Durante los días siguientes dediqué prácticamente cada momento que pasaba despierto a buscar el chándal misterioso. Siete individuos de los alrededores de Knocknaree encajaban con la descripción que teníamos: altos, complexión robusta, treinta y tantos, calvos o rapados. Uno de ellos tenía antecedentes de poca importancia, vestigios de su juventud alocada: posesión de hachís y exhibicionismo. El corazón me dio un vuelco al leer eso, pero lo único que hizo fue echar una meada en un callejón justo cuando pasaba un poli joven y concienzudo. Hubo dos que dijeron que tal vez entraran en la urbanización de camino a casa desde el trabajo a la hora que nos dijo Damien, pero no estaban seguros.
Ninguno de ellos reconoció haber hablado con Katy; todos tenían coartadas, más o menos firmes, para la noche de su muerte; ninguno tenía una hija bailarina con la pierna rota ni nada parecido a un móvil, por lo que pude descubrir. Saqué fotos y monté ruedas de identificación para Damien y Jessica, pero ambos miraron la selección de fotografías con la misma expresión aturdida. Damien dijo al fin que no creía que ninguno de ellos fuese el hombre que había visto, mientras que Jessica señaló tímidamente una foto distinta cada vez que le preguntaban y al final se me puso catatónica otra vez. Tuve a un par de refuerzos yendo puerta por puerta, preguntando por toda la urbanización si habían recibido la visita de alguien que encajara con la descripción. Nada.
Un par de coartadas quedaron sin corroborar. Un tipo aseguró haber estado conectado a internet hasta casi las tres de la madrugada en un foro de motoristas, debatiendo sobre el mantenimiento de las Kawasaki clásicas. Otro dijo que había tenido una cita en el centro, perdió el autobús de las doce y media y esperó el de las dos en un restaurante de comida rápida. Pegué sus fotos en la pizarra blanca y me dediqué a intentar desmontar las coartadas, pero cada vez que los miraba me asaltaba la misma sensación, muy precisa e inquietante y que empezaba a asociar con todo ese caso: la de que otra voluntad se oponía a la mía cada vez, algo taimado y obstinado y con sus propias motivaciones.
Sam era el único que parecía llegar a alguna parte. Estaba fuera de la oficina a menudo, interrogando a gente: miembros del Consejo del Condado, agrimensores, granjeros, miembros de «No a la Autopista»… En nuestras cenas no dejaba muy claro adónde le llevaba todo eso: «Os lo demostraré dentro de unos días -decía-, cuando empiece a tener sentido». Una vez, aprovechando que había ido al baño, eché un vistazo a las notas que había en su escritorio: esquemas, abreviaturas y pequeños bocetos en los márgenes, todo ello meticuloso e indescriptible.
Entonces, un martes -una mañana de bochorno en que caía una caprichosa llovizna y en que Cassie y yo repasábamos con desgana los informes puerta por puerta de los refuerzos, por si se nos había pasado algo por alto- llegó con un gran rollo de papel, de esos gruesos que utilizan los niños en el colegio para hacer tarjetas de San Valentín y decoraciones navideñas.
– Bien -dijo, sacándose el celo del bolsillo y empezando a pegar el papel en la pared de nuestro rincón de la sala de investigaciones-. Esto es lo que he hecho durante todo este tiempo.
Era un inmenso mapa de Knocknaree, perfectamente detallado: casas, colinas, el río, el bosque y la torre del homenaje, todo ello pulcramente dibujado con un lápiz de punta fina y tinta, con la precisión fluida y delicada de un ilustrador de libros infantiles. Debió de emplear muchas horas. Cassie silbó.
– Gracias, muchas gracias -dijo Sam, con profunda voz de Elvis y sonriendo.
Ambos abandonamos nuestras pilas de informes y nos acercamos a verlo. La mayor parte del mapa estaba dividido en bloques irregulares, pintados con lápices de color verde, azul y rojo y unos cuantos de amarillo. Cada bloque presentaba un misterioso embrollo de abreviaciones: «vend J. Downey a GiII 11/97; rc ag-ind 8/98». Alcé una ceja interrogante.
– Ahora lo explico.
Mordió otro trozo de celo y pegó la última esquina. Cassie y yo nos sentamos en el borde de la mesa, lo bastante cerca para apreciar los detalles.
– De acuerdo, ¿veis esto? -Sam señaló las dos líneas paralelas que atravesaban el mapa en una curva, cortando el bosque y la excavación-. Por ahí es por donde pasará la autopista. El gobierno anunció los planes en marzo del año 2000 y les compró el terreno a granjeros locales durante el año siguiente, con una orden de adquisición forzosa. Hasta aquí no hay nada turbio.
– Bueno -comentó Cassie-, eso depende del punto de vista.
– Chis -le dije yo-. Tú mira este dibujo tan bonito.
– Ya sabes qué quiero decir -respondió Sam-. Nada que no fuese de esperar. Lo interesante estriba en el terreno que rodea la autopista. Hasta finales de 1995 también fue terreno agrícola. Pero luego, poco a poco y a lo largo de cuatro años, empezaron a comprarlo y a recalificarlo, y pasó a ser zona industrial y residencial.
– Por seres clarividentes que sabían cuál sería el trazado de la autopista, cinco años antes de que se anunciara -dije.
– En realidad eso tampoco es tan extraño -continuó Sam-. He encontrado en artículos de periódicos de 1994, cuando se desató el Tigre Celta [15], noticias sobre una autopista que entraría en Dublín desde el suroeste. He hablado con un par de agrimensores que sostienen que ésta era la ruta más evidente para una autopista, por motivos topográficos, de patrones de población y por un montón de razones más. Yo no lo entendí todo, pero es lo que dijeron. No hay ningún motivo por el que los promotores inmobiliarios no pudieran haber hecho lo mismo: enterarse de lo de la autopista y pagar a agrimensores para que les indicaran por dónde era probable que pasara.
Ninguno de nosotros dijo nada. Sam nos miró a Cassie y a mí y se ruborizó levemente.
– No soy un ingenuo. Lo admito, tal vez les dio el chivatazo alguien del gobierno, pero tal vez no. En cualquier caso no lo podemos demostrar, y no creo que eso sea significativo para nuestro caso.
Traté de no sonreír. Sam es uno de los detectives más eficientes de la brigada, pero en cierto modo resultaba muy tierno por la seriedad con que se tomaba las cosas.
– ¿Quién compró el terreno? -preguntó Cassie, cediendo.
Sam pareció aliviado.
– Un grupo de distintas empresas. La mayoría de ellas no existen en realidad; sólo son holdings propiedad de otras empresas que a su vez son propiedad de otras empresas. Eso es precisamente lo que me ha robado todo mi tiempo: intentar averiguar quién es el propietario en realidad del maldito terreno. Hasta ahora he seguido el rastro de cada compra hasta una de estas tres empresas: Global Irish Industries, Futura Property Consultants y Dynamo Development. Mirad, estos trozos azules son Global, los verdes son Futura y los rojos son Dynamo. Aunque me lleva un tiempo increíble descubrir quién está detrás de ellas. Dos están registradas en la República Checa y Futura en Hungría.
– Eso sí que suena turbio -observó Cassie-. Lo mires como lo mires.
– Desde luego -afirmó Sam-, pero lo más probable es que sea evasión de impuestos. Podemos pasarles esta información a los de Hacienda, pero no veo qué relación pueda tener con nuestro caso.
– A menos que Devlin lo hubiera descubierto y lo utilizara para presionar a alguien -propuse.
Cassie pareció escéptica.
– ¿Cómo iba a descubrirlo? Nos lo habría contado.
– Nunca se sabe. Es un poco raro.
– A ti todo el mundo te parece raro. Primero Mark…
– Aún no he llegado a la parte interesante -dijo Sam. Le hice una mueca a Cassie y me volví hacia el mapa antes de que me la devolviera-. Así pues, hacia marzo de 2000, cuando se anuncia la autopista, estas tres empresas son propietarias de casi todo el terreno en torno a esta sección. Pero cuatro granjeros se resistieron: son los trozos amarillos. Les he seguido el rastro y ahora están en Louth. Habían visto cómo iban las cosas y sabían que esos compradores ofrecían unos precios bastante buenos, por encima de las tarifas vigentes para terrenos agrícolas; por eso todos los demás habían aceptado el dinero. Los cuatro son amigos, así que lo hablaron entre ellos y decidieron aguantar en sus tierras y ver si lograban entender qué pasaba. Evidentemente, cuando anunciaron los planes para la autopista entendieron por qué esos tipos codiciaban sus terrenos: para zonas industriales y complejos residenciales, ahora que la autopista haría de Knocknaree un lugar accesible. Así que los amigos pensaron que podían recalificar la tierra ellos mismos y doblar o triplicar su valor de la noche a la mañana. Solicitaron la recalificación al Consejo del Condado, uno de ellos presentó la solicitud hasta cuatro veces, pero siempre se la rechazaron.
Dio unos golpecitos en uno de los bloques amarillos, a medio llenar de una caligrafía minúscula. Cassie y yo nos inclinamos para leer: «M. Cleary, pet rc ag-ind: 5/2000 ref, 11/2000 ref, 6/2001 ref, 1/2002 ref; vend M. Cleary a FPC 8/2002; rc ag-ind 10/2002».
Cassie lo interiorizó con un breve asentimiento y volvió a apoyarse sobre sus manos, sin apartar la vista del mapa.
– Así que vendieron -dijo en voz baja.
– Sí. Más o menos por el mismo precio que los demás: bueno para ser terreno agrícola, pero muy por debajo de la tarifa vigente para industrial o residencial. Maurice Cleary quiso quedarse, más por cabezonería que por otra cosa, pues decía que ningún idiota con traje lo obligaría a abandonar su tierra, pero recibió la visita de un tipo de uno de los holdings que le explicó que construirían una planta farmacéutica adyacente a su granja, razón por la cual no podían garantizar que los residuos químicos no se filtraran en el agua y le envenenaran el ganado. Se lo tomó como una amenaza, y no sé si tenía razón o no pero el hecho es que vendió. En cuanto los Tres Grandes compraron el terreno, bajo otros nombres, aunque todos los rastros vuelven a ellos, solicitaron la recalificación y la obtuvieron.
