Capítulo 13

– Rob, no sé si ya lo has pensado, pero esto podría apuntar hacia una dirección totalmente distinta -afirmó Cassie al detenerme delante de la casa de los Devlin.

– ¿Qué quieres decir? -repliqué distraídamente.

– ¿Recuerdas mi comentario sobre el sentido simbólico de la violación de Katy, que no parecía algo sexual? Nos has conducido hasta alguien que no tiene un móvil sexual para querer que violaran a la hija de Devlin y que tendría que haber usado un instrumento.

– ¿Sandra? ¿De repente, después de veinte años?

– Toda la publicidad sobre Katy, el artículo del periódico, la recaudación de fondos… Eso podría haber sido el detonante.

– Cassie -dije, respirando hondo-, no soy más que un simple chico de pueblo. Prefiero concentrarme en lo obvio. Y lo obvio, ahora mismo, es Jonathan Devlin.

– Ahí queda el comentario. Puede resultar útil. -Extendió la mano y me alborotó el pelo, rápida y torpemente-. Adelante, chico de pueblo. Buena suerte.


Jonathan estaba en casa, a solas. Me dijo que Margaret se había llevado a las niñas a casa de su hermana, y me pregunté cuánto hacía y por qué. Tenía un aspecto horrible. Había perdido tanto peso que la ropa y la cara le colgaban holgadamente y llevaba el pelo aún más corto, casi al rape, lo que de alguna manera le confería un aire solitario, desesperado, y me hizo recordar aquellas civilizaciones antiguas en que los afligidos ofrendaban su cabello en las piras funerarias de sus seres queridos. Me hizo señas para que me dirigiera al sofá y se sentó en un sillón frente a mí, inclinándose hacia delante con los codos en las rodillas y las manos juntas delante de él. La casa parecía desierta: No había ningún olor de comida a medio hacer, ningún ruido de televisor o de lavadora en segundo plano ni ningún libro abierto encima de los sillones. Nada que diera a entender que estuviera haciendo algo antes de mi llegada.

No me ofreció té. Le pregunté cómo estaban («¿Usted qué cree?»), le expliqué que seguíamos varias pistas, esquivé sus preguntas bruscas sobre los detalles y le pregunté si se le había ocurrido algún detalle que pudiera ser relevante. El apremio que sentía en el automóvil se había desvanecido en cuanto él abrió la puerta, y ahora me sentía más calmado y más lúcido de lo que había estado en semanas. Margaret, Rosalind y Jessica podían regresar en cualquier momento pero, no sé por qué, tuve la certeza de que no lo harían. Las ventanas estaban mugrientas y el sol de última hora de la tarde que se filtraba a través de ellas se deslizaba entre las vitrinas y la madera pulida de la mesa del comedor, otorgándole a la habitación una luminiscencia a rayas, subacuática. Podía oír el tictac de un reloj en la cocina, intenso y terriblemente lento; aparte de eso, ningún otro sonido, ni siquiera fuera de la casa. Era como si todo Knocknaree se hubiera congregado para desaparecer sin dejar rastro, excepto Jonathan Devlin y yo. Sólo estábamos nosotros dos, cara a cara, a ambos lados de la mesita de café circular, y las respuestas estaban tan cerca que podía oírlas chismorrear y rozar las esquinas de la sala. No era necesario apresurarse.

– ¿Quién es el admirador de Shakespeare? -pregunté finalmente, dejando a un lado mi libreta.

Por supuesto, no era relevante, pero pensé que podría hacerle bajar la guardia, y me tenía intrigado. Jonathan frunció el ceño con irritación.

– ¿Cómo?

– Los nombres de sus hijas -dije.-. Rosalind, Jessica, Katharine con una «a»… son todos de comedias de Shakespeare. He supuesto que era deliberado.

Él pestañeó, mirándome por primera vez con cierta cordialidad, y sonrió a medias. Era una sonrisa bastante simpática, satisfecha pero tímida, como la de un chico que esperaba que alguien se percatase de su nueva insignia de explorador.

– ¿Sabe que es usted la primera persona que lo advierte? Sí fue cosa mía. -Alcé una ceja para alentarle-. Después de casarnos pasé por una fase de superación personal; supongo que se le puede llamar así. Intenté leer todo lo que se supone que uno debe leer, ya sabe: Shakespeare, Milton, George Orwell… Milton no me entusiasmó, pero Shakespeare… Era difícil pero al final conseguí leérmelo todo. Solía tomarle el pelo a Margaret diciéndole que si los gemelos resultaban ser chica y chico, tendríamos que llamarles Viola y Sebastian, pero ella decía que se reirían de ellos en el colegio…

Su sonrisa se desvaneció y miró hacia otro lado. Ahora que me lo había ganado, supe que era mi oportunidad.

– Son unos nombres preciosos -dije. El asintió con aire ausente-. Otra cosa: ¿le dicen algo los nombres de Cathal Mills y Shane Waters?

– ¿Por qué? -preguntó Jonathan.

Me pareció percibir un atisbo de cautela en su mirada, pero como estaba vuelto hacia la ventana era difícil de distinguir.

– Han sido mencionados en el transcurso de nuestra investigación.

De repente frunció el entrecejo, y los hombros se le agarrotaron como los de un perro en plena lucha.

– ¿Son sospechosos?

– No -repliqué con firmeza.

Aunque lo fueran, no se lo habría dicho, y no sólo por una cuestión de procedimiento, sino porque le veía demasiado voluble. Con esa tensión violenta que mostraba, como a punto de estallar… si era inocente, al menos de la muerte de Katy, y percibía una pizca de incertidumbre en mi voz, era capaz de presentarse en sus casas con una Uzi.

– Nos limitamos a seguir todas las pistas. Hábleme de ellos.

Me miró fijamente durante un instante y se dejó caer en el sillón.

– De pequeños éramos amigos. Hace años que perdimos el contacto.

– ¿Cuándo se conocieron?

– Cuando nuestras familias se mudaron aquí, hacia el setenta y dos, debía de ser. Fuimos las tres primeras familias de la urbanización, de la parte de arriba, porque el resto aún estaba en construcción. Teníamos todo el terreno para nosotros. Solíamos jugar en las obras después de que los albañiles se fueran a casa; era como un laberinto gigante. Tendríamos unos seis o siete años.

Había algo en su voz, un trasfondo de nostalgia profundo y familiar, que me hizo reparar en lo solo que estaba, y no solamente ahora, desde la muerte de Katy.

– ¿Y durante cuánto tiempo fueron amigos? -pregunté.

– No sé decírselo con exactitud. Cada uno empezó a ir por su lado cuando debíamos de tener unos diecinueve años, aunque seguimos en contacto bastante tiempo. ¿Por qué? ¿Qué tiene esto que ver?

– Contamos con dos testigos diferentes -respondí, manteniendo un tono inexpresivo- que afirman que, en el verano de 1984, usted, Cathal Mills y Shane Waters participaron en la violación de una chica de la zona.

Se puso en pie rápidamente, con las manos crispadas en puños.

– Pero ¿qué… qué coño tiene eso que ver con Katy? ¿Me está acusando…? ¿Qué coño…?

Lo miré con indiferencia y le dejé acabar.

