban los contribuyentes en la imagen de distintos políticos, pero eso fue todo. El hecho de que Sam continuara en la brigada de Homicidios tendía a hacerme pensar que al final le había hecho caso a O'Kelly; aunque, por supuesto, es posible que en efecto llevase esa cinta a Michael Kiely y ningún periódico lo mencionara. No lo sé.

Sam tampoco vendió su casa, sino que, por lo que oí, se la alquiló a un precio simbólico a una joven viuda cuyo marido había muerto de un aneurisma cerebral, dejándola con un niño pequeño, un embarazo complicado y sin seguro de vida. Puesto que era violonchelista por cuenta propia, ni siquiera podía acceder al cobro de un subsidio; se había atrasado con los pagos del alquiler, el casero la había desahuciado y ella y los niños llevaban un tiempo viviendo en un albergue subvencionado por una organización caritativa. No tengo ni idea de cómo encontró Sam a esa mujer (yo habría dicho que había que remontarse al Londres Victoriano para hallar ese grado pintoresco de sufrimiento desgarrador); supongo que dedicó a ello un esfuerzo de investigación singular. Se mudó a un piso de alquiler de Blanchardstown, creo, o algún infierno equivalente de las afueras. Las teorías principales eran que estaba a punto de dejar el cuerpo por el sacerdocio y que tenía una enfermedad terminal.


Sophie y yo salimos un par de veces; al fin y al cabo, le debía varias cenas y cócteles. Me pareció que se lo pasaba bien y nunca hacía preguntas difíciles, lo que consideré una buena señal. Sin embargo, después de unas cuantas citas y antes de que la relación avanzara lo bastante como para merecer ese nombre, me dejó. Me informó como si tal cosa de que ya tenía edad suficiente para distinguir entre alguien enigmático y alguien que está jodido.

– Deberías buscarte mujeres más jóvenes -me advirtió-. Ellas no siempre lo notan.


Era inevitable que, en algún momento a lo largo de esos meses interminables en mi apartamento (mano tras mano de solitario póquer nocturno y cantidades casi letales de Radiohead y Leonard Cohen), mis pensamientos regresaran a Knocknaree. Por supuesto, me había jurado no permitir que ese sitio volviera a poblar mi mente; pero supongo que los seres humanos no podemos evitar ser curiosos, siempre que el conocimiento no se cobre un precio demasiado elevado.

Cabe imaginarse mi sorpresa, pues, cuando me di cuenta de que allí no había nada. Todo lo anterior a mi primer día de internado parecía haber sido extirpado de mi mente con precisión quirúrgica, y esta vez para siempre. Peter, Jamie, los moteros y Sandra, el bosque, cada pedacito de recuerdo que había rescatado con un esmero tan laborioso en el transcurso de la operación Vestal: todo había desaparecido. Recordaba cómo había sido recordar esas escenas en un momento dado, pero ahora tenían ese cariz remoto y usado de viejas películas o de historias que me habían contado; las veía desde una vasta distancia -tres chicos de piel bronceada con pantalones cortos y estropeados, escupiéndole en la cabeza a Willy Little desde las ramas y alejándose a trompicones entre risas- y sabía con fría certeza que, con el tiempo, incluso esas imágenes desarraigadas se marchitarían y se quedarían en nada. Ya no parecían pertenecerme a mí, y no podía deshacerme de la lóbrega e implacable sensación de que era porque había perdido mi derecho a ellas, de una vez para siempre.

Sólo permanecía una imagen. Una tarde de verano, Peter y yo estábamos tumbados en la hierba del jardín de su casa. Habíamos intentado con poco entusiasmo montar un periscopio según las instrucciones de un viejo álbum, pero necesitábamos el tubo de cartón de un rollo de papel de cocina y no se lo podíamos pedir a nuestras madres porque no les hablábamos. En su lugar habíamos utilizado papel de periódico enrollado, pero se torcía y lo único que veíamos a través del periscopio era la página de deportes, y al revés.

Los dos estábamos de un humor de perros. Era la primera semana de vacaciones y hacía sol, o sea que tendría que haber sido un día genial, tendríamos que haber estado arreglando la cabaña del árbol o congelándonos el pito nadando en el río, pero de camino a casa después del último día de colegio el viernes anterior, Jamie dijo, mirándose los zapatos: «Dentro de tres meses me voy al internado».