Cassie se rió, con un bufido breve y airado.
– Tus Tres Grandes tenían al Consejo del Condado en el bolsillo desde el principio -dije.
– Eso parece.
– ¿Has hablado con los miembros del Consejo?
– Oh, sí. Para lo que me ha servido. Fueron muy educados, pero hablaban sin decir nada, y así podían continuar durante horas sin darme una sola respuesta clara. -Miré de soslayo y capté la expresión divertida y disimulada de Cassie; conociendo las estrechas relaciones de Sam con la política, a esas alturas ya debería haberse acostumbrado a aquello-. Dijeron que las decisiones sobre recalificaciones… un momento… -Pasó unas páginas de su libreta-. «Nuestras decisiones estuvieron enfocadas en todo momento a favorecer los intereses de la comunidad en su conjunto, y a la vez basadas en la información que se nos proporcionó en los períodos de los que estamos tratando, sin que nos dejáramos influenciar por ninguna forma de favoritismo.» No es parte de una carta ni nada por el estilo; de verdad que ese tipo me lo soltó así tal cual. Conversando.
Cassie hizo el gesto de meterse un dedo en la garganta.
– ¿Cuánto cuesta comprar un Consejo del Condado? -pregunté.
Sam se encogió de hombros.
– Para ese número de decisiones durante un período tan largo, debió de ascender a una cifra más que digna. Los Tres Grandes tenían mucho dinero invertido en esas tierras, de un modo u otro. No debía de gustarles mucho la idea de trasladar la autopista.
– ¿Cuánto les perjudicaría realmente?
Señaló dos líneas punteadas que atravesaban la esquina noroeste del mapa.
– Según mis agrimensores, ésta es la ruta alternativa más lógica y cercana. Es la que quiere la plataforma «No a la Autopista». Dista más de tres kilómetros, que pueden convertirse en seis o siete en algunos puntos. El terreno al norte de la ruta original aún sería bastante accesible, pero nuestros muchachos también poseen buena parte del lado sur, y el valor de éste bajaría. Hablé con un par de agentes inmobiliarios fingiendo que estaba interesado en comprar; todos manifestaron que el valor del terreno industrial que está en la autopista era el doble del que está a cinco kilómetros de distancia. No he hecho los cálculos exactos, pero la diferencia podría ascender a millones.
– Motivo suficiente para hacer unas cuantas llamadas amenazadoras -dijo Cassie con suavidad.
– Para algunas personas -añadí- es algo por lo que valdría la pena pagar unos cuantos billetes grandes a un sicario.
Nadie dijo nada durante un rato. Afuera, la llovizna empezaba a remitir; un rayo de sol aguado cayó sobre el mapa como el reflector de un helicóptero e hizo resaltar un tramo del río, ondulado con trazos delicados de bolígrafo y coloreado con una sombra rojo apagado. Al otro lado de la habitación, el agente de refuerzo que se encargaba de la línea abierta intentaba desembarazarse de un interlocutor demasiado locuaz como para dejarle acabar sus frases. Finalmente, Cassie dijo:
– Pero ¿por qué Katy? ¿Por qué no fueron a por Jonathan?
– Demasiado obvio, tal vez -propuse-. Si hubieran matado a Jonathan habríamos ido directamente a por todos los enemigos que pudo ganarse con la campaña. Con Katy, podían montarlo para que pareciera un crimen sexual y así distraer nuestra atención del tema de la autopista, pero Jonathan continuaría captando el mensaje.
– A pesar de todo, si no averiguo quién está detrás de estas tres empresas -dijo Sam- estamos en un callejón sin salida. Los granjeros no conocen ningún nombre, y en el Consejo aseguran que ellos tampoco. He visto un par de escrituras de compra y solicitudes, pero estaban firmadas por abogados, y éstos aseguran que no pueden darme los nombres de sus clientes sin su permiso.
– Madre mía.
– ¿Y los periodistas? -preguntó Cassie de repente.
Sam sacudió la cabeza.
– ¿Qué pasa con ellos?
– Has dicho que en 1994 se publicaron artículos sobre la autopista. Tenía que haber periodistas que siguieran la historia y ellos tendrán alguna idea de quién compró las tierras, aunque no se les permita publicarlo. Esto es Irlanda; aquí no existen los secretos.
– Cassie -intervino Sam mientras se le iluminaba el rostro-, eres una joya. Te debo una pinta.
– Si quieres leer los informes puerta por puerta en mi lugar… O'Gorman construye las frases como George Bush; la mayoría de las veces no tengo ni idea de qué habla.
– Oye, Sam -dije yo-, si esto da resultado seremos nosotros los que te invitaremos a pintas durante mucho tiempo.
Sam dio saltitos hasta su extremo de la mesa, dándole a Cassie una alegre y patosa palmada en el hombro, y se puso a hurgar en una carpeta de recortes de periódico como un perro que acaba de encontrar un rastro. Cassie y yo volvimos a nuestros informes.
Dejamos el mapa pegado en la pared, aunque me crispaba los nervios por algún motivo que no sabía especificar. Tal vez fuera su perfección, su detalle frágil y encantador: hojas diminutas que serpenteaban en el bosque, piedrecitas nudosas en el muro de la torre del homenaje… Supongo que, de manera inconsciente, me daba la sensación de que un día alzaría la vista hacia él y me encontraría con dos rostros minúsculos escabullándose entre risas detrás de los árboles de tinta y bolígrafo. Cassie dibujó un promotor inmobiliario, con traje y cuernos y unos pequeños colmillos chorreantes, en una de las parcelas amarillas; dibuja como una niña de ocho años, pero aun así yo pegaba un salto de medio metro cada vez que veía con el rabillo del ojo a esa maldita cosa observándome con lascivia.
Había empezado a intentar recordar -era la primera vez que lo hacía en serio- qué ocurrió en ese bosque. Tanteé tímidamente la periferia sin admitirme apenas a mí mismo lo que estaba haciendo, como un crío que se toca una costra aunque le da miedo mirar. Fui a dar largos paseos -la mayoría a primera hora de la mañana, cuando no había pasado la noche en casa de Cassie y no podía dormir-, vagando durante horas por la ciudad en una especie de trance, auscultando los delicados ruiditos en las esquinas de mi mente. Llegué a sorprenderme, mientras pestañeaba aturdido, observando el letrero hortera de neón de una tienda del centro que no conocía, o los elegantes gabletes de alguna casa georgiana de la parte más pija de Dun Laoghaire, sin la menor idea de cómo había llegado hasta allí.
Y funcionaba, al menos hasta cierto punto. Si le daba rienda suelta, mi mente liberaba grandes flujos de imágenes como una proyección de diapositivas a cámara rápida, y poco a poco aprendí el truco de atrapar una de ellas al pasar, sostenerla suavemente y observar cómo se desplegaba en mis manos. Nuestros padres llevándonos al centro a comprar la ropa de la Primera Comunión; Peter y yo, muy peripuestos con nuestros trajes oscuros, retorciéndonos de la risa, insensibles, cuando Jamie salió del probador de chicas -tras una larga batalla de cuchicheos con su madre- vestida como un merengue y con ojos de horrorizada aversión. Mad Mick, el chiflado del pueblo, que se ponía abrigo y mitones durante todo el año y susurraba para sí mismo en un flujo interminable de pequeñas y amargas maldiciones; Peter decía que Mick estaba loco porque cuando era joven hizo guarrerías con una chica y ella iba a tener un bebé pero se colgó en el bosque y la cara se le puso negra. Un día Mick se puso a chillar delante de la tienda de Lowry. Los polis se lo llevaron en un coche patrulla y nunca volvimos a verle. Mi pupitre del colegio, de madera vieja y veteada y con un obsoleto agujero en lo alto para un tintero, gastado e incrustado de años de garabatos: un palo de hurley [16], un corazón con las iniciales de dentro tachadas, un «Des Pearse estuvo aquí 10-10-67»… Nada especial, lo sé, nada que me ayudara en el caso; apenas vale la pena mencionarlo. Pero conviene recordar que yo daba por sentado que los primeros doce años de mi vida se habían esfumado para siempre. Para mí, cada pedacito rescatado resultaba tremendamente potente y mágico, un fragmento de la piedra Rosetta grabada con un único y seductor carácter.
En una ocasión logré acordarme de algo que, si no útil, al menos podría considerarse relevante. Metallica y Sandra sentados en un árbol… Poco a poco y con una rara sensación de afrenta, comprendí que nosotros no fuimos los únicos que reclamaban el bosque como su territorio y llevaban allí sus asuntos privados. Había un claro bastante adentro, no muy lejos del viejo castillo -las primeras campanillas de la primavera, batallas de espadas con ramas flexibles que te dejaban ronchas rojas y alargadas en los brazos, un enmarañado grupo de arbustos que hacia finales de verano estaban cargados de moras-, y a veces, cuando no teníamos nada más interesante que hacer, solíamos espiar a los moteros que estaban allí. Me acordé sólo de un incidente concreto, aunque tenía el sabor de la costumbre: ya lo habíamos hecho antes.
Un día caluroso de verano, con el sol dándome en la nuca y sabor a Fanta en mi boca. Esa chica -que se llamaba Sandra- estaba tumbada boca arriba en el claro, en una parcela de hierba aplastada, con Metallica medio encima de ella. Tenía la blusa caída por debajo del hombro y se le veía el tirante del sujetador, negro y de encaje. Sus manos estaban en el pelo de Metallica y se besaban con las bocas muy abiertas.
– Ecs, así se cogen microbios -me susurró Jamie al oído.
Me apreté más contra el suelo y sentí la hierba imprimiendo sus dibujos cruzados en mi estómago, allí donde la camiseta se me había levantado. Respirábamos por la boca, para ser más silenciosos.
Peter hizo un largo ruido de beso, lo bastante suave para que ellos no lo oyeran, y nos tapamos la boca con la mano, con espasmos de risa y dándonos codazos para hacernos callar unos a otros. El Gafas y la chica alta con cinco pendientes estaban en el otro extremo del claro. Ántrax se dedicaba básicamente a quedarse en el lindero del bosque, pateando el muro y fumando y lanzando piedras a latas de cerveza. Peter cogió una piedrecita y sonrió con picardía; la lanzó y ésta sonó entre la hierba a sólo unos centímetros del hombro de Sandra. Metallica, que respiraba fuerte, ni siquiera alzó la vista, y tuvimos que hundir los rostros entre la hierba alta hasta que dejamos de reír.
