Capítulo 2

Nos hicimos cargo del caso Devlin la mañana de un miércoles de agosto. De acuerdo con mis notas eran las 11.48, así que todos los demás habían salido por café. Cassie y yo estábamos jugando a Worms en mi ordenador.

– ¡Ja! -exclamó ella, lanzando uno de sus gusanos contra uno de los míos con un bate de béisbol y arrojándolo por un acantilado.

Mi gusano, Barrendero Willy, me chilló: «¡Oh, ése es mi chico!» mientras caía al océano.

– Me he dejado ganar -aseguré.

– Por supuesto -respondió Cassie-. Ningún hombre de verdad podría ser derrotado por una chica. Hasta el gusano lo sabe: sólo un marica con los huevos como pasas y sin testosterona podría…

– Afortunadamente estoy lo bastante seguro de mi masculinidad como para no sentirme amenazado ni remotamente por…

– Chis -dijo Cassie, girándome la cara de nuevo hacia el monitor-. Buen chico. Ahora a callar, pórtate bien y juega con tu gusano. Dios sabe que no lo hará nadie más.

– Creo que pediré el traslado a un sitio más agradable y tranquilo, como la Unidad de Emergencia -contesté.

– Ahí necesitan respuestas rápidas, cariño -replicó Cassie-. Si tardas media hora en decidir qué hacer con un gusano imaginario, no van a dejar que te encargues de los rehenes.

En aquel instante O'Kelly irrumpió en las oficinas de la brigada.

– ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó.

Cassie apagó la pantalla rápidamente: uno de sus gusanos se llamaba O'Smelly [4] y lo había estado metiendo a propósito en situaciones desesperadas para ver cómo la oveja explosiva lo hacía volar por los aires.

– Tomándose un descanso -expliqué.

– Unos arqueólogos han encontrado un cuerpo. ¿Quién se queda el caso?

– Nosotros -respondió Cassie, impulsándose con el pie en mi silla para rodar con la suya hasta su mesa.

– ¿Por qué nosotros? -quise saber-. ¿Es que no pueden encargarse los forenses?

Los arqueólogos están obligados por ley a avisar a la policía si encuentran restos humanos a menos de dos metros y medio de profundidad bajo el nivel del suelo. Es el procedimiento habitual, por si a algún genio se le ocurre ocultar un asesinato enterrando el cadáver en un cementerio del siglo xiv con la esperanza de que se considere que los restos son de la Edad Media. Supongo que creen que cualquiera que se atreva a cavar más de dos metros y medio y no sea descubierto merece cierta indulgencia por su gran dedicación. Los agentes uniformados y los forenses reciben llamadas con bastante regularidad, como cuando hay hundimientos o la erosión saca a la superficie un esqueleto, pero no suele ser más que una formalidad, ya que es relativamente fácil distinguir unos restos recientes de unos antiguos. Los detectives sólo son requeridos en circunstancias excepcionales, por lo general cuando una turbera ha conservado la carne y los huesos están en tan buen estado que el cuerpo guarda la rotunda inmediatez de un cadáver fresco.

– Esta vez no -explicó O'Kelly-. Es reciente. Una mujer joven, parece un asesinato. Los agentes uniformados nos han reclamado. Están en Knocknaree, así que no tendréis que pernoctar allí.

Algo raro le pasó a mi respiración. Cassie dejó de meter cosas en su mochila y sentí que su mirada se posaba en mí durante medio segundo.

– Lo siento, señor, pero la verdad es que ahora mismo no podemos hacernos cargo de otra investigación de asesinato. Estamos en pleno follón del caso McLoughlin y…

– No te ha importado cuando has creído que sólo se trataba de conseguir una tarde libre, Maddox -la interrumpió O'Kelly. Le tiene antipatía a Cassie por una serie de motivos increíblemente previsibles (su sexo, su ropa, su edad, su historial semiheroico), y esa previsibilidad irrita a Cassie mucho más que la antipatía-. Si teníais tiempo para pasar un día en el campo, también lo tenéis para una investigación seria. Los del Departamento Técnico ya están de camino.

Y se fue.

– Oh, mierda -dijo Cassie-. Oh, mierda, menudo gilipollas. Ryan, lo siento mucho, no sabía que…

– No pasa nada, Cass -respondí.