– Cállate -respondió Peter al tiempo que la empujaba sin fuerza-. No es verdad. Tu madre se rendirá.

Pero aquello nos había empañado las vacaciones como una nube inmensa de humo negro planeando sobre todo lo que estaba a la vista. No podíamos entrar porque nuestros padres estaban furiosos con nosotros porque no les hablábamos, y tampoco podíamos ir al bosque ni hacer nada que estuviera bien porque todo lo que se nos ocurría nos parecía estúpido, y ni siquiera podíamos ir a buscar a Jamie y decirle que saliera porque se limitaría a sacudir la cabeza y decir: «¿Para qué?», y lo empeoraría todo aún más. Así que estábamos tumbados en el jardín, aburridos y picajosos e irritados el uno con el otro, con el periscopio que no funcionaba y con el mundo entero que era un grano en el culo. Peter arrancaba briznas de hierba, les mordía las puntas y las escupía al aire, a un ritmo impaciente y automático. Yo estaba tumbado bocabajo, con un ojo abierto para observar a las hormigas que correteaban de aquí para allá; tenía el pelo sudado por culpa del sol. «Este verano ni siquiera cuenta -pensé-. Este verano es una mierda.»

La puerta de Jamie se abrió de golpe y ella salió gritando, como disparada por un cañón, y su madre corría tras ella llamándola con una sonrisa compungida en su voz. La puerta rebotó al cerrarse con estrépito y el horrible jack russell de los Carmichael estalló en una histeria innata y aguda. Peter y yo nos enderezamos y Jamie se detuvo ante la verja derrapando, giró la cabeza para buscarnos y, cuando la llamamos, bajó corriendo, saltó el muro del jardín de Peter, cayó de plano en la hierba con un brazo rodeando el cuello de cada uno y nos arrastró con ella. Los tres chillamos a la vez y tardamos unos segundos en distinguir qué estaba gritando Jamie:

– ¡Me quedo! ¡Me quedo! ¡No tengo que irme!

El verano cobró vida. Pasó del gris a un azul y oro intenso en un abrir y cerrar de ojos; en el aire repicaron cantos de saltamontes y ruidos de cortacéspedes, se arremolinaron las ramas, las abejas y las semillas de diente de león, y volvió dulce y suave como la nata montada. Más allá del muro, el bosque nos llamaba con una intensa voz silente, agitando sus mejores tesoros para darnos la bienvenida. El verano lanzó una cascada de hiedra, nos atrapó por debajo del esternón y tiró de nosotros; el verano rescatado se desplegó ante nuestra vista y duraba un millón de años.

Nos desenredamos y nos sentamos jadeando, incapaces de creerlo.

– ¿En serio? -pregunté-. ¿Seguro?

– Sí. Ha dicho que ya veremos, que se lo volvería a pensar y que encontraríamos una solución, pero eso significa que vale pero que aún no lo quiere decir. ¡No me iré a ninguna parte!

Jamie se quedó sin palabras, así que me hizo caer de un empujón. Yo le agarré el brazo, me subí encima de ella y se lo retorcí. Una sonrisa inmensa surcaba mi rostro, y era tan feliz que pensé que nunca lo dejaría de ser.

Peter estaba de pie.

– Tenemos que celebrarlo. Picnic en el castillo. Vamos a casa a buscar cosas y quedamos allí.

Salí como un cohete hacia la cocina de mi casa, mi madre pasaba la aspiradora en algún lugar del piso de arriba. «¡Mamá, Jamie se queda, cojo cosas para un picnic!», me hice con tres bolsas de patatas y varias natillas y me llené la camiseta con ellas, crucé otra vez la puerta, saludé ante la cara de sorpresa de mi madre en el rellano y salté el muro con una mano.

Las latas de Coca-Cola silbaron y lanzaron espuma y nosotros, de pie en lo alto del muro del castillo, las entrechocábamos.

– ¡Hemos ganado! -gritó Peter a las ramas y las franjas refulgentes de luz, con la cabeza hacia atrás y hendiendo el aire con el puño-. ¡Lo conseguimos!

