Capítulo 6

Poco antes de llegar, Cassie se las había apañado para averiguar que las excavadoras se utilizan sólo para emergencias porque destruyen valiosas pruebas arqueológicas y que los del Time Team son una panda de aficionados de poca monta, además de conseguir la colilla de un cigarro de liar que le hizo Mark, lo que significaba que si era necesario podíamos comparar su ADN con el de las colillas que se habían encontrado en el claro sin tener que conseguir una orden. Era evidente quién iba a ser hoy el poli bueno. Cacheé a Mark (que sacudía la cabeza con la mandíbula tensa) y lo metí en una sala de interrogatorios, mientras Cassie dejaba nuestra lista «Knocknaree libre de satanismo» en el escritorio de O'Kelly.

Dejamos que Mark se cociera unos minutos en su propio jugo -se repantigó en su silla y tamborileó un ritmo cada vez más irritado con los dedos índices sobre la mesa- antes de entrar.

– Hola otra vez -dijo Cassie alegremente-. ¿Quieres té o café?

– Nada. Quiero volver a mi trabajo.

– Interrogatorio de los detectives Maddox y Ryan a Mark Connor Hanly -anunció Cassie a la videocámara, en lo alto de una esquina.

Mark se dio la vuelta de golpe, sorprendido; luego le hizo una mueca a la cámara y volvió a dejarse caer. Acerqué una silla, tiré un fajo de fotos de la escena del crimen sobre la mesa y las ignoré.

– No estás obligado a decir nada a menos que desees hacerlo, pero cualquier cosa que digas constará por escrito y podrá ser usado como prueba. ¿Entendido?

– Pero ¿qué coño…? ¿Estoy arrestado?

– No. ¿Bebes vino tinto?

Me lanzó una mirada breve y sarcástica.

– ¿Me lo estás ofreciendo?

– ¿Por qué no quieres responder?

– Ésa es mi respuesta: yo bebo lo que haya. ¿Por qué?

Asentí pensativamente y lo apunté.

– ¿Para qué es la cinta? -preguntó Cassie con curiosidad, y se inclinó sobre la mesa para señalar la cinta adhesiva que le envolvía las manos.

– Para las ampollas. Las tiritas no aguantan cuando utilizas el azadón bajo la lluvia.

– ¿No podrías ponerte guantes y ya está?

– Hay quien lo hace -respondió Mark.

Su tono implicaba que a esas personas les faltaba testosterona.

– ¿Te importaría dejarnos ver lo que hay debajo? -dije.

Me miró con recelo, pero desenrolló la cinta, tomándose su tiempo, y la dejó sobre la mesa. Sostuvo la mano en alto con sardónico ademán.

– ¿Veis algo que os guste?

Cassie se acercó con los brazos apoyados, echó un largo vistazo y le hizo una seña para que girase las manos. Yo no vi rasguños ni marcas de uñas, sólo restos de grandes ampollas, a medio curar, en la base de cada dedo.

– Vaya -exclamó Cassie-. ¿Cómo te lo has hecho?

Mark se encogió de hombros con desdén.

– Normalmente tengo callosidades, pero cuando llevaba unas semanas fuera me hice daño en la espalda y tuve que quedarme catalogando los hallazgos. Las manos se me ablandaron y cuando volví al trabajo me salieron ampollas.

– Debió de ponerte nervioso no poder trabajar -comentó Cassie.

– Sí, la verdad es que sí -dijo Mark con brevedad-. Fue una mierda.

Recogí la cinta protectora con el índice y el pulgar y la tiré a la papelera.

– ¿Dónde estuviste el lunes por la noche? -pregunté, recostándome en la pared detrás de Mark.

– En la casa del grupo. Ya os lo dije ayer.

– ¿Eres miembro de «No a la Autopista»? -quiso saber Cassie.

– Sí, lo soy. La mayoría lo somos. Devlin se pasó por allí hace un tiempo y nos preguntó si queríamos apuntarnos. Que yo sepa, aún no es ilegal.

– ¿Así que conoces a Jonathan Devlin? -pregunté.

– Acabo de decirlo. No somos amigos de toda la vida pero sí, conozco a ese tío.

Me incliné por encima de su hombro y eché una ojeada a las imágenes de la escena del crimen, dejándole entrever algo pero sin darle tiempo para mirar bien. Encontré una de las fotos más perturbadoras y la sacudí delante de él.