Una de las mejores cosas que tiene Cassie es que sabe cuándo cerrar la boca y dejarte en paz. Le tocaba a ella conducir, pero escogió mi coche de camuflaje favorito, un Saab del 98 que funciona de muerte, y me lanzó las llaves. Ya en el coche, sacó el portacedés de su mochila y me lo pasó; el conductor elige la música, pero yo suelo olvidarme de traerla. Opté por lo primero que me pareció que tendría unos bajos potentes y subí el volumen.

No había vuelto a Knocknaree desde aquel verano. Entré en el internado pocas semanas después de cuando debería haberlo hecho Jamie, aunque no en el mismo; el mío estaba en Wiltshire, lo más lejos que mis padres podían permitirse, y cuando volvía para Navidades nos quedábamos en Leixlip, al otro lado de Dublín. Después de dar con la autovía, Cassie tuvo que sacar el mapa y buscar la salida y guiarnos luego por carreteras secundarias llenas de baches y hierba en los arcenes, con matas que crecían salvajes y arañaban las ventanillas.

Obviamente, siempre he deseado recordar qué sucedió en ese bosque. Las pocas personas que están al corriente del asunto de Knocknaree sugieren invariablemente, tarde o temprano, que pruebe la regresión hipnótica, pero por alguna razón esa idea me resulta desagradable. Recelo de todo aquello que tenga algún tufillo a New Age, no por las prácticas en sí, que por lo poco que conozco desde una distancia prudencial pueden tener su qué, sino por quienes las usan, gente que siempre parecen ser de los que te acorralan en las fiestas para explicarte cómo descubrieron que son unos supervivientes y merecen ser felices. Me preocupa salir de la hipnosis con esa mirada edulcorada de iluminación autosatisfecha, como un quinceañero que acaba de descubrir a Kerouac, y ponerme a practicar el proselitismo en los pubs.


El yacimiento de Knocknaree era un campo inmenso ubicado en una pendiente poco pronunciada, en la ladera de una colina. Estaba removido hasta las entrañas, rebosante de incomprensibles elementos arqueológicos: zanjas, pilas de tierra gigantes, casetas prefabricadas, fragmentos de muros de piedra áspera diseminados como si se tratara del contorno de un estrambótico laberinto, que le daban un aire surrealista y posnuclear. Uno de sus lados estaba flanqueado por una gruesa hilera de árboles y otro por un muro (con pulcros gabletes que asomaban por encima) que se extendía desde los árboles hasta la carretera. Hacia lo alto de la pendiente, cerca del muro, los técnicos estaban apiñados en torno a algo acordonado con la cinta blanca y azul que se usa para las escenas de un crimen. Seguramente los conocía a todos, pero el contexto -monos blancos, manos enguantadas y atareadas, indescriptibles y delicados instrumentos- los transformaba en algo ajeno y siniestro y seguramente relacionado con la CIA. Había uno o dos objetos identificables que resultaban lógicos y reconfortantes como un libro con ilustraciones: una casa de labor baja y encalada al lado de la carretera, con un perro pastor blanco y negro que se desperezaba enfrente moviendo las patas, y una torre de piedra cubierta de hiedra que ondulaba como agua bajo la brisa. La luz palpitaba desde un oscuro tramo de río que surcaba un rincón del campo.

talones de zapatillas se hunden en la tierra de la orilla, sombras de hojas que motean una camiseta roja, cañas de pescar hechas con ramas y cordel, matar a los mosquitos de un manotazo. ¡Silencio! Asustarás a los peces…

En este campo era donde había estado el bosque veinte años atrás. El único vestigio que quedaba de él era la franja de árboles. Yo había vivido en una de las casas al otro lado del muro.

No me esperaba esto. No miro las noticias irlandesas, pues siempre se transmutan en una maraña de políticos con idéntica mirada de sociópata que articulan un ruido de fondo sin sentido y mareante, como el barullo que produce un disco de 33 revoluciones puesto a 45. Me limito a las noticias internacionales, en las que la distancia proporciona la simplificación suficiente como para ofrecer la reconfortante ilusión de que hay alguna diferencia entre los distintos jugadores. Yo sabía, por una vaga osmosis, de la existencia de un yacimiento arqueológico en algún lugar en los alrededores de Knocknaree y que había cierta controversia al respecto, pero desconocía los detalles y la ubicación exacta. No me esperaba esto.