Jamie gritó:

– ¡Me voy a quedar para siempre! -Y bailó encima del muro como si fuese de aire-. ¡Para siempre, siempre jamás!

Y yo chillaba gritos salvajes y sin palabras, y el bosque atrapó nuestras voces y las lanzó hacia el exterior en grandes ondas expansivas, y las tejió con el remolino de hojas y la algazara y el borboteo del río y la telaraña de susurros y llamadas de los conejos y los escarabajos y los petirrojos y todos los demás habitantes de nuestros dominios, en forma de himno largo y elevado.

Este recuerdo, el único que atesoro, no se diluyó ni se me escurrió entre los dedos. Permaneció -y aún lo hace- nítido, cálido y mío como una brillante moneda en mi mano. Supongo que, si el bosque tenía que dejarme un único momento, era una buena elección.


En uno de esos despiadados coletazos que dan a veces estos casos, Simone Cameron me llamó poco después de que me reincorporara al cuerpo. El número de mi móvil estaba en la tarjeta que le di, y ella no podía saber que yo me dedicaba a verificar declaraciones de ladrones de coches en Harcourt Street y que ya no tenía nada que ver con el caso Katy Devlin.

– Detective Ryan -dijo-, hemos encontrado algo que creo que debería ver.

Era el diario de Katy, aquel del que Rosalind nos dijo que se había cansado y que había tirado. La señora de la limpieza de la Academia Cameron, en un acceso de meticulosidad poco habitual, lo había encontrado pegado con cinta adhesiva detrás de un póster enmarcado de Anna Pavlova que estaba colgado en la pared del aula. Al leer el nombre de la cubierta, llamó a Simone muerta de excitación. Debería haberle dado a Simone el número de Sam; sin embargo, dejé a un lado las declaraciones sin verificar y me dirigí a Stillorgan.

Eran las once de la mañana y Simone era la única persona que había en la academia. El aula estaba inundada de sol y las fotos de Katy habían desaparecido del tablón de anuncios, pero una exhalación de aquel olor profesional tan específico -resina, sudor reciente e intenso y abrillantador de suelo- me obligó a recordar: patinadores gritando en la calle oscura de abajo, las prisas de unos pies acolchados y la cháchara en el pasillo, la voz de Cassie a mi lado, la agitación aguda y cantarina que causamos al entrar en la habitación…

El póster yacía bocabajo en el suelo. En la parte de atrás del marco había unas hojas de papel polvoriento pegadas para formar un soporte improvisado, y encima de ellas estaba el diario. Era un simple cuaderno de los que utilizan los niños en la escuela, con hojas pautadas y la cubierta de un repugnante naranja reciclado.

– Paula, que es quien lo ha encontrado, está en su otro trabajo -dijo Simone-, pero tengo su teléfono. Me lo quedé.

– ¿Lo ha leído? -quise saber.

Simone asintió.

– Un poco. Lo suficiente.

Llevaba unos pantalones negros estrechos y un jersey suave del mismo color y no sé por qué eso la hacía parecer más exótica que con la falda plisada y el maillot. Sus extraordinarios ojos tenían la misma expresión inmovilizada que cuando le contamos lo que le había sucedido a Katy.

Me senté en una silla de plástico. «Katy Devlin MUY PRIVADO NO LO ABRAS TE LO DIGO A TI», rezaba la cubierta, pero lo abrí de todos modos. Tenía unas tres cuartas partes llenas. La letra, redonda y esmerada, empezaba a desarrollar toques de individualidad: marcadas florituras en las «y» y las «g» y una alta y sinuosa «S» mayúscula. Simone se sentó frente a mí y me observó, con una mano colocada sobre la otra en el regazo, mientras leía.