– Pero nos dijiste que a ella no la conocías.

Mark sostuvo la foto con las yemas de los dedos y le dedicó una mirada larga e impasible.

– Os dije que la había visto por la excavación pero que no sabía cómo se llamaba, y así es. ¿Tendría que saberlo?

– Sí, creo que sí -dije-. Es la hija de Devlin.

Se volvió para mirarme un segundo con el ceño fruncido; luego volvió a mirar la foto. Al cabo de un instante sacudió la cabeza.

– No. Conocí a la hija de Devlin en la manifestación de la primavera pasada y era mayor. Rosemary, Rosaleen o algo así.

– ¿Qué te pareció? -quiso saber Cassie.

Mark se encogió de hombros.

– Era guapa. Hablaba mucho. Estaba haciendo la lista de miembros, apuntando a la gente, pero no creo que formase parte de la campaña; estaba más interesada en flirtear con los chicos. Nunca se molestó en dejarse ver otra vez.

– La encontraste atractiva -afirmé, acercándome al cristal de una sola dirección y comprobando mi afeitado en el reflejo.

– Estaba bien, pero no era mi tipo.

– Pero te diste cuenta de que no asistió a protestas posteriores. ¿Por qué la buscabas?

A través del cristal pude ver que me miraba la nuca con desconfianza. Finalmente apartó la foto y se recostó en su silla, sacando la barbilla.

– No la buscaba.

– ¿Hiciste algún intento de volver a ponerte en contacto con ella?

– No.

– ¿Sabías que era la hija de Devlin?

– No me acuerdo.

Aquello empezaba a darme mala espina. Mark estaba impaciente y cabreado y la lluvia de preguntas inconexas le causaba recelos, pero no parecía nervioso ni asustado; al parecer, la irritación era su sentimiento principal ante todo aquel asunto. Básicamente, no actuaba como un hombre culpable.

– Dime -le pidió Cassie mientras se sentaba encima de un pie-, ¿cuál es la verdad sobre la excavación y la autopista?

Mark se rió y soltó un pequeño y amargo bufido.

– Es una encantadora historia para dormir. El gobierno anunció sus planes en el año 2000. Todo el mundo sabía que había muchos hallazgos arqueológicos alrededor de Knocknaree, así que trajeron un equipo para hacer un reconocimiento. El equipo regresó y dijo que el yacimiento era mucho más importante de lo que se esperaba y que sólo un idiota construiría en él, que habría que cambiar el trazado de la autopista. El gobierno dijo que muchas gracias, muy interesante, y que no se moverían ni un centímetro. Hicieron falta muchas broncas para que concedieran permiso al menos para una excavación. Finalmente tuvieron la cortesía de decir que de acuerdo, que podíamos hacer una de dos años, aunque inspeccionar bien ese yacimiento llevaría al menos cinco. Desde entonces somos miles las personas que nos hemos enfrentado como hemos podido: peticiones, manifestaciones, demandas… Pero al gobierno le importa una mierda.

– Pero ¿por qué? -interrogó Cassie-. ¿Por qué no acceden a un cambio de trazado y ya está?

Él se encogió de hombros, retorciendo la boca ferozmente.

– A mí no me preguntes. Nos enteraremos de todo en algún tribunal, cuando sea diez o quince años demasiado tarde.

– ¿Y el martes por la noche? -continué yo-. ¿Dónde estuviste?

– En la casa del grupo. ¿Puedo irme ya?

– Dentro de un rato -le dije-. ¿Cuándo fue la última vez que pasaste la noche en el yacimiento?

Los hombros se le agarrotaron de forma casi imperceptible.

– Nunca he pasado la noche allí -contestó al cabo de un momento.

– No compliques las cosas. El bosque que hay al lado del yacimiento.

– ¿Quién ha dicho que he dormido ahí alguna vez?

– Escucha, Mark -dijo Cassie, de repente y sin rodeos-, estuviste en el bosque el lunes o el martes por la noche. Podemos demostrarlo con pruebas forenses si es necesario, pero eso nos haría perder mucho tiempo y créeme, nos aseguraremos de que también tú pierdas el tuyo. No creo que matases a esa niña, pero tenemos que saber cuándo estuviste en el bosque, qué estabas haciendo allí y si viste u oíste algo que nos pueda ser útil. Así que podemos pasarnos el día intentando sonsacártelo o puedes acabar con esto y volver al trabajo. Tú eliges.

