Capítulo 16

Reservé lo del bosque para el sábado por la noche, acariciando la idea como un niño que se guarda un inmenso huevo de Pascua con algún regalo misterioso en el interior. Sam había ido a pasar el fin de semana a Galway porque bautizaban a una sobrina suya -tenía una de esas familias extensas que se reúne al completo casi semanalmente, porque siempre hay alguien a quien bautizar, casar o enterrar-, Cassie salía con una amiga suya y Heather iba a una fiesta de solteros en algún hotel de no sé dónde. Nadie notaría siquiera que había ido.

Llegué a Knocknaree hacia las siete y aparqué en el área de descanso. Me había llevado un saco de dormir y la linterna, un termo de café bien cargado de alcohol y un par de sándwiches -al envolverlos me había sentido algo ridículo, como uno de esos excursionistas concienzudos que llevan chaquetas tecnológicamente avanzadas, o como un chaval que se escapa de casa-, pero nada con que encender una hoguera. La gente de la urbanización aún tenía los nervios a flor de piel e irían como un rayo a la poli si veían una luz misteriosa, lo que habría resultado embarazoso. Además, yo no soy del tipo boy scout; seguramente, habría incendiado lo que quedaba del bosque.

Era un atardecer claro y tranquilo, con grandes sesgos de luz que volvían la piedra de la torre de un rosa dorado e infundían incluso a las zanjas y pilas de tierra una magia triste y desigual. A lo lejos, en los campos, un cordero balaba, y el aire transportaba apacibles olores a heno, vacas, alguna flor embriagadora que no sabía nombrar… Bandadas de pájaros practicaban sus formaciones en V sobre la cima de la colina. Frente a la casa de labor estaba sentado el perro pastor, que emitió un conato de ladrido de advertencia y me observó fijamente un momento, antes de decidir que yo no era una amenaza y volver a ponerse cómodo. Crucé el yacimiento hasta el bosque siguiendo los senderos llenos de baches de los arqueólogos, con la anchura justa para una carretilla (esa vez llevaba unas deportivas viejas, unos vaqueros raídos y un jersey grueso).

Es muy probable que las personas que, como yo, sean básicamente urbanitas se imaginen el bosque como algo simple: árboles de un mismo color verde en hileras uniformes y una suave alfombra de hojas muertas o agujas de pino, todo ordenado como en un dibujo infantil. Puede que esos bosques altamente rentables creados por el hombre sean así, no lo sé. El bosque de Knocknaree era de los auténticos, y resultaba más intrincado y hermético de lo que yo recordaba. Se regía por su propio orden, sus propias alianzas y batallas encarnizadas. Yo era allí un intruso, y tenía la honda y mordaz sensación de que mi presencia había sido detectada al instante y de que el bosque me vigilaba con una ambigua mirada colectiva, sin aceptarme ni rechazarme todavía, sino reservándose la sentencia.

En el claro de Mark había cenizas frescas en el lugar de la hoguera y nuevas colillas de cigarros de liar esparcidas por la tierra alrededor; había vuelto a venir después de la muerte de Katy. Recé por que no eligiera aquella noche para reconectarse con su herencia. Me saqué de los bolsillos los sándwiches, el termo y la linterna y desplegué el saco de dormir sobre la parcela compacta de hierba aplanada que había dejado Mark con el suyo. Luego me adentré en el bosque despacio, tomándome mi tiempo.

Era como colarse entre los restos de una gran ciudad antigua. Los árboles -robles, hayas, fresnos y otros cuyos nombres desconocía- se alzaban más altos que pilares de catedral; luchaban en busca de espacio, apuntalaban grandes troncos caídos y se inclinaban según la pendiente de la colina. Largas astas de luz se filtraban, tenues y sagradas, a través de las bóvedas verdes. Franjas de hiedra desdibujaban los troncos macizos, se arrastraban en cascada desde las ramas y convertían las cepas en piedras enhiestas. Mis pasos eran amortiguados por capas profundas y mullidas de hojas caídas; cuando me paraba a girar unas cuantas con la punta del zapato, notaba un generoso aroma a putrefacción y veía la tierra húmeda y negra, cascaras de bellota y la convulsión pueril y frenética de un gusano. Los pájaros se lanzaban como flechas y se llamaban desde las ramas, y pequeños correteos de alarma se desencadenaban a mi paso.

Cúmulos inmensos de sotobosque y, de vez en cuando, un fragmento gastado de muro de piedra; raíces nudosas, verdes de musgo y más gruesas que mi brazo. Las riberas bajas del río, enmarañadas con zarzas (en nuestras manos y traseros al bajar, «¡Ay, mi pierna!») y dominadas por saúcos y un sauce. El río era como un manto de oro viejo, arrugado y salpicado de negro. Finas hojas amarillas flotaban en su superficie, balanceándose suavemente como si se tratara de un objeto sólido.

Mi cabeza giraba y revoloteaba. A cada paso me parecía reconocer algo y un repique llenaba el aire, como un código Morse que emitiera en una frecuencia demasiado alta para ser captada. Habíamos correteado por ahí, abriéndonos camino con paso seguro ladera abajo, siguiendo la telaraña de imperceptibles senderos; habíamos comido pequeñas y fortuitas manzanas silvestres de ese árbol contrahecho, y cuando alcé la vista al remolino de hojas casi esperé vernos allí, agarrados a las ramas como cachorros de gatos salvajes y devolviéndome la mirada. En el lindero de uno de esos claros minúsculos (hierba alta, motas de sol, nubes de zuzón y zanahoria silvestre) habíamos visto cómo Jonathan y sus amigos sujetaban a Sandra. En algún lugar, tal vez en el punto exacto donde ahora me encontraba, el bosque se había estremecido y resquebrajado, y Peter y Jamie se colaron dentro.