El diario cubría casi ocho meses. Las entradas eran regulares al principio, como de media página al día, pero al cabo de unos cuantos meses se volvieron intermitentes: dos por semana y luego una. La mayoría eran sobre danza. «Simone dice que mi arabesco es mejor pero que aún tengo que pensarlo como que viene de todo el cuerpo no sólo de la pierna sobre todo en la izquierda la línea tiene que ser recta.» «Estamos haciendo una pieza nueva para fin de año con música de Giselle y yo tengo fouettés. Simone dice que recuerde que es la forma de Giselle de decirle a su novio que le ha roto el corazón y que le echará mucho de menos es su única posibilidad así que ésa ha de ser la razón de todo lo que yo haga. Una parte es así», y entonces unas cuantas líneas de una notación laboriosa y misteriosa, como una partitura musical codificada. El día que la aceptaron en la Real Escuela de Danza fue un estallido salvaje y sobreexcitado de mayúsculas y signos de exclamación y adhesivos con forma de estrellas: «¡¡¡¡¡¡ME VOY ME VOY ME VOY DE VERDAD!!!!!!».

Había pasajes sobre las cosas que hacía con sus amigas: «Nos hemos quedado a dormir en casa de Christina y su madre nos dio una pizza rara con aceitunas y jugamos a verdad o prenda y a Beth le gusta Matthew. A mí no me gusta nadie las bailarinas casi ninguna se casa hasta después de su carrera o sea que igual cuando tenga treinta y cinco o cuarenta. Nos maquillamos y Marianne estaba muy guapa pero Christina se puso demasiada sombra de ojos y parecía su madre». La primera vez que a sus amigas y ella las dejaron ir solas al centro: «Hemos cogido el bus luego de compras a Miss Selfrige. Marianne y yo nos hemos comprado el mismo top pero ella en rosa con letras lilas y yo azul cielo con rojo. Jess no podía venir y le he traído un clip de flores para el pelo. Después hemos ido al Mac Donalds y Christina ha metido el dedo en mi salsa barbacoa y yo le he echado un poco en el helado nos reíamos tanto que el guardia ha dicho que nos echaría si no parábamos. Beth le ha preguntado ¿quiere helado de barbacoa?».

Se probaba las zapatillas de punta de Louise, odiaba la calabaza y la expulsaron de la clase de lengua por enviarle una nota a Beth desde el otro extremo de la clase. Una niña feliz, se diría, risueña y decidida y demasiado apresurada para emplear los signos de puntuación; nada de particular excepto la danza, y satisfecha con eso. Pero entre líneas el terror se desprendía de las páginas como vapores de gasolina, acre y malsano. «Jess está triste de que me vaya a la escuela de danza y lloraba. Rosalind dice que si voy Jess se matará será culpa mía no tendría que ser tan egoísta siempre. No sé qué hacer si pregunto a mamá y papá a lo mejor no me dejan ir. No quiero que Jess se muera.»

«Simone dice que no puedo volver a ponerme enferma y hoy le he dicho a Rosalind que no quiero beberme eso. Dice que me lo beba o ya no bailaré bien. Me he asustado mucho porque se ha puesto furiosa pero yo también y le he dicho que no me lo creía y que creo que me pone enferma. Dice que me arrepentiré y ahora no deja a Jess que me hable.»

«Christina está enfadada conmigo vino el martes y Rosalind le dijo que yo he dicho que ya no sería lo bastante buena para mí una vez que vaya a la escuela de danza y Christina no me cree pero no lo dije. Ahora Christina y Beth no me hablan pero Marianne aún sí. Odio a Rosalind LA ODIO LA ODIO LA ODIO.»

«Ayer este diario estaba debajo de mi cama como siempre y después no lo encontraba. No dije nada pero entonces mamá se llevó a Rosalind y Jess a casa de la tía Vera yo me quedé en casa y busqué por toda la habitación de Rosalind estaba dentro de una caja de zapatos de su armario. Me daba miedo cogerlo porque entonces lo sabrá y se enfadará de verdad pero me da igual. Lo guardaré aquí donde Simone puedo escribir cuando me quede a practicar sola.»

La última entrada del diario estaba fechada tres días antes de la muerte de Katy. «Rosalind siente haberse puesto así porque me iba sólo estaba preocupada por Jess y triste porque estaré muy lejos y ella también me echará de menos. Para que la perdone me va a regalar un amuleto de la suerte para que me traiga suerte en danza.»