Aparqué en un área de descanso junto a la carretera enfrente del grupo de casetas, entre la furgoneta del departamento y un gran Mercedes negro (Cooper, forense del gobierno). Salimos del coche y me detuve a comprobar mi arma: limpia, cargada y con el seguro puesto. Llevo una pistolera de hombro; en cualquier otro lugar más obvio resulta cutre, un equivalente legal del macarrismo. Cassie dice que a la mierda con lo cutre, que cuando mides metro sesenta y cinco y eres joven y mujer no tiene nada de malo hacer ostentación de tu autoridad, así que lleva un cinturón. A menudo la discrepancia actúa en nuestro favor: la gente no sabe por quién inquietarse, si por la jovencita con la pistola o por el tipo alto que aparentemente no la lleva, y la duda los mantiene distraídos.

Cassie se apoyó en el coche y se sacó el tabaco de la mochila.

– ¿Quieres?

– No, gracias -contesté.

Revisé mi arnés, tensé las correas y me aseguré de que ninguna estuviera doblada. Sentía los dedos gordos y torpes, ajenos a mi cuerpo. No quería que Cassie me señalara que, fuera quien fuese esa chica y la mataran cuando la mataran, era improbable que el asesino estuviera merodeando detrás de una caseta prefabricada, a la espera de que lo apuntaran con una pistola. Echó la cabeza atrás y expulsó el humo hacia las ramas que nos cubrían. Era un típico día de verano irlandés, irritantemente evasivo, todo sol y nubes deslizantes y brisa cortante, pronto a convertirse en cualquier momento y sin esfuerzo en una lluvia torrencial o en un sol deslumbrante, o en ambas cosas.

– Vamos -dije-. Metámonos en el papel.

Cassie apagó el cigarrillo en la suela del zapato, metió la colilla en el paquete y cruzamos la carretera.

Un tipo de mediana edad con un jersey deshilachado revoloteaba entre las casetas con aspecto desorientado. Al vernos se animó.

– Detectives -dijo-. Porque ustedes son los detectives, ¿no? Soy el doctor Hunt; quiero decir Ian Hunt. Director del yacimiento. ¿Por dónde quieren…? En fin, ¿el despacho, el cadáver o…? No estoy muy al corriente del protocolo y esas cosas, ¿saben?

Era una de esas personas a las que de inmediato empiezas a transformar mentalmente en una caricatura: le pintas un pico y unas alas y… ¡tachan! El Profesor Yaffle [5].

– Soy la detective Maddox y él es el detective Ryan -dijo Cassie-. Si le parece, doctor Hunt, tal vez alguno de sus colegas podría enseñarle el yacimiento al detective Ryan mientras usted me muestra los restos.

«Pequeña zorra», pensé. Me sentía nervioso y aturdido a la vez, como si tuviera una resaca de cuidado y hubiera intentado vencerla con un exceso de cafeína; los ligeros fragmentos de mica que relucían en los surcos del terreno resultaban demasiado brillantes, juguetones y febriles. No estaba de humor para que me protegieran, pero una de las normas tácitas que seguimos Cassie y yo es que, al menos en público, no nos contradecimos el uno al otro. A veces, alguno de los dos se aprovecha de ello.

– Mmm… de acuerdo -respondió Hunt, parpadeando detrás de sus gafas.

De algún modo daba la sensación de dejar caer continuamente cosas: unas páginas amarillas arrugadas, pañuelos con aspecto de haber sido masticados, pastillas para la garganta a medio desenvolver…, aunque no llevaba nada en las manos.

– Sí, por supuesto. Están todos… Bueno, Mark y Damien suelen hacer de guías, pero es que Damien está… ¡Mark!

Apuntó en dirección a la puerta abierta de una caseta prefabricada, donde divisé a un puñado de personas alrededor de una mesa vacía: chaquetas militares, sándwiches y tazas humeantes y fragmentos de tierra en el suelo. Uno de los tipos dejó sobre la mesa una mano de cartas y empezó a desenredarse de las sillas de plástico.

– Les he dicho a todos que se quedasen ahí -explicó Hunt-. No sabía si… Las pruebas. Huellas y fibras…

– Perfecto, doctor Hunt -aprobó Cassie-. Trataremos de despejar el lugar para que puedan volver a su trabajo lo antes posible.

– Sólo nos quedan unas semanas -dijo otro tipo desde la puerta de la caseta.

Era bajo y enjuto, de una complexión que habría parecido casi infantil bajo un jersey pesado, pero llevaba camiseta, pantalones sucios y botas militares; debajo de las mangas sus músculos eran complejos y nudosos como los de un peso pluma.