No es que tuviera exactamente un plan, en el sentido estricto de la palabra. Sólo ir al bosque, echar un vistazo y pasar la noche allí, con la esperanza de que ocurriera algo. Hasta aquel momento, esa falta de previsión no me había parecido un impedimento. Al fin y al cabo, cada vez que intentaba planear algo en los últimos tiempos acababa espectacular y gigantescamente mal; estaba claro que necesitaba un cambio de táctica, ¿y qué habría más drástico que meterse ahí sin nada, esperando simplemente a ver qué me ofrecía el bosque? Y supongo que mi sentido de lo pintoresco también se vio atraído. Supongo que, aunque por carácter no encajo en el papel en ningún sentido, siempre he anhelado ser el héroe de un mito, que galopa temerario y magnífico al encuentro de su destino sobre un caballo salvaje que ningún otro hombre podría montar.

Sin embargo, ahora que estaba realmente ahí todo aquello ya no me parecía tanto una impetuosa osadía sino sólo algo vagamente hippie -incluso había pensado en colocarme, confiando en que así me relajaría lo bastante como para darle más oportunidades a mi subconsciente, pero el hachís siempre me da sueño- y bastante tonto. De pronto caí en la cuenta de que el árbol en el que estaba apoyado podía ser el mismo junto al que me encontraron, y que quizás aún mostrara tenues marcas donde mis uñas habían escarbado el tronco; también caí en la cuenta de que empezaba a oscurecer.

Estuve a punto de irme. De hecho volví al claro, sacudí las hojas muertas de mi saco de dormir y empecé a enrollarlo. Para ser sincero, lo único que me mantuvo allí fue acordarme de Mark. Él había pasado la noche ahí, no una sino varias veces, sin que por lo visto se le pasara por la cabeza que aquello pudiera dar miedo, y se me hizo insoportable la idea de que me marcase un tanto, llegara a saberlo él o no. Él había dispuesto de una hoguera, pero yo tenía una linterna y una Smith & Wesson, si bien me sentí algo ridículo por el simple hecho de pensarlo. Estaba a sólo unos metros de la civilización, o por lo menos de la urbanización. Me quedé en pie un instante, con el saco en las manos; luego lo desplegué, me metí dentro hasta la cintura y me recosté contra un árbol.

Me serví una taza de café regado con whisky; su sabor fuerte y adulto resultaba extrañamente reconfortante. Los fragmentos de cielo se oscurecían sobre mi cabeza, pasando del turquesa a un añil intenso; los pájaros aterrizaban en las ramas y se instalaban para pasar la noche, con enérgicas exclamaciones y riñas. Los murciélagos surcaban la excavación con sus chillidos y entre los arbustos hubo un salto repentino, ruido de hojas y silencio. A lo lejos, en la urbanización, un niño cantó algo a voz en grito: «Todos salvados»…

Poco a poco se me ocurrió -sin sorpresa, en realidad, como si fuese algo que sabía desde hacía mucho- que, si conseguía recordar algo útil, se lo diría a O'Kelly. No enseguida, quizá tardaría unas semanas, necesitaría un tiempo prudencial para atar cabos sueltos y poner mis asuntos en orden, por así decirlo; porque cuando lo hiciera, sería el fin de mi carrera.

Sólo unas horas antes esa idea habría sido como un pelotazo en el estómago. Pero no sé por qué, aquella noche resultaba casi seductora, planeaba en el aire como una tentación y yo le daba vueltas con un vértigo voluptuoso. Ser detective de homicidios era lo único en lo que había puesto mi ilusión, aquello alrededor de lo cual había construido mi vestuario, mi andar, mi vocabulario y mi vida en sueños y en vigilia, y la idea de tirarlo todo por la borda con un solo giro de muñeca y ver cómo remontaba en el espacio como un globo brillante resultaba embriagadora. Podía establecerme como detective privado, pensé; tener un despachito maltrecho en un deprimente edificio georgiano, con mi nombre en letras doradas sobre una puerta de vidrio esmerilado, ir a trabajar cuando quisiera y moverme con pericia en los límites de la ley y hostigar a un O'Kelly apopléjico pidiéndole información interna. Me pregunté, fantaseando, si Cassie vendría conmigo. Me conseguiría un sombrero y una gabardina y un agudo sentido del humor; ella se sentaría con aplomo en barras de bar, con un vestido rojo y provocativo y una cámara en el pintalabios, para pillar a ejecutivos infieles… Por poco no me reí en voz alta.

Me di cuenta de que me estaba quedando dormido. Eso no formaba parte de mi plan original y me esforcé por mantenerme despierto, pero todas aquellas noches en vela caían sobre mí con la fuerza de un disparo en el brazo. Pensé en el termo de café, pero me pareció demasiado esfuerzo ir a cogerlo. El saco de dormir me había calentado el cuerpo y éste ya se había acoplado a los pequeños bultos y grietas del terreno y del árbol. Estaba deliciosa y narcóticamente cómodo. Noté que la taza del termo se me caía de la mano, pero fui incapaz de abrir los ojos.

No sé cuánto tiempo dormí. Me encontré sentado y conteniendo un grito antes incluso de despertarme del todo. Alguien había dicho, alto y claro y al lado mismo de mi oído: «¿Qué es eso?».

Me quedé sentado largo rato, sintiendo lentas oleadas de sangre que fluían por mi cuello. Las luces de la urbanización se habían apagado. El bosque estaba en silencio y apenas un susurro del viento se oyó en lo alto, entre las ramas; en algún lugar crujió una rama.

Peter se giró de golpe sobre el muro del castillo y proyectó una mano para inmovilizarnos a Jamie y a mí, que estábamos uno a cada lado de él:

– ¿Qué es eso?