Su voz resonaba en un hilo brillante a través de esas letras redondeadas de bolígrafo, y se arremolinaba en el haz de luz junto con las motas de polvo. Katy, un año muerta; sus huesos, en el cementerio gris y geométrico de Knocknaree. Apenas había pensado en ella desde el final del juicio. Incluso durante la investigación, para ser sincero, ocupó en mi mente un lugar menos prominente de lo que cabría esperar. La víctima es una persona a la que nunca conoces; ella sólo fue un conjunto de imágenes translúcidas y contradictorias que se reflejaban a través de las palabras de otros, crucial no en sí misma sino por su muerte y la inmediata retahíla de consecuencias que ésta provocó. Un instante en la excavación de Knocknaree había eclipsado todo lo que Katy había sido. Me la imaginé tumbada bocabajo en aquel suelo de madera clara, con las frágiles alas de sus omóplatos moviéndose mientras escribía y la música dibujando espirales a su alrededor.

– ¿Habría servido de algo que lo encontrásemos antes? -quiso saber Simone.

Su voz me sobresaltó y me hizo palpitar el corazón; casi me había olvidado de su presencia.

– Seguramente no -dije. No tenía ni idea de si era cierto, pero ella necesitaba oírlo-. Aquí no hay nada que vincule a Rosalind directamente con un crimen. Se menciona que le hacía beber algo a Katy, pero se habría buscado alguna explicación, como que eran vitaminas, quizás, o una bebida energética. Y en cuanto al amuleto de la suerte, no demuestra nada.

– Pero si lo hubiéramos encontrado antes de que muriera -señaló Simone en voz baja-, entonces…

Y, desde luego, no pude responder nada a eso; nada de nada.

Metí el diario y el soporte de papel en una bolsa para pruebas y se los mandé a Sam, al Castillo de Dublín. Acabarían en una caja del sótano, en algún lugar cerca de mi ropa vieja. El caso estaba cerrado, no se podía hacer nada salvo, o hasta, que Rosalind le hiciera lo mismo a otra persona. Me habría gustado enviarle el diario a Cassie, como una especie de disculpa muda e inútil, pero ahora tampoco era su caso, y de todos modos ya no podía estar seguro de que entendiera lo que quería decir.


Unas semanas más tarde oí que Cassie y Sam se habían prometido; Bernadette mandó un correo electrónico general, pidiendo aportaciones para un regalo. Esa noche le dije a Heather que el hijo de no sé quién tenía escarlatina, me encerré en mi cuarto y bebí vodka, despacio pero a conciencia, hasta las cuatro de la madrugada. Luego llamé al móvil de Cassie. A la tercera señal dijo, balbuciendo:

– Maddox.

– Cassie -dije yo-. Cassie, no vas a casarte con ese pueblerino aburrido, ¿verdad?

La oí coger aire, dispuesta a decir algo. Al cabo de un momento lo soltó otra vez.

– Lo siento -continué-. Por todo. Lo siento mucho, mucho. Te quiero, Cass. Por favor.

Aguardé de nuevo. Tras una pausa larga oí un golpe. Entonces, de fondo, se oyó a Sam:

– ¿Quién era?

– Se han equivocado -respondió Cassie, ahora mucho más lejos-. Un borracho.

– Entonces, ¿por qué has estado tanto rato?

Su voz era algo burlona, para hacerla rabiar. Ruido de sábanas.

– Me ha dicho que me quería, por eso he querido ver quién era. Pero resulta que estaba buscando a Britney.

– Ya somos dos -dijo Sam; y después-: ¡Ay! -Una risita de Cassie-. ¡Me has mordido la nariz!

– Te está bien empleado -respondió Cassie.

Más risas graves, un susurro y un beso; un largo suspiro satisfecho.

– Cariño -dijo Sam con dulzura, feliz.

Después, sólo escuché sus respiraciones, aligerándose al unísono y cada vez más lentas, hasta que volvieron a dormirse.

Me quedé ahí sentado largo rato, observando cómo el cielo se aclaraba al otro lado de la ventana y me di cuenta de que mi nombre no había aparecido en la pantalla del móvil de Cassie. Podía sentir cómo el vodka se introducía en mi sangre; el dolor de cabeza empezaba a hacer su aparición. Sam roncó, muy suavemente. Nunca he sabido, ni ahora ni entonces, si Cassie creía que había colgado o si quiso herirme o darme un último regalo, una última noche escuchándola respirar.


