Capítulo 5

A ninguno de los dos nos apetecía una pinta. Cassie llamó a Sophie al móvil y le soltó el cuento de que había reconocido la horquilla por su conocimiento enciclopédico de los casos antiguos; me dio la sensación de que Sophie no se lo acabó de tragar, aunque tampoco le dio importancia. Luego ella se fue a su casa a escribir un informe para O'Kelly y yo me fui a la mía con el archivo viejo.

Comparto un apartamento en Monkstown con una mujer indescriptible llamada Heather, una funcionaría con voz aniñada que siempre suena como si fuese a echarse a llorar. Al principio me resultó atractiva; ahora me pone nervioso. Me mudé allí porque me atrajo la idea de vivir cerca del mar, el alquiler era asequible y ella me gustó (poco más de metro y medio, complexión menuda, grandes ojos azules y cabellera hasta el culo), y alimenté fantasías tipo Hollywood sobre una bonita relación que florecería para nuestro mutuo asombro. Sigo allí por inercia y porque cuando descubrí su abanico de manías yo ya había empezado a ahorrar para un apartamento propio, y su piso era el único en toda la zona de Dublín -aun después de que ambos entendiéramos que Harry y Sally no se materializarían nunca y ella me subiera el alquiler- que me permitía hacerlo.

Abrí la puerta, grité «Hola» y puse rumbo a mi habitación. Heather se me adelantó; apareció en el umbral de la cocina a una velocidad increíble y dijo con voz trémula:

– Hola, Rob, ¿cómo ha ido el día?

A veces me la imagino sentada en la cocina hora tras hora, enrollando el dobladillo del mantel en plieguecitos perfectos, lista para saltar de su silla y echárseme encima en cuanto oiga mi llave en la cerradura.

– Bien -dije, procurando que mi lenguaje corporal apuntase hacia mi cuarto y abriendo ya mi puerta (instalé el cerrojo unos meses después de mudarme, con el pretexto de evitar que hipotéticos ladrones se hicieran con archivos policiales confidenciales)-. ¿Qué tal tú?

– Oh, yo bien -contestó Heather mientras se ajustaba la bata rosa de borreguillo.

Su tono de mártir me dejaba dos opciones: podía decir «Estupendo» y meterme en mi cuarto y cerrar la puerta, en cuyo caso ella estaría de morros y aporrearía cacerolas durante días para hacer constar su disgusto ante mi falta de consideración, o podía preguntar: «¿Estás bien?», en cuyo caso tendría que pasarme la hora siguiente escuchando un relato con pelos y señales sobre los ultrajes perpetrados por su jefe o su sinusitis o lo que quiera que en ese momento considerase una injusticia contra ella. Por suerte dispongo de una opción C, aunque me la reservo para emergencias:

– ¿Estás segura? -dije-. En el trabajo hay un brote terrible de gripe y me parece que la estoy incubando. Espero que no la pilles tú también.

– Oh, Dios mío -respondió Heather, subiendo la voz una octava y agrandando aún más los ojos-. Rob, cielo, no quiero ser grosera, pero será mejor que me mantenga lejos de ti. Ya sabes que me resfrío con mucha facilidad.

– Lo entiendo -la tranquilicé.

Desapareció en la cocina, supongo que para añadir unas cápsulas tamaño caballo de vitamina C y equinácea a su dieta frenéticamente equilibrada. Entré en mi cuarto y cerré la puerta.

Me serví una copa (guardo una botella de vodka y otra de tónica detrás de los libros, para evitar ratos cordiales y entrañables con Heather) y desplegué el archivo del caso antiguo sobre el escritorio. Mi habitación no favorece la concentración. El edificio entero tiene ese ambiente barato y miserable de tantas viviendas nuevas en Dublín -techos un palmo demasiado bajos, fachada sin gracia y de color fango y horrenda en un estilo falto de originalidad, dormitorios insultantemente estrechos y diseñados para refregarte por las narices el hecho de que no puedes permitirte ser quisquilloso- y el constructor no vio la necesidad de gastar material aislante en nosotros, así que cada paso de los de arriba o la selección musical de los de abajo resuena por todo el piso, y sé mucho más de lo que necesito sobre las preferencias sexuales de la pareja que vive al lado. En estos cuatro años me he acostumbrado más o menos, pero las características básicas del lugar me siguen pareciendo ofensivas.

La tinta de las hojas de declaración estaba desvaída y con manchas, casi ilegible en algunas zonas, y noté un polvo fino que se posaba en mis labios. Los dos investigadores que habían llevado el caso ya estaban retirados, pero me apunté sus nombres -Kiernan y McCabe- por si en algún momento necesitábamos (sobre todo Cassie) hablar con ellos.

Una de las cosas más asombrosas del caso, visto con ojos de hoy, es lo mucho que tardaron nuestras familias en preocuparse. En la actualidad, los padres llaman a la policía en cuanto un niño no contesta al móvil; en Personas Desaparecidas están cansados de rellenar informes sobre niños castigados después de clase o que se han entretenido con algún videojuego. Parece ingenuo decir que los ochenta fueron una época más inocente, dado todo lo que sabemos ahora sobre las escuelas para huérfanos y sus reverenciados sacerdotes y padres en rincones inhóspitos y solitarios del país. Pero entonces aquello sólo eran rumores inconcebibles de cosas que sucedían en otra parte, la gente se agarraba a su inocencia con una tenacidad sencilla y apasionada, y quizá no fuese menos real por ser escogida y por acarrear su propia culpabilidad; la madre de Peter nos llamó desde el lindero del bosque mientras se secaba las manos en el delantal, y luego nos dejó con nuestro absorbente juego y entró en casa a preparar el té.

Encontré a Jonathan Devlin de forma casual en la declaración de un testigo secundario, a mitad del montón. La señora Pamela Fitzgerald, del 27 de la avenida de Knocknaree -mayor, a juzgar por la letra apretada y con florituras-, les contó a los investigadores que un grupo de adolescentes de aspecto descuidado se dedicaba a merodear por el lindero del bosque, bebiendo, fumando y lanzando de vez en cuando unos insultos terribles a los transeúntes, que en estos tiempos uno no se siente seguro andando por su propia calle, y que les hacía falta un buen tirón de orejas. Kiernan o McCabe habían anotado unos nombres en el margen de la página: Cathal Mills, Shane Waters y Jonathan Devlin.