Llevábamos todo el día fuera, desde que el rocío aún se estaba secando en la hierba. Hacía un tiempo bochornoso; el aire era caliente como agua de bañera y el cielo tenía el color de la parte central de la llama de una vela. Teníamos botellas de limonada al pie de un árbol para cuando nos entrara sed, pero se habían calentado y desbravado y ya eran pasto de las hormigas. Allá en la calle alguien cortaba el césped; otro tenía la ventana de la cocina abierta y la radio subió de volumen y entonó Wake Me Up Before You Go-Go. Dos niñas subían por turnos a un triciclo rosa en la acera, y la hermana repipi de Peter, Tara, jugaba a las maestras en el jardín de su amiga Audrey y las dos regañaban a un puñado de muñecas dispuestas en filas. Los Carmichael habían comprado un aspersor; nunca antes habíamos visto uno y nos lo quedábamos mirando cada vez que lo encendían, pero la señora Carmichael era una bruja, Peter decía que si entrabas en el jardín te partía la cabeza con un palo.

Sobre todo habíamos estado montando en bici. A Peter le habían regalado una Evel Knievel por su cumpleaños -si cogías carrerilla, podías saltar pilas de cómics viejos- y pensaba ser acróbata de mayor, así que estábamos practicando. Construimos una rampa en la calle, con ladrillos y un pedazo de contrachapado que tenía su padre en el cobertizo del jardín -«La iremos haciendo más alta, con un ladrillo más cada día», dijo Peter-, pero temblaba mucho y yo no podía evitar darle a los frenos un segundo antes de despegar.

Jamie probó la rampa unas cuantas veces y luego se quedó vagando por el extremo de la calle, rascando una pegatina de su manillar y pateando su pedal para hacerlo girar. Esa mañana había tardado en salir y llevaba todo el día muy callada. Siempre lo estaba, pero esta vez parecía distinta; su silencio era como si la rodeara una nube densa e íntima, y a Peter y a mí nos tenía inquietos.

Peter salió disparado de la rampa gritando y zigzagueando de forma salvaje, y faltó poco para que les diera a las niñas del triciclo.

– ¡Que nos vais a matar, chiflados! -soltó Tara por encima de sus muñecas.

Llevaba una falda larga de flores que se amontonaba sobre la hierba, y un sombrero grande y extraño con una cinta alrededor.

– Tú a mí no me mandas -le contestó Peter. Se metió en el césped de Audrey y pasó al lado de Tara, quitándole el sombrero. Tara y Audrey chillaron al unísono.

– ¡Cógelo, Adam!

Lo seguí al jardín -nos meteríamos en un lío si la madre de Audrey salía- y conseguí agarrar el sombrero sin caerme de la bici; me lo puse en la cabeza y pedaleé sin manos por el aula de las muñecas. Audrey intentó derribarme, pero la esquivé. Era bastante guapa y no parecía realmente furiosa, por lo que traté de no pisarle las muñecas. Tara se llevó las manos a las caderas y empezó a chillarle a Peter.

– ¡Jamie! -grité yo-. ¡Vamos!

Jamie se había quedado en la calle, golpeando mecánicamente con su rueda delantera el extremo de la rampa. Dejó su bicicleta, corrió hasta el muro de la urbanización y saltó.

Peter y yo nos olvidamos de Tara («No tienes ni una pizca de cerebro, Peter Savage, verás cuando mamá se entere de este follón…»), frenamos y nos miramos el uno al otro. Audrey me arrebató el sombrero de la cabeza y huyó a la par que comprobaba si la perseguía. Dejamos las bicis en la calle y trepamos por el muro detrás de Jamie.

Esta estaba en el columpio de neumático, impulsándose con el pie contra el muro cada tantos balanceos. Tenía la cabeza gacha y yo sólo le veía el manto de pelo rubio y liso y la punta de la nariz. Nos sentamos en el muro y aguardamos.

– Esta mañana mi madre me ha tomado medidas -dijo Jaime al fin mientras se rascaba una costra del nudillo.

Pensé con asombro en el marco de la puerta de nuestra cocina: madera blanca y lustrosa con marcas de lápiz y fechas para indicar mi crecimiento.

– ¿Y qué? -respondió Peter-. Vaya cosa.

– ¡Es para los uniformes! -le chilló Jamie-. ¡Qué si no!

Saltó del columpio, aterrizó con fuerza y corrió bosque adentro.

– ¡Bah! -dijo Peter-. ¿Qué le pasa?

– El internado -contesté.

Esas palabras convirtieron mis piernas en gelatina.

Peter me miró con una mueca de incredulidad y desagrado.

– No va a ir. Su madre lo dijo.

– No, no lo dijo. Dijo que ya veríamos.

– Sí, pero desde entonces no ha vuelto a decir nada más.

– Bueno, pues ya lo ha dicho, ¿no?

Peter miró el sol con los ojos entornados.

– Vamos -anunció, y bajó del muro de un salto.

– ¿Adónde?

No contestó. Recogió su bici y la de Jamie y las llevó tambaleándose a su jardín. Yo cogí la mía y fui tras él.

La madre de Peter tendía la colada, con una hilera de pinzas cogidas a un lado de su delantal.

– No molestéis a Tara -ordenó.

– No lo haremos -dijo Peter, soltando las bicis en el césped-. Mamá, nos vamos al bosque, ¿vale?

El bebé, Sean Paul, estaba tumbado sobre una manta sólo con un pañal e intentaba gatear. Le di un tímido toquecito en el costado con la punta del pie y él rodó de espaldas, se agarró a mi zapatilla y me sonrió.

– Buen chico -le dije.