– ¿Qué pruebas forenses? -preguntó Mark con escepticismo.

Cassie le dedicó una pequeña y pícara sonrisa, se sacó del bolsillo otro cigarrillo, bien envuelto en una bolsa hermética, y lo agitó ante él.

– ADN. Te olvidaste las colillas en el campamento.

– Dios -soltó Mark, mirándolo fijamente.

Parecía estar decidiendo si enfurecerse o no.

– Sólo hago mi trabajo -dijo ella alegremente, y se guardó la bolsa.

– Dios -exclamó él otra vez.

Se mordió el labio, aunque le costó disimular la sonrisa que se le escapaba por la comisura de los labios.

– Y yo he caído como un tonto. Todas las mujeres sois iguales.

– Cuéntame, pues: eso de dormir en el bosque…

Silencio. Al fin Mark se reanimó, alzó la vista al reloj de la pared y suspiró.

– Sí, he pasado alguna noche allí.

Volví a la mesa, me senté y abrí mi libreta.

– ¿El lunes, el martes o ambos?

– Sólo el lunes.

– ¿A qué hora llegaste?

– Hacia las nueve y media. Encendí una hoguera y me puse a dormir cuando se apagó, hacia las dos.

– ¿Lo haces en todos los yacimientos? -preguntó Cassie-. ¿O sólo en Knocknaree?

– Sólo en Knocknaree.

– ¿Por qué?

Mark observó sus propios dedos, que tamborileaban suavemente en la mesa otra vez. Cassie y yo aguardamos.

– ¿Sabéis qué significa Knocknaree? -dijo al fin-. Colina del rey. No estamos seguros de cuándo surgió el nombre, pero sí de que es una referencia religiosa precristiana, no una referencia política. No hay pruebas de ningún entierro real o viviendas en el yacimiento, pero hemos encontrado elementos religiosos de la Edad de Bronce por todas partes: el altar de piedra, figuras votivas, una copa de oro para ofrendas, restos de sacrificios animales y posibles restos humanos. Esa colina era un centro religioso importante.

– ¿A quién adoraban?

Se encogió de hombros, tamborileando más fuerte. Deseé pararle los dedos de un manotazo.

– Así que estabas velando -dijo Cassie con suavidad.

Estaba recostada en su silla con toda naturalidad, pero cada línea de su rostro estaba alerta y concentrada en Mark.

Éste movió la cabeza, incómodo.

– Algo así.

– El vino que derramaste -comenzó Cassie. Alzó la vista de golpe y le hizo apartar la mirada-. ¿Una libación?

– Supongo.

– A ver si lo he entendido -intervine-. Decides dormir a unos metros de donde han asesinado a una niña y piensas que debemos creernos que estabas ahí por motivos religiosos.

De repente se encendió, impulsándose hacia mí y señalándome con un dedo veloz y salvaje. Me estremecí antes de poder evitarlo.

– Escucha, detective, yo no creo en la Iglesia, ¿entiendes? En ninguna. La religión existe para mantener a la gente en su sitio y para que contribuya a la bandeja de la colecta. Quité mi nombre del registro de la Iglesia cuando cumplí los dieciocho. Y tampoco creo en ningún gobierno. Son lo mismo que la Iglesia, todos ellos. Distintas palabras y el mismo objetivo: aplastar a los pobres con el pulgar y apoyar a los ricos. Las únicas cosas en las que creo están ahí fuera, en ese yacimiento. -Tenía los ojos entornados y en llamas, como si asomaran tras un rifle sobre una barricada sentenciada al fracaso-. Hay más que adorar en ese yacimiento que en cualquier iglesia de este maldito mundo. Es un sacrilegio que estén a punto de levantar una autopista encima. Si quisieran cargarse la abadía de Westminster para construir un aparcamiento, ¿culparíais a la gente por velar allí? Pues entonces no adoptéis una actitud condescendiente conmigo por hacer lo mismo.

Se me quedó mirando hasta que pestañeé, y luego se dejó caer otra vez en su silla y se cruzó de brazos.

– Supongo que lo que estás diciendo es que no tienes nada que ver con el asesinato -respondí con frialdad, cuando pude asegurarme de tener mi voz bajo control.

No sé por qué, ese pequeño discurso me afectó más de lo que deseaba admitir. Mark alzó los ojos al techo.