Pasé las hojas rápidamente para comprobar si habían interrogado a alguno de ellos. Al otro lado de la puerta se oían los rítmicos e invariables sonidos de Heather mientras llevaba a cabo su rutina nocturna: aplicarse desmaquillador tónico e hidratante con determinación, cepillarse los dientes durante los tres minutos recomendados por el dentista y sonarse remilgadamente la nariz una cantidad inexplicable de veces. De acuerdo con el programa, a las once menos cinco llamó a mi puerta y gorjeó:

– Buenas noches, Rob -con un tímido susurro.

– Buenas noches -contesté, añadiendo una tos al final.

Las tres declaraciones eran breves y casi idénticas, salvo por notas al margen que describían a Waters como «muy nervioso» y a Mills como «incooperativo» [sic]. Devlin no había motivado ningún comentario. La tarde del 14 de agosto cobraron su cheque del paro y se fueron en autobús al cine de Stillorgan. Volvieron a Knocknaree hacia las siete -cuando ya llegábamos tarde para el té- y estuvieron haciendo el gamberro y bebiendo en un campo cercano al bosque hasta casi medianoche. Sí, vieron a los de la partida de rescate, pero se limitaron a colocarse detrás de un seto para quedar fuera de su vista. No, no repararon en ninguna otra cosa inusual. No, no vieron a nadie que pudiese confirmar su recorrido de aquel día, pero Mills se había ofrecido (era de suponer que con ánimo sarcástico, pero le tomaron la palabra) a llevar a los investigadores al campo y mostrarles las latas de sidra vacías, que, en efecto, resultaron encontrarse en el lugar que el chico identificó. El joven de la taquilla de cine de Stillorgan parecía estar bajo la influencia de alguna sustancia ilegal y no podía afirmar con seguridad si se acordaba o no de esos tres tipos, aun cuando los agentes le registraron los bolsillos y le sermonearon sobre los peligros de las drogas. No me dio la impresión de que los «jóvenes» -odio esta palabra- fuesen auténticos sospechosos. No eran criminales empedernidos (los agentes locales les habían llamado la atención por embriaguez pública con cierta regularidad, y a Shane Waters le cayeron seis meses de libertad condicional por hurto a los catorce años, pero eso era todo), ¿y por qué iban a querer hacer desaparecer a una pareja de doce años? Simplemente habían estado ahí y eran unos indeseables, así que Kiernan y McCabe los soltaron.

Les llamábamos los moteros, aunque dudo de que ninguno de ellos tuviera moto; seguramente se debía a su indumentaria: chaquetas de piel negra con las cremalleras abiertas en las muñecas y adornadas con tachuelas metálicas, pelo largo, barba de tres días y la inevitable melena hortera de uno de ellos. Botas militares. Camisetas con logos de Metallica o Anthrax. Creía que eran sus nombres hasta que Peter me explicó que se referían a grupos.

No tenía ni idea de quién de ellos se había convertido en Jonathan Devlin; era incapaz de relacionar a ese hombre de mirada triste, panza pequeña y espalda curvada con ninguno de esos adolescentes flacos que en mis recuerdos me sobrepasaban, tapándome el sol. Lo había olvidado todo de ellos. No creo haber pensado en los moteros ni una sola vez a lo largo de veinte años, y me desagradaba profundamente la idea de que hubieran permanecido ahí a pesar de todo, a la espera de su momento para saltar como un muñeco con resorte, meneándose, sonriendo y dándome un buen susto.

Uno de ellos llevaba gafas de sol todo el año, incluso con lluvia. A veces nos ofrecía chicles con sabor a fruta que nosotros aceptábamos, aunque guardábamos las distancias, a pesar de que sabíamos que los habían robado de la tienda de Lowry. «No os acerquéis a ellos -me decía mi madre-, no les contestéis si os dicen algo», pero no me explicaba por qué. Peter le preguntó a Metallica si podía darnos una calada de su cigarro, y él nos enseñó a sujetarlo y se rió cuando tosimos. Nos quedábamos bajo el sol, apartados de ellos y con el cuello estirado para ver el contenido de sus revistas; Jamie aseguró que en una de ellas vio a una chica completamente desnuda. Metallica y el Gafas encendían mecheros de plástico y competían a ver quién aguantaba más con el dedo encima de la llama. Por la noche, cuando se iban, nos acercábamos y olíamos las latas aplastadas que habían dejado en la hierba polvorienta: a rancio, agrio, a mayores.


Me desperté porque alguien gritaba debajo de mi ventana. Me erguí de golpe, con el corazón aporreándome las costillas. Acababa de tener un sueño confuso y febril en el que Cassie y yo estábamos en un bar atiborrado de gente y un tío con gorra de tweed le chillaba, y por un instante pensé que había oído la voz de ella. Me sentía desorientado, estaba a oscuras y el silencio nocturno era denso; afuera, alguien, una chica o un niño, gritaba una y otra vez.

Me acerqué a la ventana y descorrí con cuidado un par de centímetros de cortina. El complejo en el que vivo consta de cuatro edificios idénticos de apartamentos alrededor de un pequeño cuadrado de hierba con un par de bancos de hierro, una de esas zonas que los promotores inmobiliarios denominan «área recreativa comunitaria», aunque nadie la utiliza nunca (la pareja de la planta baja celebró cócteles «al fresco» un par de veces, pero la gente se quejaba del ruido y el administrador puso un letrero acusador en el vestíbulo). Los focos blancos de seguridad conferían al jardín un resplandor nocturno fantasmagórico. Estaba vacío: la inclinación de la sombra en los rincones era demasiado baja para que se ocultase nadie. Oí el grito otra vez, alto, espeluznante y muy cerca; una punzada atávica me traspasó el espinazo.

Aguardé, temblando un poco debido al aire frío que chocaba contra el cristal. Al cabo de unos minutos algo se movió en las sombras, negro contra negro, y luego adquirió forma y apareció en el césped; se trataba de un zorro, vigilante y escuálido con su abrigo veraniego. Alzó la cabeza y gritó otra vez; por un instante me pareció captar su olor salvaje y extraño. Luego cruzó el césped al trote y desapareció por la verja principal mientras se colaba entre los barrotes, sinuoso como un gato. Oí sus lamentos que se alejaban en la oscuridad.