No quería ir a buscar a Jamie. Me pregunté si a lo mejor podría quedarme, cuidar de Sean Paul para la señora Savage y esperar a que Peter volviera para decirme que Jamie se iba.

– La merienda es a las seis y media -nos avisó la señora Savage, y sacó distraídamente una mano para atusarle el pelo a Peter al pasar-. ¿Llevas tu reloj?

– Sí. -Peter agitó la muñeca para ella-. Venga, Adam, vámonos.

Cuando algo no iba bien solíamos ir casi siempre al mismo sitio: la habitación más alta del castillo. Hacía tiempo que la escalera que subía hasta ella se había venido abajo, y desde el suelo ni siquiera se adivinaba que estuviera ahí; tenías que escalar el muro exterior hasta arriba del todo y luego saltar al suelo de piedra. La hiedra trepaba por las paredes y las ramas caían desde lo alto. Era como un nido de pájaro, balanceándose en el aire.

Jamie se encontraba allí, acurrucada en un rincón con un codo doblado sobre la boca. Estaba llorando con fuerza y con torpeza. Una vez, hacía siglos, se había pillado el pie en una madriguera de conejos mientras corría y se rompió el tobillo; la llevamos a caballo todo el camino de vuelta a casa y no lloró, ni siquiera cuando tropecé y le di en la pierna, sólo gritó: «¡Ay, Adam, eres burro!», y me pellizcó el brazo.

Entré en la habitación.

– ¡Idos! -me increpó Jamie, con la voz amortiguada por el brazo y las lágrimas. Tenía la cara roja y el pelo alborotado, con las horquillas colgando a los lados-. Dejadme en paz.

Peter seguía encaramado al muro.

– ¿Vas a ir al internado? -preguntó.

Jamie cerró los ojos con fuerza y tensó la boca, pero los sollozos de disgusto siguieron brotando. Apenas pude oír lo que decía.

– Ella no me lo dijo, hizo como si todo fuera bien, y durante todo este tiempo… ¡me ha estado mintiendo!

Me dejaba sin aliento lo injusto de todo ello. «Ya veremos -dijo la madre de Jamie-, no te preocupes», la habíamos creído y habíamos dejado de preocuparnos. Ningún adulto nos había traicionado antes, no respecto a algo tan importante como esto, y no era capaz de asumirlo. Habíamos pasado todo ese verano confiando en que el futuro era nuestro.

Peter, ansioso, hizo equilibrios de un lado a otro del muro, a la pata coja.

– Pues volveremos a hacer lo mismo. Nos amotinaremos. Vamos a…

– ¡No! -lloró Jamie-. Ya ha pagado la matrícula y todo, es demasiado tarde. ¡Me voy dentro de dos semanas! Dos semanas…

Cerró las manos en dos puños y las proyectó contra la pared.

No podía soportarlo. Me arrodillé junto a Jamie y le puse el brazo sobre los hombros; ella se zafó, pero cuando volví a ponerlo lo dejó allí.

– Vamos, Jamie -le rogué-. Por favor, no llores. -El remolino de ramas de color verde y oro que nos rodeaba, Peter frustrado y Jamie llorando, y la piel sedosa de su brazo debajo de mi mano; el mundo entero parecía sacudirse, y la piedra del castillo bambolearse debajo de mí como las cubiertas de los barcos en las películas-. Volverás los fines de semana…

– ¡No será lo mismo! -gritó ella.

Echó la cabeza atrás y sollozó sin siquiera procurar disimularlo, con el cuello bronceado y delicado vuelto hacia los fragmentos de cielo. La extrema desdicha en su voz se me clavó en lo más hondo y supe que tenía razón: nunca más volvería a ser lo mismo.

– No, Jamie, no… para…

No podía quedarme sin hacer nada. Sabía que era una estupidez pero por un momento quise decirle que iría yo en su lugar; ocuparía su puesto, ella podía quedarse aquí para siempre… Antes de darme cuenta de que iba a hacerlo, agaché la cabeza y le di un beso en la mejilla. Noté sus lágrimas húmedas en mi boca. Olía como la hierba bajo el sol, verde y caliente, embriagadora.

Se quedó tan estupefacta que dejó de llorar. Volvió la cabeza de golpe y se me quedó mirando, con los ojos azules ribeteados de rojo, muy cerca. Supe que iba a hacer algo. Pegarme, o devolverme el beso…

Peter saltó del muro y se arrodilló delante de nosotros. Cogió mi muñeca con una mano, fuerte, y la de Jamie con la otra.

– Oíd -dijo-. Nos escaparemos.

Lo miramos fijamente.

– Eso es una tontería -señalé al fin-. Nos cogerán.

– No, no lo harán; no enseguida. Podemos escondernos aquí durante unas semanas sin problema. No tiene que ser para siempre ni nada… sólo hasta que sea seguro. Una vez haya empezado el colegio, podemos volver a casa; será demasiado tarde. Y aunque la envíen fuera de todos modos, ¿qué más da? Nos escaparemos otra vez. Iremos a Dublín y sacaremos de allí a Jamie. Entonces la expulsarán y tendrá que regresar a casa. ¿Entendéis?

Le brillaban los ojos. La idea prendió, chispeó y revoloteó en el aire entre nosotros.

– Podríamos vivir aquí -dijo Jamie. Jadeó con un largo e hiposo temblor-. Me refiero al castillo.

– Nos mudaremos cada día. Esto, el claro, ese árbol grande con las ramas que hacen como un nido… No les daremos la oportunidad de alcanzarnos. ¿De verdad crees que alguien podría encontrarnos aquí? ¡Vamos!