– Mark -continuó Cassie-, entiendo lo que quieres decir. Yo siento lo mismo respecto a mi trabajo. -Él, sin moverse, le lanzó una mirada prolongada y de un verde intenso, pero al final asintió-. Pero tienes que entender lo que dice el detective Ryan: mucha gente no te comprenderá en absoluto. Para ellos resultará sospechoso. Debemos eliminarte de la investigación.

– Si queréis me someto al detector de mentiras. Pero el martes por la noche ni siquiera estuve allí. Fui el lunes. ¿Qué puede tener que ver con esto?

Otra vez esa sensación desagradable. A menos que Mark fuera mucho más bueno de lo que yo pensaba, daba por sentado que Katy había muerto el martes, la noche antes de que su cuerpo apareciera en el yacimiento.

– De acuerdo -dijo Cassie-. Está bien. ¿Puedes demostrar dónde estuviste desde que saliste del trabajo el martes hasta que volviste el miércoles por la mañana?

Mark aspiró a través de los dientes y se tocó una ampolla, y de pronto me di cuenta de que se le veía violentado, lo que le hacía parecer mucho más joven.

– Sí, sí que puedo. Volví a casa, me duché, cené con los demás compañeros, jugamos a cartas y nos bebimos unas latas en el jardín. Podéis preguntárselo.

– ¿Y luego? -pregunté-. ¿A qué hora te acostaste?

– La mayoría nos retiramos hacia la una.

– ¿Y puede alguien dar fe de tu paradero después de eso? ¿Compartes habitación?

– No. Tengo una para mí solo por ser el ayudante del director del yacimiento. Me quedé un rato más en el jardín. Hablando con Mel. Estuve con ella hasta el desayuno.

Si bien hacía cuanto podía por sonar indiferente, lo cierto es que toda su arrogante serenidad se había desvanecido; parecía irritable y tímido como cualquier adolescente de quince años. Me moría de ganas de reírme. No me atrevía a mirar a Cassie.

– ¿Toda la noche? -continué, con malicia.

– Sí.

– ¿En el jardín? ¿No hacía un poco de fresco?

– Entramos cuando debían de ser las tres. Luego estuvimos en mi cuarto hasta las ocho, que fue cuando nos levantamos.

– Vaya, vaya -dije melodiosamente-. La mayoría de las coartadas no son ni de lejos tan placenteras.

Me lanzó una mirada asesina.

– Volvamos al lunes por la noche -intervino Cassie-. Cuando estabas en el bosque, ¿viste u oíste algo inusual?

– No. Pero eso está muy oscuro… oscuridad de campo, no de ciudad. Sin farolas ni nada parecido. No habría visto a nadie a tres metros de distancia. Y puede que tampoco lo hubiese oído; hay un montón de sonidos.

Oscuridad y sonidos del bosque: otra vez esa vibración recorriéndome el espinazo.

– No me refiero necesariamente al bosque -le explicó Cassie-. ¿En la excavación o en la carretera, tal vez? ¿Había alguien por ahí, digamos… a las diez y media?

– Espera un momento -dijo Mark de repente, casi a regañadientes-. En el yacimiento había alguien.

Ni Cassie ni yo nos movimos, pero pude sentir la chispa de alarma que se disparó entre ambos. Habíamos estado a punto de rendirnos con Mark, comprobar su coartada, ponerlo en una lista de personas interrogadas y mandarlo de vuelta con su azadón, al menos de momento -en los apremiantes primeros días de una investigación no puedes perder tiempo en nada que no sea crucial-, pero ahora volvió a captar toda nuestra atención.

– ¿Podrías dar una descripción? -quise saber.

Me miró con desagrado.

– Sí. Tenían aspecto de linterna. Estaba oscuro.

– Mark -dijo Cassie-. ¿Volvemos a empezar?

– Alguien cruzó el yacimiento llevando una linterna, desde la urbanización hasta la carretera. Ya está. No vi más que la luz de la linterna.

– ¿A qué hora?

– No miré el reloj. Hacia la una, quizás, o un poco antes.

– Piensa otra vez. ¿No podrías decirnos nada sobre ellos? ¿La altura, tal vez, por el ángulo de la linterna?

Reflexionó con los ojos entornados.