Entonces Sandra volvió la cabeza y se puso a mirarme directamente a mí, a través de los tallos crecidos y la achicoria. Metallica le estaba besando el cuello y ella no se movió. En algún lugar cerca de mi mano había un saltamontes haciendo ruido. Yo le devolví la mirada y sentí que el corazón me latía aporreando el suelo.
– Vamos -susurró Peter, apremiante-. Vámonos, Adam. -Y sus manos tiraron de mis tobillos.
Retrocedí serpenteando, rascándome las piernas con zarzas, hacia las sombras profundas de los árboles. Sandra todavía me estaba mirando.
Hubo otros recuerdos, en los que aún me cuesta pensar. Recordé, por ejemplo, bajar los peldaños de mi casa sin tocarlos. Puedo evocarlo con todo detalle: la textura estriada del papel pintado con sus ramos de rosas descoloridos, el modo en que un rayo de luz penetraba por la puerta del cuarto de baño y bajaba por el hueco de la escalera, atrapando motas de polvo, y encendía con un profundo caoba el barniz de la barandilla; y el diestro y familiar giro de mi mano con el que me impulsaba del pasamanos para flotar serenamente escalera abajo, con los pies nadando despacio cinco o seis centímetros por encima de la moqueta.
También recordé que los tres encontramos un jardín secreto, en algún lugar del corazón del bosque. Detrás de un muro o una entrada escondida, allí estaba. Los árboles frutales crecían salvajes. Manzanas, cerezas, peras…; fuentes de mármol rotas, hilos de agua que borboteaban por cursos verdes de musgo y ahondados en la piedra; magníficas estatuas envueltas en hiedra en cada esquina, con maleza salvaje en los pies, y los brazos y cabezas agrietados y esparcidos entre la hierba alta y los cadillos. Luz grisácea del amanecer, el rumor de nuestros pies y rocío en nuestras piernas desnudas. La mano de Jamie pequeña y sonrosada sobre los pliegues pétreos de una toga, y el rostro alzado para mirar dentro de sus ojos ciegos. El silencio infinito. Yo era muy consciente de que, si ese jardín hubiera existido, los arqueólogos lo habrían encontrado en su reconocimiento inicial, y hoy en día esas estatuas estarían en el Museo Nacional, y Mark habría dado lo mejor de sí para describírnoslas con detalle, pero ahí estaba el problema: yo me acordaba de todos modos.
Los tipos de Delitos Informáticos me llamaron el miércoles por la mañana: habían terminado de revisar el ordenador de nuestro último sospechoso de ser el Chándal Fantasma y confirmaron que, en efecto, estuvo conectado a internet cuando murió Katy. Con cierto nivel de satisfacción profesional añadieron que, aunque ese desgraciado compartía casa y ordenador tanto con sus padres como con su esposa, los mensajes electrónicos y las intervenciones en foros mostraban que cada uno de los ocupantes cometía sus propios errores de ortografía y puntuación. Las intervenciones colgadas mientras Katy se moría coincidían como un guante con el patrón de nuestro sospechoso.
– Joder -dije.
Colgué y me cubrí la cara con las manos.
Ya teníamos la cinta de seguridad del restaurante de comida rápida, donde el tipo del autobús nocturno untaba salsa barbacoa en patatas con la glacial concentración de los muy borrachos. En lo más hondo, una parte de mí ya se lo esperaba, pero me encontraba bastante mal -falta de sueño y café y un dolor de cabeza persistente- y era demasiado temprano por la mañana para enterarme de que mi única pista buena se había ido al garete.
– ¿Qué? -preguntó Cassie, y alzó la vista de lo que fuera que estuviera haciendo.
– Han comprobado la coartada del Chico Kawasaki. Si el tío al que vio Jessica es nuestro hombre, no es de Knocknaree, y no tengo ninguna pista de dónde buscarle. Vuelvo a empezar desde cero, maldita sea.
Cassie soltó un puñado de papeles y se frotó los ojos.
– Rob, nuestro hombre es un lugareño. Todo apunta en esa dirección.
– Entonces, ¿quién coño es el tipo del chándal? Si tiene una coartada y resulta que sólo habló con Katy una vez, ¿por qué no lo ha dicho?
– Suponiendo -dijo Cassie con una mirada de soslayo- que exista.
Una llamarada de furia desproporcionada y casi incontrolable me traspasó.
– Perdona, Maddox, pero no sé de qué diablos me hablas. ¿Sugieres que Jessica se lo inventó para pasar el rato? Apenas has visto a esas niñas. ¿Tienes idea de lo destrozadas que están?
– Lo que digo -repuso Cassie con serenidad y levantando las cejas- es que se me ocurren circunstancias en las que podía parecerles que tenían un buen motivo para inventarse una historia como ésa.
Una fracción de segundo antes de que perdiera los estribos, la pieza encajó.
– Mierda -exclamé-. Los padres.
– Aleluya. Signos de vida inteligente.
– Lo siento -dije-. Siento haberte gritado, Cass. Los padres… Mierda. Si Jessica cree que lo ha hecho su padre o su madre y se ha inventado todo eso…
– ¿Jessica? ¿Crees que sería capaz de tramar algo así? A duras penas sabe hablar.
– Vale, pues Rosalind. Sale con lo del tipo del chándal para desviar nuestra atención de sus padres y adiestra a Jessica… Lo de Damien es sólo una coincidencia. Pero si se ha molestado en hacer eso, Cass, si se ha metido en ese lío será que sabe algo absolutamente crucial. O ella o Jessica deben de haber visto u oído algo.
– El martes… -comenzó Cassie, y calló.
De todos modos, el pensamiento pasó de uno a otro, demasiado horrible para ser pronunciado. Ese martes el cadáver de Katy tuvo que estar en algún sitio.
– Tengo que hablar con Rosalind -dije mientras cogía el teléfono.
– Rob, no la persigas. Sólo conseguirás que se cierre en banda. Deja que ella venga a ti.
Tenía razón. A los niños se les puede pegar, violar y martirizar de muchas formas inimaginables, y aun así les resulta casi imposible traicionar a sus padres pidiendo ayuda. Si Rosalind protegía a Jonathan o a Margaret o a ambos, su mundo se haría pedazos cuando contara la verdad, y necesitaba dar ese paso cuando estuviera lista. Si yo trataba de presionarla, la perdería. Colgué el auricular.
Rosalind no me telefoneó. Al cabo de un día o dos ya no pude contenerme más y la llamé al móvil (por varias razones, algunas más incipientes y perturbadoras que otras, no quise llamar al teléfono fijo). No hubo respuesta. Dejé mensajes, pero no volvió a llamarme.
Cassie y yo fuimos a Knocknaree una tarde gris y desagradable, para ver si los Savage o Alicia Rowan tenían algo nuevo que contarnos. Los dos teníamos una resaca espantosa -era el día después de Carl y su espectáculo de internet- y apenas hablamos en el coche. Conducía Cassie; yo miraba por la ventana las hojas que transportaba un viento veloz y traicionero, y las rachas de llovizna que salpicaban el cristal. Ninguno de los dos tenía muy claro que yo debiera estar allí.
En el último minuto, cuando giramos por mi vieja calle y Cassie aparcaba el automóvil, pensé mejor lo de entrar en casa de Peter. No es que la calle me abrumara con una oleada repentina de recuerdos o algo por el estilo; más bien al contrario: me recordaba intensamente a todas las demás calles de la urbanización, pero eso era todo, cosa que me daba vértigo y me hacía sentir en desventaja, como si Knocknaree me hubiera vuelto a marcar otro tanto. Yo había pasado muchísimo tiempo en casa de Peter, y por alguna extraña razón me parecía más probable que su familia me reconociera aunque yo fuera incapaz de reconocerles primero.
Observé desde el coche cómo Cassie se acercaba a la puerta de Peter y llamaba al timbre, y cómo una figura imprecisa la invitaba a pasar adentro. Entonces salí del coche y me alejé calle abajo rumbo a mi antigua casa. La dirección (el 11 del camino de Knocknaree, Knocknaree, condado de Dublín) me vino con el tamborileo automático de algo aprendido de memoria.
Era más pequeña de lo que recordaba, más angosta; el césped era un cuadradito apretado, y no la vasta y fresca expansión de verde que me esperaba. Le habían dado una capa de pintura hacía no demasiado tiempo, un alegre amarillo mantequilla con molduras blancas. Altos rosales rojos y blancos soltaban sus últimos pétalos al lado del muro, y me pregunté si los habría plantado mi padre. Alcé la vista a la ventana de mi dormitorio y en ese instante lo vi claro: yo había vivido allí. Había salido corriendo por esa puerta con mi cartera por las mañanas para ir al colegio, me había asomado por esa ventana para llamar a Peter y a Jamie, aprendí a andar en ese jardín. Monté en mi bici y conduje de un lado a otro de esa misma calle, hasta el momento en que los tres trepamos el muro del final y nos metimos en el bosque.
En el camino de entrada había un pequeño Polo plateado y limpio y un niño rubio, de unos tres o cuatro años, que pedaleaba alrededor en un camión de bomberos de plástico mientras hacía ruido de sirenas. Cuando llegué al umbral se detuvo y me miró muy serio.
– Hola -dije.
– Vete -me contestó al fin con firmeza.
No estaba seguro de cómo responder a eso, pero tampoco resultó necesario: la puerta principal se abrió y la madre del niño -treinta y tantos, rubia y guapa en su estilo estandarizado- bajo corriendo por el camino y le puso una mano protectora en la cabeza.
– ¿Puedo ayudarle? -me preguntó.
– Soy el detective Robert Ryan -dije, y le enseñé la placa-. Estamos investigando la muerte de Katharine Devlin.
Ella cogió la placa y la escudriñó cuidadosamente.
– No sé en qué puedo ayudar -contestó, devolviéndomela-. Ya hemos hablado con los detectives. No vimos nada; apenas conocemos a los Devlin.