Estaba aturdido, medio dormido y nervioso, tenía exceso de adrenalina y un asqueroso sabor de boca; necesitaba algo frío y dulce. Fui a la cocina por un zumo. A veces Heather, igual que yo, tiene problemas para dormir, y me sorprendí deseando casi que estuviese despierta, con ganas de quejarse de lo que fuera, pero no había luz debajo de su puerta. Me serví un vaso de su zumo de naranja y me quedé un buen rato frente a la puerta abierta del frigorífico, sosteniendo el vaso contra mi sien a la par que me balanceaba levemente bajo la luz titilante de neón.


A la mañana siguiente llovía a cántaros. Le mandé un mensaje a Cassie para decirle que la pasaría a recoger (el carrito de golf tiende a quedarse catatónico con la humedad). Cuando toqué la bocina frente a su piso, bajó corriendo con un abrigo de lana gruesa del Oso Paddington y un termo de café.

– Menos mal que ayer no llovió -fue su saludo-. O adiós a las pruebas.

– Mira esto -le pedí mientras le entregaba el archivo de Jonathan Devlin.

Se sentó con las piernas cruzadas en el asiento del copiloto y se puso a leer, pasándome el termo de vez en cuando.

– ¿Recuerdas a esos tíos? -me preguntó al terminar.

– Vagamente. No demasiado, pero era un vecindario pequeño y no pasaban desapercibidos. Era lo más parecido que teníamos a unos delincuentes juveniles.

– ¿Te parecían peligrosos?

Pensé un momento, mientras avanzábamos lentamente por Northumberland Road.

– Depende de lo que quieras decir -contesté-. Desconfiábamos de ellos, pero creo que era sobre todo por su imagen, no porque nos hubieran hecho nada. En realidad, les recuerdo bastante tolerantes con nosotros. No me los imagino haciendo desaparecer a Jamie y Peter.

– ¿Quiénes eran las chicas? ¿Las interrogaron?

– ¿Qué chicas?

Cassie volvió las hojas atrás hasta la declaración de la señora Fitzgerald.

– Ella dijo que estaban «tonteando». Yo diría que es más que probable que hubiera chicas.

Tenía razón, desde luego. Yo no tenía muy clara la definición exacta de «tontear», pero estaba seguro de que habría levantado bastante revuelo que Jonathan Devlin y sus colegas lo hicieran entre sí.

– No se mencionan en el archivo -contesté.

– ¿Y tú no las recuerdas?

Todavía estábamos en Northumberland Road. La lluvia era como una cortina sobre los cristales, tan espesa que parecía que estuviéramos bajo el agua. Dublín está hecha para los peatones y los tranvías, no para los coches; está llena de calles medievales diminutas y serpenteantes, la hora punta va desde las siete de la mañana hasta las ocho de la noche y al menor asomo de mal tiempo la ciudad entera se convierte en un atasco instantáneo y absoluto. Deseé haberle dejado una nota a Sam.

– Creo que sí -dije al fin. Era más una sensación que un recuerdo: caramelos rellenos de limón, hoyuelos, perfume de flores. Metallica y Sandra, sentados en un árbol…-. Puede que una de ellas se llamase Sandra.

Algo en mi interior se estremeció ante ese nombre (noté un sabor acre como el miedo o la vergüenza debajo de la lengua), pero no supe por qué.

Sandra: cara redonda y buena delantera, risita tonta y falda de tubo que se le subía al encaramarse al muro. Nos parecía muy mayor y sofisticada; no debía de tener más de diecisiete o dieciocho años. Nos daba dulces de una bolsa de papel. A veces había otra chica, alta, con dientes grandes y un montón de pendientes… ¿Claire, quizá? ¿Ciara? Sandra le enseñó a Jamie cómo aplicarse rímel, en un espejito con forma de corazón. Entonces Jamie se puso a pestañear, como si notara los ojos pesados y raros. «Te queda bien», dijo Peter. Luego Jamie decidió que lo odiaba. Se lo quitó en el río, frotándose los círculos de oso panda con la punta de la camiseta.

– Está verde -señaló Cassie de forma discreta.

Adelanté unos metros más.


Paramos frente a un quiosco y Cassie bajó para comprar la prensa y enterarnos de a qué nos enfrentábamos. Katy Devlin aparecía en primera plana en todos ellos, y se centraban en el tema de la autopista: «Muere asesinada la hija del líder de la protesta de Knocknaree» y titulares semejantes. La periodista sensacionalista y voluminosa (que había escrito el titular «Muerte ritual de la hija de un pez gordo», a un pelo de la difamación) había incluido varias referencias a las ceremonias druídicas pero había evitado el histerismo satánico intensivo; era evidente que esperaba ver qué vientos soplaban. Yo tenía la esperanza de que O'Kelly arreglara ese asunto. Gracias a Dios, nadie había mencionado a Peter y Jamie, aunque sabía que sólo era cuestión de tiempo.

Les endilgamos a Quigley y su flamante compañero nuevo, McCann, el caso McLoughlin (en el que habíamos estado trabajando hasta que nos asignaron este otro: dos espantosos niños ricos que habían pateado a otro hasta matarlo porque se había saltado la cola del taxi a altas horas de la noche), y nos fuimos a buscar una sala de investigaciones. Éstas son demasiado pequeñas y siempre están pedidas, pero no tuvimos problemas para conseguir una: los niños tienen prioridad. Sam acababa de entrar -a él también lo había pillado el tráfico; tenía una casa por Westmeath, a un par de horas de la ciudad, que es lo más cerca que nuestra generación puede permitirse comprar-, así que, aquí te pillo aquí te mato, lo pusimos al corriente de todos los detalles y la historia oficial sobre la horquilla de pelo, mientras preparábamos la sala de investigaciones.

– Oh, Dios -dijo él cuando terminamos-. Decidme que no han sido los padres.

Cada investigador tiene un cierto tipo de casos que le resultan casi insoportables, contra los que el caparazón habitual de ensayado desapego profesional se vuelve frágil e inestable. Cassie, y esto nadie más lo sabe, tiene pesadillas cuando trabaja en crímenes con violación; yo, con una especial falta de originalidad, tengo serios problemas con los niños asesinados; y, por lo visto, los homicidios familiares le ponían a Sam los pelos de punta. Éste podía resultar el caso perfecto para los tres.