– Advierto que no ha negado la acusación -dije.

– Pero tampoco me he declarado culpable de nada. ¿Necesito un abogado?

Ningún abogado del mundo le permitiría decir una palabra más.

– Mire -añadí, inclinándome hacia delante y adoptando un tono más sosegado y confidencial-, soy de la brigada de Homicidios, no de Delitos Sexuales. A mí sólo me interesa una violación de hace veinte años si…

– Presunta violación.

– De acuerdo, presunta violación. En cualquier caso, no me importa a menos que tenga relación con un homicidio. Y eso es lo que he venido a descubrir.

Jonathan cogió aire para decir algo; por un instante, pensé que me iba a ordenar que me marchara.

– Si piensa pasar un segundo más en mi casa, tenemos que aclarar una cosa -dijo él-: Jamás he tocado a ninguna de mis hijas. Jamás.

– Nadie le ha acusado de…

– Lo ha estado sugiriendo desde el primer día que vino aquí, y a mí no me gustan las insinuaciones. Quiero a mis hijas. Les doy un abrazo de buenas noches. Eso es todo. Ni una sola vez las he tocado de ninguna manera que alguien pueda considerar indebida. ¿Está claro?

– Como el agua -repliqué, intentando que no sonara a sarcasmo.

– Bien -asintió con una sacudida seca y controlada-. Por lo que respecta a lo otro: no soy idiota, detective Ryan. Suponiendo que yo hubiera hecho algo que me hiciese acabar en prisión, ¿por qué diablos tendría que contárselo?

– Escuche, hemos considerado la posibilidad -«Dios te bendiga, Cassie»- de que la víctima haya tenido algo que ver con la muerte de Katy, como venganza por esa violación. -Se le ensancharon los ojos-. Es sólo una posibilidad remota y no tenemos absolutamente ninguna prueba sólida que la sostenga, así que no quiero que le dé demasiada importancia. En concreto, le prohíbo que se ponga en contacto con ella de ningún modo. Si resulta que hay algo de cierto, eso podría echarlo todo a perder.

– Yo no contactaría con ella. Ya le he dicho que no soy idiota.

– Bien. Me alegra saber que ha quedado claro. Pero necesito oír su versión de lo ocurrido.

– ¿Y luego qué? ¿Me acusará de ello?

– No puedo garantizarle nada. Por supuesto, no voy a detenerle. No es asunto mío decidir si se presentan cargos, eso depende del fiscal del Estado y de la víctima, pero dudo que ella quiera presentarlos. Y no le he leído sus derechos, así que, de todos modos, cualquier cosa que usted diga sería inadmisible ante un tribunal. Lo único que necesito es saber cómo sucedió. Usted decide, señor Devlin. ¿Quiere realmente que encuentre al asesino de Katy?

Jonathan se tomó su tiempo. Permaneció como estaba, inclinado hacia delante con las manos juntas, y me lanzó una mirada prolongada y suspicaz. Yo intenté parecer digno de confianza y no pestañear.

– Si pudiera hacérselo entender -dijo él finalmente, casi para sí mismo.

Se levantó del sillón con nerviosismo, se acercó a la ventaja y se reclinó en el cristal; cada vez que yo parpadeaba, su imponente silueta de aureola brillante surgía ante mis ojos contra el enrejado de las hojas de vidrio.

– ¿Tiene algún amigo al que conozca desde niño?

– No, la verdad es que no.

– Nadie le conoce a uno tanto como las personas con las que creció. Mañana podría encontrarme con Cathal o Shane y, después de todo este tiempo, ellos sabrían más de mí de lo que sabe Margaret. Estábamos más unidos que muchos hermanos. Ninguno de nosotros tenía lo que se dice una familia feliz: Shane nunca conoció a su padre, el de Cathal era un vago que en toda su vida no cumplió con una jornada laboral como es debido y mis padres eran los dos unos borrachos. Tenga en cuenta que no digo nada de esto a modo de excusa; sólo intento explicarle cómo éramos. A los diez años nos hicimos hermanos de sangre… ¿Lo hizo usted alguna vez? ¿Lo de hacerse un corte en la muñeca y presionarlas juntas?

– Creo que no -dije.

Por un momento me pregunté si lo habíamos hecho. Sonaba al tipo de cosa que podíamos haber hecho.

– A Shane le daba miedo cortarse pero Cathal le convenció. Cathal era capaz de venderle agua bendita al mismísimo Papa.

Sonrió un poco; se lo noté en la voz.

– Cuando vimos Los tres mosqueteros en la tele, Cathal decidió que aquél sería nuestro lema: todos para uno y uno para todos. Decía que teníamos que apoyarnos los unos a los otros, que no había nadie más de nuestra parte. Y tenía razón. -Giró la cabeza hacia mí, con una mirada breve y evaluadora-. ¿Qué edad tiene? ¿Treinta, treinta y cinco?

Asentí con la cabeza.

– Entonces no vivió lo peor. Acabamos el instituto a principios de los ochenta. Este país estaba al borde de la ruina. No había trabajo. Ninguno. Si no podías entrar en el negocio de papá, o emigrabas o te apuntabas a cobrar el subsidio. Aunque tuvieras el dinero y las calificaciones para ir a la universidad, y nosotros no los teníamos, eso sólo lo aplazaba unos cuantos años. No teníamos nada que hacer más que perder el tiempo, nada por lo que ilusionarnos, nada a lo que aspirar, nada de nada excepto nosotros mismos. No sé si entiende lo poderoso, lo peligroso que puede ser eso.

No estaba seguro de la sensación que me causaba el rumbo que estaba tomando aquello, pero de repente sentí una desagradable punzada de algo parecido a la envidia. En el colegio había soñado con amistades como aquélla, esa cercanía templada al acero de los soldados en la batalla o la de los prisioneros de guerra, el misterio que los hombres sólo alcanzan in extremis.

Jonathan tomó aire.

– En fin. Entonces Cathal empezó a salir con una chica, Sandra. Al principio fue raro, todos habíamos estado con alguna que otra chica pero ninguno había tenido una novia en serio, Pero ella era encantadora, Sandra era encantadora. Siempre se estaba riendo y era tan inocente… Creo que seguramente también fue mi primer amor… Cuando Cathal dijo que yo le gustaba a ella, que quería estar conmigo, no me lo podía creer.

– ¿Y no le pareció… bueno, un poco extraño, por no decir otra cosa?

– No tanto como cabría pensar. Ahora suena a locura, sí, pero siempre lo habíamos compartido todo. Era una de nuestras reglas. Aquello parecía más de lo mismo. Por aquel entonces yo llevaba un tiempo con una chica, claro, y ella estuvo con Cathal; no es que le importara… creo que sólo salió conmigo porque él ya estaba ocupado. Era mucho más atractivo que yo.

– Por lo visto Shane quedaba fuera del círculo -señalé.

– Sí. Ahí es donde todo se torció. Shane se enteró y se volvió loco. Creo que él también estaba chiflado por Sandra; pero más que eso, lo que pasó es que se sintió traicionado por nosotros. Estaba destrozado. Tuvimos unas bullas tremendas por ese tema prácticamente cada día, durante semanas y semanas. La mitad del tiempo ni siquiera nos hablaba. Yo estaba deprimido, sentía que todo se estaba desmoronando; ya sabe cómo es todo a esa edad, cualquier nimiedad es el fin del mundo…

Se detuvo.

