Capítulo 22

Hacia las doce menos cuarto sonó el fijo. Corrí a descolgarlo, pues Heather tiene sus normas respecto a las llamadas telefónicas después de que ella se haya ido a la cama.

– ¿Diga?

– Siento llamar a estas horas, pero llevo toda la tarde buscándote -dijo Cassie.

Había silenciado el móvil, pero había visto las llamadas perdidas.

– Ahora no puedo hablar -contesté.

– Rob, por el amor de Dios, es importante.

– Lo siento, tengo que colgar. Mañana me encontrarás en el trabajo a una hora u otra, o también puedes dejarme una nota.

La oí coger aire de forma apresurada y lastimosa, pero colgué de todos modos.

– ¿Quién era? -quiso saber Heather, que apareció en la puerta de su dormitorio con un camisón con cuello y aspecto de estar muy dormida y enfadada.

– Era para mí -dije.

– ¿Cassie? -Fui a la cocina, busqué la cubitera y puse algunos cubitos en un vaso-. Oooooh -exclamó con complicidad detrás de mí-. Así que al fin os habéis acostado, ¿eh?

Tiré la cubitera dentro del congelador. Heather me deja en paz si se lo pido, pero nunca vale la pena. Los morros, los aspavientos y los discursos resultantes sobre su extraordinaria sensibilidad duran mucho más que la irritación original.

– Ella no se merece esto -afirmó, y me dejó de piedra. Cassie y ella no se caían bien (una vez, muy al principio, traje a Cassie a cenar a casa y Heather se pasó toda la tarde rozando la grosería, y cuando nuestra invitada se fue se pasó horas ahuecando cojines del sofá y enderezando alfombras y suspirando ruidosamente; Cassie, por su parte, nunca volvió a mencionar a Heather), y no supe muy bien de dónde salía aquel súbito exceso de compañerismo-. No más de lo que me lo merecía yo -concluyó, y regresó a su dormitorio con un portazo.

Me llevé el vaso a mi cuarto y preparé un vodka con tónica bien cargado.


Como es natural, no pude dormir. Cuando la luz empezó a filtrarse a través de las cortinas, me rendí. Decidí que iría al trabajo temprano para ver si encontraba algo que me indicara qué le había dicho Cassie a Rosalind, y para empezar a preparar el archivo sobre Damien que enviaría al fiscal general. Pero aún llovía con fuerza, había mucho tráfico y, cómo no, al Land Rover se le pinchó una rueda a media altura de Merrion Road y tuve que hacerme a un lado y cambiarla como pude, con la lluvia entrándome a raudales por el cuello y todos los conductores detrás de mí tocando airadamente sus bocinas, un modo de decirme que ya estarían en otra parte de no ser por mí. Al final estampé la luz de emergencia en el techo, lo que cerró la boca a la mayoría.

Eran casi las ocho cuando llegué al trabajo. El teléfono, inevitablemente, sonó justo cuando me quitaba el abrigo.

– Sala de investigaciones, Ryan -contesté, encabronado.

Estaba mojado, helado y harto y quería irme a casa a tomar un largo baño y un whisky caliente. No quería tratar con quienquiera que fuese.

– Ven a mi puto despacho -ordenó O'Kelly-. Ya. -Y colgó.

Mi cuerpo fue lo que reaccionó primero. Me entró frío por todas partes, el esternón se me tensó y me costaba respirar. No sé cómo lo supe, pero era evidente que estaba en un aprieto. Si O'Kelly sólo quiere su charla de siempre, mete la cabeza por la puerta, ladra: «Ryan, Maddox, a mi despacho» y desaparece otra vez, y cuando tú logras seguirle él ya está detrás de su escritorio. Las citaciones por teléfono las reserva para cuando te ha de echar una bronca. El motivo podía ser cualquiera, por supuesto -una llamada importante que se me había pasado, Jonathan Devlin quejándose de mi trato, Sam cabreando al político equivocado-, pero supe que no era nada de eso.

O'Kelly estaba de pie, de espaldas a la ventana y con las manos hundidas en los bolsillos.

– Adam Ryan, me cago en la leche -dijo-. ¿No se te pasó por la cabeza que era algo que yo debía saber?