Su mirada aún mostraba recelo. El niño empezaba a aburrirse y hacía «run, run» entre dientes y meneaba su volante, pero ella lo mantenía bajo control con una mano encima del hombro. Una música ligera y chispeante (Vivaldi, creo) salía por la abertura de la puerta principal, y por un instante estuve en un tris de decirle: «Sólo quisiera confirmar unas cuantas cosas; ¿le importa que entre un momento?». Me dije que Cassie se preocuparía si salía de casa de los Savage y veía que no estaba.
– Sólo lo estamos repasando todo -dije-, Gracias por su tiempo.
La madre me observó mientras me marchaba. Cuando entré otra vez en el coche, la vi agarrar el camión de bomberos debajo de un brazo y al niño debajo del otro y llevárselos a ambos adentro.
Me quedé allí sentado un buen rato, contemplando la calle y pensando que me sería mucho más fácil lidiar con todo aquello si se me pasaba la resaca. Al fin se abrió la puerta de Peter y oí voces: alguien acompañaba a Cassie por el camino de entrada. Giré la cabeza de golpe y fingí estar mirando en la otra dirección, ensimismado, hasta que oí cerrarse la puerta.
– Nada nuevo -comentó Cassie, asomándose por la ventanilla-. Peter no mencionó que tuviera miedo de nadie, ni que nadie lo molestara. Era un chico inteligente, demasiado como para irse a cualquier sitio con un extraño; aunque era confiado, lo que podía traerle problemas. No sospechan de nadie, pero se preguntan si pudo ser la misma persona que ha asesinado a Katy. Estaban bastante alterados por eso.
– Como todos -dije.
– Parece que lo llevan bien. -No había sido capaz de preguntarlo yo mismo, pero tenía unas ganas terribles de saberlo-. Al padre no le hacía gracia tener que pasar por todo otra vez, pero la madre ha sido encantadora. Tara, la hermana de Peter, todavía vive en la casa; ha preguntado por ti.
– ¿Por mí? -repetí, con una irracional punzada de pánico en el estómago.
– Me ha preguntado si sabía cómo estabas. Le he dicho que la poli te había perdido el rastro, pero que por lo que sabíamos estabas bien. -Cassie me sonrió con picardía-. Yo diría que en esa época te gustaba.
Tara. Un año o dos más joven que nosotros, codos afilados igual que la mirada, la clase de niña que siempre estaba sonsacándote cosas para decírselo a su madre. Suerte que no había entrado allí.
– A lo mejor debería ir a hablar con ella, después de todo -dije-. ¿Está buena?
– Es tu tipo: una muchacha robusta con unas buenas caderas para parir. Es controladora de tráfico.
– Cómo no -respondí. Empezaba a sentirme mejor-. Le diré que se ponga el uniforme en nuestra primera cita.
– Eso es más información de la que necesito. Y ahora, Alicia Rowan. -Cassie se enderezó y comprobó el número de la casa en su libreta-. ¿Quieres venir?
Tardé un momento en estar seguro. Pero en casa de Jamie no habíamos pasado tanto tiempo, que yo recordara. Si estábamos en una casa, era sobre todo en la de Peter, animada y ruidosa, llena de hermanos y mascotas; su madre horneaba galletas de jengibre y sus padres habían comprado una tele a plazos y nos dejaban ver los dibujos.
– Claro -dije-. ¿Por qué no?
Alicia Rowan abrió la puerta. Todavía era hermosa, de un modo apagado y nostálgico -huesos delicados, mejillas hundidas, pelo rubio despeinado, ojos azules y angustiados-, como una estrella de cine olvidada cuyos rasgos sólo hubieran ganado en patetismo con el tiempo. Vi la pequeña y desgastada chispa de esperanza y la luz del temor en su mirada cuando Cassie nos presentó, y cómo se desvanecía cuando ésta pronunció el nombre de Katy Devlin.
– Sí -dijo-, sí, por supuesto, esa pobre niña… ¿Piensan… piensan que ha tenido algo que ver…? Por favor, entren.
En cuanto entramos en la casa supe que había sido una mala idea. Era el olor, una mezcla melancólica de madera de sándalo y manzanilla que fue directa a mi subconsciente, despertando recuerdos que se agitaban como peces en un agua turbia. Un pan raro con tropezones dentro para merendar; una pintura de una mujer desnuda, en el rellano, que nos provocaba codazos y risitas. Un escondite en el armario, con los brazos alrededor de mis rodillas y faldas ligeras de algodón que se movían como humo sobre mi cara, «¡Cuarenta y nueve, cincuenta!», en algún rincón del vestíbulo.
Nos llevó a la sala de estar (tapetes tejidos a mano sobre el sofá y un buda sonriente de jade grisáceo en la mesita de centro; me pregunté qué habían hecho con Alicia Rowan los años ochenta de Knocknaree) y Cassie soltó el rollo preliminar. Había -cómo no, tenía que habérmelo esperado- una foto colosal en la repisa de la chimenea, de Jamie sentada en el muro de la urbanización entornando los ojos bajo la luz del sol y riéndose, con el bosque creciendo verde y negro detrás de ella. A cada lado había pequeñas instantáneas enmarcadas y en una de ellas salían tres figuras, agarrándose los cuellos entre sí con los brazos y juntando las cabezas con coronas de papel, de alguna Navidad o cumpleaños… «Debería haberme dejado barba o algo -pensé-. Cassie tendría que haberme dado tiempo para…»
– En nuestro archivo -dijo Cassie-, en el informe inicial se afirma que usted llamó a la policía diciendo que su hija y sus amigos se habían escapado. ¿Hay alguna razón concreta por la que supuso que había sido así en lugar de perderse o tener un accidente?
– Pues sí. Mire… Oh, Dios. -Alicia Rowan se pasó las manos por el pelo, unas manos largas y huesudas-. Pensaba enviar a Jamie a un internado y ella no quería ir. Suena terriblemente egoísta… Supongo que lo era. Pero le aseguro que tenía mis motivos.
– Señora Rowan -dijo Cassie con amabilidad-, no hemos venido a juzgarla.
– No, no, ya lo sé, ya sé que no. Pero uno se juzga a sí mismo, ¿no es así? Y realmente… oh, tendrían que conocer toda la historia para entenderlo.
– Nos encantaría escucharla. Cualquier cosa que nos cuente podría sernos de ayuda.
Alicia asintió sin muchas esperanzas; debe de haber oído esas palabras muchas veces a lo largo de los años.
– Sí, sí, comprendo.
Inspiró aire y lo soltó despacio, con los ojos cerrados, como contando hasta diez.
– En fin… -empezó-. Yo sólo tenía diecisiete años cuando tuve a Jamie, ¿saben? Su padre era un amigo de mis padres y estaba casado, pero yo me sentía locamente enamorada de él. Y resultaba tan sofisticado y atrevido eso de tener una aventura: habitaciones de hotel, ya saben, buscar tapaderas… y de todos modos yo no creía en el matrimonio. Pensaba que era una forma de represión pasada de moda.
El padre de Jamie. Estaba en el archivo -George O'Donovan, abogado de Dublín-, pero treinta y tantos años después ella aún le protegía.
– Y entonces descubrió que estaba embarazada -continuó Cassie.
– Sí. Él se quedó horrorizado, y mis padres lo descubrieron todo y se quedaron igual de horrorizados. Dijeron que tenía que dar al bebé en adopción, pero no lo hice, no cedí. Dije que me lo quedaría y lo criaría yo sola. Me parecía que era como romper una lanza por los derechos de las mujeres, creo, una rebelión contra el patriarcado. Era muy joven.
Había tenido suerte. En la Irlanda de 1972, a las mujeres las encerraban de por vida en manicomios o en conventos por mucho menos.
– Fue muy valiente al hacer eso -reconoció Cassie.
– Gracias, detective. ¿Sabe?, creo que por entonces era una persona muy valiente. Pero me pregunto si fue la decisión correcta. Antes pensaba… si hubiera dado a Jamie en adopción, ya me entiende… -Su voz se extinguió.
– ¿Acabaron entrando en razón? -preguntó Cassie-. ¿Su familia y el padre de Jamie?
Alicia suspiró.
– Pues no. No del todo. Al final consintieron en que podía quedarme el bebé, siempre y cuando los dos nos mantuviéramos fuera de sus vidas. Había deshonrado a la familia, ¿saben?; y, por supuesto, el padre de Jamie no quería que su esposa se enterara. -No había ira en su voz, sólo una simple y triste perplejidad-. Mis padres me compraron esta casa, bonita y alejada. Yo soy originaria de Dublín, de Howth… Y me daban algo de dinero de vez en cuando. Escribía al padre de Jamie para contarle cómo estaba su hija, y le mandaba fotografías. Estaba segura de que tarde o temprano la aceptaría y querría empezar a verla. A lo mejor lo habría hecho. No lo sé.
– ¿Y cuándo decidió que iría a un internado?
Alicia se hundió varios dedos en el pelo.
– Yo… oh, por favor. No quiero pensar en eso. -Aguardamos-. Acababa de cumplir los treinta, ¿saben? -continuó al fin-. Y me di cuenta de que no me gustaba en qué me había convertido. Servía mesas en un café del centro cuando Jamie estaba en el colegio, pero realmente no valía la pena con lo que me costaba el autobús, y como no tenía estudios no podía buscar ningún otro trabajo… No quería pasarme así el resto de mi vida, quería algo mejor, por mí y por Jamie. Yo… oh, en muchos sentidos yo misma seguía siendo una niña. No había tenido la ocasión de crecer. Y quería hacerlo.
– Y por eso -dijo Cassie- necesitaba un poco de tiempo para sí misma.
– Sí. Exacto, veo que lo entiende. -Apretó el brazo de Cassie, agradecida-. Quería una carrera como Dios manda para no tener que depender de mis padres, aunque no sabía cuál. Necesitaba una oportunidad para ver claro, y cuando lo hice supe que seguramente tendría que seguir algún curso, y no podía dejar sola a Jamie todo el tiempo… Habría sido distinto si hubiera tenido un marido o familia. Tenía unos cuantos amigos, pero no podía pedirles que…
Se retorcía el pelo cada vez con más fuerza alrededor de los dedos.