– No. Parecía bastante cerca del suelo, pero la oscuridad te jode el sentido de la perspectiva, ¿no? Se movían bastante despacio, pero cualquiera lo haría; ya habéis visto el yacimiento, está lleno de zanjas y trozos de muro.

– ¿La linterna era grande o pequeña?

– El haz era pequeño, no muy intenso. No era una de esas cosas grandes y pesadas con mango. Sólo una linternita.

– Cuando la viste por primera vez -dijo Cassie-, ¿estaba arriba junto al muro de la urbanización, en el extremo más alejado de la carretera?

– Por ahí, sí. Supuse que habían venido por la verja de atrás, o quizá saltando el muro.

La verja de atrás de la urbanización estaba al final de la calle de los Devlin, a sólo tres casas de distancia. Mark pudo haber visto a Jonathan o a Margaret, lentificados por un cadáver y en busca de algún lugar donde dejarlo; o a Katy, escabullándose en la oscuridad para encontrarse con alguien, armada tan sólo con la luz de una linterna y una llave que nunca podría devolverla a su casa.

– Y salieron a la carretera.

Mark se encogió de hombros.

– Atravesaron el yacimiento en diagonal, pero no vi dónde acababan. Los árboles me lo tapaban.

– ¿Crees que vieron tu fuego?

– ¿Cómo voy a saberlo?

– Mark -le dijo Cassie-, esto es importante. ¿Viste pasar algún coche hacia esa hora? ¿O tal vez algún coche parado en la carretera?

Él se tomó su tiempo.

– No -respondió final y definitivamente-. Pasaron un par cuando llegué allí, pero nada después de las once. La gente de por aquí se acuesta temprano; a medianoche todas las luces de la urbanización están apagadas.

Si decía la verdad nos acababa de hacer un favor inmenso. Tanto el lugar del asesinato como la escena secundaria -escondieran donde escondiesen el cadáver de Katy a lo largo del martes- estaban casi sin lugar a dudas a una distancia de la urbanización que podía cubrirse a pie, y era bastante probable que estuvieran en ella, así que nuestro abanico de sospechosos ya no incluía a la mayoría de la población de Irlanda.

– ¿Estás seguro de que te habrías dado cuenta si hubiera pasado un coche? -pregunté.

– Vi la linterna, ¿no?

– Un dato que habías olvidado -le recordé.

Frunció los labios.

– Tengo buena memoria, gracias. Pero no me había parecido importante. Fue el lunes por la noche, ¿vale? Ni siquiera presté mucha atención. Pensé que era alguien que volvía de casa de un amigo, o que a lo mejor uno de los chicos de por ahí había quedado con alguien; a veces se pasean por el yacimiento de noche. De todos modos no era problema mío. No me estaban molestando.

En aquel instante Bernadette, la administrativa de la brigada, llamó a la puerta de la sala de interrogatorios; cuando abrí, dijo con desaprobación:

– Detective Ryan, tiene una llamada. Ya le he explicado que no podíamos molestarle, pero ella ha dicho que era importante.

Bernadette lleva en Homicidios como veinticuatro años, toda su vida laboral. Tiene cara de marsupial con mal genio, cinco trajes de trabajo (uno para cada día de la semana, lo que resulta muy útil cuando estás demasiado cansado para recordar qué día es) y, todos lo creemos, una pasión platónica por O'Kelly al estilo de Smithers. En la brigada se hacen apuestas sobre cuándo acabarán por fin juntos.

– Ve -dijo Cassie-, ya termino yo. Mark, sólo necesitamos tomarte declaración. Luego podemos llevarte de vuelta al trabajo.

– Cogeré el autobús.

– No, no lo harás -zanjé yo-. Tenemos que comprobar tu coartada con Mel, y no sería exactamente lo mismo si tuvieras ocasión de hablar con ella primero.

– Joder -soltó Mark, dejándose caer en su silla-. No me lo estoy inventando. Preguntadle a cualquiera. Todo el equipo estaba ahí incluso antes de que nos despertáramos.

– No te preocupes, lo preguntaremos -dije jovialmente, y lo dejé a solas con Cassie.


Volví a la sala de investigaciones y esperé a que Bernadette me pasase la llamada, cosa que hizo cuando lo creyó conveniente, para demostrarme que no era su trabajo andar detrás de mí.

– Ryan -dije.

– ¿Detective Ryan? -Sonó jadeante y tímida, pero reconocí la voz al instante-. Soy Rosalind, Rosalind Devlin.