– En ese caso, mejor que nos pongamos en marcha y le enseñe todo esto a mi colega -le dijo Cassie.

– Mark -continuó Hunt-, este detective necesita un guía. Ya sabes, lo de siempre, una vuelta por el yacimiento.

Mark echó un vistazo momentáneo a Cassie y luego asintió; al parecer, ésta acababa de superar alguna prueba secreta. Luego avanzó hacia mí. Tenía veintitantos años, llevaba una hermosa y larga cola de caballo y tenía una cara estrecha y astuta con unos ojos muy verdes y muy intensos. Los tipos como él -interesados de forma obvia únicamente en lo que piensan de las demás personas y no en lo que éstas piensan de ellos- siempre me han hecho sentir terriblemente inseguro. Tienen una especie de convicción giroscópica que hace que me sienta torpe, afectado, débil, en el lugar erróneo y con la ropa equivocada.

– Le irían bien unas botas de agua -me advirtió, lanzando a mis zapatos una mirada sarcástica: justo en el clavo. Tenía un marcado acento de la zona fronteriza entre Escocia e Inglaterra-. Hay un par en la caseta de las herramientas.

– Voy bien así -contesté.

Me imaginaba que en las excavaciones arqueológicas habría zanjas que se hundían varios metros en el barro, pero ni de broma iba a pasarme la mañana abriéndome paso detrás de ese tío con mi traje ridículamente metido dentro de unas botas de agua que alguien había rechazado. Deseaba algo, una taza de té, un cigarrillo, cualquier cosa que me proporcionara una excusa para sentarme tranquilamente cinco minutos e idear cómo apañármelas.

Mark enarcó una ceja.

– Pues vale. Por aquí.

Se alejó por entre las casetas sin comprobar si yo lo seguía. Cassie, de un modo inesperado, me dedicó una sonrisa cuando fui tras él, una traviesa mueca de «¡Qué paciencia!» que me hizo sentir algo mejor. Me rasqué la mejilla con el dedo corazón extendido.

Mark me hizo cruzar el yacimiento por un estrecho sendero entre terraplenes misteriosos y pilas de piedras. Caminaba como un músico militar o un cazador furtivo, con paso largo, acompasado y equilibrado.

– Acequia medieval de drenaje -dijo mientras señalaba.

Un par de cuervos alzaron el vuelo de una carretilla abandonada llena de tierra, decidieron que éramos inofensivos y volvieron a rebuscar entre los escombros.

– Y eso es un asentamiento neolítico. Este lugar ha estado habitado más o menos ininterrumpidamente desde la Edad de Piedra. Y aún lo está. Esa casita de ahí es del siglo xviii. Fue uno de los lugares donde se planeó la revolución de 1798. -Me echó un vistazo por encima del hombro y sentí el absurdo impulso de explicarle lo de mi acento e informarle de que no sólo era irlandés sino también de ahí mismo, justo al otro lado de la calle-. El tío que vive en ella es un descendiente del constructor.

Habíamos llegado a la torre de piedra que había en mitad del yacimiento. Se veían aspilleras por los huecos de la hiedra y una sección de muro rota descendía por uno de los lados. Me resultaba vaga y frustrantemente familiar, pero no lograba discernir si era porque en verdad lo recordaba o porque sabía que debía recordarlo.

Mark se sacó un paquete de tabaco de liar de los pantalones militares. Llevaba cinta adhesiva protectora enrollada en ambas manos, en la base de los dedos.

– El clan de los Walsh construyó esta torre del homenaje en el siglo xiv y agregó un castillo durante los doscientos años siguientes -explicó-. Todo este territorio era suyo, desde esas colinas de ahí -señaló el horizonte con la cabeza, hacia unas colinas que se solapaban en lo alto cubiertas de árboles oscuros- hasta el meandro del río que hay más allá de esa granja gris. Eran rebeldes, invasores. En el siglo xvii solían atravesar Dublín a caballo y seguían hasta los cuarteles británicos de Rathmines, donde cogían unas cuantas armas, cortaban la cabeza de cualquier soldado que se cruzara en su camino y se largaban. Para cuando los británicos se organizaban e iban tras ellos, ya estaban a medio camino de vuelta hacia aquí.

Era la persona adecuada para contar esa historia. Me hizo pensar en pezuñas encabritadas, antorchas y risotadas peligrosas, el ritmo creciente de los tambores de guerra. Por encima de su hombro pude ver a Cassie junto a la cinta que delimitaba la escena del crimen, hablando con Cooper y tomando notas.