– Es lógico -comentó Cassie con toda naturalidad-. Así que acababa de hablarle a Jamie de su decisión…
– Bueno, se lo dije en mayo, cuando me decidí. Pero se lo tomó muy mal. Traté de explicárselo y me la llevé a Dublín para enseñarle el colegio por fuera, pero eso sólo empeoró las cosas. Lo odiaba. Decía que todas las niñas de allí eran estúpidas y que sólo hablaban de chicos y de ropa. Jamie era un poco muchachota, ¿saben?, le encantaba pasarse el día fuera en el bosque; odiaba la idea de que la encerraran en un colegio de ciudad y tener que hacer exactamente lo mismo que todo el mundo. Y no quería dejar a sus mejores amigos. Estaba muy unida a Adam y Peter, ya saben, el niño que desapareció con ella.
Vencí el impulso de esconder el rostro detrás de mi libreta.
– Entonces discutieron.
– Santo cielo, sí. Bueno, en realidad era más un asedio que una batalla. Jamie, Peter y Adam absolutamente amotinados. Mandaron a paseo a todo el universo adulto durante semanas: no nos hablaban a los padres, ni siquiera nos miraban, y en clase tampoco abrían la boca. En todas las hojas de deberes de Jamie ponía «No me envíes fuera» en el margen superior…
Tenía razón: fue todo un motín. «DEJAD A JAMIE» en mayúsculas rojas sobre papel cuadriculado. Mi madre intentando razonar conmigo inútilmente mientras yo me sentaba en el sofá con las piernas cruzadas y sin reaccionar, mordiéndome la piel alrededor de las uñas y con el estómago encogido de excitación y pavor ante mi propia audacia. «Pero ganamos -pensé, con turbación-, desde luego que ganamos»: gritos y choques de manos en el muro del castillo, latas de cola alzadas bien alto en un brindis triunfal.
– Pero usted se atuvo a su decisión -dijo Cassie.
– Bueno, no exactamente. Pudieron conmigo. Fue terriblemente difícil, ¿saben? Toda la urbanización hablaba de lo mismo, y Jamie hacía que sonara como si la enviaran al orfanato de Annie o algo así, y yo no sabía qué hacer… Al final cedí: «Vale, me lo pensaré». Les dije que no se preocuparan, que se nos ocurriría algo, y ellos detuvieron sus protestas. De verdad que pensé en esperar un año más, pero mis padres me ofrecieron pagar la matrícula de Jamie y yo no sabía si pensarían lo mismo al cabo de un año. Sé que parezco una madre horrible, pero nunca creí…
– Claro que no -le dijo Cassie. Yo sacudí la cabeza automáticamente-. Entonces, cuando le dijo a Jamie que iría después de todo…
– Madre mía, se puso… -Alicia se retorció las manos-. Se quedó destrozada. Dijo que le había mentido. Y lo hice, pero es que realmente no tenía…Y luego se fue hecha una furia a buscar a los otros dos y pensé: «Dios mío, ahora dejarán de hablarnos otra vez, pero al menos sólo falta una semana o dos…». Había esperado hasta el último momento para decírselo, ¿sabe?, para que disfrutase del verano. Y entonces, cuando no vino a casa, supuse…
– Supuso que se había escapado -terminó Cassie amablemente. Alicia asintió-. ¿Aún piensa que es una posibilidad?
– No. No lo sé. Ay, detective, un día pienso una cosa y al siguiente… Pero estaba su hucha, ¿saben? Se la habría llevado, ¿no? Y Adam estaba en el bosque. Y si se hubieran escapado, seguro que a estas alturas habría… habría…
Se volvió bruscamente y alzó una mano para cubrirse el rostro.
– Cuando se le ocurrió que tal vez no se hubiera escapado -le planteó Cassie-, ¿qué fue lo primero que pensó?
Alicia volvió a respirar hondo como para purificarse y enlazó fuertemente las manos en su regazo.
– Pensé que quizá su padre hubiera… Deseé que se la hubiera llevado. Él y su esposa no podían tener hijos, ¿sabe?, por eso pensé que tal vez… Pero los detectives lo investigaron y negaron esa posibilidad.
– En otras palabras -intervino Cassie-, no había nada que le hiciera pensar que alguien podía haberle hecho daño. Nadie la había asustado ni nada la había disgustado en las semanas previas.
– No, es cierto. Hubo un día, pero fue un par de semanas antes, en que llegó temprano de jugar y parecía un poco alterada; mantuvo un silencio terrible durante toda la noche. Le pregunté si había ocurrido algo, si alguien la había molestado. Pero dijo que no.
Algo oscuro se agitó en mi mente. En casa temprano, No, mamá, no ha pasado nada… pero estaba demasiado profundo para alcanzarlo.
– Se lo conté a los detectives -continuó Alicia-, pero no tenían mucho por donde empezar, ¿verdad? Y después de todo, quizá no fuera nada. Quizá sólo se había peleado con los chicos o algo así. Yo habría podido decirle si era algo grave o no… Pero Jamie era una niña muy reservada y muy suya. Con ella era difícil saber lo que pasaba.
Cassie asintió.
– Los doce son una edad complicada.
– Sí lo son; ya lo creo que lo son, ¿verdad? Esa es la cuestión, ¿saben? Creo que no me di cuenta de que ya era lo bastante mayor… en fin, para sentir plenamente las cosas. Pero ella, Peter y Adam… lo habían hecho todo juntos desde que eran unos bebés. Supongo que ninguno de ellos podía imaginarse la vida sin los otros.
Una oleada de pura indignación me atacó por sorpresa. «Yo no debería estar aquí -pensé-. Esto es una absoluta cagada.» Debería estar sentado en un jardín calle abajo, descalzo y con una bebida en la mano, intercambiando las anécdotas del día con Peter y Jamie. Nunca lo había pensado antes y casi me abrumó: todas las cosas que deberíamos haber tenido. Deberíamos haber estado despiertos toda la noche estudiando juntos y pasando nervios antes de la selectividad, Peter y yo deberíamos haber discutido sobre quién llevaría a Jamie a nuestra puesta de largo y tomarle el pelo por cómo le quedaba el vestido. Deberíamos haber vuelto a casa tambaleándonos, cantando y riéndonos sin ninguna consideración, después de beber en nuestras noches de universitarios. Podríamos haber compartido piso, hacer un Interraíl por Europa y sobrevivir codo con codo a fases de vestimenta estrafalaria, conciertos de segunda y dramáticas aventuras amorosas. Dos de nosotros podrían estar casados a estas alturas, y haber dado al tercero un ahijado. Me habían robado todo eso. Agaché la cabeza sobre mi libreta para evitar que Alicia Rowan y Cassie me vieran la cara.
– Aún mantengo su dormitorio tal como lo dejó -explicar Alicia-. Por si acaso… Sé que es una tontería, lo admito, pero si volviera a casa no querría que pensara… ¿Les gustaría verlo? A lo mejor hay… puede que a los otros detectives se les pasara algo por alto…
Una instantánea del dormitorio me abofeteó la cara -paredes blancas con pósteres de caballos, cortinas amarillas y con vuelo, un atrapasueños colgado encima de la cama- y supe que ya tenía bastante.
– Esperaré en el coche -dije. Cassie me lanzó una mirada rápida-. Gracias por su tiempo, señora Rowan.
Llegué al coche y escondí la cabeza debajo del volante hasta que se me despejó la vista. Cuando volví a alzarla advertí un aleteo amarillo, y me subió la adrenalina cuando vi una cabeza rubia moverse entre las cortinas; era Alicia Rowan, girando un jarrito de flores del alféizar para atrapar las últimas luces del atardecer.
– El dormitorio es estremecedor -dijo Cassie mientras salíamos de la urbanización y sorteábamos las pequeñas carreteras secundarias-. Pijamas encima de la cama y un viejo libro abierto en el suelo. Pero nada que me diera alguna idea. ¿Eras tú el de la foto de la chimenea?
– Supongo -contesté.
Aún me sentía fatal; lo último que deseaba era analizar la decoración de Alicia Rowan.
– Eso que ha dicho sobre el día en que Jamie llegó a casa alterada, ¿recuerdas de qué se trataba?
– Cassie -le dije-, ya hemos hablado de esto. Te lo digo de una vez por todas: no recuerdo una absoluta mierda. En lo que a mí respecta, mi vida empezó cuando tenía doce años y medio en un ferry rumbo a Inglaterra, ¿vale?
– Por Dios, Ryan, sólo preguntaba.
– Pues ya sabes la respuesta -zanjé, y puse una marcha más. Cassie alzó las manos, encendió la radio, la puso a volumen alto y me dejó en paz.
Un par de kilómetros más adelante levanté una mano del volante y le atusé a Cassie el cabello.
– Que te jodan, imbécil -soltó ella, sin rencor.
Sonreí, aliviado, y estiré uno de sus rizos. Me apartó de un manotazo.
– Oye, Cass -comencé-, tengo que preguntarte algo. -Me miró con recelo-. Si tuvieras que decir algo, ¿crees que los dos casos están relacionados o no?
Cassie se lo pensó un buen rato mientras miraba por la ventana los árboles y el cielo gris y las nubes que huían deprisa.
– No lo sé, Rob -dijo al fin-. Hay piezas que no encajan. A Katy la dejaron justo donde la encontramos, mientras que… Es una diferencia clave desde un punto de vista psicológico. Aunque tal vez el tipo estaba atormentado por la primera vez y le pareció que se sentiría menos culpable si se aseguraba de que en esta ocasión la familia obtuviera el cadáver. Y Sam tiene razón: ¿qué posibilidades hay de que dos asesinos de niños distintos sean del mismo sitio? Si tuviera que apostarme algo… Sinceramente, no lo sé.
Pisé el freno a fondo. Creo que chillamos tanto Cassie como yo; algo acababa de cruzar la carretera como una flecha delante de nuestro coche -algo oscuro y pegado al suelo, con los movimientos sinuosos de la comadreja o el armiño, pero demasiado grande para ser ninguna de esas bestias-, y desapareció por la maleza al otro lado.
Salimos propulsados hacia delante -yo circulaba demasiado deprisa por una carretera secundaria de un solo carril-, pero Cassie es una fanática del cinturón de seguridad, que podría haber salvado la vida a sus padres, y ambos lo llevábamos abrochado. El vehículo se detuvo atravesado formando un ángulo delirante con la carretera, y un neumático quedó a centímetros de la cuneta. Cassie y yo permanecimos callados y aturdidos. En la radio, una banda de chicas aullaba con un júbilo demente, una y otra vez.
