Capítulo 3

No hablo con nadie de lo de Knocknaree. No veo por qué iba a hacerlo; sólo llevaría a interrogatorios inacabables y morbosos sobre mis recuerdos inexistentes o a especulaciones compasivas e imprecisas sobre el estado de mi psique, y no tengo ganas de lidiar con ninguna de esas dos cosas. Lo saben mis padres, obviamente, y Cassie, y un amigo mío del internado llamado Charlie -ahora es ejecutivo de un banco en Londres; aún mantenemos el contacto de vez en cuando-, y una chica, Gemma, con la que salí una temporada cuando tenía unos diecinueve años (nos pasamos gran parte de nuestro tiempo juntos bebiendo demasiado, además ella era del tipo ansioso e intenso y pensé que aquello me haría resultar interesante); nadie más.

Cuando fui al internado empecé a usar mi segundo nombre y abandoné el primero, Adam. No estoy seguro de si fue idea de mis padres o mía, pero creo que fue acertada. Hay cinco páginas de Ryan en el listín telefónico de Dublín, pero Adam no es un nombre demasiado común y la publicidad era abrumadora (incluso en Inglaterra: solía echar un vistazo furtivo a los periódicos con los que se suponía que debía encender las estufas de nuestros monitores, arrancaba todo lo que tuviera algo que ver y luego lo memorizaba en un retrete antes de arrojarlo dentro y tirar de la cadena). Tarde o temprano, alguien habría atado cabos. En cambio, no es probable que nadie relacione al detective Rob y su acento inglés con el pequeño Adam Ryan de Knocknaree.

Por supuesto, sabía que debía decírselo a O'Kelly ahora que estaba trabajando en un caso que, en principio, podía estar relacionado con aquél pero, francamente, ni por un segundo pensé en hacerlo. Me habrían echado del caso -no se permite trabajar en algo con lo que puedas estar emocionalmente implicado-, además de interrogarme otra vez desde el principio sobre ese día en el bosque, y no veía en qué pudiera eso beneficiar al caso o a la comunidad en general. Aún conservaba un recuerdo vivido e inquietante de la primera tanda de interrogatorios: voces masculinas con un áspero deje de frustración que refunfuñaban débilmente donde mi oído casi no alcanzaba a oírlas, mientras en mi mente unas nubes blancas cruzaban sin cesar un amplio cielo azul y el viento silbaba a través de alguna inmensa extensión de hierba. Era lo único que pude ver y oír las primeras dos semanas. No recuerdo sentir nada al respecto en aquel momento, pero retrospectivamente resulta un pensamiento horrible: mi mente barrida por completo y reemplazada por una especie de ruido de emisión en pruebas; y cada vez que los investigadores volvían a la carga y lo intentaban de nuevo la emisión afloraba, por algún proceso de asociación, se filtraba por la parte de atrás de mi cabeza y me asustaba hasta dejarme en un estado de tensión huraño y poco colaborador. Y por más que lo intentaron -al principio cada tantos meses, en las vacaciones escolares, y luego cada año más o menos- nunca tuve nada que decirles; cuando acabé el colegio, por fin dejaron de venir. Me pareció una decisión excelente, y por mi vida que no veía qué utilidad podía tener hacerme dar marcha atrás a esas alturas.

Supongo, si he de ser sincero, que tanto a mi ego como a mi sentido de lo pintoresco les atrajo la idea de sobrellevar ese extraño e intenso secreto a lo largo del caso sin levantar sospechas. Supongo que, en ese momento, me pareció lo que habría hecho el enigmático inconformista de Selección de Personal.


Llamé a Personas Desaparecidas y me dieron de inmediato una posible identificación: Katharine Devlin, doce años, metro cuarenta y nueve, complexión delgada, pelo largo, oscuro y ojos avellana; faltaba en su domicilio del 29 de la arboleda de Knocknaree (de repente me acordé: en la urbanización, todas las calles que se llamaban arboleda o callejón o plaza o camino de Knocknaree, el correo se extraviaba constantemente) desde las 10.15 de la mañana anterior, cuando su madre fue a despertarla y vio que no estaba. A partir de los doce años se les considera lo bastante mayores para escaparse, y parecía que ella se hubiera ido por decisión propia, por lo que Personas Desaparecidas le había dado un día de margen para regresar a casa antes de soltar la caballería. Ya tenían redactado el comunicado de prensa, listo para enviar a los medios a tiempo para las noticias vespertinas.