– ¿Qué pasó entonces? -le pregunté.

– A Cathal se le metió en la cabeza que, si Sandra se había interpuesto entre nosotros, tendría que ser Sandra la que nos volviera a unir. Estaba obsesionado, no dejaba de hablar de ello. Dijo que si todos estábamos con la misma chica, aquello sería el sello final de nuestra amistad, como el rollo de los hermanos de sangre, sólo que más fuerte. Ya no sé si realmente lo creía o si sólo… No lo sé. Cathal tenía una vena rara, especialmente cuando se trataba de cosas como… Bueno. Yo tenía mis dudas pero él seguía dale que te pego con ello, y claro, Shane lo secundó todo el tiempo…

– ¿A ninguno se le ocurrió pedirle a Sandra su opinión al respecto?

Jonathan dejó caer la cabeza contra el cristal, con un suave golpe.

– Deberíamos haberlo hecho -susurró en voz baja tras unos instantes-. Dios sabe que deberíamos haberlo hecho. Pero vivíamos en nuestro propio mundo. Nadie más nos parecía real; yo estaba loco por Sandra pero del mismo modo que lo estaba por la princesa Leia o quienquiera que nos gustara esa semana, no del modo en que amas a una mujer de verdad. No es excusa… no hay excusa para lo que hicimos, ninguna. Pero hay una razón.

– ¿Qué sucedió?

Se pasó una mano por la cara.

– Estábamos en el bosque -dijo-. Los cuatro; yo ya no salía con Claire. En aquel claro al que solíamos ir. No sé si lo recuerda pero aquel año tuvimos un verano precioso; hacía un calor como en Grecia o algún sitio así, ni una nube en el cielo, con luz hasta las diez y media de la noche… Pasábamos todo el día fuera, en el bosque o en su lindero. Estábamos muy morenos; yo parecía un estudiante italiano con aquellas estúpidas marcas blancas alrededor de los ojos debido a las gafas de sol…

»Era última hora de la tarde. Habíamos pasado todo el día en el claro, bebiendo y fumando porros. Creo que todos íbamos bastante ciegos, no sólo por la sidra y la mierda, sino también por el sol y por lo alocado que es uno a esa edad… Yo había estado echando pulsos con Shane, que por primera vez estaba de un humor medio aceptable, y le dejaba ganar; hacíamos el tonto, empujándonos el uno al otro y peleándonos en la hierba, ya sabe, lo que hacen los chicos. Cathal y Sandra nos gritaban para animarnos, y entonces Cathal empezó a hacerle cosquillas a Sandra y ella se puso a reír y a chillar. Acabaron rodando hasta nuestros pies y nosotros nos echamos encima de ellos. Y de repente Cathal gritó: «¡Ahora!».

Aguardé un buen rato.

– ¿La violaron los tres? -pregunté al fin, con voz queda.

– Sólo Shane. No es que eso lo mejore. Yo ayudé a sujetarla… -Aspiró rápidamente entre los dientes-. Nunca me ha ocurrido algo así. Puede que se nos fuera la cabeza. No parecía real, ¿sabe? Fue como una pesadilla o un mal viaje. No se acababa nunca. Hacía un calor abrasador, yo estaba mareado y sudando como un cerdo. Miré a mi alrededor, hacia los árboles, y se nos acercaban, nos disparaban ramas que les acababan de salir, pensé que estaban a punto de rodearnos y engullirnos; y todos los colores parecían estar mal, apagados, como en una de esas películas antiguas coloreadas. El cielo se había vuelto casi blanco y unas cosas lo surcaban de un lado a otro, unas cositas negras. Miré tras de mí, sentí que debía avisar a los otros de que algo pasaba, de que algo iba mal, y estaba sujetando… sujetándola a ella, pero no me sentía las manos, no parecían mías. No podía entender de quién eran aquellas manos. Estaba aterrorizado. Tenía a Cathal ahí delante y su respiración parecía la cosa más ruidosa del mundo pero yo no le reconocía, no podía recordar quién coño era él ni lo que hacíamos. Sandra se resistía y había esos ruidos y… Dios. Por un instante le juro que creí que éramos cazadores y que ella era un… un animal al que habíamos abatido, y que Shane lo estaba matando…

Empezaba a desagradarme el tono que adquiría aquello.

– Si le he entendido bien -interrumpí fríamente-, en ese momento estaban bajo los efectos del alcohol y de sustancias ilegales, es muy posible que sufrieran una insolación, y presumiblemente se encontraban en un estado de considerable excitación. ¿No cree que estos factores pudieron tener algo que ver con esa experiencia?

Jonathan posó su mirada en mí un instante; luego se encogió de hombros con un pequeño gesto de derrota.

– Sí, claro -dijo con calma-. Probablemente. Le repito que no lo digo a modo de excusa. Sólo se lo cuento. Usted me lo ha preguntado.

Era una historia absurda, desde luego, melodramática e interesada y completamente predecible. Todos los criminales a los que he interrogado tenían una larga y enrevesada historia que demostraba que en realidad no había sido culpa suya o, como mínimo, que no todo pintaba tan mal como parecía, y la mayoría eran mucho mejores que ésta. Lo que me molestaba era que una minúscula parte de mí se la creía. Los motivos idealistas de Cathal no me convencían en absoluto, pero sí a Jonathan, que se había encontrado perdido en algún lugar limítrofe y delirante de los diecinueve, medio enamorado de sus amigos con un amor que sobrepasaba el profesado a las mujeres, desesperado por dar con algún ritual místico que invirtiera el tiempo y volviera a ensamblar su desmoronado mundo particular. No debió de resultarle difícil verlo como un acto de amor, por muy oscuro, retorcido e intraducible que fuera para él el duro mundo exterior. Aunque eso no importaba demasiado; me preguntaba qué más habría hecho por la causa.

– ¿Y ya no tiene ningún contacto con Cathal Mills y Shane Waters? -pregunté, con cierta crueldad, lo admito.

– No -respondió en voz baja. Miró por la ventana y se rió, con un leve soplo de melancolía-. ¿Después de todo eso? Cathal y yo nos enviamos felicitaciones de Navidad; su mujer escribe el nombre de él en las suyas. No tengo noticias de Shane desde hace años. Le escribí alguna que otra, pero nunca respondió y dejé de intentarlo.

– Empezaron a distanciarse no mucho después de la violación.

– Fue un proceso lento, duró años. Pero sí, bien pensado supongo que comenzó con aquel día en el bosque. Después de lo ocurrido nos sentíamos incómodos, Cathal insistía en hablar de ello todo el tiempo, lo que ponía a Shane de los nervios, y yo me sentía muy culpable y no quería acordarme… Irónico, ¿no? Y nosotros que pensábamos que aquello nos volvería a unir para siempre. -Movió la cabeza rápidamente, como un caballo sacudiéndose una mosca-. Pero yo diría que igualmente habríamos tirado cada uno por su lado, seguro. Estas cosas pasan. Cathal se mudó, yo me casé…

– ¿Y Shane?