– ¿Rob? -dijo Cassie sin aliento, al cabo de un minuto-. ¿Estás bien?
Era incapaz de soltar las manos del volante.
– ¿Qué diablos era eso?
– ¿El qué?
Abrió unos ojos espantados.
– Ese animal -respondí-. ¿Qué era?
Cassie me estaba observando con algo nuevo en su mirada, algo que me asustó casi tanto como acababa de hacerlo la criatura.
– Yo no he visto ningún animal.
– Ha cruzado la carretera. Se te habrá pasado por alto. Estarías mirando al otro lado.
– Sí -dijo, al cabo de lo que me pareció una eternidad-. Sí, creo que sí. ¿Un zorro, tal vez?
Sam encontró a su periodista en cuestión de horas: Michael Kiely, sesenta y dos años y semijubilado después de una carrera de moderado éxito, llegó a su cima a finales de los ochenta, cuando descubrió que un ministro tenía a nueve miembros de su familia en plantilla como «asesores». Después de eso, nunca volvió a conquistar tan vertiginosas alturas. En el año 2000, cuando se hicieron públicos los planes para la autopista, Kiely escribió un insidioso artículo sugiriendo que ésta ya había alcanzado su objetivo principal en tanto esa mañana había muchos promotores inmobiliarios felices en Irlanda. Aparte de una retórica carta a dos columnas en la que el ministro de Medio Ambiente explicaba que básicamente esa autopista sería la panacea para siempre, no hubo más respuesta.
A Sam le costó unos días convencer a Kiely para acordar una cita -la primera vez que mencionó Knocknaree, el otro le gritó: «¿Me tomas por imbécil, chico?», y colgó-, y aun así Kiely se negó a dejarse ver con él en ningún sitio de la ciudad, sino que le hizo desplazarse hasta un pub espectacularmente barato en un extremo alejado del parque Phoenix: «Es más seguro, chico, mucho más seguro».
Tenía la nariz aguileña y una melena blanca astutamente alborotada; un aspecto poético, comentó Sam con escepticismo mientras cenábamos esa noche. Él le había invitado a un Bailey's y a brandy («Dios mío», dije yo; me había costado mucho comer de todos modos. «Vaya, vaya», dijo Cassie, observando su estantería de las bebidas con aire reflexivo) y trató de sacar el tema de la autopista, pero Kiely se estremeció, mantuvo una mano en alto y agitó los párpados, exquisitamente dolorido:
«La voz, chico, baja la voz… Oh, ahí hay algo, no cabe ninguna duda. Pero alguien, y no voy a decir nombres, me mandó dejarlo todo casi antes de empezar. Razones legales, dijeron; no había pruebas de nada… Ridículo. Tonterías. Era pura y peligrosamente personal. Esta es una ciudad vieja, chico, con sus trapos sucios y sus recuerdos.»
No obstante, para la segunda ronda ya se había soltado un poco y se puso reflexivo.
«Algunos dirán… -le explicó a Sam, inclinándose hacia él y explayándose con los gestos- algunos dirán que ese sitio no ha traído más que problemas desde el principio. Hubo toda esa retórica inicial sobre cómo iba a convertirse en un nuevo centro urbano y luego, después de que se vendieran todas las casas de esa urbanización tan solitaria, simplemente quedó en nada. Dijeron que el presupuesto no permitía construir más. Y algunos dirán, chico, que el único objetivo de esa retórica era asegurar que las casas se vendieran por un valor mucho mayor de lo que cabría esperar en una urbanización en mitad de la nada. Yo no, por supuesto. No tengo pruebas.»
Se terminó su bebida y contempló el vaso vacío con aire nostálgico.
«Lo único que diré es que siempre ha habido algo un poco torcido respecto a ese lugar. ¿Sabías que el índice de heridos y víctimas mortales durante la construcción fue casi el triple que el promedio nacional? Chico, ¿crees que es posible que un lugar tenga voluntad propia, que pueda rebelarse, por decirlo así, contra la mala gestión del hombre?»
– Digan lo que digan sobre Knocknaree -comenté yo-, no fue eso lo que le puso a Katy Devlin una maldita bolsa de plástico en la cabeza.
Me alegraba de que Kiely fuese problema de Sam y no mía. Normalmente esta clase de idioteces me entretienen, pero tal como me encontraba esa semana, con toda seguridad le habría dado una patada a aquel tipo en la espinilla.
– ¿Y tú qué le has contestado? -le preguntó Cassie a Sam.
– Que sí, por supuesto -dijo con serenidad, tratando de enrollar fetuccini en su tenedor-. Le habría contestado que sí aunque me preguntara si creía que hay unos hombrecillos verdes que se pasean por el campo.
Kiely se bebió su tercera ronda -Sam iba a pasárselo bien intentando colar eso en los gastos- en silencio, con la barbilla pegada al pecho. Finalmente se puso el abrigo, le estrechó la mano a Sam con un apretón largo y fervoroso y murmuró:
– No mires esto hasta que estés en un lugar seguro. -Y salió del pub arrastrándose, tras dejar un papel arrugado en la palma de Sam.
– Pobre desgraciado -nos dijo éste mientras hurgaba en su cartera-. Creo que estaba agradecido de que alguien le escuchara por una vez. Tal como está, podría gritar una historia desde los tejados y nadie creería ni una palabra.
Extrajo un pequeño objeto plateado, lo sostuvo con cuidado entre dos dedos y se lo pasó a Cassie. Yo dejé mi tenedor y me incliné para mirar.
Era un trozo de papel plateado, de los que hay en los paquetes de cigarrillos, enrollado en un cilindro ceñido y meticuloso. Cassie lo abrió. En el dorso había escrito, en letra apretada, emborronada y negra: «Dynamo: Kenneth McClintock. Futura: Terence Andrews. Global: Jeffrey Barnes & Conor Roche».
– ¿Estás seguro de que es de fiar? -quise saber.
– Está como una regadera -afirmó Sam-, pero es un buen periodista, o lo era. Creo que no me habría dado estos nombres si no estuviera seguro de ellos.
Cassie pasó el dedo por encima del trozo de papel.
– Si lo verificamos -dijo-, será la mejor pista que hemos tenido hasta ahora. Buena jugada, Sam.
– Se metió en un coche, ¿sabéis? -explicó Sam, en un tono que denotaba cierta preocupación-. No sabía si dejarle conducir después de tanta bebida, pero… A lo mejor tengo que hablar con él otra vez, claro; tengo que conservarle en mi bando. ¿Y si llamo para ver si ha llegado bien a casa?
Al día siguiente, viernes, llevábamos dos semanas y media de investigación y O'Kelly nos llamó a su despacho. Fuera hacía un día fresco y cortante, pero el sol entraba a raudales por las grandes ventanas y en la sala de investigaciones se estaba tan caliente que desde dentro casi podías creerte que aún era verano. Sam se encontraba en su esquina, anotando cosas entre susurrantes llamadas telefónicas; Cassie estaba comprobando alguna identidad en el ordenador y un par de refuerzos y yo acabábamos de preparar una ronda de café y repartíamos tazas. En la sala reinaba el murmullo penetrante y recargado de un aula. O'Kelly asomó la cabeza por la puerta, se metió el pulgar y el índice en la boca formando un círculo y silbó con estridencia; cuando el murmullo se apagó, dijo: «Ryan, Maddox y O'Neill», proyectó un dedo por encima del hombro y dio un portazo tras de sí.
Con el rabillo del ojo vi a los refuerzos intercambiar disimuladas elevaciones de cejas. Ya hacía un par de días que lo esperábamos, al menos yo. Había ensayado la escena mentalmente mientras conducía de camino al trabajo, en la ducha y hasta en sueños, por lo que me despertaba discutiendo.
– La corbata -le dije a Sam, con un gesto; el nudo siempre se le caía hacia una de las dos orejas cuando se concentraba.
Cassie tomó un trago rápido de café y soltó aire.
– Vale -dijo-. Vamos allá.
Los refuerzos volvieron a sus respectivas tareas, aunque sentí cómo nos seguían con la mirada al abandonar la sala y alejarnos por el pasillo.
– A ver -empezó O'Kelly en cuanto entramos en su despacho. Ya estaba sentado detrás del escritorio toqueteando un espantoso juguete cromado de ejecutivo, residuo de los ochenta-. ¿Cómo va la operación Como-se-llame?
Ninguno de nosotros se sentó. Le ofrecimos una elaborada exégesis de lo que habíamos hecho para encontrar al asesino de Katy Devlin y de por qué no había funcionado. Hablamos demasiado rápido y demasiado rato, repitiéndonos y entrando en detalles que él ya conocía: presentíamos lo que se avecinaba y ninguno tenía ganas de oírlo.
– Muy bien, por lo visto tenéis todas las bases cubiertas -concluyó O'Kelly cuando al fin nos callamos. Seguía jugueteando con su horrible cacharro, clic, clic, clic-. ¿Algún sospechoso principal?
– Nos inclinamos por los padres -dije-. Cualquiera de los dos.
– Lo que significa que no tenéis nada sólido sobre ninguno.
– Aún estamos investigando, señor -señaló Cassie.
– Y yo tengo a cuatro hombres para las amenazas telefónicas -afirmó Sam.
O'Kelly alzó la vista.
– Ya he leído los informes. Cuidado dónde te metes.
– Sí, señor.
– Estupendo -dijo O'Kelly, y dejó en paz el chisme cromado-. Seguid insistiendo. No necesitáis treinta y cinco refuerzos para eso.
Aunque ya me lo esperaba, aun así fue un jarro de agua fría. Lo cierto es que los refuerzos no me habían calmado los nervios en ningún momento, pero daba igual: renunciar a su concurso resultaba espantosamente significativo, era el irrevocable primer paso de una retirada. Quería decir que dentro de unas semanas O'Kelly volvería a ponernos en la lista de turnos, nos asignaría nuevos casos y la operación Vestal se convertiría en algo en lo que trabajaríamos cuando nos sobrara un poco de tiempo; unos meses más y Katy quedaría relegada al sótano, al polvo y a las cajas de cartón, y la sacaríamos cada año o dos si dábamos con una nueva pista. La televisión pública haría un documental cursi sobre ella, con una entrecortada voz en off y una sintonía espeluznante para dejar claro que el caso seguía sin resolver. Me preguntaba si Kiernan y McCabe habían escuchado esas mismas palabras en esa habitación, quizá de alguien que toqueteaba el mismo juguete absurdo.