– No tenemos ninguna pista -admitió Cassie, con un tapón de rotulador en la boca; estaba trazando un esquema del último día de Katy en la pizarra blanca-. Quizá se nos ocurra algo cuando llegue Cooper con los resultados de la autopsia, aunque ahora mismo puede ser cualquier cosa.

– Pero no te necesitamos para investigar a los padres -le expliqué mientras enganchaba las fotos de la escena del crimen en el otro lado de la pizarra blanca-. Queremos que te centres en el tema de la autopista: comprueba las llamadas que recibió Devlin y averigua quién es el propietario de las tierras que rodean el yacimiento y a quién beneficia esa autopista.

– ¿Es por mi tío? -preguntó Sam.

Tiene una tendencia a ser directo que siempre me ha llamado la atención por tratarse de un detective.

Cassie escupió el tapón de rotulador y se dio la vuelta para mirarlo de frente.

– Sí -contestó-. ¿Crees que eso va a ser un problema?

Todos sabíamos qué le estaba preguntando. Los políticos irlandeses son tribales, incestuosos, intrincados y furtivos, incomprensibles hasta para muchos de los implicados. Visto desde la barrera, no hay ninguna diferencia básica entre los dos partidos principales, que ostentan idénticas posiciones de autosatisfacción en cada extremo del espectro, aunque muchas personas siguen siendo entusiastas de uno u otro porque en tal bando lucharon sus abuelos durante la guerra civil o porque papá hace negocios con el candidato local y dice que es un chico estupendo. La corrupción se da por sentada y hasta se admira a regañadientes; la astucia guerrillera de los colonizados continúa arraigada en nosotros, y la evasión de impuestos y los tratos turbios se ven como formas del mismo espíritu de rebelión que escondía los caballos y les quitaba las patatas a los británicos. Y gran parte de la corrupción se basa en esa pasión primaria y estereotipada de los irlandeses: la tierra. Políticos y promotores inmobiliarios son amigos íntimos por tradición, y la práctica totalidad de las compraventas de terrenos incluyen sobres bajo mano e inexplicables redistribuciones y complicadas transacciones a cuentas en el extranjero. Sería un pequeño milagro que no se hicieran al menos unos cuantos favores a amigos relacionados de algún modo con la autopista de Knocknaree. Y de ser eso cierto, era improbable que Redmond O'Neill no estuviera enterado o que quisiera que salieran a la luz.

– No -respondió Sam, rápidamente y con firmeza-. No será un problema. -Cassie y yo debimos de parecer dubitativos, porque su mirada saltó de uno a otro y se echó a reír-: Oíd, chicos, le conozco de toda la vida. Viví con ellos un par de años cuando me vine a Dublín. Si estuviera metido en algo chungo, lo sabría. Mi tío es un hombre honesto y cabal, seguro que nos ayuda en todo lo que pueda.

– Perfecto -replicó Cassie, y volvió a su esquema-. Cenaremos en mi casa. Pásate a las ocho y nos pondremos al día.

Encontró una esquina limpia de pizarra y le dibujó a Sam un pequeño mapa de cómo llegar.


Los refuerzos empezaron a llegar en cuanto tuvimos la sala de investigaciones organizada. O'Kelly nos había conseguido tres docenas de personas, y eran la flor y nata: agentes prometedores, despiertos y bien afeitados y vestidos para triunfar, que con toda seguridad formarían unas buenas brigadas en cuanto tuvieran ocasión. Cogieron sillas y libretas, se dieron palmadas en la espalda, renovaron viejas complicidades y eligieron asiento como críos en su primer día de clase. Cassie, Sam y yo sonreímos, estrechamos manos y agradecimos la ayuda. Reconocí a un par de ellos, un tío de Mayo, oscuro y poco comunicativo, que se llamaba Sweeney, y otro de Cork bien alimentado y sin cuello, O'Connor u O'Gorman o algo parecido, que se resarció de tener que obedecer órdenes de dos que no éramos de Cork haciendo algún comentario incomprensible pero claramente triunfalista sobre fútbol gaélico. Otros muchos me resultaban familiares, pero sus nombres se me iban de la cabeza en el mismo instante en que su mano se separaba de la mía, y los rostros se fundieron en una gran mancha, ansiosa e intimidante.

Siempre me han encantado esos instantes previos de una investigación, justo antes de que empiece la sesión informativa. Me recuerda al murmullo concentrado e íntimo antes de que se alce un telón: mientras la orquesta se afina, los bailarines hacen sus últimos estiramientos entre bambalinas, con los oídos aguzados a la espera de la señal para quitarse batas y calentadores y pasar a la acción. Sin embargo, nunca antes había estado al mando de una investigación de esa envergadura, y esta vez los preliminares me ponían tenso. La sala me parecía demasiado llena, con toda esa energía presta y amartillada, con todos esos ojos curiosos puestos en nosotros. Me acordé de cómo miraba a los detectives de Homicidios cuando también yo era un chico para todo que rezaba por que le llamasen para casos de esta índole: con un ansia sobrecogida, rebosante, casi insoportable. Esos tipos -muchos de ellos eran mayores que yo- parecían tener un aire distinto y juzgarme de forma fría e indisimulada. Nunca me ha gustado ser el centro de atención.

O'Kelly cerró de un portazo tras de sí, cortando el ruido al instante.

– Bien, chicos -dijo, ante el silencio-. Bienvenidos a la operación Vestal. Por cierto, ¿qué es una vestal?

La oficina central elige los nombres de las operaciones, que van desde lo obvio hasta lo críptico pasando por lo más rematadamente absurdo. Al parecer, la imagen de la niña muerta sobre el antiguo altar había estimulado las tendencias culturales de alguien.

– Una virgen sacrificial -le expliqué.

– Una devota -continuó Cassie.

– Por el amor de Dios -exclamó O'Kelly-. ¿Acaso pretenden que todo el mundo crea que tiene algo que ver con cultos? ¿Qué coño leen los de ahí arriba?


Cassie les hizo un resumen del caso, describiendo someramente la conexión con 1984 (sólo por si acaso, algo que podía comprobar en su tiempo libre) y asignamos tareas: recorrer la urbanización puerta por puerta, abrir una línea de teléfono y establecer turnos para atenderla, sacar una lista de todos los delincuentes sexuales que viven cerca de Knocknaree, hablar con la policía británica y con los puertos y aeropuertos para comprobar si alguien con mala pinta había entrado en Irlanda en los últimos días, conseguir el historial médico de Katy y sus informes escolares e indagar a fondo en el pasado de los Devlin. Los agentes partieron como un tiro y Sam, Cassie y yo les dejamos hacer y fuimos a ver qué tal le iba a Cooper.