Me invadió una oleada de vergüenza terrible y abrasadora. La cara me ardía. No había sentido esa humillación tan extrema y apabullante desde el colegio; era ese vacío en el estómago cuando no cabe ninguna duda de que te han pillado, de que estás atrapado, y no hay absolutamente nada que puedas decir para negarlo o salir de ésa o arreglarlo un poco. Clavé la mirada en el borde del escritorio de O'Kelly y me puse a buscar dibujos en las vetas de la falsa madera, como un colegial sentenciado a la espera de que el bastón entre en acción. Yo había contemplado mi silencio como una especie de gesto de orgullo, de solitaria independencia, algo que habría hecho un curtido personaje de Clint Eastwood, y por primera vez lo veía como lo que básicamente era: una gran estupidez corta de miras, inmadura y desleal.

– ¿Tienes alguna idea de hasta qué punto puedes haber jodido esta investigación? -preguntó O'Kelly con frialdad. Siempre se vuelve más elocuente cuando se enfada, otro motivo por el que creo que es más inteligente de lo que pretende-. Piensa un momento en lo que un buen abogado defensor podría hacer con esto, si por casualidad llegamos a la sala del tribunal. El detective principal fue el único testigo ocular y el único superviviente de un caso sin resolver y relacionado con éste… Dios santo. Mientras los demás soñamos con coños, los abogados defensores sueñan con detectives como tú. Pueden acusarte de cualquier cosa, desde ser incapaz de llevar a cabo una investigación imparcial hasta ser tú mismo un sospechoso potencial de uno o ambos casos. Los medios y los fanáticos de las conspiraciones y la chusma anti-Garda se volverán locos. Dentro de una semana, nadie en todo el país recordará a quién se supone que están juzgando.

Me lo quedé mirando. Aquel golpe inesperado, surgido de ninguna parte cuando yo aún no me había recuperado del hecho de ser descubierto, me dejó aturdido y sin habla. Parecerá increíble, pero juro que nunca, ni una sola vez en veinte años, se me había ocurrido que yo podía ser sospechoso de la desaparición de Peter y Jamie. No había nada de eso en el archivo, nada. La Irlanda de 1984 pertenecía más a Rousseau que a Orwell; los niños eran inocentes, recién salidos de las manos de Dios, habría sido un ultraje contra natura sugerir que también podían ser asesinos. Hoy en día, todos sabemos que nunca se es demasiado joven para matar. A los doce años era un niño grande, llevaba sangre de otra persona en los zapatos y la pubertad es una época extraña, conflictiva y desequilibrada. De repente vi con claridad el rostro de Cassie el día en que volvió de hablar con Kiernan, la ligera curva en la comisura de sus labios que decía que se estaba guardando algo. Necesitaba sentarme.

– Todos los tipos a los que has encerrado exigirán un nuevo juicio basándose en tu historial de ocultación de pruebas materiales. Felicidades, Ryan, acabas de joder todos los casos que hayas tocado alguna vez.

– Así que estoy fuera de éste -dije al fin, como un idiota.

Tenía los labios entumecidos. Tuve una súbita alucinación de docenas de periodistas ladrando y aullando a la puerta de mi edificio, plantándome micrófonos en la cara y llamándome Adam y exigiendo detalles morbosos. A Heather le iba a encantar: melodrama y martirio de sobra para meses. Dios.

– No, no estás fuera del maldito caso -espetó O'Kelly-. Y si no lo estás es simplemente porque no quiero a ningún periodista sabelotodo metiendo las narices para saber por qué te he echado. A partir de ahora, la palabra clave es minimización de daños. No interrogarás a una sola víctima ni tocarás la menor prueba; te sentarás ante tu escritorio y procurarás no empeorar aún más las cosas. Estamos haciendo todo lo posible para que esto no salga a la luz. Y el día que se acabe el juicio de Donnelly, si es que llega a celebrarse, quedarás suspendido de la brigada y pendiente de investigación.

Lo único que podía pensar era que «minimización de daños» tenía tres palabras.

– Señor, lo siento mucho -dije, y parecía lo mejor que podía decir.

No tenía ni idea de qué implicaba la suspensión. Me vino una imagen fugaz de algún poli de la tele plantando la insignia y la pistola sobre el escritorio de su jefe; primer plano, aparecen los créditos y su carrera se evapora.

– Con eso y dos libras tienes un café -dijo O'Kelly categóricamente-. Clasifica las entradas de la línea abierta y archívalas. Si alguna de ellas menciona el caso antiguo, ni siquiera termines de leerla: se la pasas directamente a Maddox o a O'Neill.

Se sentó a su mesa, descolgó el teléfono y empezó a marcar. Me quedé ahí mirándolo unos segundos ante de darme cuenta de que esperaba que me fuera.