O'Kelly percibió la insurrección en nuestro silencio.
– ¿Qué? -dijo.
Hicimos nuestro mejor intento, soltamos nuestros discursos más concienzudos, elocuentes y preparados, pero incluso mientras hablaba supe que no iba bien. Prefiero no recordar la mayor parte de lo que dije, pero estoy seguro de que hacia el final balbucía.
– Señor, siempre hemos sabido que este caso no sería visto y no visto -terminé-. Pero nos estamos acercando paso a paso. Creo que sería un error dejarlo ahora.
– ¿Dejarlo? -repitió O'Kelly, indignado-. ¿Cuándo me has oído a mí hablar de dejarlo? No estamos dejando nada. Estamos haciendo recortes, eso es todo. -Nadie contestó. Se inclinó hacia delante y apoyó los dedos en vertical sobre el escritorio-. Muchachos -dijo, en un tono más suave-, se trata de un sencillo análisis de costes y beneficios. Habéis sacado partido a los refuerzos. ¿Cuántas personas os faltan por interrogar?
Silencio.
– ¿Y cuántas llamadas ha recibido hoy la línea abierta?
– Cinco -contestó Cassie al cabo de un momento-. Más o menos.
– ¿Alguna buena?
– Seguramente no.
– Ahí lo tenéis. -O'Kelly abrió los brazos-. Ryan, tú mismo has dicho que no se trata de un caso visto y no visto. Y yo sólo os digo que hay casos rápidos y casos lentos, y éste va a llevar tiempo. Pero entretanto hemos tenido otros tres asesinatos, hay algún tipo de guerra de drogas desatada en la parte norte y tengo a gente llamándome a diestro y siniestro para preguntarme dónde he metido todos los refuerzos de Dublín. ¿Entendéis lo que quiero decir?
Yo sí, y demasiado bien. Puedo decir muchas cosas de O'Kelly, pero tengo que reconocerle algo: la mayoría de los comisarios nos habrían dejado a Cassie y a mí fuera de ese caso desde el principio. Irlanda sigue siendo básicamente un pueblo; solemos tener una idea bastante aproximada de quién es el autor casi desde el inicio, y gran parte del tiempo y el esfuerzo no se dedican a identificarlo sino a construir un caso que concuerde. Durante los primeros días, cuando fue quedando claro que la operación Vestal sería una excepción, y de las buenas, O'Kelly debió de verse tentado a enviarnos de vuelta con nuestros mocosos de la parada de taxis y asignárselo a Costello o a algún otro con más de treinta años. En general no me considero un ingenuo, pero al ver que no lo hacía lo atribuí a una especie de pertinaz y reticente lealtad… no hacia nosotros personalmente, sino como miembros de su brigada. Y me gustó la idea. Ahora me preguntaba si no sería otro el motivo: si algún sexto sentido forjado a base de batallas no le estaría diciendo durante todo ese tiempo que aquello estaba condenado al fracaso.
– Quedaos con uno o dos -cedió O'Kelly, magnánimo-, para la línea abierta, trabajo de campo y esas cosas. ¿A quién queréis?
– A Sweeney y a O'Gorman -contesté.
A esas alturas ya tenía los nombres bastante pillados, pero en aquel instante fueron los únicos que pude recordar.
– Marchaos a casa -nos aconsejó O'Kelly-. Tomaos el fin de semana libre. Salid de copas, dormid un poco… Ryan, tienes los ojos que parecen agujeros de meadas en la nieve. Pasad tiempo con vuestras novias o lo que tengáis. El lunes volvéis y empezáis de nuevo.
Una vez en el pasillo, no nos miramos. Nadie hizo ademán de regresar a la sala de investigaciones. Cassie se apoyó contra la pared y rascó la moqueta con la punta del zapato.
– En cierto sentido tiene razón -dijo Sam al fin-. Lo haremos muy bien por nuestra cuenta, ya lo creo que sí.
– No, Sam -le dije-. No hagas eso.
– ¿Qué? -preguntó él, confundido-. ¿Que no haga qué?
– Es la idea en sí -dijo Cassie-. Este caso no tenía que habernos puesto en un brete. Tenemos el cuerpo, el arma, el… A estas alturas deberíamos tener a alguien.
– En fin -señalé yo-, ya sé lo que voy a hacer. Voy a meterme en el primer pub que no sea horrible y pillaré una borrachera de campeonato. ¿Alguien se apunta?
Al final fuimos al Doyle's: música de los ochenta por un amplificador y pocas mesas, y una barra donde se codeaban estudiantes y gente con traje. No nos apetecía ir a un bar de policías, donde todo aquel que nos encontráramos querría saber inevitablemente cómo iba la operación Vestal. Hacia la tercera ronda, cuando volvía del lavabo, choqué contra una chica y se le derramó la bebida, salpicándonos a ambos. Fue culpa suya (había retrocedido riéndose de algo que decía un amigo suyo y se me echó encima), pero era extremadamente guapa, del tipo pequeño y etéreo que yo siempre busco, y me lanzó una mirada suave y propicia mientras ambos nos disculpábamos y comparábamos los daños, así que le pagué otra bebida y entablamos conversación.
Se llamaba Anna y estaba haciendo un máster en historia del arte; su melena de color claro me hizo pensar en cálidas playas, y en una de esas faldas de algodón blancas y vaporosas y en una cintura que pudiera coger entre mis manos. Le dije que yo era profesor de literatura y que había venido de una universidad de Inglaterra para documentarme sobre Bram Stoker. Ella chupaba el borde de su vaso y me reía los chistes, mostrando unos dientecitos blancos con un atractivo saliente.
Detrás de ella, Sam sonrió y alzó una ceja y Cassie hizo una imitación de mí jadeando y con ojos de cachorro, pero no me importó. Hacía un tiempo ridículamente largo que no me acostaba con nadie y deseaba irme a casa con esa chica más que ninguna otra cosa, colarnos entre risas en algún piso de estudiantes con pósteres de arte en las paredes, enrollar ese pelo desmesurado alrededor de mis dedos y dejar que mi mente titilara en el vacío, yacer en su cama dulce y segura toda la noche y la mayor parte del día siguiente y no pensar ni una vez en ninguno de esos malditos casos. Puse una mano en el hombro de Anna para apartarla del camino de un tipo que maniobraba precariamente con cuatro jarras y les levanté el dedo medio a Cassie y a Sam sin que ella lo viera.
El flujo de personas nos acercaba cada vez más. Habíamos dejado el tema de nuestros respectivos estudios -pensé que ojalá supiera más sobre Bram Stoker- y ya estábamos en las islas de Arán (Anna y un puñado de amigos, el verano anterior; las bellezas naturales; el placer de huir de la vida urbana con toda su superficialidad), y ella ya había empezado a tocarme la muñeca para enfatizar sus frases cuando un amigo suyo se separó del vociferante grupo y fue a colocarse a su lado.
– ¿Estás bien, Anna? -le preguntó en un tono inquietante.
Le rodeó la cintura con un brazo y me observó con ojos de buey.
Fuera de su campo de visión, Anna puso los ojos en blanco y me lanzó una sonrisita conspiratoria.
– No pasa nada, Cillian -dijo.
No creía que fuese su novio -en todo caso, a ella no parecía hacerle mucha gracia-, pero si no lo era estaba claro que quería serlo. Era un tipo grande, guapo en su estilo musculoso; era evidente que llevaba un buen rato bebiendo y que se moría por una excusa para invitarme a discutir fuera.
Por un instante lo consideré de veras. «Ya has oído a la señora, amigo; vuelve con tus amiguitos…» Eché un vistazo a Sam y Cassie: habían pasado de mí y estaban sumidos en una absorbente conversación, con las cabezas pegadas para oír por encima del ruido, mientras Sam ilustraba algo con un dedo sobre la mesa. De pronto sentí un asco feroz por mí mismo y mi álter ego de catedrático y, por extensión, por Anna y ese juego que se llevaba conmigo y el tal Cillian.
– Tengo que volver con mi novia -dije-, perdona otra vez por haberte tirado la bebida.
Y me di la vuelta ante la O rosa y perpleja de su boca y la chispa beligerante confusa y reflexiva en la mirada de Cillian.
Mientras me sentaba rodeé un momento los hombros de Cassie con el brazo, y ella me miró con recelo.
– ¿Te han derribado? -preguntó Sam.
– Qué va -respondió Cassie-. Apuesto a que ha cambiado de idea y le ha dicho que tiene novia. De ahí lo del manoseo. La próxima vez que me hagas eso, Ryan, empezaré a besuquear a Sam y dejaré que los amigos de tu amiguita te den una paliza por meterte con ella.
– Perfecto -dijo Sam, feliz-. Me gusta este juego.
Cuando cerraron, Cassie y yo volvimos al piso de ésta. Sam se había ido a casa, era viernes y a la mañana siguiente no teníamos que madrugar; no parecía haber nada que nos impidiera hacer otra cosa que tirarnos en el sofá, beber y cambiar la música de vez en cuando y dejar que el fuego se consumiera en un resplandor susurrante.
– ¿Sabes qué? -dijo Cassie con despreocupación, a la vez que pescaba un hielo de su vaso para masticarlo-. Nos hemos olvidado de que los críos piensan de otra manera.
– ¿Dónde estás?
Habíamos estado hablando de Shakespeare, algo sobre las hadas en Sueño de una noche de verano, y mi cabeza aún seguía allí. Casi pensé que me iba a salir con una analogía trasnochadora entre la manera de pensar de los niños y cómo pensaba la gente en el siglo xvi, y ya estaba preparando una refutación.
– Nos hemos preguntado cómo la llevó al lugar del asesinato; no, calla y escucha.
Yo le estaba empujando la pierna con el pie y gimoteando: «Basta, estoy fuera de servicio, no te oigo, la, la, la…». Estaba atontado por el vodka y por lo tarde que era y había decidido que estaba harto de ese caso frustrante, embrollado e irresoluble. Quería hablar de Shakespeare un poco más, o tal vez jugar a cartas.