Normalmente no presenciamos las autopsias. Tiene que ir alguien que haya estado en la escena del crimen para confirmar que, en efecto, se trata del mismo cadáver (alguna vez ha ocurrido que, al mezclarse las etiquetas de los pies, un forense ha llamado a un sorprendido detective para informarle de que la causa de la muerte fue un cáncer de hígado), pero en general se lo endilgamos a agentes de uniforme o técnicos y nosotros nos limitamos a revisar las notas y las fotos con Cooper a posteriori. Es tradición en la brigada que asistas a la autopsia en tu primer caso de homicidio, y aunque en teoría el propósito es impresionarte con toda la solemnidad de tu nuevo trabajo, nadie se engaña: se trata de un rito iniciático, valorado con la misma severidad que el de cualquier tribu primitiva. Conozco a un detective excelente al que, después de quince años en la brigada, se le sigue conociendo como Arkle [6] por lo deprisa que salió del depósito cuando el forense le quitó el cerebro a la víctima.

Yo aguanté la mía (una prostituta adolescente, con los brazos delgados llenos de moretones y marcas) sin pestañear, pero no me quedaron ganas de repetir la experiencia. Sólo voy en los pocos casos -irónicamente, los más angustiosos- que parecen exigir ese pequeño y sacrificial acto de entrega. No creo que nadie supere del todo esa primera vez, esa violenta náusea mental cuando el forense corta el cuero cabelludo y el rostro de la víctima se desprende del cráneo, maleable e insignificante como una máscara de Halloween.

Íbamos mal de tiempo, Cooper acababa de salir de la sala de autopsias con su atuendo verde, una bata impermeable que apartaba de su cuerpo con el índice y el pulgar.

– Detectives -dijo, alzando las cejas-, qué sorpresa. Si me hubieran avisado de que iban a venir, habría esperado hasta que pudieran incorporarse.

Era seco con nosotros porque habíamos llegado demasiado tarde. Hay que reconocer que no eran ni las once, pero Cooper empieza a trabajar entre las seis y las siete y se va hacia las tres o las cuatro, y le gusta que lo recuerdes. Todos sus ayudantes lo odian por ello, cosa que no le preocupa en absoluto porque él también los odia. Cooper se precia de sus aversiones inmediatas e impredecibles; por lo que hemos podido averiguar hasta ahora, le disgustan las mujeres rubias, los hombres bajos, cualquiera con más de dos pendientes y la gente que dice «¿sabes?» demasiado a menudo, además de varias personas sueltas que no encajan en ninguna de estas categorías. Afortunadamente había decidido que Cassie y yo le gustábamos, o nos habría enviado de vuelta al trabajo a esperar a que nos mandase los resultados (escritos a mano: Cooper escribe todos sus informes con una letra fina de pluma estilográfica, una idea que me hace cierta gracia pero que no me atrevo a probar en las oficinas de la brigada). A veces me preocupa secretamente que, dentro de una década o dos, me despierte y descubra que me he convertido en Cooper.

– Vaya -se aventuró Sam-, ¿ya ha terminado?

Cooper le lanzó una mirada gélida.

– Doctor Cooper, sentimos mucho irrumpir en su trabajo a estas horas -empezó Cassie-. El comisario jefe O'Kelly quería dejar algunas cosas listas y nos ha costado mucho escaparnos.

Asentí con aire cansino y alcé los ojos al techo.

– Ah, bien, sí -dijo Cooper.

Su tono daba a entender que encontraba de mal gusto que mencionáramos siquiera a O'Kelly.

– Si por casualidad tuviera un momento… -le pedí-, ¿le importaría hablarnos de los resultados?

– Cómo no -respondió Cooper con un infinitesimal y sufriente suspiro.

En realidad, como a cualquier otro artesano, le encanta alardear de su trabajo. Nos abrió la puerta de la sala de autopsias y el olor me golpeó con esa combinación única de muerte, frío y alcohol desinfectante que te provoca un rechazo instintivo y animal.

Los cadáveres de Dublín se llevan a la morgue central, pero Knocknaree queda fuera de los límites de la ciudad; a las víctimas rurales las llevan al hospital más cercano y allí les practican la autopsia. Las condiciones varían. Esta sala carecía de ventanas y estaba mugrienta, con capas de suciedad en el suelo de baldosas verdes y manchas indescriptibles en las viejas pilas de porcelana. Las dos mesas eran lo único de la sala con aspecto de ser posterior a los cincuenta; eran de acero inoxidable brillante y la luz rebotaba en sus bordes.

Katy Devlin permanecía desnuda bajo la inclemente luz fluorescente y era demasiado pequeña para esa mesa, y en cierto modo parecía mucho más muerta que el día anterior; me acordé de esa vieja superstición de que el alma permanece junto al cuerpo unos días, perpleja e indecisa. Estaba gris blancuzca como una criatura salida de Roswell [7], con manchones oscuros del livor mortis en la parte baja del costado izquierdo. El ayudante de Cooper ya le había cosido el cuero cabelludo, gracias a Dios, y ahora trabajaba en la incisión en forma de Y del torso: puntadas grandes y descuidadas con una aguja del tamaño de las de un fabricante de velas. Sentí una punzada momentánea y absurda de culpabilidad por haber llegado tarde, por dejarla ahí sola -era tan pequeña- para su violación final; deberíamos haber estado ahí, debería haber tenido a alguien que le cogiera la mano mientras los dedos indiferentes y enguantados de Cooper pinchaban y cortaban. Para mi sorpresa, Sam se santiguó discretamente.

– Mujer blanca prepúber -empezó Cooper, rozándonos al pasar hacia la mesa y apartando a su ayudante-, doce años, según me han dicho. Altura y peso más bien bajos pero dentro de los límites de la normalidad. Cicatrices que indican cirugía abdominal, quizás una laparotomía exploratoria hace un tiempo. No hay una patología evidente; por lo que he podido averiguar, murió sana, si me disculpan el oxímoron.