Me sentía desproporcionadamente aliviado por el hecho de tener una identificación, aunque fuera provisional. Como es obvio, yo sabía que una niña -sobre todo una niña sana y bien vestida, en un lugar tan pequeño como Irlanda- no puede aparecer muerta sin que alguien la reclame; pero había varios aspectos de este caso que me ponían nervioso, y creo que mi parte supersticiosa pensaba que esa chica se quedaría sin nombre como si hubiera caído del cielo y que su sangre acabaría concordando con la de mis zapatos y una serie de otros «Expedientes X». Sophie tomó una foto identificativa con una Polaroid, desde el ángulo menos perturbador, para mostrársela a la familia, y volvimos a las casetas.

Hunt salió de una de ellas mientras nos acercábamos, como el hombrecillo de los viejos relojes suizos.

– ¿Han…? Es decir, sin duda es un asesinato, ¿no? Pobre criatura. Es espantoso.

– De momento lo consideramos como presunto homicidio -anuncié-. Ahora necesitamos hablar con su equipo. Luego nos gustaría charlar con la persona que encontró el cadáver. Los demás podrán volver al trabajo, siempre que se mantengan fuera de los límites de la escena del crimen. Ya hablaremos con ellos más tarde.

– ¿Cómo vamos a…? ¿Hay algo que indique dónde… adónde no pueden pasar? Cintas y esas cosas.

– La escena del crimen está delimitada por una cinta -le expliqué-. Si se mantienen fuera, todo irá bien.

– También necesitamos que nos preste algún sitio para utilizarlo como oficina de campo durante el resto del día o quizás un poco más -dijo Cassie-. ¿Dónde podemos instalarnos?

– Lo mejor será que usen la caseta de los hallazgos -contestó Mark, materializándose desde algún lugar-. Nosotros necesitamos el despacho y todo lo demás está caldoso.

Esa expresión era nueva para mí, pero lo que veía a través de las puertas de la caseta -capas de fango agrietado con huellas de botas, bancos bajos y combados, pilas tambaleantes de instrumentos de labranza, bicicletas y chalecos amarillos luminosos que me recordaron incómodamente a mi época de uniformado- constituía una buena explicación.

– Una mesa y unas cuantas sillas bastarán -dije yo.

– La caseta de los hallazgos -repitió Mark, y señaló con la cabeza una de ellas.

– ¿Y Damien? -le preguntó Cassie a Hunt.

Él pestañeó sin poder contenerse, con la boca abierta de sorpresa como una caricatura.

– ¿Qué…? ¿Qué Damien?

– El tipo de su equipo. Antes ha dicho que Mark y Damien suelen hacer de guías, pero que Damien no podía acompañar al detective Ryan. ¿Qué le pasa?

– Damien es uno de los que han encontrado el cuerpo -contestó Mark, mientras Hunt se quedaba absorto-. Les ha afectado.

– ¿Damien qué? -quiso saber Cassie mientras escribía.

– Donnelly -respondió Hunt alegremente, por fin en terreno seguro-. Damien Donnelly.

– ¿Estaba con alguien cuando ha hallado el cadáver?

– Mel Jackson -dijo Mark-. Melanie.

– Vamos a hablar con ellos -indiqué.

Los arqueólogos continuaban sentados alrededor de la mesa en su cantina provisional. Había unos quince o veinte y al entrar nosotros volvieron sus rostros hacia la puerta, alertas y sincronizados como crías de pájaro. Todos eran jóvenes, de veintitantos, y lo parecían aún más con su ropa de estudiantes descuidados y su inocencia atolondrada y de campo que, aunque estaba casi seguro de que era ilusoria, me recordaba a los miembros de un kibutz y a los Walton. Las chicas no iban maquilladas y llevaban el pelo recogido en trenzas o colas de caballo, bien apretadas para que fueran más prácticas que monas; los chicos llevaban barba de tres días y se habían pelado por un exceso de sol. Uno de ellos, con gorro de lana y cara de atontado, el típico que suele ser la pesadilla de la maestra, estaba aburrido y se había puesto a derretir cosas sobre un CD roto con la llama de un mechero. El resultado (cucharillas de té, monedas, celofán de paquetes de tabaco y un par de patatas chips, todo ello retorcido) quedaba sorprendentemente bien: he visto muestras de arte urbano moderno mucho más anodinas. En un rincón había un microondas con churretes de comida, y una pequeña e irreverente parte de mí deseó sugerirle que metiera el CD dentro, a ver qué pasaba.

Cassie y yo empezamos a hablar al mismo tiempo, pero yo continué. Oficialmente, ella era la detective principal, porque era la que había dicho: «Nosotros nos hacemos cargo del caso»; pero nunca hemos trabajado así, y el resto de la brigada se había acostumbrado a ver «M & R» escrito debajo de «Primordial» en el tablón de casos, y sentí un impulso repentino y persistente de dejar claro que yo era tan capaz como ella de dirigir esa investigación.

– Buenos días -comencé.