– Apuesto a que sabe que Shane está en prisión -dijo secamente-. Shane… Escuche, si aquel pobre capullo hubiera nacido diez años más tarde, las cosas le habrían ido bien. No tendría una vida llena de éxitos pero sí un trabajo decente y tal vez una familia. Fue una víctima de los ochenta. Ahí afuera hay toda una generación que se precipitó al vacío. Cuando llegó el Tigre Celta ya era demasiado tarde, la mayoría de nosotros éramos demasiado mayores para volver a empezar. Cathal y yo tuvimos suerte. Yo era una mierda en todo lo demás pero era bueno en mates; saqué un sobresaliente en selectividad y así pude conseguir un trabajo en el banco. Cathal salió con una chica rica que tenía un ordenador y que le enseñó a usarlo por pura diversión; unos años después, cuando todo el mundo necesitaba con urgencia a alguien que entendiera de ordenadores, él era uno de los pocos en todo el país que sabía hacer algo más que encender esos malditos cacharros. Cathal siempre caía de pie. Pero Shane… no tenía trabajo, ni educación, ni posibilidades, ni familia. ¿Qué podía perder si robaba?

Me estaba costando sentir una simpatía especial por Shane Waters.

– En los minutos inmediatamente posteriores a la violación -dije, casi contra mi voluntad-, ¿oyeron algún ruido fuera de lo normal, tal vez un sonido como de un gran pájaro batiendo las alas?

Obvié lo de que parecía una voz. Incluso en momentos como ése, hay un límite respecto a lo raro que estoy dispuesto a parecer. Jonathan me miró extrañado.

– El bosque estaba lleno de pájaros, zorros y demás. No me habría percatado de uno más o menos, sobre todo en aquel momento. No sé si se ha hecho a la idea del estado en que nos encontrábamos todos. No era yo mismo, ¿sabe? Era como si nos estuviera dando un bajón de ácido. Me temblaba todo el cuerpo, no veía bien, todo se deslizaba a mi alrededor. Sandra estaba… Sandra jadeaba como si no pudiese respirar. Shane estaba tumbado en la hierba con la mirada fija en los árboles y tembloroso. Cathal empezó a reírse y a andar tambaleándose por el claro mientras aullaba, y le dije que le daría un puñetazo en la cara si no…

– Se detuvo.

– ¿Qué pasa? -quise saber, al cabo de un momento.

– Me había olvidado -dijo lentamente-. No me… la verdad es que de todos modos no me gusta pensar en aquello. Me había olvidado… Si es que en verdad fue algo, porque tal como teníamos la cabeza pudieron ser imaginaciones nuestras.

Aguardé. Al fin suspiró e hizo un movimiento incómodo, como si se encogiera de hombros.

– Bueno. Por lo que recuerdo, agarré a Cathal y le dije que se callara o lo golpearía, y él dejó de reírse y me agarró por la camiseta… parecía medio loco, por un instante pensé que aquello iba a acabar en una pelea. Pero había alguien que se reía… no era ninguno de nosotros; estaba lejos, en los árboles. Sandra y Shane se pusieron a gritar, quizá yo también, no lo sé, pero el hecho es que cada vez se oía más fuerte, una voz enorme, riéndose…

– ¿Unos niños? -pregunté con frialdad.

Reprimí un violento impulso de largarme de allí. Jonathan no tenía por qué reconocerme -yo sólo era un niño pequeño que correteaba por ahí, y por entonces mi pelo era mucho más claro y tenía un acento y un nombre diferentes-, pero de pronto me sentí terriblemente desnudo y expuesto.

– Ah, había unos niños de la urbanización, unos críos de diez o doce años que solían jugar en el bosque. A veces nos espiaban; nos tiraban cosas y salían corriendo, ya sabe. Pero a mí no me sonaba como si fuera un niño. Parecía proceder de un hombre, un hombre joven, de nuestra edad tal vez. Pero no un niño.

Por una milésima de segundo casi aproveché la ocasión que se me brindaba. El atisbo de cautela se había disuelto, y los pequeños y rápidos susurros de las esquinas habían crecido hasta convertirse en un grito silencioso, cercano, tan próximo como una respiración. Lo tenía en la punta de la lengua: «Aquellos niños, ¿no les estaban espiando aquel día? ¿No les dio miedo que pudieran contarlo? ¿Qué hicieron para detenerlos?». Pero el detective que llevo dentro me contuvo. Sabía que sólo tendría una oportunidad y que necesitaba llegar a ella en mi propio territorio y con toda la munición que pudiera reunir.

– ¿Alguno de ustedes fue a ver qué era? -pregunté en su lugar.

Jonathan pensó un momento, absorto y con los párpados cerrados.

– No. Ya le he dicho que todos estábamos conmocionados, y aquello era más de lo que podíamos soportar. Yo estaba paralizado, no habría podido moverme aunque hubiese querido. Cada vez era más fuerte, hasta que pensé que la urbanización entera saldría a ver qué estaba pasando, y nosotros seguíamos gritando… Finalmente cesó, tal vez se adentrara en el bosque, no lo sé. Shane siguió chillando hasta que Cathal le dio un golpe en la nuca y le dijo que se callara. Salimos de allí piernas para que os quiero. Yo me fui a casa, le pillé algo de priva a mi padre y me emborraché a conciencia. No sé qué hicieron los demás.

Así que eso era todo en cuanto al misterioso animal salvaje de Cassie. Pero era muy posible que hubiera alguien en el bosque aquel día, alguien que, de haber visto la violación, muy probablemente nos habría visto también a nosotros; alguien que podría haber regresado allí de nuevo, una o dos semanas después.

– ¿Tiene alguna sospecha de quién pudo ser la persona que estaba riéndose? -le pregunté.

– No. Creo que Cathal nos preguntó eso mismo más tarde. Dijo que teníamos que saber quién era, cuánto había visto. No tengo ni idea.

Me puse en pie.

– Gracias por su tiempo, señor Devlin. Quizá necesite hacerle alguna otra pregunta más adelante, pero eso es todo por ahora.

– Espere -me rogó de repente-. ¿Cree que Sandra asesinó a Katy?

Parecía muy pequeño y patético, de pie junto a la ventana, con las manos enfundadas en los bolsillos de su chaqueta de punto, aunque aún mantenía una especie de dignidad desamparada.

– No -respondí-. No lo creo. Pero debemos investigar a fondo todas las posibilidades.

Jonathan asintió con la cabeza.

– Supongo que eso significa que no tienen ningún sospechoso de verdad -señaló-. No, lo sé, lo sé, no me lo puede decir… Si habla con Sandra, dígale que lo siento. Hicimos algo horrible. Sé que es un poco tarde, que debería habérselo dicho hace veinte años, pero… dígaselo de todos modos.