Nos apiñamos en torno a la mesa como alumnos obedientes; nuestros pasos lanzaron pequeños ecos uniformes contra las baldosas de las paredes. El asistente se apoyó en una de las pilas y cruzó los brazos mientras masticaba un chicle, impasible. Uno de los brazos de la Y de la incisión seguía abierto, oscuro e inconcebible, con la aguja clavada de cualquier manera en un borde de piel para que no se perdiera.

– ¿Encontraremos ADN? -quise saber.

– Cada cosa a su tiempo, si no le importa -respondió Cooper, quisquilloso-. Veamos. Había dos golpes en la cabeza, ambos ante mórtem; antes de morir -añadió edulcoradamente para Sam, que asintió con solemnidad-. Ambos se realizaron con un objeto pesado y rugoso, con protuberancias pero sin bordes definidos, que encaja con la piedra que la señora Miller me trajo para que la examinara. Uno de los golpes fue leve y está localizado en la parte anterior de la cabeza, cerca de la coronilla. Produjo rasguños en una zona reducida y algo de sangre, pero ninguna fractura craneal.

Giró la cabeza de Katy a un lado para enseñarnos la pequeña contusión. Le habían limpiado la sangre de la cara en busca de posibles heridas, pero aún le quedaban restos en la mejilla.

– Así que a lo mejor lo esquivó, o huía de él cuando éste intentó golpearla -propuso Cassie.

No tenemos especialistas que tracen un perfil psicológico. Cuando necesitamos uno lo traemos de Inglaterra, pero la mayoría de las veces los tíos de Homicidios utilizan a Cassie, partiendo de la discutible base de que estudió psicología en Trinity durante tres años y medio. No se lo contamos a O'Kelly -es de la opinión de que los que trazan perfiles están sólo un paso más allá que los parapsicólogos, e incluso sólo nos permite escuchar a los ingleses a regañadientes-, pero creo que seguramente es bastante buena, aunque supongo que no tendrá nada que ver con sus años con Freud y ratas de laboratorio. Siempre se le ocurren un par de enfoques nuevos y útiles, y normalmente acaba por dar en el blanco.

Cooper se tomó su tiempo para pensarlo, castigándola por interrumpirlo. Al fin sacudió la cabeza con aire juicioso:

– Lo considero improbable. Si se hubiera movido cuando le asestaron ese golpe, cabría esperar rasguños secundarios, y no los había. El otro golpe, en cambio…

Inclinó la cabeza de Katy hacia el otro lado y le recogió el pelo con un dedo. En la sien izquierda le habían afeitado un trozo de cuero cabelludo para mostrar un desgarro amplio e irregular, por donde asomaban esquirlas de hueso. Alguien, Sam o Cassie, tragó saliva.

– Como ven -continuó Cooper-, el otro golpe fue mucho más contundente. Le dio justo detrás y encima de la oreja izquierda, lo que le causó una fractura craneal deprimida y un hematoma subdural considerable. Aquí y aquí -movió el dedo- se observan los rasguños periféricos a los que me refería, próximos al punto de impacto principal: al parecer, al ser golpeada apartó la cabeza, de modo que el arma se deslizó sobre su cráneo antes de impactar de lleno. ¿Me explico?

Asentimos. Eché un vistazo disimulado a Sam y me animó el hecho de que también él parecía pasar un mal rato.

– Esta contusión habría bastado para causar la muerte en cuestión de horas. Sin embargo, el hematoma había avanzado muy poco, por lo que podemos afirmar con seguridad que murió por otras causas al cabo de poco tiempo de que se produjera esta herida.

– ¿Puede decirme si estaba de cara o de espaldas a él? -le preguntó Cassie.

– Todo apunta a que pudo estar en decúbito prono cuando le asestaron el golpe más contundente, ya que sangró profusamente y la sangre le cayó en el lado izquierdo del rostro, con acumulación visible en la línea central de la nariz y la boca.

Eran buenas noticias, si se me permite usar esta expresión teniendo en cuenta el contexto: si la encontrábamos, en la escena del crimen habría sangre. Además, significaba que seguramente buscábamos a alguien zurdo, y aunque no éramos Agatha Christie y los casos reales no suelen depender de ese tipo de cosas, en aquel momento la pista más nimia era un avance.

– Hubo un forcejeo, quisiera añadir que previo a ese golpe, que la habría dejado inconsciente de inmediato. Hay heridas defensivas en manos y antebrazos (cardenales, rasguños y tres uñas rotas de la mano derecha), infligidas tal vez por la misma arma mientras evitaba los golpes. -Le levantó una muñeca con el índice y el pulgar y le giró el brazo para mostrarnos los arañazos. Le habían cortado las uñas y las habían reservado para analizarlas; en el dorso de la mano tenía una flor esbelta con un rostro sonriente, dibujada con rotulador desvaído-. También he encontrado rasguños alrededor de la boca y marcas de dientes en el interior de los labios, que sugieren que el autor le presionó la boca con una mano.

Afuera, en el pasillo, la voz aguda de una mujer anunció algo; se oyó un portazo. El aire en la sala de autopsias resultaba denso y demasiado inmóvil, costaba respirar. Cooper nos miró, pero nadie dijo nada. Sabía que no era eso lo que deseábamos oír. En un caso como aquél, lo único que cabía esperar es que la víctima no se enterase de lo que sucedía.

– Mientras estaba inconsciente -dijo Cooper con frialdad- le colocaron algo, seguramente de plástico, alrededor de la garganta y se lo retorcieron en la parte superior de la columna vertebral. -Le apartó la barbilla; en torno al cuello tenía una marca ancha y débil, estriada allí donde el plástico se había doblado en pliegues-. Como ven, la marca de la ligadura está bien definida, de ahí mi conclusión de que lo utilizaron cuando ya estaba inmovilizada. No muestra señales de estrangulamiento y estimo improbable que la ligadura estuviera lo bastante apretada como para cortar el paso del aire; no obstante, la hemorragia petequial en los ojos y en la superficie de los pulmones indica que, en efecto, murió de anoxia. Mi hipótesis es que le cubrieron la cabeza con algo parecido a una bolsa de plástico, se la ataron en la nuca y se la dejaron puesta varios minutos. Murió de asfixia complicada por un trauma por objeto contundente en la cabeza.

– Un momento -dijo Cassie de repente-. ¿O sea que no la violaron?

– Ah -replicó Cooper-. Paciencia, detective Maddox; ahora llegamos. La violación fue post mórtem y se realizó con un instrumento.