La mayoría de ellos musitó algo. El Chico Escultor dijo en voz alta y con brío:

– ¡Buenas tardes! -Y, técnicamente, tenía razón; me pregunté a cuál de esas chicas trataba de impresionar.

– Soy el detective Ryan y ella es la detective Maddox. Como sabéis, esta mañana se ha encontrado el cadáver de una niña en el yacimiento.

Un chico soltó aire con un bufido y lo volvió a coger. Estaba en una esquina, flanqueado por dos muchachas protectoras, y se aferraba con ambas manos a un gran tazón humeante; tenía rizos cortos y castaños y un rostro dulce, franco y pecoso como el de un crío. Tuve casi la certeza de que ése era Damien Donnelly. Los demás parecían subyugados (excepto el Chico Escultor), aunque no traumatizados; sin embargo, éste tenía la piel pecosa de una tonalidad blanquecina y agarraba el tazón con demasiada fuerza.

– Tendremos que hablar con cada uno de vosotros -dije-. Por favor, no os vayáis del yacimiento hasta que lo hayamos hecho. Puede que eso nos lleve tiempo, así que os pedimos paciencia si necesitamos que os quedéis hasta tarde.

– ¿Es que somos sospechosos? -preguntó el Chico Escultor.

– No -contesté-, pero debemos averiguar si tenéis información relevante.

– Vaya… -dijo él, decepcionado, y se desplomó contra el respaldo de su silla.

Se puso a derretir una pastilla de chocolate sobre el CD, cruzó su mirada con la de Cassie y apagó el mechero. Le envidié: a menudo he deseado ser una de esas personas capaces de tomarse cualquier cosa, desde lo más horrendo hasta lo excepcional, como una aventura alucinante.

– Una cosa más -continué-: seguramente llegarán periodistas en cualquier momento. No habléis con ellos. Lo digo en serio. Si les contáis algo, aunque parezca insignificante, podríais fastidiar la investigación. Os dejaremos nuestras tarjetas, por si se os ocurre algo que debamos saber. ¿Alguna pregunta?

– ¿Y si nos ofrecen millones? -quiso saber el Chico Escultor.


La caseta de los hallazgos no era tan impresionante como esperaba. A pesar de que Mark nos había dicho que se llevaban todo lo valioso, creo que mi imagen mental incluía copas de oro, esqueletos y reales de a ocho. En lugar de eso había dos sillas, un gran escritorio lleno de papel de dibujo y una cantidad increíble de lo que parecían trozos de cerámica, metidos en bolsas de plástico y guardados en estanterías de bricolaje de metal perforado.

– Los hallazgos -anunció Hunt mientras señalaba los estantes con un gesto de la mano-. Supongo… Bueno, no, quizás en otro momento. Hay monedas y hebillas muy bonitas.

– Nos encantará verlo otro día, doctor Hunt -dije-. ¿Puede dejarnos diez minutos y luego traernos a Damien Donnelly?

– Damien -repitió Hunt, y se alejó con paso vacilante.

Cassie cerró la puerta detrás de él.

– ¿Cómo es posible que dirija toda una excavación? -pregunté.

Despejé la mesa: los dibujos eran bocetos a lápiz, finos y delicadamente sombreados, de una vieja moneda desde varios ángulos. La pieza en sí, doblada con brusquedad por un lado y con trozos de tierra incrustada, se encontraba en el centro del escritorio, dentro de una bolsa con cierre hermético. Les busqué un sitio encima de un archivador.

– Contratando a gente como ese Mark -respondió Cassie-. Apuesto a que es muy organizado. ¿Qué te ha pasado con la horquilla?

Nivelé los extremos de los dibujos.

– Me parece que Jamie Rowan llevaba una que encajaba con la descripción.

– Ah -dijo ella- Me lo figuraba. ¿Sabes si está en el expediente o simplemente te has acordado?

– ¿Qué importancia tiene eso?

Sonó más altanero de lo que pretendía.

– Pues porque si existe alguna conexión no nos la podemos callar -respondió Cassie, muy razonablemente-. Imagínate que tenemos que pedirle a Sophie que compare esa sangre con las muestras del 84; tendremos que explicarle por qué, cosa que sería mucho más sencilla si la conexión constara en el expediente.

– Estoy casi seguro de que está -afirmé. La mesa cojeaba; Cassie encontró una hoja de papel en blanco y lo dobló para meterlo debajo de la pata-. Lo comprobaré esta noche. Espera hasta entonces para hablar con Sophie, ¿de acuerdo?

– Claro -respondió Cassie-. Si no está ahí, encontraremos otro camino. -Comprobó el escritorio otra vez: mejor-. Rob, ¿tienes problemas con este caso?