Regresé despacio a la sala de investigaciones, aunque no sé muy bien por qué, pues no tenía intención de mover un dedo con las entradas de la línea abierta; supongo que debía de estar en piloto automático. Cassie estaba sentada delante del vídeo, con los codos en las rodillas, visionando la cinta de mi interrogatorio a Damien. Sus hombros mostraban una caída exhausta; el mando a distancia colgaba lánguidamente de una de sus manos.

En lo más hondo de mi ser sentí un espasmo horrible y malsano. Hasta ese instante no se me había ocurrido preguntarme cómo se había enterado O'Kelly. Sólo lo recordé entonces, de pie en el umbral de la sala de investigaciones mientras la miraba. Era la única forma de que lo hubiera descubierto.

Era más que consciente de que últimamente me había comportado como un mierda con Cassie (por más que alegara que la situación era compleja y que tenía mis motivos). Pero nada de lo que hubiera hecho, nada de lo que pudiera hacer en este mundo, justificaba aquello. Nunca hubiera imaginado una traición de ese tipo. Nunca conocí una furia semejante. Creí que las piernas no me sostendrían.

Tal vez hiciera algún ruido o movimiento involuntario, no lo sé, pero Cassie se giró de golpe en su silla y me miró. Al cabo de un segundo le dio al «Stop» y dejó el mando.

– ¿Qué te ha dicho O'Kelly?

Ella lo sabía; ya lo sabía, y mi última chispa de duda se hundió en algo informe e increíblemente denso que reptaba por mi plexo solar.

– En cuanto termine el caso, estoy suspendido -respondí en tono cansino.

Mi voz sonaba como si fuera de otro.

Cassie, horrorizada, abrió los ojos de par en par.

– Mierda -exclamó-, mierda, Rob… Pero ¿no estás fuera? ¿No te ha… no te ha despedido ni nada?

– No, no estoy fuera -contesté-. Y no es gracias a ti.

El primer impacto empezaba a desvanecerse y una ira fría y atroz me atravesó como una descarga eléctrica. Sentí todo mi cuerpo temblar a su merced.

– Eso no es justo -dijo Cassie, y percibí una agitación minúscula en su voz-. Intenté avisarte. Ayer por la noche te llamé no sé cuántas veces…

– Entonces ya era un poco tarde para preocuparse por mí, ¿no crees? Tendrías que haberlo pensado antes.

Cassie palideció, sus ojos estaban abiertos como platos. Me dieron ganas de borrarle esa expresión de perplejidad con una bofetada.

– ¿Antes de qué? -quiso saber.

– De irle a O'Kelly con mi vida privada. ¿Ya te sientes mejor, Maddox? ¿Arruinar mi carrera compensa el hecho de que esta semana no te haya tratado como a una princesita? ¿O aún te guardas algún otro truco en la manga?

Al cabo de un momento dijo, con mucha cautela:

– ¿Piensas que se lo he contado yo?

Casi me reí.

– Pues sí, la verdad. Sólo cinco personas en el mundo lo sabían, y no sé por qué dudo que mis padres o un amigo de hace quince años eligieran este momento para llamar a mi jefe y decirle: «Ah, por cierto, ¿sabía que antes Ryan se llamaba Adam?». ¿Me tomas por imbécil? Sé que se lo has contado tú, Cassie.

No me había quitado los ojos de encima, pero algo en ellos había cambiado y comprendí que estaba tan furiosa como yo.

Con un gesto rápido cogió la cinta de encima de la mesa y me la arrojó levantándola por encima de su cabeza y con todo el peso de su cuerpo. Me agaché por un acto reflejo y se estampó contra la pared, rebotó y fue a caer en una esquina.

– Mira la cinta -dijo Cassie.

– No me interesa.

– O miras la cinta ahora mismo o juro por Dios que mañana tu cara saldrá en todos los periódicos del país.

No fue la amenaza lo que me convenció, sino más bien el hecho de que la formulase, que se jugase el que debía de ser su último as. Aquello desató algo en mí, una especie de violenta curiosidad combinada con una vaga y fatal premonición, aunque esto tal vez sólo lo piense ahora, no lo sé. Recogí la cinta de la esquina, la metí en el vídeo y le di al «Play». Cassie, con los brazos fuertemente cruzados en el pecho, me miraba sin moverse. Giré una silla y me senté frente a la pantalla, de espaldas a ella.