Aquella tarde fui hasta Mountjoy para ver a Shane Waters. Estoy seguro de que Cassie me habría acompañado si se lo hubiera pedido pero, en la medida de lo posible, quería hacerlo a solas. Shane era nervioso y tenía cara de rata, llevaba un repulsivo bigotillo y aún tenía granos. Me recordaba a Wayne el yonqui. Probé con todas las tácticas que conocía y le prometí todo lo que se me ocurrió -inmunidad, puesta en libertad anticipada por el robo a mano armada-, confiando en que no fuera lo bastante listo para saber lo que yo podía o no cumplir, pero (y eso siempre ha sido uno de mis puntos débiles) infravaloré el poder de la estupidez. Así, con la testarudez del que hace ya mucho que renunció a analizar posibilidades y consecuencias, Shane se aferraba a la única opción que entendía.

– No sé nada -repitió una y otra vez, con un toque de autocomplacencia anémica que me daba ganas de gritar-. Y no puede demostrar lo contrario.

Sandra, la violación, Peter y Jamie, incluso Jonathan Devlin: «No sé de qué estás hablando, tío». Finalmente me rendí al darme cuenta de que corría un grave peligro de revelar algo.

De camino a casa me tragué el orgullo y telefoneé a Cassie, que ni siquiera trató de fingir que no sabía adónde había ido. Había invertido la tarde en eliminar a Sandra Scully de la investigación. La noche de autos Sandra estuvo trabajando en un locutorio del centro. Su supervisor y compañeros de turno confirmaron su presencia allí hasta poco antes de las dos de la madrugada, hora en que fichó y cogió un autobús nocturno de regreso a casa. Eran buenas noticias -ponían las cosas en orden y, además, me había disgustado la idea de considerar a Sandra como a una posible asesina-, pero el hecho de imaginármela dentro de un cubículo fluorescente mal ventilado, rodeada de trabajadores a media jornada como estudiantes y actores a la espera de su próximo bolo, me produjo una punzada leve y compleja.

No entraré en detalles, pero dedicamos mucho esfuerzo y una considerable cantidad de ingenio -más o menos dentro de la legalidad casi todo ello-, en identificar el peor momento posible para ir a hablar con Cathal Mills. Ocupaba un cargo de responsabilidad con un nombre ininteligible en una empresa que ofrecía algo llamado «soluciones corporativas para la localización de software y el aprendizaje virtual» (yo estaba impresionado: me había parecido imposible que me cayera aún peor), así que entramos a por él en medio de una reunión decisiva con un potencial cliente importante. Incluso el edificio era espeluznante: largos pasillos sin ventanas y tramos de escaleras que reducían a cero el sentido de la orientación, aire tibio y enlatado sin apenas oxígeno, un estúpido y grave zumbido de ordenadores y voces contenidas y extensiones enormes de cubículos como los laberintos para ratas de algún científico chiflado. Cassie me miró con los ojos abiertos de par en par, horrorizada, mientras seguíamos a un androide a través del quinto par de puertas batientes con tarjeta de acceso.

Cathal estaba en la sala de juntas y nos fue fácil identificarle: era el de la presentación en PowerPoint. Todavía era un tipo atractivo -alto y ancho de espaldas, con ojos azul claro y huesos fuertes y peligrosos-, aunque la grasa comenzaba a desfigurarle la cintura y colgarle bajo la mandíbula; unos cuantos años más y sería un dechado de ordinariez. El nuevo cliente eran cuatro norteamericanos idénticos y sin gracia con inescrutables trajes oscuros.

– Lo siento, chicos -dijo Cathal con una tranquila sonrisa a modo de advertencia-: la sala de juntas está ocupada.

– En efecto -le replicó Cassie. Se había vestido para la ocasión, con tejanos desgarrados y una vieja camiseta turquesa donde en la parte delantera se leía en rojo: «Los yuppies saben a pollo»-. Soy la detective Maddox…

– Y yo soy el detective Ryan -añadí, al tiempo que le mostraba mi placa-. Nos gustaría hacerle algunas preguntas.

No modificó su sonrisa, pero un destello feroz cruzó su mirada.

– Ahora no es un buen momento.

– ¿No? -preguntó Cassie con afabilidad, repantigándose en la mesa para que la imagen del PowerPoint se desdibujara sobre su camiseta.

– No.

Observó de soslayo al nuevo cliente, que miraba con desaprobación al vacío y removía papeles.

– Este parece un buen lugar para hablar -dijo ella, inspeccionando detenidamente la sala de juntas-, pero si lo prefiere podemos ir a la comisaría.

– ¿De qué se trata? -exigió Cathal.

Fue un error, y lo supo en cuanto las palabras salieron de su boca; si hubiéramos dicho algo por iniciativa propia delante de los clones, habría sido como una invitación para demandarnos por acoso, y él tenía pinta de que le gustaran los pleitos. Pero dado que lo había preguntado…

– Estamos investigando el homicidio de una niña -respondió Cassie con dulzura-. Cabe la posibilidad de que guarde relación con la supuesta violación de una chica y tenemos motivos para creer que usted nos podría ayudar en nuestras pesquisas.

Sólo necesitó una milésima de segundo para recuperarse.

– No me imagino cómo -respondió con gravedad-. Aunque si se trata de una niña asesinada, entonces, por supuesto, cualquier cosa que yo pueda… Muchachos -dirigiéndose al cliente-, lamento esta interrupción, pero me temo que el deber me llama. Llamaré a Fiona para que os enseñe el edificio. Reanudaremos la reunión dentro de unos minutos.

– Optimismo -apuntó Cassie en tono de aprobación-. Me gusta.

Cathal le lanzó una mirada asesina y pulsó un botón de un objeto que resultó ser un interfono.

– Fiona, ¿podrías bajar a la sala de juntas y mostrarles el edificio a estos caballeros?

Les abrí la puerta a los clones, que salieron en fila sin modificar un ápice sus estiradas caras de póquer.

– Ha sido un placer -les dije.

– ¿Eran de la CIA? -susurró Cassie, no lo bastante bajo.

Cathal ya había sacado el móvil para llamar a su abogado -con cierta ostentación, quizá para que nos sintiéramos intimidados-, luego cerró el teléfono de golpe, inclinó la silla hacia atrás y estiró las piernas mientras le daba un repaso a Cassie con lento y deliberado placer. En un instante de locura me dieron ganas de decirle algo así como: «Tú me diste mi primer cigarrillo, ¿te acuerdas?», tan sólo para ver cómo fruncía las cejas y cómo se desvanecía de su cara esa sonrisa boba y complaciente. Cassie pestañeó y le dedicó una sonrisa de fingida insinuación, cosa que le cabreó: dejó caer la silla de golpe y alzó la muñeca con ímpetu para subirse la manga y consultar su Rolex.

– ¿Tiene prisa? -quiso saber Cassie.

– Mi abogado estará aquí dentro de veinte minutos -respondió Cathal-. Pero déjenme ahorrarles tiempo y complicaciones: cuando llegue tampoco tendré nada que decirles.

– Vaya -replicó Cassie, y se sentó sobre la mesa colocando el trasero encima de un montón de papeles; Cathal la miró de arriba abajo, pero optó por no morder el anzuelo-. Le estamos haciendo perder veinte valiosos minutos a Cathal, y lo único que ha hecho es violar en grupo a una adolescente. Qué injusta es la vida.

– Maddox -dije.

– Jamás en la vida he violado a una chica -refutó Cathal con una desagradable sonrisa-. Nunca lo he necesitado.