Nadie conocía el bosque como nosotros. Nos desplazaríamos por el sotobosque, silenciosos y ágiles como indios valerosos; observaríamos inmóviles desde matorrales y ramas altas mientras los rastreadores avanzaban con sus fuertes pisadas.

– Dormiremos por turnos. -Jamie se iba enderezando-. Para que haya uno de nosotros siempre de guardia.

– Pero ¿y nuestros padres? -pregunté. Pensé en las manos cálidas de mi madre y me la imaginé llorando, angustiada-. Se van a preocupar mucho. Pensarán…

Jamie hizo una mueca.

– Mi madre no. De todas formas no me quiere por aquí.

– La mía sólo piensa en los pequeños -afirmó Peter-, y a mi padre te aseguro que le dará igual. -Jamie y yo nos miramos el uno al otro. Nunca hablábamos de ello, pero ambos sabíamos -que el padre de Peter a veces les pegaba cuando estaba borracho-. Y además, ¿a quién le importa si tus padres se preocupan? No te dijeron que Jamie iría al internado, ¿verdad? ¡Dejaron que pensaras que todo iba bien!

Tenía razón, pensé, aturdido.

– Supongo que podría dejarles una nota -dije-. Sólo para que sepan que estamos bien.

Jamie se disponía a decir algo, pero Peter la interrumpió.

– ¡Sí, perfecto! Les dejamos una nota diciendo que hemos ido a Dublín, o a Cork o a alguna otra parte. Entonces nos buscarán allí, pero estaremos aquí todo el tiempo. -Se puso en pie de un salto, levantándonos con él-. ¿Trato hecho?

– No pienso ir al internado -afirmó Jamie, secándose el rostro con el dorso del brazo-. No iré, Adam, no iré. Haré lo que sea.

– ¿Adam? -Vivir como salvajes, bronceados y descalzos entre los árboles. La pared del castillo era fresca e indefinida al tacto-. Adam, ¿qué podemos hacer si no? ¿Quieres dejar que envíen lejos a Jamie y ya está? ¿No quieres hacer algo?

Me sacudió la muñeca con mano firme y apremiante; sentí mi pulso latir en ella.

– Trato hecho -dije.

– ¡Bien! -chilló Peter, y dio un puñetazo en el aire. El grito retumbó entre los árboles, alto, salvaje y triunfante.

– ¿Cuándo? -quiso saber Jamie. Los ojos le brillaban de alivio y tenía la boca abierta en una sonrisa; estaba de puntillas, lista para despegar en cuanto Peter diera la orden-. ¿Ahora?

– Tranqui, colega -le dijo él-. Tenemos que prepararnos. Iremos a casa y cogeremos todo nuestro dinero. Necesitaremos provisiones, pero tenemos que comprar un poco cada día para que nadie sospeche.

– Salchichas y patatas -propuse-. Encenderemos un fuego y buscaremos unos palos…

– No, nada de fuego, lo verán. No compréis nada que haya que cocinar. Coged cosas en lata, sopas y alubias y así. Decid que es para vuestra madre.

– Será mejor que alguien traiga un abridor…

– Yo; a mi madre le sobra uno, no se dará cuenta.

– Sacos de dormir, las linternas…

– Pues claro, pero eso en el último momento, para que no noten que faltan.

– Podemos lavarnos la ropa en el río…

– … meter toda nuestra basura en el hueco de un árbol, don* de nadie la encuentre…

– ¿Cuánto dinero tenéis vosotros?

– Yo tengo todo el de mi confirmación en la oficina de correos, no puedo sacarlo.

– Pues compraremos cosas baratas: leche, pan…

– ¡Eh, la leche se estropeará!

– No, qué va, podemos guardarla en el río, en una bolsa de plástico.

– ¡Jamie bebe leche podrida! -gritó Peter.

Saltó al muro y se puso a escalar hacia arriba.

Jamie fue tras él.

– No es verdad, tú bebes leche podrida, tú…

Agarró el tobillo de Peter y lucharon en lo alto del muro, riendo alocadamente. Yo me uní a ellos y Peter sacó un brazo y me metió en la refriega. Estuvimos batallando, sin aliento por la risa y los aullidos, mientras guardábamos un peligroso equilibrio casi encima del borde.

– Adam come bichos.

– Vete a la mierda, eso fue de pequeño…

– ¡Callaos! -zanjó Peter de repente. Se nos quitó de encima y se quedó inmóvil, agachado sobre el muro, con las manos extendidas para silenciarnos-. ¿Qué es eso?

Quietos y vigilantes como liebres asustadas, escuchamos. El bosque estaba tranquilo, demasiado tranquilo, expectante; el ajetreo habitual de las tardes, con pájaros e insectos y animalitos que no se veían, había quedado interrumpido como por la batuta de un director de orquesta. Salvo que en algún sitio, por allá adelante…

– Pero ¿qué…? -susurré.

– Chis.

¿Música, una voz, o quizá sólo algún truco del río con sus piedras, o la brisa en el roble hueco? El bosque tenía un millón de voces, que cambiaban con cada estación y cada día; nunca llegabas a conocerlas todas.

– Vamos -dijo Jamie, y los ojos le brillaban-, vamos.

Y se lanzó desde el muro como una ardilla voladora.

Cogió una rama, se colgó, se dejó caer y rodó y corrió; Peter saltó detrás de ella antes de que la rama dejara de balancearse, y yo bajé por el muro y los seguí.

– Esperadme, esperad…

El bosque nunca había estado tan exuberante o tan fiero. Las hojas proyectaban destellos de la luz del sol como si fueran girándulas, los colores eran tan brillantes que podías alimentarte de ellos y el olor a tierra fértil se volvió arrebatador como el de vino de iglesia. Atravesamos corriendo nubes zumbantes de mosquitos y saltamos zanjas y troncos podridos, las ramas se arremolinaban alrededor como agua, las golondrinas hacían cabriolas ante nosotros y en los árboles que había a los lados juro que tres ciervos avanzaban a nuestro paso. Me sentía ligero, afortunado y desbordante, nunca había corrido tan deprisa ni saltado tan alto y sin esfuerzo; un empujón con el pie y podría haberme transportado por los aires.