– Odio tener que interrumpirle -dije-, pero me temo que no tengo tiempo para hacer el tour completo. Sólo necesito una visión general del yacimiento.

Mark lamió el papel de fumar, se lió el cigarrillo y buscó un mechero.

– De acuerdo -respondió, y empezó a señalar-: Asentamiento neolítico, piedra ceremonial de la Edad de Bronce, edificio circular de la Edad de Hierro, viviendas vikingas, torre del homenaje del siglo xiv, castillo del xvi y casa de labor del xviii.

La «piedra ceremonial de la Edad de Bronce» era donde se encontraban Cassie y los técnicos.

– ¿El yacimiento está vigilado por la noche? -pregunté.

Soltó una carcajada.

– Qué va. Cerramos la caseta de los hallazgos, por supuesto, y el despacho, pero los objetos valiosos se envían directamente a la oficina central. Decidimos cerrar la caseta de las herramientas hace un mes o dos, cuando desaparecieron algunas y descubrimos que los granjeros habían estado usando nuestras mangueras para regar sus campos en la estación seca. Eso es todo. ¿Para qué íbamos a vigilarlo? De todos modos dentro de un mes ya no quedará nada, aparte de esto.

Golpeó el muro de la torre con la palma de la mano y algo se escabulló entre la hiedra por encima de nuestras cabezas.

– ¿Y por qué? -quise saber.

Se me quedó mirando, con una dosis impresionante de incrédula indignación.

– Falta un mes -anunció, articulando las palabras con claridad- para que el maldito gobierno arrase todo este yacimiento y construya una maldita autopista encima. Han accedido amablemente a dejar una jodida rotonda para la torre del homenaje y así podrán hacerse una paja por lo mucho que se han esforzado para preservar nuestra herencia.

Ahora recordaba lo de la autopista; lo había visto en algún noticiario: un político anodino escandalizado porque los arqueólogos querían que el contribuyente pagase millones por rediseñar los planos. Seguramente cambié de canal al llegar a ese punto.

– Procuraremos no retrasarles demasiado -dije-. Ese perro de la casa de labor, ¿ladra cuando alguien viene al yacimiento?

Mark se encogió de hombros y volvió a su cigarrillo.

– A nosotros no, porque nos conoce. Le alimentamos con las sobras y demás. A lo mejor ladraría si alguien se acercara demasiado a la casa, sobre todo de noche, pero no creo que lo hiciera si hubiese alguien junto al muro. Queda fuera de su territorio.

– ¿Y los coches? ¿Les ladra?

– ¿Le ha ladrado al suyo? Es un perro pastor, no un perro guardián.

Expulsó un delgado hilillo de humo entre los dientes.

Así que el asesino podía haber llegado al yacimiento desde cualquier dirección: por carretera, desde la urbanización o incluso siguiendo el curso del río si le gustaba complicarse la vida.

– Es todo lo que necesito por ahora -dije-. Gracias por su tiempo. Si quiere esperar con los demás, en unos minutos les pondremos al día.

– No pise nada que parezca arqueología -replicó Mark, y volvió hacia la caseta a grandes zancadas.

Me dirigí a la ladera, en dirección al cadáver.

La piedra ceremonial de la Edad de Bronce era un bloque llano y macizo, de unos dos metros de largo por uno de ancho y otro de alto, cortado de una sola roca. El campo que lo rodeaba había sido brutalmente levantado -y no hacía demasiado tiempo, a juzgar por el modo en que el suelo cedía bajo mis pies-, pero habían dejado intacta una franja de protección en torno a la piedra, de modo que ésta se alzaba como una isla en medio de la tierra batida. Encima de ella se distinguía algo blanco y azul entre las ortigas y la hierba alta.

No era Jamie. Para entonces ya estaba más o menos seguro, pues si hubiera habido alguna posibilidad de que lo fuera Cassie habría corrido a contármelo; pero aun así me quedé sin aliento. Se trataba de una niña de pelo largo y oscuro con una trenza que le cruzaba la cara. Al principio, ese pelo oscuro fue lo único que vi. Ni siquiera se me ocurrió que el cuerpo de Jamie no se habría encontrado en ese estado.