– ¿Lo ve?, eso es lo que me resulta interesante, Cathal -apuntó Cassie en tono de confidencia-. A mí me parece que usted debía de ser un tipo bastante atractivo. Por eso no puedo evitar preguntarme si es que tiene algún problema con su sexualidad. Ya sabe, a muchos violadores les pasa. Por eso necesitan violar a mujeres: intentan desesperadamente demostrarse a sí mismos que son hombres de verdad, a pesar del problemilla.

– Maddox…

– Si sabe lo que le conviene -dijo Cathal-, cerrará el pico ahora mismo.

– ¿Qué le pasa, Cathal? ¿No se le levanta? ¿Aún no ha salido del armario? ¿No está bien dotado?

– Enséñeme su placa -espetó Cathal-. Voy a presentar una queja por esto. La van a echar a patadas antes de que se dé cuenta.

– Maddox -dije yo con acritud, haciéndome el O'Kelly-. Tengo que hablar contigo. Ahora.

– ¿Sabe una cosa, Cathal? -añadió Cassie con compasión mientras salía-. Hoy en día la medicina puede ayudar en la mayoría de esos casos.

La agarré del brazo y la empujé para que cruzara la puerta.

En el pasillo la regañé, en voz baja pero asegurándome de que se oyera: «Muestra algo de respeto, estúpida, ni siquiera es sospechoso», blablablá. (Lo de «no es sospechoso» era cierto, en realidad; por el camino supimos, para nuestra decepción, que Cathal había pasado las tres primeras semanas de agosto haciendo negocios en Estados Unidos y que contaba con varios recibos realmente impresionantes de la tarjeta de crédito que lo demostraban.) Cassie me sonrió y me hizo una señal de okay.

– Lo siento mucho, señor Mills -dije al regresar a la sala de juntas.

– Amigo, no le envidio su trabajo -replicó Cathal.

Estaba furioso y tenía manchas de un rojo encendido en las mejillas. Me pregunté si Cassie había dado efectivamente en el blanco, o si le había cercado; quizá Sandra le hubiera proporcionado algún pequeño detalle que no había compartido conmigo.

– Hábleme de ello -le pedí. Me senté frente a él y me pasé una mano por la cara con cansancio-. Es obvio que su presencia aquí es meramente simbólica. Yo no me molestaría en presentar una queja; los jefes temen reprenderla por si acude a la Comisión por la Igualdad. Pero créame, los muchachos y yo la meteremos en cintura. Denos algo de tiempo.

– Sabe lo que esa zorra necesita, ¿verdad? -dijo Cathal.

– Todos lo sabemos, pero ¿quién va a acercarse a ella para dárselo? -Intercambiamos unas risitas viriles-. Mire, debo decirle que no hay ninguna posibilidad de que vayamos a detener a nadie por esa supuesta violación. Aunque la historia sea cierta, prescribió hace años. Estoy trabajando en un caso de homicidio; lo otro me importa una mierda.

Cathal se sacó del bolsillo un paquete de chicle blanqueador, se echó uno a la boca y me pasó el paquete. Detesto la goma de mascar pero, aun así, cogí uno. Se estaba calmando y el tono comenzaba a apaciguarse.

– ¿Están investigando lo que le pasó a la hija de Devlin?

– Sí -respondí-. Usted conoce a su padre, ¿verdad? ¿Llegó a conocer a Katy?

– No. Conocí a Jonathan cuando éramos niños pero no mantenemos el contacto. Su mujer es una pesadilla. Es como intentar hablar con la pared.

– La he visto -dije yo, con una sonrisa irónica.

– ¿Y qué es todo eso de la violación? -quiso saber Cathal.

Aunque jugueteaba con el chicle con aparente calma, mantenía una mirada alerta, animal.

– Básicamente -apunté-, estamos comprobando cualquier detalle de la vida de los Devlin que huela raro. Y hemos oído que usted, Jonathan Devlin y Shane Waters le hicieron algo muy feo a una chica en el verano del ochenta y cuatro. ¿Qué pasó en realidad?

Aunque me hubiera gustado dedicar unos minutos más a fomentar el compañerismo masculino, no teníamos tiempo. En cuanto llegara su abogado, perdería mi oportunidad.

– Shane Waters -replicó Cathal-. Hacía tiempo que no oía ese nombre.

– No tiene por qué decir nada hasta que llegue su abogado -precisé-, aunque no es sospechoso del asesinato: sé que esa semana estuvo fuera del país. Pero me interesa cualquier información sobre los Devlin que me pueda proporcionar.

– ¿Cree que Jonathan se cargó a su propia hija?

Cathal parecía divertido.

– Dígamelo usted -le pedí-. Usted le conoce mejor que yo.

Cathal inclinó la cabeza hacia atrás y se rió. Esto relajó sus hombros y le quitó veinte años de encima y, por vez primera, me resultó familiar el corte cruel y atractivo de sus labios, el brillo astuto de sus ojos…

– Oiga, amigo -comenzó-, déjeme decirle algo sobre Jonathan Devlin: ese tipo es un maldito cobarde. Puede que aún se haga el duro, pero no se deje engañar por ello; jamás en su vida ha corrido un riesgo sin que estuviera yo allí para darle un empujón. Por eso hoy en día él está donde está, mientras que yo estoy… -dijo, apuntando con la barbilla a la sala de juntas- aquí.

– Así que la violación no fue idea de él.

Negó con la cabeza y me amonestó con el dedo, sonriendo: «Buen intento».

– ¿Quién le ha dicho que hubo una violación?

– Venga, hombre -le repliqué, devolviéndole la sonrisa-, sabe que no puedo decírselo. Unos testigos.

Cathal hizo estallar el chicle lentamente y me observó.

– Está bien -dijo al fin. Un vestigio de sonrisa aún asomaba por las comisuras de sus labios-. Digámoslo así. No hubo ninguna violación pero, suponiendo que la hubiera, a Jonner no se le habría ocurrido ni en un millón de años. Y, si hubiera pasado alguna vez, habría estado tan asustado las semanas posteriores que prácticamente se habría cagado en los pantalones, convencido de que alguien lo había visto y de que iría a la poli, farfullando que todos acabaríamos en prisión y con ganas de entregarse. Ese tío no tiene agallas ni para matar a un gatito, y menos aún a una niña.

– ¿Y usted? -pregunté-. ¿No le habría preocupado que esos testigos le pudieran delatar?

– ¿A mí? -La sonrisa se ensanchó de nuevo-. De ninguna manera, amigo. Si, hipotéticamente, algo de todo esto hubiera sucedido alguna vez, estaría la hostia de satisfecho conmigo mismo porque sabría que me iba a librar.


– Voto por que le detengamos -dije aquella noche en casa de Cassie.

Sam estaba en Ballsbridge, en una recepción con baile y champán para celebrar los veintiún años de su sobrina, así que estábamos los dos a solas, sentados en el sofá bebiendo vino y decidiendo cómo dar caza a Jonathan Devlin.