¿Cuánto tiempo corrimos? Todos los puntos de referencia familiares y queridos debieron de moverse y darse la vuelta para desearnos buena marcha, porque por el camino los pasamos todos y cada uno: saltamos la mesa de piedra y cruzamos el claro de una sola zancada, entre el azote de las zarzas y los hocicos de los conejos que se asomaban a vernos pasar, dejamos el neumático balanceándose a nuestra espalda y viramos con una mano en el roble hueco. Y ahí enfrente, tan dulce y desesperado que dolía, atrayéndonos…

Poco a poco adquirí conciencia de que estaba empapado de sudor dentro del saco de dormir; de que mi espalda, presionada contra el tronco del árbol, estaba tan rígida que me hacía temblar, y de que cabeceaba con movimientos convulsivos y tirantes como los de un muñeco. El bosque estaba negro y vacío, como si me hubieran cegado. A lo lejos se oyó un repiqueteo apresurado, como gotas de lluvia sobre las hojas, como una rociada diminuta. Luché por ignorarlo, por continuar por donde me llevara ese hilo dorado y frágil de la memoria, porque si lo soltaba en esa oscuridad nunca encontraría el camino de regreso a casa.

Risas que ondeaban sobre el hombro de Jamie como burbujas brillantes de jabón, abejas arremolinándose en un rayo de sol y los brazos de Peter que se extendieron como alas al saltar alborozado una rama caída. Los cordones de mis zapatos desatándose y señales de alarma elevándose con violencia en algún lugar dentro de mí a medida que la urbanización se disipaba a nuestra espalda, estáis seguros, estáis seguros, «Peter, Jamie, parad, esperad…».

El repiqueteo se iba apoderando de todo el bosque, aumentaba y decaía, se acercaba por todos los flancos. Estaba en las ramas altas que tenía encima, en el sotobosque detrás de mí, pequeño y cambiante e insistente. Los pelos de la nuca se me erizaron. «Lluvia -me dije con lo que quedaba de mi mente-, nada más que lluvia», aunque no notaba ni una gota. En el otro extremo del bosque algo lanzó un chillido pavoroso.

«Vamos, Adam, corre, date prisa…»

La oscuridad frente a mí se volvía más densa. Se oyó un sonido como de viento en las hojas, un viento intenso que se precipitaba bosque a través para abrir un sendero. Me acordé de la linterna, pero mis dedos estaban congelados en torno a ella, Sentí el hilo de oro retorcerse y tirar de mí. Al otro lado del claro algo respiró; algo grande.

Bajamos al río. Derrapamos antes de parar; ramas de sauce meciéndose y el agua lanzando esquirlas de luz, como un millón de espejos minúsculos que nos cegaban y nos daban vértigo. Unos ojos, dorados y orlados como los de un búho.

Corrí. Salí como pude del estrecho saco de dormir y me lancé al bosque, alejándome del claro. Las zarzas me arañaban las piernas y el pelo y un batir de alas detonó en mi oído; me di con el hombro contra el tronco de un árbol y me quedé sin respiración. Zanjas y agujeros invisibles se abrían bajo mis pies y yo, con las piernas metidas hasta la rodilla en el sotobosque, no podía correr lo bastante deprisa, aquello era como todas las pesadillas de la infancia hechas realidad. La hierba trepadora me envolvía la cara y creí gritar. Tuve la certeza de que nunca saldría del bosque; encontrarían mi saco -por un instante vi, con la nitidez de lo real, a Cassie con su jersey rojo, de rodillas en el claro entre las hojas caídas y extendiendo una mano enguantada para tocar la tela- y nada más, nunca.

Entonces vi una uña de luna nueva entre nubes galopantes y comprendí que estaba fuera, en la excavación. El terreno era traicionero, resbalaba y cedía bajo mis pies, tropecé, agité los brazos y me raspé la espinilla con un trozo de algún viejo muro; mantuve el equilibrio en el último momento y seguí corriendo. Un áspero jadeo se oía bien alto, pero no sabía si procedía de mí. Como cualquier detective, había dado por supuesto que yo era el cazador. Ni una sola vez se me había ocurrido que yo podía ser la presa desde el principio.

El Land Rover surgió radiantemente blanco a través de la oscuridad, como una dulce y brillante iglesia ofreciéndome refugio. Me llevó dos o tres intentos abrir la puerta; se me cayeron las llaves y tuve que tantear frenéticamente entre las hojas y la hierba seca, mirando como un loco detrás de mí y convencido de que no iba a encontrarlas, hasta que me acordé de que aún llevaba la linterna en la mano. Finalmente me subí, golpeándome el codo con el volante, cerré todas las puertas y me quedé ahí sentado, jadeando en busca de aire y empapado en sudor. Estaba demasiado tembloroso para conducir; incluso dudo que hubiera podido salir sin chocar con algo. Encontré mis cigarrillos y logré encender uno. Deseé como nunca tener una bebida fuerte, o un gran porro. Tenía unas manchas de barro enormes en las rodillas de los vaqueros, aunque no recordaba haberme caído.

Cuando mis manos estuvieron lo bastante firmes para pulsar botones, llamé a Cassie. Debía de ser medianoche pasada, quizá más tarde, pero contestó al segundo tono y parecía muy despierta.

– Hola, ¿qué pasa?

Por un espantoso instante pensé que no me saldría la voz.