Por supuesto, la autopista siguió con la ruta trazada en un principio. «No a la Autopista» logró detener su avance durante una cantidad de tiempo impresionante -mandamientos judiciales, recusaciones policiales, creo que a lo mejor incluso lo presentaron al Tribunal Supremo europeo- y un puñado de manifestantes andrajosos que se autodenominaban Knocknafree [22] (entre los cuales apuesto a que se incluía Mark) acamparon en el yacimiento para detener el paso de las excavadoras, lo que implicó una nueva interrupción de varias semanas mientras el gobierno obtenía una orden judicial contra ellos. Nunca tuvieron ni la más remota posibilidad. Me gustaría haber podido preguntarle a Jonathan Devlin si de veras creía, a pesar de lo que nos enseña la experiencia, que esta vez la opinión pública tendría algún efecto, o si supo que no desde el principio pero aun así tenía que intentarlo. En cualquier caso, le envidiaba.

Fui allí el día que leí en el periódico que la construcción había empezado. Se suponía que debía recorrer Terenure puerta por puerta para encontrar a alguien que hubiera visto un coche robado utilizado en un atraco, pero nadie me echaría de menos por una hora. No sé muy bien por qué fui. No se trataba de un intento de colofón dramático o algo por el estilo; sólo sentí un impulso postrero de ver aquel sitio una vez más.

Era un caos. Me lo esperaba, aunque no hasta ese punto. Oí el rugir salvaje de la maquinaria mucho antes de alcanzar la cumbre de la colina. El yacimiento entero era irreconocible, hombres con prendas protectoras fosforescentes se agitaban como hormigas y gritaban órdenes ininteligibles y roncas por encima del ruido, y excavadoras sucias y gigantescas arrojaban a un lado enormes cantidades de tierra y husmeaban con una delicadeza lenta y obscena los restos excavados de los muros.


Aparqué al lado de la carretera y salí del coche. Había un desconsolado corrillo de manifestantes en el área de descanso (de momento aún no la habían tocado y el castaño volvía a soltar sus frutos), blandiendo pancartas rotuladas a mano -«Salvemos nuestra herencia» o «La historia no está en venta»- por si los medios volvían a aparecer. La tierra descarnada y revuelta parecía extenderse en la distancia mucho más inmensa de lo que había sido la excavación, y tardé un buen rato en comprender el porqué: aquella última franja de bosque casi había desaparecido. Troncos pálidos y astillados y raíces expuestas que empujaban como locas hacia el cielo gris. Las motosierras farfullaban al puñado de árboles que habían dejado.

El recuerdo impactó contra mi plexo solar con tanta fuerza que me dejó sin aliento: nosotros trepando a los muros del castillo, bolsas de patatas crujiendo en mi camiseta y el sonido del río al reírse en algún lugar, más abajo; la zapatilla de Peter buscando un punto de apoyo justo sobre mí, y la mancha rubia que era Jamie alzando el vuelo entre el balanceo de las hojas. Todo mi cuerpo recordó aquello, el tacto familiar y rasposo de la piedra contra mi palma, el tirón de un músculo en mi muslo al darme impulso para subir hacia el remolino verde y la explosión de luz… Me había acostumbrado tanto a pensar en el bosque como un enemigo invencible y acechante, como una sombra que cubría cada rincón secreto de mi mente, que me olvidé por completo de que, durante gran parte de mi vida, había sido nuestra zona de recreo más agradable y nuestro refugio más adorado. Hasta que vi cómo lo cortaban, ni siquiera se me ocurrió que había sido hermoso.

En el límite del yacimiento, cerca de la carretera, uno de los obreros acababa de sacarse un paquete aplastado de tabaco de debajo del chaleco naranja y se palpaba los bolsillos metódicamente en busca de un mechero. Encontré el mío y fui hacia él.

– Gracias, hijo -dijo a través del cigarrillo mientras ahuecaba la mano alrededor de la llama.

Tenía cincuenta y tantos, era bajo y enjuto y con cara de terrier: cordial, indefinida, cejas pobladas y un grueso bigote en U invertida.

– ¿Cómo va? -le pregunté.