– ¿Basándonos en qué? -exigió Cassie, con toda la razón-. No podemos pillarle por la violación. Es posible que tengamos suficiente sólo para traerle e interrogarle acerca de Peter y Jamie, salvo que no hay ningún testigo que los sitúe en la escena de la violación, así que no podemos demostrar que haya un móvil. Sandra no vio a los niños, y si tú te presentas voluntariamente pondrás en peligro tu relación con el caso, además de que O'Kelly te cortará las pelotas y las usará como adorno navideño. Y no tenemos absolutamente nada que relacione a Jonathan con la muerte de Katy; sólo un trastorno estomacal que pudo ser abuso o no y que pudo causarlo él o no. Lo único que podemos hacer es pedirle que venga a hablar con nosotros.

– Me gustaría sacarle de esa casa -dije, despacio-. Estoy preocupado por Rosalind.

Era la primera vez que articulaba en palabras dicho malestar, que se había forjado poco a poco en mi interior, reconocido sólo a medias, desde aquella apremiante primera llamada suya. Pero a lo largo de los dos últimos días había alcanzado tal grado que ya no podía ignorarlo.

– ¿Rosalind? ¿Por qué?

– Tú dijiste que nuestro hombre no matará a menos que se sienta amenazado. Eso encaja con todo lo que sabemos. Según Cathal, Jonathan estaba muerto de miedo por si le contábamos a alguien lo de la violación, así que fue a por nosotros. Katy decidió dejar de ponerse enferma, tal vez amenazara con contarlo, así que la mató. Si se entera de que Rosalind ha estado hablando conmigo…

– No creo que debas preocuparte demasiado por ella -concluyó Cassie. Se terminó su vino-. Podríamos estar completamente equivocados respecto a Katy; no son más que suposiciones. Y yo no le concedería demasiada importancia a nada de lo que diga Cathal Mills. Me da la impresión de que es un psicópata, y a los psicópatas les es más fácil mentir que decir la verdad.

Arqueé las cejas.

– ¿Te bastaron cinco minutos para emitir un diagnóstico? A mí sólo me pareció un capullo.

Se encogió de hombros.

– No digo que esté segura acerca de Cathal. Pero si sabes cómo, son increíblemente fáciles de reconocer.

– ¿Es eso lo que te enseñaron en Trinity?

Cassie cogió mi copa y se levantó para volverlas a llenar.

– No exactamente -dijo desde la nevera-. Una vez conocí a un psicópata.

Estaba de espaldas a mí y, si había algún trasfondo extraño en su voz, no lo capté.

– Una vez vi un programa en el Discovery Channel donde expusieron que hasta un cinco por ciento de la población son psicópatas -apunté-, aunque la mayoría de ellos no infringen la ley, por lo que jamás se les diagnostica. ¿Qué te apuestas a que la mitad del gobierno…?

– Rob -dijo Cassie-. Cállate, por favor. Estoy intentando explicarte algo. -Esta vez sí que percibí la tensión. Vino hacia mí y me dio la copa, se fue con la suya hacia la ventana y se apoyó contra el alféizar-. Querías saber por qué abandoné la universidad, ¿verdad? -continuó, sin alterarse-. En segundo me hice amiga de un chico de mi clase. Era popular, bastante guapo, encantador, inteligente e interesante… No es que me gustara ni nada de eso, pero supongo que me sentía halagada por el hecho de que me prestara tanta atención. Nos saltábamos todas las clases y pasábamos horas tomando café. Me hacía regalos… eran baratos, y algunos parecían usados, pero éramos estudiantes y estábamos sin blanca, y además, la intención es lo que cuenta, ¿no? A todo el mundo le parecía muy tierno lo unidos que estábamos.

Bebió un sorbo de su copa y tragó con fuerza.

– Tardé poco en darme cuenta de que decía muchas mentiras, la mayoría sin ningún motivo, pero yo sabía… bueno, él me había contado que tuvo una infancia horrible y que había sufrido acoso en el colegio, así que supuse que se había acostumbrado a mentir para protegerse. Dios mío, pensé que podría ayudarle; creí que, si él sabía que contaba con una amiga que no le abandonaría pasara lo que pasase, se sentiría más seguro y no necesitaría mentir más. Yo sólo tenía dieciocho o diecinueve años.

Me daba miedo moverme, incluso dejar la copa; me aterraba pensar que cualquier pequeño movimiento mío la haría apartarse del alféizar de la ventana y cambiar de tema con algún comentario frívolo. Había una expresión extraña y tensa en torno a su boca que le hacía parecer mucho mayor, y entonces supe que nunca antes le había contado a nadie aquella historia.

– Ni siquiera me di cuenta de que me estaba alejando de otros amigos que había hecho porque él se enfurruñaba si salía con ellos. La verdad es que se ponía de mal humor con frecuencia, con o sin motivos, y yo me pasaba el rato procurando entender qué era lo que había hecho y disculpándome y compensándole por ello. Cuando quedábamos, yo nunca sabía si sería todo abrazos y cumplidos o todo morros y miradas de desaprobación; no seguía ninguna lógica. A veces tenía unas cosas… cosas sin importancia, como pedirme los apuntes de clase antes de los exámenes, olvidarse de traerlos durante días y luego asegurar que los había perdido, y encima indignarse si yo los veía asomar por su mochila… cosas así. Me ponía tan furiosa que lo habría matado con mis propias manos, aunque era encantador con la frecuencia suficiente como para no dejar de quedar con él. -Una leve sonrisa torcida-. No quería hacerle daño.

Encendió el cigarrillo al tercer intento, ella, que me contó que la habían apuñalado sin llegar a ponerse tan tensa.

– En cualquier caso -dijo-, la relación siguió así durante casi dos años más. En enero del cuarto curso quiso enrollarse conmigo, en mi piso. Yo le rechacé, no sé por qué, para entonces ya estaba tan confundida que apenas sabía lo que hacía, pero gracias a Dios aún me quedaba algo de instinto. Le dije que sólo quería que fuésemos amigos, a él le pareció bien, charlamos un rato y se marchó. Al día siguiente entré en clase y todo el mundo se me quedó mirando y nadie quiso hablar conmigo. Tardé dos semanas en enterarme de lo que ocurría. Finalmente acorralé a una tal Sarah-Jane, de la que había sido bastante amiga en primero, y me dijo que todos estaban al corriente de lo que le había hecho a mi amigo.

Le dio una fuerte y rápida calada al cigarrillo. Sus ojos, abiertos y dilatados hasta la exageración, apuntaban en mi dirección sin llegar a encontrarse con los míos. Me acordé de la mirada aturdida y narcotizada de Jessica Devlin.

– La noche en que lo rechacé, se fue directamente a casa de unas chicas de nuestra clase. Llegó allí llorando y les dijo que llevábamos un tiempo saliendo en secreto, pero que a él le parecía que la cosa no iba bien y que yo le había dicho que, si rompía conmigo, le contaría a todo el mundo que me había violado. Dijo que yo le amenacé con ir a la policía y a los periódicos, con arruinar su vida.