No contesté. A través de la ventana podía ver a los del depósito envolviendo el cuerpo con plástico mientras Sophie señalaba y gesticulaba. Apenas tuvieron que esforzarse para levantar la camilla, que parecía casi ingrávida mientras la transportaban al vehículo que aguardaba. El viento azotó bruscamente el cristal en mi cara y me di la vuelta. Sentí un súbito y violento deseo de gritar «Calla la maldita boca» o «A la mierda el caso, lo dejo» o algo insensato, irracional y dramático. Pero Cassie se limitaba a apoyarse en la mesa, esperando, mirándome con sus ojos castaños y fijos, y yo siempre he tenido un excelente sistema de frenos, un don para elegir lo decepcionante por encima de lo irrevocable.

– No, ninguno -dije-. Tú pégame si me pongo taciturno.

– Con mucho gusto -respondió Cassie, y me sonrió-. Pero madre mía, mira todo esto… Espero que tengamos ocasión de echar un vistazo como Dios manda. De pequeña quería ser arqueóloga, ¿te lo había contado?

– Sólo un millón de veces -dije yo.

– En ese caso, menos mal que tienes memoria de pez, ¿no? Solía hacer hoyos en el jardín de atrás, pero lo único que encontré fue un patito de porcelana con el pico roto.

– Me parece que debería haber sido yo el que hiciera hoyos en la parte de atrás. -Normalmente habría hecho algún comentario sobre la enorme pérdida para el brazo de la ley y el beneficio para la arqueología, pero aún estaba demasiado nervioso y descolocado para un nivel decente de toma y daca; no habría salido nada digno-. Podría haber tenido la mayor colección privada de trozos de porcelana del mundo.

– Empecemos con las charlas -dijo Cassie, y sacó su libreta.


Damien llegó con pasos torpes; arrastraba una silla de plástico con una mano y aún aferraba su taza de té con la otra.

– He traído esto… -dijo, usando la taza para señalar vagamente la silla y las dos en las que nos sentábamos nosotros-. El doctor Hunt ha dicho que querían verme.

– Sí -respondió Cassie-. Te diría que cogieras una silla, pero ya la tienes.

Tardó un momento; luego se rió un poco, mientras comprobaba qué cara poníamos para ver si hacía bien. Se sentó, hizo ademán de dejar la taza sobre la mesa, cambió de idea, se la apoyó en el regazo y levantó la vista hacia nosotros con sus ojos grandes y dóciles. Definitivamente, éste era para Cassie. Parecía uno de esos tipos acostumbrados a que las mujeres cuiden de ellos; ya estaba temblando, y si lo interrogaba un hombre con toda seguridad se sumiría en un estado en el que nunca le sacaríamos nada útil. Discretamente, saqué un bolígrafo.

– Escucha -dijo Cassie con suavidad-, sé que esto te ha afectado. Tómate tu tiempo para explicárnoslo, ¿de acuerdo? Empieza por lo que estabas haciendo esta mañana, antes de que fueras hacia la piedra.

Damien respiró hondo y se humedeció los labios.

– Estábamos… esto… estábamos trabajando en la acequia medieval de drenaje. Mark quería ver si continuaba más allá del yacimiento. ¿Saben?, estamos atando cabos sueltos porque falta poco para el final de la excavación…

– ¿Cuánto ha durado? -preguntó Cassie.

– Unos dos años, pero yo sólo llevo aquí desde junio. Estoy en la universidad.

– Yo también quería ser arqueóloga -comentó Cassie. Le di un golpe en el pie por debajo de la mesa; ella pisó el mío-. ¿Cómo ha ido la excavación?

A Damien se le iluminó la cara; casi parecía embelesado de placer, a menos que ésa fuera su expresión habitual.

– Ha sido increíble. Me alegro tanto de haber participado…

– Qué envidia -admitió Cassie-. ¿Admiten voluntarios por sólo una semana, pongamos?

– Maddox -dije con sequedad-. ¿Podéis hablar más tarde de tu cambio de carrera?

– Lo siento -respondió Cassie, con los ojos en blanco y sonriendo a Damien.

Él le devolvió la sonrisa al tiempo que bajaba la guardia. Damien empezaba a despertarme una antipatía vaga e injustificable. Adivinaba exactamente por qué Hunt lo había designado como guía del yacimiento -era un relaciones públicas encantador, todo ojos azules y timidez-, pero nunca me han caído bien los hombres adorables e indefensos. Supongo que es la misma reacción que despiertan en Cassie esas chicas con voz de niña y fácilmente impresionables que a los hombres siempre les dan ganas de proteger: una mezcla de repugnancia, cinismo y celos.