– ¿Dónde estás?

– Hace unos veinte minutos que he llegado a casa. He ido al cine con Emma y Susanna y luego hemos cenado en el Trocadero, Dios, nos han servido el mejor vino tinto que he probado nunca. Había tres tíos que han intentado ligar con nosotras, Emma decía que eran actores y que había visto a uno en la tele, en esa cosa de hospitales…

Estaba achispada, aunque no borracha.

– Cassie -dije-, estoy en Knocknaree. En la excavación.

Hubo una pausa mínima, fraccionaria. Luego, dijo con calma y con una voz diferente:

– ¿Quieres que vaya a buscarte?

– Sí, por favor.

Hasta que ella lo dijo, no me di cuenta de que ésa era la razón por la que la había llamado.

– Vale. Ahora voy.

Colgó.

Tardó siglos en llegar, el tiempo suficiente para que me dejara llevar por el pánico y empezara a imaginarme situaciones de pesadilla: un camión la había aplastado en la autovía, o se le había pinchado una rueda y la habían raptado unos traficantes de seres humanos. Logré sacar la pistola y sostenerla en mi regazo; aún me quedaba bastante juicio como para no amartillarla. Encadené los cigarrillos y el coche se inundó de una neblina que me hacía llorar los ojos. Afuera había cosas que susurraban y saltaban entre la maleza y ramitas que se partían; una y otra vez me di la vuelta con el corazón a mil y la mano tensa alrededor de la pistola, creyendo haber visto un rostro en la ventanilla, riéndose con ferocidad, pero nunca había nada. Probé encendiendo la luz del techo, pero entonces quedaba demasiado al descubierto, como un hombre primitivo atrayendo a los predadores a su círculo de fuego, y la volví a apagar casi al mismo tiempo.

Al fin oí el zumbido de la Vespa y vi el haz de su faro acercarse por la colina. Devolví la pistola a su funda y abrí la puerta; no quería que Cassie me viera peleándome con ella. Después de la oscuridad, sus faros resultaban deslumbrantes y surrealistas. Paró en la carretera, sosteniendo la moto con el pie, y me llamó:

– ¡Hey!

– Hola -dije, y salí como pude del coche. Tenía las piernas acalambradas y rígidas; debí de presionar los pies contra el suelo del coche todo el rato-. Gracias.

– No hay de qué. Igualmente estaba despierta. -Estaba colorada y con los ojos brillantes por el viento de la conducción, y cuando me acerqué lo bastante pude percibir el aura de frío que desprendía. Se quitó la mochila de la espalda y sacó el casco que le sobraba-. Toma.

Dentro del casco no oía nada, sólo el zumbido constante de la moto y la sangre palpitando en mis oídos. El aire fluía a mi alrededor, oscuro y fresco como agua; los faros de los coches y las luces de neón dejaban estelas brillantes y perezosas. La caja torácica de Cassie era ligera y sólida entre mis manos y se movía cuando ella cambiaba de marcha o se inclinaba en una curva. Parecía que la moto flotara por encima de la carretera, y deseé que estuviéramos en una de esas autopistas interminables de Norteamérica donde puedes conducir y conducir toda la noche.


Al llamarla la había pillado leyendo en la cama. El futón estaba desplegado y dispuesto con el edredón de retales y almohadas blancas; Cumbres borrascosas y su camiseta extragrande estaban tirados a los pies. Había pilas semiordenadas de material de trabajo -una foto de la marca de ligadura en el cuello de Katy se abalanzó sobre mí, persistiendo en el aire como un reflejo- repartidas por la mesa de centro y el sofá, mezcladas con la ropa de calle de Cassie: unos vaqueros finos y oscuros y un top de seda roja con adornos dorados. La rechoncha lamparita de noche daba al cuarto una luz acogedora.

– ¿Qué es lo último que has comido? -preguntó Cassie.

Me había olvidado los sándwiches, que seguramente seguirían en algún lugar del claro, así como mi saco de dormir y mi termo; tendría que ir a buscarlos por la mañana cuando recogiera mi coche. Me recorrió un escalofrío ante la idea de volver allí, incluso a la luz del día.

– No estoy seguro -respondí.

Cassie rebuscó en el armario y me pasó una botella de brandy y un vaso.

– Tómate un trago de esto mientras preparo algo de comer. ¿Huevos con tostadas?

A ninguno nos gusta el brandy -la botella estaba polvorienta y sin abrir; quizá fuera de alguna rifa de Navidad o algo parecido-, pero una pequeña y objetiva parte de mi mente estaba bastante segura de que Cassie tenía razón. Yo estaba sufriendo algún tipo de conmoción.

– Sí, estupendo -dije.

Me senté en el borde del futón, pues la idea de apartar todo aquello del sofá me pareció de una complejidad casi inconcebible, y me quedé mirando un rato la botella hasta que caí en la cuenta de que había que abrirla.

Me bebí un trago demasiado largo, tosí (Cassie alzó la vista y no dijo nada) y sentí cómo entraba, dejando un rastro de ardor a través de mis venas. La lengua me palpitaba; por lo visto me la había mordido en algún momento dado. Me serví otro trago y me lo tomé a sorbos, con más cuidado. Cassie se movía con destreza por la cocina, sacando hierbas de un armario con una mano y huevos del frigorífico con la otra y cerrando un cajón con un golpe de cadera. Había dejado música puesta: los Cowboy Junkies a volumen bajo, vagos y lentos y pegadizos; normalmente me gustan, pero esa noche no podía dejar de oír cosas ocultas detrás de la línea del bajo, susurros apresurados, llamadas, un sonido de tambor que no debía estar ahí.

– ¿Puedes apagar eso, por favor? -le pedí, cuando me sentí incapaz de soportarlo más.