– Rosalind -repetí mientras sacudía la libreta para abrirla y buscaba un bolígrafo-. ¿Cómo estás?

– Oh, estoy bien. -Una risa breve y crispada-. Bueno, la verdad es que no, no lo estoy. Estoy deshecha. Pero en realidad creo que aún estamos todos como atontados. No lo hemos asimilado. Nunca te imaginas que pueda pasarte algo así, ¿no?

– No -dije con amabilidad-. Imagino cómo debes de sentirte. ¿Puedo ayudarte en algo?

– He pensado… ¿cree que podría ir a hablar con usted? Sólo si no es una molestia. Tengo que preguntarle una cosa.

De fondo se oyó pasar un coche; estaba en el exterior, llamaba desde un móvil o una cabina.

– Por supuesto. ¿Esta tarde?

– No -se apresuró a contestar-. Hoy no… Verá, volverán en un minuto, sólo han ido a… a ver el… -Se le apagó la voz-. ¿Puedo ir mañana? ¿Por la tarde?

– Cuando tú quieras -contesté-. Te doy mi número de móvil, ¿de acuerdo? Así me localizarás siempre que lo necesites. Llámame mañana y quedamos.

Se lo apuntó, murmurando los números entre dientes.

– Tengo que colgar -dijo rápidamente-. Gracias, detective Ryan. Muchas gracias.

Antes de que pudiera despedirme, colgó.


Eché un vistazo a la sala de interrogatorios: Mark estaba escribiendo y Cassie había logrado hacerle reír. Golpeé el cristal con las uñas. Mark alzó la cabeza de golpe y ella me lanzó una leve sonrisa y sacudió la cabeza una fracción de segundo. Al parecer se las apañaban sin mí. Lo que, como cabe imaginar, me iba la mar de bien. Sophie estaría esperando la muestra de sangre que le habíamos prometido; le dejé a Cassie un «Vuelvo enseguida» pegado en la puerta de la sala de interrogatorios y bajé al sótano.

El sistema de almacenamiento de pruebas a principios de los ochenta, especialmente para los casos sin resolver, no era muy sofisticado. La caja de Peter y Jamie estaba en una estantería alta y nunca antes la había bajado, pero supe, por cómo se movieron los bultos cuando cogí la carpeta principal de arriba de todo, que allí había otras cosas; tenían que ser las pruebas que Kiernan, McCabe y su equipo hubieran recopilado. El caso tenía otras cuatro cajas, pero estaban etiquetadas con una letra clara y esmerada como la de un niño: 2) Questionarios, 3) Questionarios, 4) Declaraciones, 5) Pistas. O Kiefnan o McCabe hacían faltas de ortografía. Tiré de la caja principal y llovieron motas de polvo que atravesaron el resplandor de la bombilla desnuda; la dejé caer al suelo.

Estaba llena hasta la mitad de bolsas de plástico con pruebas, cubiertas por gruesas capas de polvo que conferían a los objetos del interior una apariencia imprecisa en tonos sepia, como artilugios misteriosos hallados por azar en alguna cámara que llevara siglos cerrada. Las saqué con cuidado, una por una, soplé y las coloqué en fila sobre las losas de piedra.

Había poco material para ser un caso importante. Un reloj de niño, un vaso de cristal y un juego de Donkey Kong naranja mate, todo ello bañado en lo que parecía ser polvo para huellas dactilares. Había muestras de materiales, sobre todo hojas secas y trozos de corteza. Un par de calcetines blancos de gimnasia salpicados de marrón oscuro, con unos agujeros cuadrados que les habrían recortado para someterlos a pruebas. Una camiseta blanca asquerosa y unos vaqueros cortos desteñidos cuyo dobladillo empezaba a deshilacharse. Y por último las zapatillas, con sus rozaduras infantiles y su forro rígido, negro y combado. Eran de esas acolchadas, pero la sangre las había empapado hasta casi atravesarlas; el exterior tenía manchas oscuras muy pequeñas que se extendían desde las costuras, salpicaduras por toda la parte de arriba y tenues pedazos marronosos donde se acumulaba justo debajo de la superficie.