– Muy bien -dijo Cassie-, entonces has ido hacia la piedra…

– Teníamos que retirar toda la hierba y la tierra que hay alrededor -explicó Damien-. El resto lo hicieron con excavadora la semana pasada, pero dejaron una parcela alrededor de la piedra porque no queríamos arriesgarnos a que las máquinas la tocaran. Así que, después de la pausa del té, Mark nos pidió a Mel y a mí que subiéramos ahí y pasáramos el azadón mientras los otros estaban con la acequia de drenaje.

– ¿A qué hora fue eso?

– La pausa del té se acaba a las once y cuarto.

– ¿Y entonces…?

Tragó saliva y le dio un sorbo a la taza. Cassie se inclinó hacia delante para alentarlo y aguardó.

– Pues… Había algo en la piedra. Creía que era una chaqueta o algo así, que alguien se había dejado la chaqueta ahí… Y dije… esto… dije: «¿Qué es eso?», y nos acercamos y… -Bajó la vista a su taza. Otra vez le temblaban las manos-. Era una persona. Pensé que a lo mejor estaba, ya saben, inconsciente o algo parecido, y le sacudí el brazo, y… noté algo raro. Estaba fría y rígida. Agaché la cabeza para ver si respiraba, pero no. Tenía sangre, se la vi en la cara. Entonces supe que estaba muerta.

Volvió a tragar saliva.

– Lo estás haciendo muy bien -dijo Cassie con suavidad-. ¿Qué hiciste entonces?

– Mel dijo: «Oh, Dios mío», o algo así, y volvimos corriendo para avisar al doctor Hunt. Nos hizo entrar a todos en la cantina.

– Muy bien, Damien, necesito que pienses detenidamente -le pidió Cassie-. ¿Has visto algo que pareciera extraño en el día de hoy o en los últimos días? ¿A alguien inusual merodeando por ahí, alguna cosa fuera de lugar…?

Él se quedó con la mirada perdida y los labios un poco entreabiertos; tomó otro sorbo de té.

– Seguramente no se refiere a esta clase de cosas…

– Todo puede sernos de ayuda -aseguró Cassie-. Incluso lo más insignificante.

– De acuerdo -asintió Damien con gravedad-. Bien…, el lunes estaba esperando el autobús para volver a casa, junto a la entrada. Y vi a un tipo que venía por la carretera y se metía en la urbanización. Ni siquiera sé por qué me fijé en él, sólo que… Miró a su alrededor antes de meterse en la urbanización, como si estuviera comprobando que nadie lo observaba o algo así.

– ¿Qué hora era? -quiso saber Cassie.

– Acabamos a las cinco y media, así que debían de ser las seis menos veinte. Ésa era la otra cosa extraña. Quiero decir que por aquí no hay nada a donde puedas llegar sin coche, salvo la tienda y el pub, y la tienda cierra a las cinco. Por eso me pregunté de dónde salía.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Más o menos alto, de metro ochenta. Treinta y tantos, creo. Fuerte. Me parece que era calvo. Llevaba un chándal azul marino.

– ¿Serías capaz de describírselo a un dibujante para que elaborara un retrato robot?

Damien pestañeó deprisa, con aire alarmado.

– Es que… Tampoco le vi tan bien. Quiero decir que venía por arriba de la carretera, al otro lado del acceso a la urbanización. De hecho, no estaba mirando, no creo que me acuerde…

– No pasa nada -lo interrumpió Cassie-. No te preocupes, Damien. Si te sientes capaz de darnos más detalles, dímelo, ¿de acuerdo? Mientras tanto, cuídate.

Le pedimos su dirección y su número de teléfono; le dimos una tarjeta (me dieron ganas de ofrecerle una piruleta por su buen comportamiento, pero no son reglamentarias en nuestro departamento) y le hicimos volver con los demás, con la orden de enviarnos a Melanie Jackson.

– Buen chico -dije sin comprometerme, tanteando.

– Sí -respondió Cassie con ironía-. Si alguna vez quiero una mascota, pensaré en él.


Mel fue de mucha más ayuda que Damien. Era alta y delgada, escocesa, de brazos bronceados, musculosos, y pelo rubio rojizo recogido en una coleta descuidada; se sentó como un chico, con los pies plantados firmemente y separados.

– Tal vez ya lo sepan, pero es de la urbanización -soltó a bocajarro-. O de algún lugar de por aquí, en todo caso.

– ¿Cómo lo sabes? -le pregunté.

– Los niños se acercan a veces al yacimiento. No tienen mucho más que hacer en verano. La mayoría quieren saber si hemos encontrado algún tesoro enterrado, o esqueletos. La vi algunas veces.

– ¿Cuándo fue la última?

– Hará dos o tres semanas.

– ¿Estaba con alguien?

Mel se encogió de hombros.

– No, que yo recuerde. Sólo una pandilla de niños, creo.