Apartó la vista de la sartén para mirarme, con una cuchara de madera en la mano.

– Sí, claro -respondió al cabo de un momento. Apagó el estéreo, hizo saltar la tostada y apiló los huevos encima-. Toma.

El olor me hizo caer en la cuenta del hambre que tenía. Engullí la comida a enormes bocados sin apenas pararme a respirar; era pan con semillas y los huevos olían a hierbas y especias, y nunca nada me había sabido tan absolutamente delicioso. Cassie se sentó sobre el futón con las piernas cruzadas, observándome por encima de un trozo de tostada.

– ¿Más? -preguntó cuando terminé.

– No -dije. Había comido demasiado deprisa, sentía unos retortijones brutales en el estómago-. Gracias.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, en voz queda-. ¿Has recordado algo?

Me puse a llorar. Lloro con tan poca frecuencia -sólo una o dos veces desde que tenía trece años, creo, y ambas estaba tan borracho que no cuentan realmente- que tardé un instante en entender qué estaba pasando. Me pasé la mano por la cara y me quedé mirando los dedos mojados.

– No -respondí-. Nada que sirva de algo. Recuerdo toda esa tarde, recuerdo que fuimos al bosque y de lo que hablamos, y que oímos algo, no sé qué, y fuimos a averiguar qué era… Y entonces me ha entrado el pánico. Me ha entrado el puto pánico.

Se me quebró la voz.

– Eh -dijo Cassie. Se acercó enseguida desde el futón y me puso una mano en el hombro-. Ha sido un gran paso, cariño. La próxima vez recordarás el resto.

– No -contesté-. No lo haré.

No sabía explicarlo, y aún no sé muy bien por qué estaba tan convencido. Aquello había sido mi mejor baza, mi única bala, y la había malgastado. Oculté la cara con las manos y sollocé como un niño.

No me rodeó con sus brazos ni trató de consolarme, y se lo agradecí. Se limitó a quedarse ahí en silencio, moviendo regularmente el pulgar sobre mi hombro mientras lloraba. No por esos tres niños, no puedo decir que sea así, sino por la distancia insalvable que mediaba entre ellos y yo; por los millones de kilómetros, y los planetas que se separaban a velocidad de vértigo. Por lo mucho que habíamos tenido que perder. Éramos tan poca cosa, estábamos tan imprudentemente seguros de que juntos podíamos desafiar todas las amenazas oscuras y complejas del universo adulto, que nos lanzamos hacia ellas de cabeza, riéndonos y alejándonos cada vez más.

– Lo siento -dije al fin.

Me enderecé y me sequé la cara con el dorso de la muñeca.

– ¿Qué?

– Haber hecho el idiota. No era mi intención.

Cassie se encogió de hombros.

– Estamos empatados. Ahora ya sabes cómo me siento cuando tengo esos sueños y tú me tienes que despertar.

– ¿Sí?

No se me había ocurrido.

– Sí. -Se colocó boca abajo en el futón, sacó un paquete de pañuelos del cajón de la mesita y me lo dio-. Suénate.

Conseguí esbozar una débil sonrisa y me soné la nariz.

– Gracias, Cass.

– ¿Cómo estás?

Me estremecí al respirar hondo y bostecé, súbita e irreprimiblemente.

– Mejor.

– ¿Crees que podrás dormir?

La tensión se iba liberando desde mis hombros y estaba exhausto, como jamás lo había estado en mi vida, aunque aún había pequeñas y veloces sombras que pasaban como flechas por mis párpados, y cada suspiro y crujido de la casa al asentarse me provocaba un sobresalto. Sabía que si Cassie apagaba la luz y me quedaba solo en el sofá, el aire se llenaría de cosas indescriptibles que me oprimirían chistando y parloteando.

– Supongo -contesté-. ¿Pasa algo si duermo aquí?

– Claro que no. Pero si roncas, vuelves al sofá.

Se sentó, pestañeando, y empezó a quitarse las horquillas,

– No roncaré -dije.

Me agaché para quitarme los zapatos y los calcetines, pero tanto el protocolo como el acto físico de desnudarme me parecieron demasiado difíciles para afrontarlos. Me metí debajo del edredón con la ropa puesta.

Cassie se quitó el jersey y se deslizó a mi lado, y sus rizos se alzaron en una profusión de remolinos. Sin pensarlo siquiera la rodeé con mis bazos, y ella arqueó la espalda contra mí.

– Buenas noches, cariño -le dije-. Gracias otra vez.

Me dio una palmada en el brazo y apagó la lámpara de la mesita.

– Buenas noches, bobo. Que duermas bien. Despiértame si tienes ganas.

Su pelo en mi rostro despedía un aroma dulce y verdoso, como hojas de té. Colocó la cabeza en la almohada y suspiró. La sentía cálida y compacta y pensé vagamente en marfil pulido y castañas lustrosas, en esa satisfacción pura y penetrante cuando algo encaja perfectamente en tu mano. No recordaba la última vez que había cogido a alguien así.

– ¿Estás despierta? -murmuré, al cabo de un buen rato.

– Sí -respondió Cassie.

Nos quedamos muy quietos. Sentí la atmósfera cambiar a nuestro alrededor, floreciendo y titilando como aire sobre una carretera abrasada. Mi corazón latía deprisa, o el suyo golpeaba contra mi pecho, no estoy seguro. Giré a Cassie en mis brazos y la besé, y al cabo de un momento ella me devolvió el beso.

Ya sé que he dicho que siempre elijo lo decepcionante por encima de lo irrevocable, y sí, quería decir que siempre he sido un cobarde, por supuesto, pero mentía. No siempre, hubo esa noche, hubo esa única vez.

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