No vi a Cooper, que ya estaba de camino hacia la carretera de nuevo, sacudiendo el pie como un gato a cada paso. Había un técnico sacando fotos y otro empolvando la superficie en busca de huellas; un puñado de agentes locales se movía nerviosamente y charlaba con los del depósito de cadáveres junto a la camilla. La hierba estaba sembrada de marcadores triangulares y numerados. Cassie y Sophie Miller, agachadas junto a la mesa de piedra, miraban algo que había en el borde. Enseguida supe que se trataba de Sophie; ni siquiera el anonimato que conceden los monos de trabajo disimulan esa postura tiesa como un tablero. Sophie es mi técnica forense favorita. Es delgada, morena y recatada y con el gorro blanco de ducha parece estar a punto de agacharse sobre la cama de un soldado herido con balas de cañón, murmurando palabras apaciguadoras y dando a beber sorbos de agua de una cantimplora. En realidad es rápida e impaciente y capaz de poner en su sitio a cualquiera, desde los comisarios jefe hasta los fiscales, con unas cuantas palabras cortantes. Me gusta la incongruencia.

– ¿Por dónde paso? -pregunté al llegar junto a la cinta.

Nunca se entra en la escena de un crimen hasta que los del departamento te indican que puedes hacerlo.

– Hola, Rob -gritó Sophie mientras se erguía y se bajaba la mascarilla-. Espera.

Cassie se me acercó primero.

– Sólo lleva muerta un día más o menos -me explicó discretamente antes de que llegara Sophie.

Tenía el contorno de la boca algo pálido; los niños nos producen ese efecto a la mayoría.

– Gracias, Cass -dije-. Hola, Sophie.

– Qué tal, Rob. Vosotros dos me debéis una copa.

Le habíamos prometido invitarla a un cóctel si conseguía que el laboratorio nos diera preferencia para un análisis rápido, un par de meses antes. Desde entonces habíamos estado diciendo: «Tenemos que quedar para esa copa», sin llegar a hacerlo nunca.

– Ayúdanos con esto y también te pagamos la cena -dije-. ¿Qué tenemos?

– Mujer blanca de entre diez y trece años -explicó Cassie-. Sin identificación. Lleva una llave en el bolsillo; parece de una casa, pero eso es todo. Tiene la cabeza aplastada, pero Cooper ha detectado hemorragia petequial además de posibles marcas de ataduras en el cuello, así que habrá que esperar al dictamen sobre la causa de la muerte. Está completamente vestida, aunque parece probable que la violaran. Esto es muy raro, Rob. Cooper dice que ha permanecido en algún lugar unas treinta y seis horas, muerta, pero apenas presenta actividad parasitaria y, si estuvo aquí todo el día de ayer, no entiendo que los arqueólogos no la vieran.

– Entonces, ¿ésta no es la escena original?

– En absoluto -dijo Sophie-. No hay salpicaduras en la piedra, ni siquiera sangre de la herida de la cabeza. La mataron en otro sitio, probablemente la ocultaron durante un día y luego se han deshecho de ella.

– ¿Has encontrado algo?

– Demasiadas cosas. Por lo visto, los chicos de los alrededores se reúnen aquí. Colillas, latas de cerveza, un par de latas de Coca-Cola, chicles y la tacha de tres porros. Dos condones usados. Cuando hayáis encontrado un sospechoso, el laboratorio puede intentar ver si encaja con todo eso, cosa que será una pesadilla; pero para ser sincera, creo que sólo se trata de la típica basura que dejan los adolescentes. Hay huellas por todas partes. Y una horquilla de pelo. No creo que sea de ella, porque estaba bastante hundida en el suelo, en la base de la piedra, y parece llevar allí mucho tiempo, pero a lo mejor queréis comprobarlo. Tampoco parece que sea de una adolescente: es de esas de plástico, con una fresa en el extremo; suelen llevarlas las niñas más pequeñas.

un ala rubia alzando el vuelo

Me sentí como si de repente me estuviera cayendo hacia atrás: tuve que controlar mis movimientos para recuperar el equilibrio. Oí que Cassie decía rápidamente, desde algún lugar al otro lado de Sophie:

– Seguramente no será suya. Todo lo que lleva es azul y blanco, hasta las gomas del pelo. A esta chica le gustaba ir de conjunto. De todos modos, lo comprobaremos.

– ¿Estás bien? -me preguntó Sophie.

– Sí -dije yo-. Sólo necesito un café.