Me caía bien. Estaba afectada pero se negaba a mostrarlo; jugueteaba con una tira de plástico, dándole formas entre sus dedos callosos. Básicamente contó la misma historia que Damien, pero sin tanta aprehensión y miramientos.

– Cuando terminó la pausa del té, Mark me pidió que fuese a pasar el azadón alrededor de la piedra ceremonial, para poder ver la base. Damien dijo que él también venía; normalmente no trabajamos solos, es aburrido. A media subida vimos algo azul y blanco encima de la piedra. Damien preguntó: «¿Qué es eso?», y yo le dije: «A lo mejor es una chaqueta». Al acercarnos un poco más me di cuenta de que era una cría. Damien le zarandeó un brazo y comprobó si respiraba, pero sabía que estaba muerta. Yo no había visto nunca un cadáver, pero… -Se mordió el interior de la mejilla y sacudió la cabeza-. Es una gilipollez eso que dicen que parece que estén dormidos. Se ve.

Hoy en día apenas pensamos en la mortalidad, salvo para menearnos histéricamente con los ejercicios más de moda y comer cereales ricos en fibra y ponernos parches de nicotina. Me acordé de la severa determinación victoriana en no olvidar la muerte y de esas lápidas implacables: «Recuerda esto, peregrino, al pasar: como eres tú ahora fui yo una vez; como soy yo ahora, así serás tú…». Ahora la muerte no gusta, es algo anticuado. En mi opinión, la característica que define nuestra época es la fuerza centrífuga: la investigación de mercado, con sus marcas y productos elaborados según unos requisitos minuciosos, lo enfoca todo hacia un punto de fuga; estamos tan acostumbrados a que las cosas se transformen en lo que queremos que sean que nos produce una honda indignación encontrarnos con la muerte, tercamente anticentrífuga, sólo e inmutablemente ella misma. El cadáver había impresionado a Mel Jackson mucho más de lo que hubiera afectado a la más resguardada virgen victoriana.

– ¿Es posible que no reparaseis en el cuerpo aunque hubiera estado ahí ayer? -pregunté.

Mel alzó unos ojos como platos.

– Oh, mierda, ¿quiere decir que estuvo ahí todo el tiempo mientras nosotros…? -Sacudió la cabeza-. No. Mark y el doctor Hunt dieron una vuelta por todo el yacimiento ayer por la tarde, para hacer una lista de lo que teníamos que hacer. Lo… la habrían visto. Esta mañana se nos pasó porque todos estábamos en la parte más baja del yacimiento, donde acaba la acequia de drenaje. Como la pendiente de la colina es tan pronunciada no podíamos ver la parte de arriba de la piedra.

Mel no había visto nada ni a nadie fuera de lo habitual, ni siquiera al tío raro de Damien.

– Pero no lo habría visto de todos modos: yo no cojo el autobús. Casi todos los que no somos de Dublín vivimos en una casa alquilada, a unos tres kilómetros carretera abajo. Mark y el doctor Hunt tienen coche y nos llevan de vuelta. No pasamos de la urbanización.

El «de todos modos» me interesó, pues sugería que Mel, igual que yo, tenía sus dudas sobre el siniestro hombre del chándal. Damien me pareció de esos que dicen lo que sea con tal de tenerte contento. Deseé haberle preguntado si el tipo llevaba zapatos de tacón.


Sophie y sus técnicos habían acabado con la piedra ceremonial y seguían avanzando en círculo hacia fuera. Le dije que Damien Donnelly había tocado el cuerpo y se había inclinado sobre él; íbamos a necesitar sus huellas y cabello para descartarlos.

– Menudo idiota -dijo Sophie-. Supongo que debemos dar gracias de que no se le ocurriera taparla con su abrigo.

Estaba sudando dentro de su mono. El técnico arrancó a escondidas una página de su cuaderno de bocetos y empezó otra vez.

Dejamos el vehículo en el yacimiento y fuimos a la urbanización andando por la carretera (en algún lugar de mis músculos aún recordaba cómo era saltar ese muro: dónde se podía apoyar el pie, el arañazo que me hacía el hormigón en la rótula, el golpe al aterrizar…). Cassie quiso parar en la tienda de camino; eran más de las dos y quizá no tendríamos otra ocasión de almorzar en un buen rato. Cassie come como un muchacho y odia saltarse una comida, cosa que a mí me encanta -me irritan las mujeres que viven de porciones mesuradas de ensalada-, pero ese día yo quería acabar con aquello lo antes posible.

La esperé fuera, fumando, pero Cassie salió con dos sándwiches en cajas de plástico y me tendió uno.

– Toma.

– No tengo hambre.

– Cómete el maldito sándwich, Ryan. No pienso llevarte a casa si te desmayas.

Lo cierto es que no me he desmayado en toda mi vida, pero tiendo a olvidarme de comer hasta que empiezo a estar irritable o atontado.