Hizo una pausa para disfrutar discretamente del efecto.

– ¿Post mórtem? -repetí-. ¿Está seguro?

Era evidente que resultaba un alivio, pues eliminaba algunas de las imágenes mentales más atroces, pero al mismo tiempo implicaba un grado especial de chifladura. El rostro de Sam esbozó una mueca inconsciente.

– Hay erosiones recientes en el exterior de la vagina y en los siete primeros centímetros del interior, así como un rasguño en el himen, pero no hubo sangre ni inflamación. Post mórtem, sin ninguna duda.

Pude sentir el estremecimiento colectivo y aterrado (ninguno de nosotros deseaba ver eso y la sola idea resultaba obscena), pero Cooper nos lanzó una minúscula y divertida mirada y se quedó donde estaba, en la cabecera de la mesa.

– ¿Qué clase de instrumento? -preguntó Cassie mientras observaba la marca de la garganta de Katy con expresión fija y ausente.

– En el interior de la vagina hemos encontrado partículas de tierra y dos astillas diminutas de madera, una carbonizada y la otra cubierta de lo que parece ser un barniz fino y claro. Yo diría que fue un instrumento de unos diez centímetros de longitud y aproximadamente tres o cuatro de diámetro, de madera barnizada, con un considerable desgaste, la marca de algún tipo de quemadura y sin ángulos afilados… un palo de escoba o algo así. Las abrasiones son discretas y bien definidas, lo que implica una sola inserción. No he encontrado nada que sugiera que también hubo penetración peneana. El recto y la boca no muestran ningún signo de agresión sexual.

– Por lo tanto no hay fluidos corporales -dije con gravedad.

– Y por lo visto tampoco hay sangre ni piel debajo de sus uñas -afirmó Cooper con una vaga satisfacción pesimista-. Las pruebas no están completas, desde luego, pero debo advertirles de que no pongan muchas esperanzas en posibles muestras de ADN.

– También ha buscado semen en el resto del cuerpo, ¿no? -señaló Cassie.

Cooper le dedicó una mirada austera y no respondió.

– Después de la muerte -continuó- la colocaron en la misma posición en que la encontramos, tumbada sobre el costado izquierdo. No hubo lividez secundaria, lo que indica que permaneció en esta postura un tiempo aproximado de doce horas. La relativa ausencia de actividad insectívora me lleva a pensar que permaneció en un espacio cerrado, o quizás envuelta con algún material, durante un tiempo considerable antes de que descubriéramos el cuerpo. Todo esto figurará en mis observaciones, por supuesto, pero de momento… ¿tienen alguna pregunta?

El despido fue delicado pero claro.

– ¿Alguna novedad respecto a la hora de la muerte estimada? -pregunté.

– El contenido gastrointestinal me permite ser un poco más preciso que en la escena del crimen (siempre que ustedes determinen la hora de su última comida, claro está). Comió galletas de chocolate apenas unos minutos antes de su muerte, y una comida completa; el proceso digestivo estaba bastante avanzado, pero diría que las alubias estaban entre sus componentes, entre cuatro y seis horas antes de su muerte.

Tostada de alubias hacia las ocho. Había muerto en algún momento entre la medianoche y las dos de la madrugada, más o menos. Las galletas de chocolate debieron de salir o de la cocina de los Devlin, robadas a hurtadillas al irse de la casa, o de su asesino.

– Mi equipo la dejará lista en unos minutos -dijo Cooper. Enderezó la cabeza de Katy con un ademán preciso y satisfecho-. Si quieren notificárselo a la familia…


Nos quedamos de pie ante el hospital y nos miramos los unos a los otros.

– Hacía tiempo que no entraba en uno de éstos -dijo Sam en voz baja.

– Y seguro que ahora recuerdas por qué -contesté.

– Post mórtem -comentó Cassie mientras contemplaba el edificio con el ceño fruncido y aire distraído-. ¿Qué diablos estaba haciendo ese tío?

Sam se fue a averiguar algo más sobre la autopista; yo telefoneé a la sala de investigaciones y pedí que dos agentes de refuerzo trajeran a los Devlin al hospital. Cassie y yo ya habíamos visto su primera y crucial reacción ante la noticia, y ni queríamos ni necesitábamos verla otra vez; además, teníamos que hablar urgentemente con Mark Hanly.

– ¿Quieres que lo traigamos? -pregunté, una vez en el coche.

No había ninguna razón por la que no pudiéramos interrogar a Mark en la caseta de los hallazgos, pero quería sacarle de su territorio y traerle al nuestro, una forma de venganza irracional por mis zapatos estropeados.

– Ya lo creo -respondió Cassie-. ¿No dijo que sólo les quedaban unas semanas? Si le he calado bien, la forma más rápida de conseguir que Mark hable será hacerle malgastar un día de trabajo.

Empleamos el viaje en confeccionar para O'Kelly una bonita y larga lista de motivos por los que no creíamos que el Club Satánico de Knocknaree fuese responsable de la muerte de Katy Devlin.

– No te olvides de «La pose no era ritual» -comenté.

Volvía a conducir yo; todavía estaba lo bastante tenso como para encadenar un cigarrillo tras otro hasta llegar a Knocknaree si no hacía algo.

– Y no hubo… matanza… de ganado -dijo Cassie, escribiendo.

– No me lo imagino diciendo eso en la conferencia de prensa: «No hemos encontrado ningún pollo muerto».

– Cinco libras a que lo hace. Ni siquiera pestañeará.

El día había cambiado mientras estábamos con Cooper; había dejado de llover y un sol cálido y benevolente secaba las carreteras. En los árboles del área de descanso brillaban restos de gotas de lluvia, y cuando salimos del coche el aire olía a nuevo y a limpio, lleno de vitalidad y con la tierra y las hojas húmedas. Cassie se quitó el jersey y se lo ató a la cintura.

Los arqueólogos estaban repartidos por toda la mitad baja del yacimiento, muy activos con azadones, palas y carretillas. Sus chaquetas descansaban sobre las rocas, algunos chicos se habían quitado las camisetas y todos estaban de un humor festivo, seguramente como reacción al susto y el silencio del día anterior. Un radiocasete portátil escupía a los Scissor Sisters a todo volumen, y cantaban entre un golpe de azadón y otro; una chica utilizaba la pala como micrófono. Otros tres libraban una guerra de agua, chillando y saltando con botellas y una manguera.