Buscó un cenicero, tiró la ceniza y falló. En aquel momento no se me ocurrió preguntarme por qué me contaba esa historia, por qué precisamente entonces. Puede parecer extraño, pero aquel mes todo lo parecía: extraño e incierto. En el instante en que Cassie dijo que aceptábamos el caso, se puso en marcha un irrefrenable movimiento tectónico; todo lo que me era familiar empezaba a resquebrajarse, a alterarse por completo ante mis ojos, mientras el mundo se volvía hermoso y peligroso como una reluciente cuchilla giratoria. El hecho de que Cassie abriera la puerta de uno de sus compartimentos secretos parecía una parte natural e inevitable de esa transformación enorme y profunda. En cierto modo, supongo que lo era. Si le hubiera prestado atención me habría dado cuenta de que, en realidad, me estaba diciendo algo muy concreto, pero no me percaté de ello hasta mucho más tarde.

– Dios mío -dije, al cabo de un rato-. ¿Sólo porque lastimaste su ego?

– No sólo por eso -respondió Cassie. Llevaba un jersey suave de color cereza y pude ver cómo éste se agitaba, muy deprisa, encima de su pecho, y me di cuenta de que mi corazón también comenzaba a acelerarse-. Se aburría. Porque, al rechazarle, le dejé claro que ya no iba a obtener más diversión de mí, así que eso era lo único que podía hacer conmigo. Porque, si lo piensas bien, era divertido.

– ¿Le explicaste a la tal Sarah-Jane lo que había sucedido?

– Sí, claro -dijo Cassie con serenidad-. Se lo conté a todos los que aún me hablaban. Ninguno de ellos me creyó. Todos le creyeron a él: nuestros compañeros de clase, nuestros conocidos, en definitiva, casi todos a los que yo conocía. Personas que se suponía que eran amigas mías.

– Oh, Cassie -dije.

Quise acercarme a ella, rodearla con mis brazos y estrecharla con fuerza hasta que esa terrible rigidez abandonase su cuerpo y ella regresara del remoto lugar al que se había ido. Pero su inmovilidad y sus hombros rígidos me impedían distinguir si iba a agradecerlo o si era lo peor que podía hacer. Culpa del internado o, si se prefiere, de algún defecto de carácter muy arraigado. El hecho es que no supe cómo actuar. Dudo que a la larga hubiera cambiado nada, aunque eso sólo me hace desear aún más intensamente, al menos en aquel único instante, haber sabido qué hacer.

– Aguanté un par de semanas más -dijo Cassie. Se encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior, algo que no le había visto hacer jamás-. Siempre estaba rodeado de un grupito que le daba palmaditas protectoras y que a mí me fulminaba con la mirada. La gente se me acercaba para decirme que yo era la razón por la que los auténticos violadores salían impunes. Una chica me dijo que merecía que me violasen para que me diera cuenta de que lo que había hecho era horrible.

Se rió con un ruidito disonante.

– Menuda ironía, ¿eh? Un centenar de estudiantes de psicología y ni uno de nosotros reconoció a un psicópata de manual. ¿Sabes qué es lo más extraño? Que deseé haber hecho todo aquello de lo que él me acusaba. En ese caso, todo habría tenido sentido y yo habría recibido mi merecido. Pero yo no había hecho nada, y sin embargo eso no cambiaba en lo más mínimo lo que sucedía. No había una relación de causa y efecto. Pensé que me estaba volviendo loca.

Me incliné hacia delante lentamente, del modo en que uno trataría de acercarse a un animal aterrorizado, y le cogí la mano; al menos conseguí hacer eso. Lanzó una breve carcajada, me apretó los dedos y luego los soltó.

– En resumen, que finalmente se me acercó un día en el Buttery; todas aquellas chicas intentaron disuadirle, pero él se las quitó de encima con valentía, vino hacia mí y me dijo, en voz alta para que pudieran oírle: «Por favor, deja de llamarme en plena noche. ¿Puede saberse qué es lo que te he hecho?». Me quedé completamente aturdida, incapaz de entender a qué se refería. Lo único que se me ocurrió decir fue: «Pero si no te he llamado». Él sonrió y negó con la cabeza, como diciendo: «Sí, claro», y entonces se me acercó y me dijo, bajito, en un tono formal pero animado: «Si alguna vez entrara en tu piso y te violara, no creo que una denuncia sirviera de mucho, ¿y tú?». Entonces volvió a sonreír y regresó con sus amigos.

– Cariño -dije al fin, con cuidado-, quizá deberías instalar una alarma en el piso. No quiero asustarte, pero…

Cassie negó con la cabeza.

– ¿Y qué más, no volver a salir de casa? No me puedo permitir el lujo de ponerme paranoica. Tengo unos buenos cerrojos y dejo la pistola junto a la cama. -Ya me había dado cuenta, por supuesto, pero hay muchos detectives que no se sienten bien a menos que tengan la pistola a su alcance-. De todos modos, estoy bastante segura de que jamás lo haría. Por desgracia, sé cómo funciona. Para él es mucho más divertido pensar que estoy preocupada que hacerlo y acabar con ello.

Le dio una última calada al cigarrillo y se inclinó hacia delante para apagarlo. Tenía la espalda tan rígida que pareció un movimiento doloroso.

– Aunque, en aquel momento, todo el asunto me asustó lo suficiente como para abandonar la universidad. Me fui a Francia. Tengo unos primos en Lyon, me quedé con ellos un año y trabajé de camarera en un café. Estuvo bien. Allí es donde me compré la Vespa. Luego regresé y solicité el ingreso en Templemore.

– ¿Por culpa de él?

Se encogió de hombros.

– Supongo. Probablemente. Así que puede que saliera algo bueno de todo ello. Además, ahora tengo unos buenos sensores contra los psicópatas. Es similar a una alergia: una vez te has expuesto a uno de ellos, ya estás hipersensibilizada. -Se acabó la bebida de un trago largo-. El año pasado me encontré por casualidad a Sarah-Jane en un pub. La saludé y me dijo que a él le iba bien, «a pesar de todos tus esfuerzos», y se marchó.

– ¿Por eso tienes pesadillas? -pregunté con delicadeza al cabo de un rato.

Yo la había despertado en dos ocasiones de aquellos sueños en que se agitaba y farfullaba entre jadeos un aluvión de palabras incomprensibles; fue cuando trabajábamos en casos de asesinato con violación, aunque ella nunca quiso entrar en detalles.

– Sí. Sueño que él es el tipo al que estamos persiguiendo pero no podemos demostrarlo, y cuando se entera de que yo estoy en el caso, él… En fin, lo hace.

En aquel momento di por sentado que ella soñaba que ese tipo cumplía su amenaza. Ahora creo que me equivoqué. No conseguí entender lo más importante: dónde reside el verdadero peligro. Y creo que éste pudo ser, aunque se trataría de una competición muy reñida, el mayor de todos mis errores.

– ¿Cómo se llamaba? -pregunté.

Necesitaba hacer algo urgentemente, arreglar aquello de algún modo, y lo único que se me ocurría era comprobar los antecedentes de ese tipo para encontrar un motivo para arrestarlo. Y supongo que una pequeña parte de mí, ya sea por crueldad, por simple curiosidad o por lo que sea, se había dado cuenta de que Cassie se negaba a decirlo, y deseaba ver qué ocurriría si lo hacía.

Finalmente sus ojos se posaron en los míos, y me impresionó el odio reconcentrado, duro como el diamante, que había en ellos.

– Legión [19] -dijo.

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