– He dicho que no tengo hambre -repetí, oyendo mi propio lloriqueo.

De todos modos abrí el sándwich; Cassie tenía razón, era probable que fuese un día muy largo. Nos sentamos en el bordillo y ella sacó una botella de Coca-Cola al limón de la mochila. En teoría, el emparedado era de pollo relleno, pero sabía a envoltorio de plástico, y el refresco estaba caliente y demasiado dulce. Me sentí un poco mareado.

No quiero dar la impresión de que lo que ocurrió en Knocknaree emponzoñaba mi vida, de que me pasé veinte años vagando como una especie de personaje trágico acechado por el pasado, sonriendo con tristeza al mundo tras un velo agridulce de humo de cigarrillo y recuerdos. Knocknaree no me dejó pesadillas ni impotencia, ni un miedo patológico a los árboles ni ninguna otra de esas cosas que, en un telefilme, me habrían conducido al psicólogo, a la redención y a una relación más comunicativa con mi compasiva y preocupada esposa. La verdad es que podía pasarme semanas sin pensar siquiera en ello. De vez en cuando algún que otro periódico sacaba un reportaje sobre personas desaparecidas y ahí estaban Peter y Jamie, sonriendo desde la portada de un suplemento dominical en unas fotos con escasa resolución que la visión retrospectiva y el abuso convertían en premonitorias, entre turistas desvanecidos y amas de casa fugadas y todas esas hileras míticas y susurrantes de perdidos irlandeses. Yo hojeaba el artículo y me daba cuenta, con desapego, de que me temblaban las manos y me costaba respirar, pero era un reflejo puramente físico que, en cualquier caso, sólo duraba unos minutos.

Supongo que todo ese asunto me causó efecto, pero sería imposible -y, en mi opinión, innecesario- establecer de qué tipo. Después de todo yo tenía doce años, una edad en la que los chicos están desconcertados y amorfos y sufren cambios repentinos, con independencia de lo estables que sean sus vidas; y pocas semanas después entré en el internado, que me influyó y afectó de formas mucho más espectaculares y evidentes. Parecería ingenuo y sobre todo cutre deshilar mi personalidad, coger una hebra y chillar: «¡Cielos, mira, ésta es de Knocknaree!». Pero de repente, ahí estaba otra vez, resurgiendo en mitad de mi vida con petulancia y convicción, y yo no tenía ni la menor idea de qué hacer con ello.

– Pobre criatura -dijo Cassie de pronto, sin que viniese a cuento-. Pobrecita criatura…


La casa de los Devlin era una vivienda pareada de fachada insípida con un retazo de hierba delante, como las del resto de la urbanización. Todos y cada uno de los vecinos habían hecho desesperadas y pequeñas declaraciones de individualidad recortando salvajemente sus arbustos o geranios o lo que fuera, pero los Devlin sólo se limitaban a cortar el césped, lo que en sí denotaba cierto nivel de originalidad. Vivían en la zona centro de la urbanización, a cinco o seis calles del yacimiento, lo bastante lejos para no haber visto a los agentes, los técnicos, la furgoneta del depósito y todo ese terrible y eficiente ajetreo que de un solo vistazo les habría dicho todo cuanto necesitaban saber.

Cuando Cassie llamó al timbre, acudió un hombre de unos cuarenta años. Era unos centímetros más bajo que yo y empezaba a ensancharse por el centro, tenía el pelo pulcramente recortado y grandes bolsas debajo de los ojos. Llevaba una chaqueta de punto, pantalones caqui y sostenía un cuenco con copos de maíz; tuve ganas de decirle que estaba muy bien, porque sabía qué iba a averiguar en los próximos meses y ésa es la clase de cosas que la gente recuerda con angustia durante toda su vida: que estaban comiendo copos de maíz cuando la policía vino a comunicarles que su hija estaba muerta. Una vez vi a una mujer derrumbarse en el estrado, con unos sollozos tan fuertes que hubo que pedir un receso e inyectarle un sedante, porque cuando apuñalaron a su novio ella estaba en clase de yoga.

– Señor Devlin -comenzó Cassie-, soy la detective Maddox y él es el detective Ryan.

El hombre abrió los ojos de par en par.

– ¿De Personas Desaparecidas?

Tenía barro en los zapatos y el dobladillo de los pantalones humedecido. Debía de haber salido a buscar a su hija por algún campo equivocado, y luego habría vuelto a comer algo antes de seguir intentándolo una y otra vez.

– No exactamente -contestó Cassie con suavidad. Suelo dejarle estas conversaciones a ella, no sólo por cobardía sino porque ambos sabemos que lo hace mucho mejor-. ¿Podemos entrar?