Se encogió de hombros, inhaló y me devolvió el mechero.

– Bah, he estado en sitios peores. Esas puñeteras rocas grandes salen por todas partes, pero ya está.

– A lo mejor son del castillo. Antes era un yacimiento arqueológico.

– ¿Me lo dice o me lo cuenta? -preguntó, señalando a los manifestantes con la cabeza.

Sonreí.

– ¿Han encontrado algo interesante?

Su mirada se volvió bruscamente hacia mí y noté que hacía una valoración rápida y concisa: ¿manifestante, arqueólogo o espía del gobierno?

– ¿Como qué?

– No lo sé; fragmentos arqueológicos, quizás. Huesos de animales. O humanos.

Sus cejas se movieron al unísono.

– ¿Es policía?

– No -respondí. El aire era húmedo y denso, cargado de tierra revuelta y lluvia latente-. Dos amigos míos desaparecieron aquí, en los ochenta.

Asintió con aire pensativo, pero sin sorpresa.

– Me acuerdo de eso, sí señor -señaló-. Dos críos. ¿Es usted el chico que estaba con ellos?

– Sí -dije-. Soy yo.

Dio una calada honda y pausada a su cigarrillo y me miró con ojos entornados y un interés relativo.

– Lo siento por usted.

– Fue hace mucho tiempo -comenté.

Asintió.

– No hemos encontrado huesos, que yo sepa. Puede que hayan aparecido conejos o zorros, pero nada más grande que eso. Si no, habríamos llamado a la policía.

– Ya lo sé. Sólo quería asegurarme.

Reflexionó un instante, con la mirada vuelta hacia el yacimiento.

– Uno de los chicos ha encontrado esto hace un rato. -Buscó en todos sus bolsillos y se sacó algo de debajo del chaleco-. ¿Qué diría que es?

Depositó el objeto en mi palma. Tenía forma de hoja, era plano y estrecho y más o menos de la longitud de mi pulgar y estaba hecho de un metal liso ennegrecido por el tiempo. Un extremo estaba cercenado; se habría partido hacía mucho tiempo. El hombre había intentado limpiarlo, pero aún presentaba pequeñas incrustaciones de tierra dura.

– No lo sé -respondí-. Una punta de flecha, tal vez, o parte de un colgante.

– Se lo ha encontrado pegado en la bota durante el descanso -comentó él-. Me lo ha dado para que se lo lleve al crío de mi hija, que está loco por la arqueología.

Esa cosa era fría y más pesada de lo que cabría esperar. Unas muescas estrechas y medio erosionadas formaban un dibujo en un lado. Lo incliné bajo la luz: un hombre, poco más que una figura hecha de palos, con los cuernos anchos y bifurcados de un ciervo.

– Puede quedárselo si quiere -me dijo-. El chico no echará de menos algo que no ha tenido nunca.

Cerré la mano en torno al objeto, sentí sus extremos en mi palma y mi pulso que latía contra él. Quizá debería haber estado en un museo. Mark se habría vuelto loco con eso.

– No -le contesté-, gracias. Creo que debería quedárselo su nieto. -Él se encogió de hombros y levantó las cejas. Le puse el objeto en la mano-. Gracias por enseñármelo.

– No hay de qué -comentó el hombre, y se lo guardó otra vez en el bolsillo-. Buena suerte.

– Lo mismo digo.

Empezaba a caer una lluvia fina y difusa. Tiró la colilla en el surco de un neumático y volvió al trabajo mientras se alzaba el cuello por el camino.

Me encendí un cigarrillo y observé cómo trabajaban. El objeto de metal había dejado unas marcas delgadas que atravesaban mi palma. Dos niños de unos ocho o nueve años se balanceaban bocabajo sobre el muro de la urbanización; los obreros gesticularon y gritaron por encima del rugir de las máquinas hasta que los chicos desaparecieron, pero volvieron al cabo de unos minutos. Los manifestantes abrieron sus paraguas y repartieron sándwiches. Me quedé mirando largo rato, hasta que mi móvil empezó a vibrar con insistencia en el bolsillo y la lluvia comenzó a caer con más fuerza; entonces tiré el cigarrillo, me abroché el abrigo y regresé al coche.

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