Lo bueno del nuevo y atractivo Dublín de moda, el del espresso doble, es que puedes culpar de cualquier extraño estado de ánimo a la falta de café. En la era del té la excusa nunca funcionaba, al menos no con el mismo nivel de credibilidad.

– Para su cumpleaños le voy a regalar un suero intravenoso de cafeína -dijo Cassie. A ella también le cae bien Sophie-. Sin su dosis es aún más inútil. Cuéntale lo de la roca.

– Sí, hemos encontrado dos cosas interesantes -explicó Sophie-. Hay una piedra de este tamaño -separó las manos unos veinte centímetros- que estoy casi segura de que es una de las armas. Estaba en la hierba junto al muro. Tiene un extremo lleno de pelo, sangre y fragmentos de hueso.

– ¿Alguna huella? -quise saber.

– No. Un par de manchas, pero parecen proceder de unos guantes. Lo curioso es dónde se encontraba: arriba, junto al muro, lo que puede significar que el tipo lo saltó desde la urbanización, aunque cabe la posibilidad de que sea eso precisamente lo que quiere que pensemos; y también es curioso el hecho de que se molestara en deshacerse de ella. Lo normal sería que la hubiera lavado y guardado en su jardín, en lugar de cargar con ella además de con el cuerpo.

– ¿No puede ser que ya estuviera en la hierba? -pregunté-. A lo mejor se le cayó el cuerpo encima al pasarlo sobre el muro.

– No creo -respondió Sophie.

Movía los pies con cuidado mientras me guiaba hacia la mesa de piedra; quería volver al trabajo.

Aparté la mirada. No soy aprensivo con los cadáveres y estaba bastante seguro de haberlos visto peores que ése -sin ir más lejos un niño muy pequeño, un año atrás, pateado por su padre hasta partirlo prácticamente en dos-, pero seguía sintiéndome raro y la cabeza me daba vueltas, como si mis ojos no pudieran enfocar con suficiente claridad para captar la imagen. «A lo mejor sí que necesito un café», pensé.

– La parte manchada estaba hacia abajo y la hierba de debajo está fresca, todavía viva; la piedra no llevaba mucho tiempo ahí.

– Además, ella ya no sangraba cuando la trajeron aquí -continuó Cassie.

– Ah, sí, y la otra cosa interesante -recordó Sophie-: Ven a ver esto.

Me rendí ante lo inevitable y me metí por debajo de la cinta. Los otros dos técnicos alzaron la vista y se apartaron de la mesa de piedra para dejarnos espacio. Ambos eran muy jóvenes, casi estudiantes, y de pronto pensé en cómo deben de vernos: qué mayores, qué distantes, cuánto más seguros en los entresijos de la adultez. En cierto modo me tranquilizó esa imagen de dos detectives de Homicidios con sus caras de expertos que no revelan nada, caminando hombro con hombro y al compás hacia esa niña muerta.

Yacía doblegada sobre su costado izquierdo, como si se hubiera caído dormida del sofá acunada por los apacibles murmullos de una conversación adulta. El brazo izquierdo le colgaba del borde de la piedra y el derecho le surcaba el pecho, con la mano torcida debajo en un ángulo complicado. Llevaba unos pantalones azul grisáceo, de esos con tachuelas y cremalleras en sitios inesperados, una camiseta blanca con una franja de esbeltos acianos pintados delante y zapatillas blancas. Cassie tenía razón: la chica se había esmerado. La gruesa trenza que le surcaba la mejilla estaba sujeta con un aciano de seda azul. Era menuda y muy delgada, pero su pantorrilla aparecía tersa y musculosa donde una de las perneras se le había arrugado. Entre diez y trece años parecía una buena suposición: sus pechos incipientes apenas marcaban los pliegues de la camiseta. Tenía sangre seca en la nariz, la boca y la punta de los incisivos. La brisa le agitó el vello suave y rizado del nacimiento del pelo.

Tenía las manos cubiertas por unas bolsas de plástico transparente atadas a las muñecas.

– Al parecer ofreció resistencia -dijo Sophie-: tenía un par de uñas rotas. No creo que encuentren ADN debajo de las demás, porque estaban bastante limpias, pero podemos sacar fibras y compararlas con su ropa.