La verdad es que me había preparado a conciencia para esto. Creo que tenía cierta idea de que la visión de las pruebas desencadenaría en mí una dramática oleada de recuerdos; no es que esperase exactamente acabar en posición fetal sobre el suelo del sótano, pero por algún motivo elegí un momento en que no era probable que bajase nadie a buscarme. A la hora de la verdad, sin embargo, comprendí con una evidente sensación de anticlímax que ninguna de esas cosas me resultaba ni remotamente familiar… excepto el juego de Peter de Donkey Kong, ni más ni menos, que seguro que estaba allí sólo para comparar las huellas y que encendió un destello breve y bastante inútil en mi memoria (Peter y yo sentados en la moqueta soleada y cada uno manejando un botón, concentrados y dando codazos, con Jamie inclinada sobre nuestros hombros y chillando excitadas instrucciones), tan intenso que prácticamente pude oír los enérgicos y mandones chirridos y pitidos del juego. Las prendas de ropa, aunque sabía que eran mías, no me decían nada en absoluto. De hecho, parecía inconcebible que me hubiera levantado una mañana y me las hubiera puesto. Lo único que veía era el patetismo de todo aquello: lo pequeña que era la camiseta, el Mickey Mouse dibujado a boli en la punta de una zapatilla… En aquel entonces, tener doce años me parecía ser terriblemente mayor.

Cogí la bolsa de la camiseta con el pulgar y el índice y le di la vuelta. Había leído que tenía desgarrones en la espalda, pero no los había visto nunca, y en cierto modo me resultaron aún más impactantes que aquellos zapatos espantosos. Había algo antinatural en ellos: las paralelas perfectas, los arcos superficiales y nítidos; una descarnada e implacable imposibilidad. «¿Ramas?», pensé, mirándolos sin comprender. ¿Acaso había saltado de un árbol, o me había metido entre arbustos, y de algún modo la camiseta se me quedó enganchada con cuatro ramitas afiladas a la vez? Me picó la espalda, entre los omoplatos.

Súbita y compulsivamente, deseé estar en otra parte. El techo bajo ejercía una presión claustrofóbica y el aire polvoriento dificultaba la respiración; el silencio era opresivo, roto únicamente por la ominosa vibración de las paredes cuando pasaba un autobús por la calle. Prácticamente lo arrojé todo otra vez al interior de la caja, la alcé a su estantería y birlé las zapatillas, que había dejado en el suelo, dispuesto a mandárselas a Sophie.

Fue entonces, en aquel frío sótano repleto de casos medio olvidados y esos crujidos secos y mínimos que salían de las cajas a medida que los plásticos volvían a asentarse, cuando me di cuenta de la inmensidad de lo que había puesto en marcha. En cierto modo, con todo lo que tenía en la cabeza, no me había detenido a pensarlo en serio. Ese viejo caso me parecía algo tan privado que me había olvidado de las implicaciones que también podía tener en el mundo exterior. Pero (¿en qué coño, me pregunté, había estado pensando?) estaba a punto de subir esas zapatillas al hervidero de la sala de investigaciones y meterlas en un sobre acolchado y decirle a uno de los refuerzos que se las llevara a Sophie.

De todos modos habría ocurrido tarde o temprano (los casos de niños desaparecidos nunca se cierran, sólo era cuestión de tiempo que a alguien se le ocurriera someter las viejas pruebas a la nueva tecnología). Pero si el laboratorio lograba determinar el ADN de las zapatillas y, sobre todo, si de algún modo lo hacían encajar con la sangre del altar de piedra, ya no se trataría de una pista menor en el caso Devlin, de una posibilidad remota entre nosotros y Sophie, sino que el viejo caso volvería a entrar en erupción. Todos, empezando por O'Kelly, querrían hacer una montaña de aquella nueva y reluciente prueba de alta tecnología: los Gardaí [9] nunca se rinden, ningún caso sin resolver se cierra nunca, el pueblo puede tener la absoluta certeza de que, detrás del telón, nos movemos a nuestra propia y misteriosa manera. Los medios de comunicación se abalanzarían sobre la posibilidad de que entre nosotros viviera un asesino en serie de niños. Y tendríamos que seguir adelante con ello; necesitaríamos pruebas de ADN de los padres de Peter y de la madre de Jamie y -oh, Dios- de Adam Ryan. Bajé la vista a los zapatos y me vino una repentina imagen mental de un coche, con los frenos flojos, lanzándose colina abajo, despacio al principio, inofensivo y casi cómico, y luego cogiendo velocidad y transformándose en una despiadada bola de demolición.

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