Era una cinta borrosa y en blanco y negro de la sesión de Cassie con Rosalind, la noche anterior. El registro de la hora indicaba las 20.27; en la habitación de al lado, yo acababa de rendirme con Damien, Rosalind estaba a solas en la sala de interrogatorios principal, retocándose el pintalabios con el espejo de una polvera. Se oían ruidos de fondo, y tardé un momento en darme cuenta de que me resultaban familiares. Eran unos sollozos roncos e impotentes y mi propia voz, que decía sin grandes esperanzas: «Damien, necesito que me expliques por qué lo hiciste». Cassie había encendido el intercomunicador para que captara el sonido de mi sala de interrogatorios. Rosalind alzó la cabeza; se quedó mirando el vidrio unidireccional con un rostro extremadamente inexpresivo.

Se abrió la puerta y entró Cassie, y Rosalind cerró su pintalabios y se lo metió en el bolso. Damien seguía sollozando.

– Mierda. Lo siento -dijo Cassie, echando un vistazo al intercomunicador. Lo apagó. Rosalind dibujó una sonrisita tensa y contrariada-. La detective Maddox interroga a Rosalind Frances Devlin -anunció a la cámara-. Siéntate.

Rosalind no se movió.

– Me temo que preferiría no hablar con usted -afirmó con una voz glacial y desdeñosa que yo nunca le había oído antes-. Me gustaría hablar con el detective Ryan.

– Lo siento pero es imposible -respondió Cassie con jovialidad, mientras se acercaba una silla para ella-. Está en un interrogatorio; seguro que ya lo has oído -añadió, con una mueca compungida.

– Pues ya volveré cuando esté libre.

Rosalind se ajustó el bolso debajo del brazo y se dirigió a la puerta.

– Un momento, Rosalind -la detuvo Cassie, y en su voz había un matiz nuevo, más duro. Rosalind suspiró y se dio la vuelta, levantando las cejas con desprecio-. ¿Hay algún motivo en especial por el que de repente te muestres tan reacia a responder preguntas sobre el asesinato de tu hermana?

Vi que los ojos de Rosalind se posaban en la cámara sólo un instante, aunque esa mínima y fría sonrisa no cambió.

– Creo que sabrá, detective Maddox, si es honrada consigo misma, que estoy más que dispuesta a ayudar en la investigación de cualquier modo que sea posible. Pero el caso es que no quiero hablar con usted, y estoy segura de que sabe por qué.

– Hagamos como que no.

– Vamos, detective, es evidente desde el principio que a usted mi hermana no le importa en absoluto. Lo único que le interesa es coquetear con el detective Ryan. ¿No va contra las normas acostarse con el compañero?

Me traspasó una nueva ráfaga de furia, con tanta violencia que casi me dejó sin aliento. Exclamé:

– ¡Por el amor de Dios! ¿Se trataba de eso? Sólo porque has pensado que le expliqué…

Rosalind había hablado por hablar, yo nunca le había dicho una sola palabra sobre ese tema, ni a ella ni a nadie; y que Cassie creyera que sí, que se desquitara de esa manera sin molestarse siquiera en preguntarme…

– Cállate -me interrumpió con frialdad detrás de mí.

Junté las manos y observé el televisor. Casi estaba demasiado furioso para ver. En la pantalla, Cassie ni siquiera pestañeó; con la silla apoyada en las dos patas traseras, se mecía y sacudía la cabeza, divertida.

– Lo siento, Rosalind, pero a mí no se me despista tan fácilmente. El detective Ryan y yo sentimos lo mismo, ni más ni menos, respecto a la muerte de tu hermana. Queremos encontrar a su asesino. Así que, una vez más, ¿por qué de pronto no quieres hablar de ello?

Rosalind se rió.

– ¿Lo mismo, ni más ni menos? No lo creo, detective. Él tiene una relación muy especial con este caso, ¿no es verdad? -Aun en la imagen borrosa distinguí el veloz parpadeo de Cassie, y el feroz destello de triunfo en el rostro de Rosalind al darse cuenta de que esta vez había puesto el dedo en la llaga-. Oh -continuó en tono dulzón-, ¿quiere decir que no lo sabe?

Hizo una pausa de sólo una fracción de segundo, lo suficiente para realzar el efecto, pero a mí me pareció una eternidad; porque supe, con una espantosa sensación de fatalidad y vorágine, qué iba a decir. Supongo que es lo que sienten los especialistas cuando una caída va horriblemente mal, o los jinetes al caerse en pleno galope; esa fracción de tiempo de una calma extraña, justo antes de que tu cuerpo se estrelle contra el suelo, cuando la mente se te queda en blanco salvo por una sola y simple certeza: «Así que eso es todo. Aquí llega».