Por un instante me abrumaron las ganas de dejarla ahí: apartar las manos de los técnicos y gritarles a los del depósito que se largaran. Ya nos habíamos cebado bastante en ella. Lo único que le quedaba era su muerte y yo quería dejarle al menos eso. Deseé envolverla en suaves mantas, apartarle el pelo apelmazado y hacerle un edredón de hojas caídas y susurros de pequeños animales. Dejarla dormir mientras se deslizaba para siempre en su río secreto y subterráneo, mientras las estaciones palpitantes proyectaban semillas de diente de león y fases lunares y copos de nieve por encima de su cabeza. Se había esforzado tanto por vivir…

– Tengo la misma camiseta -dijo Cassie en voz baja, junto a mi hombro-. Sección juvenil de Penney's.

Se la había visto antes, pero supe que no volvería a ponérsela. Esa inocencia violada era demasiado vasta y definitiva como para permitir el menor comentario irónico sobre parecidos.

– Aquí está lo que quería enseñaros -dijo Sophie vivamente.

Sophie no aprueba ni el sentimentalismo ni el humor negro en la escena del crimen. Dice que hacen perder un tiempo que podría invertirse trabajando en el maldito caso, pero lo que quiere decir es que las estrategias para sobrellevarlo le parecen cosa de débiles. Señaló el borde de la piedra.

– ¿Queréis unos guantes?

– Yo no tocaré nada -respondí mientras me acuclillaba en la hierba.

Desde ese ángulo pude ver que uno de los ojos de la niña era una rendija abierta, como si sólo fingiera estar dormida a la espera del momento de saltar y gritar: «¡Uh! ¡Os lo habéis creído!». Un escarabajo negro y brillante marcaba el paso metódicamente sobre su antebrazo.

A tres o cuatro centímetros del borde de la piedra, en la parte superior, había un surco grabado como de un dedo de ancho. El tiempo y la climatología lo habían pulido hasta dejarlo casi lustroso, pero había un punto en que al autor le había resbalado el cincel, arrancando un pedazo del borde y dejando un minúsculo saliente irregular. Una mancha de algo oscuro, casi negro, estaba adherida a la parte inferior.

– Helen se ha dado cuenta -nos dijo Sophie. La técnica aludida alzó la vista y me miró con una sonrisa orgullosa y tímida-. Lo hemos recogido y es sangre, ya os diré si humana. Dudo que tenga algo que ver con nuestro cadáver: la sangre de la chica ya se había secado cuando la trajeron aquí y, de todos modos, apuesto a que ésta tiene años de antigüedad. Podría ser de un animal o de una pelea de adolescentes o vete a saber, pero aun así es interesante.

Pensé en el delicado hoyuelo junto al hueso de la muñeca de Jamie y en la nuca morena de Peter, bordeada de blanco después de un corte de pelo. Podía percibir que Cassie no me miraba.

– No veo qué relación puede haber -dije.

Me puse en pie, pues empezaba a costarme mantenerme en equilibrio sin tocar la mesa, y la cabeza comenzó a darme vueltas.


Antes de dejar el yacimiento me detuve en la pequeña colina que se alzaba por encima del cuerpo de la niña y di una vuelta completa sobre mí mismo, grabando en mi mente una visión panorámica de la escena: zanjas, casas, campos, caminos de acceso, rincones y trazados. A lo largo del muro de la urbanización habían dejado una delgada franja de árboles intacta, seguramente para proteger la sensibilidad estética de los residentes de la vista rigurosamente arqueológica. Uno de esos árboles tenía un trozo roto de cuerda de plástico azul atado con fuerza alrededor de una rama alta que colgaba medio metro. Estaba deshilachada y mohosa, lo que hacía pensar en alguna historia gótica y siniestra (linchamientos, suicidios a medianoche…), pero yo sabía qué era: los restos de un columpio de neumático.

Aunque había llegado a pensar en Knocknaree como si fuera algo que le hubiera ocurrido a otra persona, a un desconocido, parte de mí no se había ido nunca de aquí. Mientras me entretenía en Templemore o me despatarraba en el futón de Cassie, aquel niño implacable no había dejado de dar vueltas como un salvaje en su columpio de neumático, ni de trepar un muro siguiendo la brillante cabeza de Peter ni de esfumarse bosque adentro en un relámpago de piernas morenas y risas.

Hubo un tiempo, entre la policía, los medios y mis aturdidos padres, en que creí que yo era el que se había salvado, el chico que había vuelto a casa a través del reflujo de la inexplicable marea que se llevó a Peter y a Jamie. Pero ya no era así. De un modo demasiado oscuro y decisivo como para considerarse metafórico, nunca había salido de ese bosque.

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