– Cuando tenía once años un tío intentó abusar de mí -dijo Cassie.
Dejé de dar patadas y alcé la vista para mirarla.
– ¿Qué? -pregunté, quizá con demasiada cautela.
Éste, pensé, éste era, finalmente, el compartimento secreto de Cassie, y por fin iba a dejarme entrar.
Me devolvió la mirada, divertida.
– No, no llegó a hacerme nada. No fue ningún trauma.
– Oh -respondí, y me sentí estúpido y, de una forma vaga, algo molesto-. ¿Qué pasó?
– En el colegio se había desatado una locura con las canicas, todo el mundo se pasaba el rato jugando, a la hora de comer, después de clase… Las llevabas a todas partes en una bolsa de plástico y era muy importante cuántas tenías. Y aquel día me castigaron al salir de clase…
– ¿A ti? No me lo puedo creer -dije.
Me puse de costado y cogí mi vaso. No tenía muy claro adónde iría a parar esa historia.
– Vete a la mierda; como tú eras Don Perfecto… La cuestión es que, cuando me marchaba, un empleado, no un profesor sino un encargado o uno de la limpieza o algo así, salió de su cobertizo y dijo: «¿Quieres canicas? Si entras aquí te daré unas cuantas». Era viejo, de unos sesenta años, con el pelo blanco y un gran bigote. Entonces me acerqué rodeando la puerta del cobertizo por un momento, y luego entré.
– Dios mío, Cass. Qué tonta fuiste -exclamé.
Di otro sorbo, dejé el vaso y le puse los pies sobre mi regazo para frotárselos.
– No, ya te he dicho que no pasó nada. Se colocó detrás de mí y me puso las manos debajo de los brazos, como si fuese a levantarme, sólo que empezó a enredar con los botones de mi blusa. Le dije: «¿Qué está haciendo?», y él: «Tengo las canicas en esa estantería. Voy a alzarte para que las cojas». Supe que algo iba mal, aunque no tenía ni idea de qué era, así que me retorcí para soltarme y dije: «No quiero canicas», y me fui corriendo a casa.
– Tuviste suerte -señalé.
Tenía unos pies finos y arqueados; incluso a través de los calcetines suaves y gruesos que se ponía para estar por casa le notaba los tendones, y cómo se movían sus pequeños huesos bajo mis pulgares. Me la imaginé a los once años, toda rodillas y uñas mordidas e intensos ojos castaños.
– Sí, es verdad. Quién sabe qué habría podido pasar.
– ¿Se lo contaste a alguien?
Quería sacar más elementos de esa historia; quería obtener alguna revelación desgarradora, algún secreto terrible y vergonzoso.
– No. Me repugnaba demasiado todo el asunto, y de todos modos ni siquiera sabía qué explicar. Esa es la cuestión: nunca se me ocurrió que tuviera algo que ver con el sexo. Yo sabía qué era el sexo, mis amigos y yo hablábamos de ello sin parar, y sabía que algo estaba mal, que había intentado desabrocharme la camisa, pero nunca junté las piezas. Años después, debía de tener unos dieciocho años, algo me lo recordó, vi a unos niños jugando a canicas o algo así, y me vino de repente: «¡Oh, Dios mío, ese tío intentó abusar de mí!».
– ¿Y qué tiene que ver con Katy Devlin? -quise saber.
– Los críos no relacionan las cosas del mismo modo que los adultos -dijo Cassie-. Dame los pies, que te los froto.
– Ni hablar. ¿No ves las emanaciones olorosas que salen de mis calcetines?
– Por favor, eres asqueroso. ¿Nunca te los cambias?
– Cuando se aguantan apoyados en la pared. Sigo la tradición del soltero.
– Eso no es tradición, es evolución inversa.
– Pues venga, adelante -dije, desplegando los pies y poniéndolos en su regazo.
– No. Búscate una novia.
– ¿A qué viene eso?
– A las novias puede que no les importe si llevas calcetines con olor a queso. A las amigas sí. -Con todo, sacudió las manos de forma rápida y profesional y se apoderó de mi pie-. Además, quizá no serías un grano en el culo si tuvieras más acción.
– Mira quién habla -contesté, y mientras hablaba caí en que no tenía ni idea de cuánta acción tenía Cassie.
Hubo un novio medio serio antes de que yo la conociera, un abogado llamado Aidan, que por algún motivo había desaparecido de escena por la época en que ella se incorporó a Narcóticos; pocas relaciones sobreviven a operaciones secretas. Obviamente, yo habría conocido la existencia de algún novio desde entonces, y quiero pensar que me habría enterado incluso si hubiera salido con alguien, sea lo que sea eso, pero no tenía ni idea. Siempre di por hecho que no había nada que saber, pero de repente ya no estaba tan seguro. Miré a Cassie con expresión alentadora, pero ella me estaba masajeando el talón y me ofrecía su sonrisa más enigmática.
– La otra cuestión -continuó- es por qué entré allí, para empezar. -La mente de Cassie es como un cruce en forma de trébol: es capaz de girar en direcciones completamente divergentes y luego, por alguna rebelión dimensional propia de Escher, regresar vertiginosamente al quid-. No fue sólo por las canicas. El hombre tenía un acento muy marcado, de las Midlands, creo, y sonó como si hubiera dicho: «¿Quieres maravillas [17]?». Es decir, yo sabía que no lo había dicho, sabía que había dicho «canicas», pero una parte de mí pensó que a lo mejor era uno de esos ancianos misteriosos que salen en los cuentos y que dentro del cobertizo habría estantes y más estantes con bolas de cristal, pociones, pergaminos antiguos y dragoncitos en jaulas. Sabía que no era más que un cobertizo y que él sólo era un encargado, pero al mismo tiempo pensé que tal vez fuese mi oportunidad de ser uno de esos niños que entran en el otro mundo a través del armario, y no podía soportar la idea de pasarme el resto de mi vida sabiendo que me lo había perdido.
¿Cómo podría hacerle entender a alguien lo de Cassie y yo? Tendría que estar allí, pasearse por todos los senderos de nuestra geografía secreta y compartida. El tópico dice que es improbable que un hombre y una mujer heterosexuales sean amigos verdaderos y platónicos; nosotros sacábamos un trece a los dados, lanzábamos cinco ases y nos íbamos riendo. Ella era la prima de los veranos de los libros infantiles, a la que enseñabas a nadar en algún lago atestado de mosquitos y a la que dabas la lata metiéndole renacuajos dentro del bañador, con la que practicabas tus primeros besos en una colina de brezos y con la que te reías de ello años después mientras os fumabais un porro clandestino en el abarrotado desván de tu abuela. Me pintaba las uñas de dorado y me desafiaba a dejármelas así para ir al trabajo. Le dije a Quigley que en opinión de Cassie el estadio Croke Park debería convertirse en un centro comercial, y luego la dejé intentando descifrar por qué él se indignaba con ella. Recortó la caja de su nueva alfombrilla para el ratón y me pegó la parte que decía «Tócame y siente la diferencia» en la espalda de la camisa, y lo llevé medio día antes de darme cuenta. Salíamos por su ventana y bajábamos por la escalera de incendios y nos tumbábamos en el tejado que se extendía más abajo para beber cócteles improvisados, cantar temas de Tom Waits y ver las estrellas girando vertiginosamente a nuestro alrededor.
No. Éstas son anécdotas en las que me gusta pensar, calderilla pequeña, vivaz y no carente de valor; pero por encima de todo eso y como realidad subyacente a todo cuanto hacíamos, ella era mi compañera. No sé cómo explicar el efecto que me causa esa palabra aún hoy, lo que significa para mí. Podría contar lo de ir de una habitación a otra, con las pistolas en alto y agarradas con ambas manos, a través de casas silenciosas donde podía haber un sospechoso armado aguardando detrás de cualquier puerta, o lo de las largas noches de vigilancia, sentados en un coche oscuro y bebiendo café solo de un termo e intentando jugar al gin rummy a la luz de una farola. Una vez perseguimos en su propio terreno a dos ladrones de coches que se dieron a la fuga después de un atropello; grafitis y calles llenas de basura pasaban a toda prisa por la ventanilla, noventa kilómetros por hora, ciento diez, pisé a fondo y dejé de mirar el indicador de velocidad, hasta que hicieron un trompo contra un muro y luego nos encontramos sujetando entre los dos al conductor, que tenía quince años, y prometiéndole que su madre y la ambulancia llegarían enseguida, mientras moría sollozando en nuestros brazos. En un edificio de mala fama que obligaría a cualquiera a modificar su concepto de humanidad, un yonqui me amenazó con una jeringuilla. Ni siquiera nos interesaba él, andábamos detrás de su hermano y la conversación parecía desarrollarse dentro de la normalidad cuando su mano se movió demasiado deprisa y de pronto había una aguja apoyada en mi garganta. Mientras estaba allí inmóvil, sudoroso y rezando como un loco por que ninguno de los dos estornudara, Cassie se sentó con las piernas cruzadas sobre la apestosa moqueta, le ofreció un cigarrillo a ese tío y estuvo hablando con él durante una hora y veinte (en cuyo transcurso él nos pidió toda una serie de cosas: las carteras, un coche, un chute, un Sprite y que lo dejaran tranquilo); le habló con tanta naturalidad y con un interés tan sincero que él acabó soltando la jeringuilla y se dejó caer apoyado en la pared para sentarse delante de ella, y estaba empezando a contarle la historia de su vida cuando pude controlar mis manos lo suficiente para ponerle las esposas.
Las chicas con las que sueño son las tiernas y nostálgicas, las que cantan dulces canciones al piano o junto a grandes ventanales, de pelo largo y ondulante y delicadas como flores de manzano. Pero una chica que entra en la batalla a tu lado y te guarda las espaldas es otra cosa, es algo que te hace estremecer. Uno puede acordarse de la primera vez que se acostó con alguien o de la primera vez que se enamoró: esa explosión cegadora que te electrifica hasta las yemas de los dedos y te transforma como una iniciación. Juro que eso no es nada, nada de nada, comparado con el hecho de poner tu vida, sencilla y diariamente, en las manos de otro.