– Es el chico cuyos amigos desaparecieron en Knocknaree hace tanto tiempo -le dijo Rosalind a Cassie. Su voz sonó aguda y musical y casi indiferente; excepto un minúsculo y petulante atisbo de placer, no había nada en ella, nada de nada-. Adam Ryan. Por lo que veo él no se lo cuenta todo, al fin y al cabo, ¿verdad?

Unos minutos antes llegué a creer que no podría sentirme peor y sobrevivir a ello.

En la pantalla, Cassie bajó las patas de la silla de golpe y se frotó una oreja. Se estaba mordiendo el labio para contener una sonrisa, pero a estas alturas yo ya me sentía incapaz de interpretar nada de lo que estaba haciendo.

– ¿Te lo contó él?

– Sí. La verdad es que nos hemos conocido muy bien.

– ¿También te contó que un hermano suyo murió cuando él tenía dieciséis años? ¿Que creció en un hogar de acogida? ¿Que su padre era alcohólico?

Rosalind se la quedó mirando. La sonrisa se había disipado de su rostro y tenía los ojos entornados y eléctricos.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Mera comprobación. A veces también cuenta esas cosas, depende… No sé cómo decirte esto, Rosalind -continuó, entre divertida y violentada-, pero a veces, cuando los detectives intentamos establecer una relación con un testigo, decimos cosas que no son la estricta verdad, cosas que pensamos que pueden ayudar al testigo a sentirse lo bastante cómodo para compartir información. ¿Lo entiendes? -Rosalind siguió mirando, inmóvil-. Mira, sé muy bien que el detective Ryan nunca ha tenido un hermano, que su padre es un hombre muy agradable sin tendencias alcohólicas y que él creció en Wiltshire, de ahí el acento, y no cerca de Knocknaree. Ni tampoco en un hogar de acogida. Pero te contara lo que te contase, sé que sólo quería facilitarte las cosas para que nos ayudases a encontrar al asesino de Katy. No se lo tengas en cuenta, ¿de acuerdo?

La puerta se abrió de golpe y Cassie se sobresaltó. Rosalind no se movió, ni siquiera apartó la vista de la cara de Cassie, y O'Kelly, escorzado por el ángulo de la cámara pero reconocible de inmediato por su calva con cuatro pelos atravesados, se asomó a la habitación.

– Maddox -anunció, cortante-. Fuera.

O'Kelly, cuando yo salí con Damien, en la sala de observación, balanceándose adelante y atrás sobre sus talones, mirando con impaciencia a través del cristal. No quise ver más. Busqué el mando a distancia, le di al «Stop» y contemplé, ausente, el cuadrado azul y vibrante.

– Cassie -dije, al cabo de mucho rato.

– Me preguntó si era verdad -replicó ésta, con voz tan monótona como si leyera un informe-. Yo le dije que no, y que si lo fuera no se lo habrías contado a ella.

– No lo hice -aseguré. Me pareció importante que lo supiera-. No lo hice. Le expliqué que dos amigos míos desaparecieron cuando éramos pequeños… para que viera que entendía por lo que estaba pasando. No pensé que sabría lo de Peter y Jamie, que ataría cabos. No se me pasó por la cabeza.

Cassie me dejó terminar.

– O'Kelly me acusó de encubrirte -continuó, cuando acabé de hablar- y añadió que debería habernos separado hace mucho. Dijo que compararía tus huellas con las del caso antiguo, aunque tuviera que sacar a un técnico de la cama, aunque llevara toda la noche. Si las huellas coincidían, me dijo, los dos tendríamos suerte si conservábamos el empleo. Me hizo mandar a Rosalind a casa. Se la entregué a Sweeney y empecé a llamarte.

En un lugar recóndito de mi cabeza oí un clic, mínimo e irrevocable. El recuerdo lo magnifica y lo convierte en un estruendo desgarrador y estrepitoso, pero la verdad es que fue su extrema pequeñez lo que lo hizo tan terrible. Nos quedamos ahí sentados, sin hablar, largo rato. El viento salpicaba el cristal de lluvia. Cuando oí a Cassie tomar aire pensé que iba a echarse a llorar, pero entonces alcé la vista. No había lágrimas en su rostro; sólo estaba pálida, callada y muy, muy triste.

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