Mel volcó una carretilla llena hacia un flanco de un inmenso montón de tierra y la sostenía con pericia con el muslo mientras cambiaba la posición de las manos para vaciarla. Al volver recibió un manguerazo de agua en toda la cara.

– ¡Cabrones! -gritó a la par que dejaba caer la carretilla para perseguir a la muchacha menuda y pelirroja que blandía la manguera.

La chica chilló y corrió, pero se le quedó un pie atrapado; Mel le agarró la cabeza con una llave y lucharon por la manguera, entre risas y resoplidos, mientras amplios arcos de agua volaban por todas partes.

– ¡Qué bien! -exclamó uno de los chicos-. ¡Pelea lésbica!

– ¿Dónde está la cámara?

– Oye, ¿eso que tienes en el cuello es un chupetón? -preguntó la pelirroja-. ¡Chicos, Mel tiene un chupetón!

Hubo una descarga de silbidos, felicitaciones y risas.

– Que os jodan -les respondió Mel, sonriendo y roja como un tomate.

Mark les gritó algo cortante y todos respondieron con descaro: «¡Vale, tranquilo!», y volvieron al trabajo, sacudiéndose chispeantes abanicos de agua del pelo. Sentí una oleada de envidia repentina e inesperada ante la despreocupada libertad de sus gritos y peleas, el reconfortante arco y caída de los azadones, sus ropas enfangadas puestas a secar al sol mientras trabajaban… en definitiva, por la flexible y eficiente seguridad de todo ello.

– No es una mala forma de ganarse la vida -dijo Cassie con la cabeza inclinada hacia atrás y dedicándole al cielo una pequeña e íntima sonrisa.

Los arqueólogos nos habían visto; uno tras otro bajaron las herramientas y alzaron los ojos, protegiéndose del sol con los antebrazos desnudos. Nos acercamos con cuidado hasta Mark ante la mirada colectiva y asustada. Mel estaba de pie en una zanja, desconcertada, y al apartarse el pelo de la cara éste dejó un rastro de barro; Damien, de rodillas entre su falange protectora de chicas, aún parecía angustiado y estaba despeinado, mientras que Sean, el escultor, se irguió al vernos y agitó su pala. Mark se apoyó en su azadón como un viejo y taciturno hombre de montaña, con los ojos entornados e inescrutables.

– ¿Sí?

– Quisiéramos hablar contigo -anuncié.

– Estamos trabajando. ¿No puede esperar hasta la hora de comer?

– No. Recoge tus cosas; nos vamos a la comisaría.

Tensó la mandíbula y por un momento pensé que se pondría a discutir, pero se limitó a tirar el azadón, luego se secó la cara con la camiseta y se dirigió a lo alto de la colina.

– Adiós -dije al resto de los arqueólogos mientras lo seguíamos.

Ni siquiera Sean contestó.


En el coche, Mark sacó el paquete de tabaco.

– No se puede fumar -le dije.

– ¿Cómo que no? -preguntó-. Vosotros lo hacéis, os vi ayer.

– Los vehículos del departamento cuentan como lugares de trabajo. Es ilegal fumar en ellos.

Ni siquiera me lo estaba inventando; se puede reunir una comisión por algo tan ridículo.

– Qué más da, Ryan, déjale fumarse un cigarrillo -replicó Cassie. Y añadió, en un tono bajo muy bien conseguido-: Así no tendremos que dejarle salir a fumar durante unas horas. -Capté la mirada sobresaltada de Mark en el espejo retrovisor-. ¿Me lías uno? -le preguntó mientras se giraba para apoyarse entre los asientos.

– ¿Cuánto va a durar esto? -preguntó Mark.

– Depende -le respondí.

– ¿De qué? Ni siquiera sé de qué va.

– Ya llegaremos a eso. Tranquilízate y acábate el cigarrillo antes de que cambie de idea.

– ¿Cómo va la excavación? -preguntó Cassie afablemente.

La comisura de la boca de Mark se torció con amargura.

– ¿Vosotros qué creéis? Me han dado cuatro semanas para hacer el trabajo de un año. Hemos utilizado excavadoras.

– ¿Y eso no es bueno? -quise saber.

Se me quedó mirando.

– ¿Es que parecemos el jodido Time Team [8]?

Yo no estaba seguro de cómo responder a eso, ya que, de hecho, él y sus compañeros me parecían exactamente como el puto Time Team. Cassie puso en marcha la radio; Mark se encendió el cigarro y sopló una ruidosa y disgustada bocanada de humo a través de la ventanilla. Era evidente que sería un día muy largo.


No dije gran cosa durante el trayecto de vuelta. Sabía que era muy posible que el asesino de Katy Devlin estuviera enfurruñado en el asiento de atrás del coche y no estaba seguro de cómo me hacía sentir eso. En cierto modo, por supuesto, me habría encantado que fuese nuestro hombre: me había estado tocando las narices, y si era él podríamos librarnos de este caso espeluznante e incierto incluso antes de que empezara. Podía estar cerrado esa misma tarde; podría devolver el archivo antiguo al sótano -Mark, que en 1984 tendría unos cinco años y viviría en algún lugar muy alejado de Dublín, no era un sospechoso viable-, recibir mi palmadita de O'Kelly en la espalda, volver a encargarme de los gilipollas de la parada de taxi de Quigley y olvidarme de Knocknaree.

Y sin embargo, por algún motivo, no me sentía bien. En parte era por el lamentable anticlímax de la idea; me había pasado las últimas veinticuatro horas tratando de prepararme para lo que fuera que pudiera traer ese caso, y me esperaba algo mucho más dramático que un interrogatorio y un arresto. Pero había algo más. No soy supersticioso pero, después de todo, si la llamada hubiese llegado unos minutos antes o después, o si Cassie y yo no acabásemos de descubrir Worms, o si nos hubiera apetecido un cigarrillo, este caso habría sido para Costello o algún otro, nunca para nosotros, y parecía imposible que algo tan potente y vertiginoso fuese sólo una mera coincidencia. Tenía la sensación de que todo empezaba a despertarse, a redistribuirse de algún modo imperceptible pero crucial; un engranaje diminuto e invisible comenzaba a moverse. Y, por irónico que pueda parecer, creo que, en lo más hondo de mi ser, una parte de mí estaba impaciente por ver qué era lo próximo que ocurriría.

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