Él se quedó mirando el cuenco y lo dejó torpemente en la mesa del recibidor. Se derramó algo de leche sobre unos juegos de llaves y una gorra rosa de niña.

– ¿Qué quieren decir? -inquirió; el miedo dio un tinte agresivo a su voz-. ¿Han encontrado a Katy?

Oí un sonido minúsculo y miré por encima de su hombro. Al pie de las escaleras había una niña agarrada a la barandilla con ambas manos. El interior de la casa estaba oscuro aun en una tarde tan soleada, pero vi su rostro, y me traspasó con una partícula brillante y terrorífica. Por un instante inimaginable y turbador me convencí de que veía un fantasma. Era nuestra víctima, la niña muerta sobre la mesa de piedra. Los oídos me zumbaban.

Por supuesto, medio segundo después todo volvió a su sitio, el zumbido se apagó y comprendí lo que estaba viendo. No íbamos a necesitar la foto para la identificación. Cassie también la había visto.

– Aún no estamos seguros -dijo-. Señor Devlin, ¿esta niña es la hermana de Katy?

– Jessica -contestó ella con la voz ronca.

La niña avanzó y, sin apartar la mirada del rostro de Cassie, Devlin extendió el brazo hacia atrás, la cogió del hombro y la atrajo a la puerta de entrada.

– Son gemelas -explicó-. Idénticas. ¿Es…? ¿Han…? ¿Han encontrado a una niña como ella?

Jessica tenía la mirada fija en algún punto entre Cassie y yo. Sus brazos le colgaban sin fuerzas a los lados, con las manos invisibles debajo de un jersey gris que le venía grande.

– Por favor, señor Devlin -dijo Cassie-, necesitamos entrar para hablar con usted y su esposa en privado.

Lanzó una mirada a Jessica.

Devlin bajó la vista, vio su mano sobre el hombro de ella y la retiró, sobresaltado. La dejó inmóvil en el aire, como si hubiera olvidado qué hacer con ella.

A esas alturas ya lo sabía; claro que lo sabía. Si la hubiéramos encontrado viva, se lo habríamos dicho. Pero se apartó automáticamente de la puerta, hizo un vago gesto hacia un lado y entramos en la sala de estar. Oí a Devlin decir:

– Vuelve arriba con tu tía Vera.

Luego nos siguió y cerró la puerta.

Lo terrible de aquella sala de estar era lo normal que resultaba, como sacada de alguna caricatura de los suburbios. Cortinas de encaje, un sofá de cuatro piezas floreado con tapetes en los brazos y los reposacabezas y una colección de teteras decoradas encima de un aparador, todo pulcro, sin polvo y con un brillo inmaculado; parecía -como pasa casi siempre con los hogares de las víctimas y hasta con las escenas de los crímenes- demasiado banal para semejante nivel de tragedia. La mujer que había sentada en una silla hacía juego con la estancia: gruesa de un modo sólido e informe, con un casco de pelo permanentado y unos ojos azules grandes y caídos. Unos surcos profundos iban de la nariz a la boca.

– Margaret -dijo Devlin-. Son detectives. -Su voz sonó tensa como la cuerda de una guitarra, pero no se acercó a ella; se quedó junto al sofá, con los puños apretados en los bolsillos de su chaqueta-. ¿Qué sucede? -preguntó.

– Señor y señora Devlin -comenzó Cassie-, no es fácil decir lo que tengo que comunicarles. Han encontrado el cuerpo de una niña en el yacimiento arqueológico que hay junto a esta urbanización. Creemos que se trata de su hija Katharine. Lo siento mucho.

Margaret Devlin soltó aire como si la hubieran golpeado en el estómago. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas, aunque no parecía darse cuenta.

– ¿Están seguros? -espetó Devlin con los ojos como platos-. ¿Cómo pueden estar seguros?

– Señor Devlin -respondió Cassie con suavidad-, he visto a esa niña. Es exactamente igual que su hija Jessica. Les pediremos que vayan a ver el cadáver mañana, para confirmar su identidad, pero no me cabe ninguna duda. Lo siento.

Devlin se giró hacia la ventana y se alejó otra vez, con la muñeca presionada contra la boca, perdido y con una mirada salvaje.

– Oh, Dios -dijo Margaret-. Oh, Dios, Jonathan…

– ¿Qué le ha pasado? -interrumpió Devlin con dureza-. ¿Cómo ha…? ¿Cómo…?

– Me temo que se trata de un asesinato -respondió Cassie.

Margaret se incorporó de la silla con movimientos lentos, como si estuviera debajo del agua.

– ¿Dónde está?

Las lágrimas resbalaban por su rostro, pero su voz sonaba inquietantemente calmada, casi enérgica.

– Nuestro equipo médico la está examinando -explicó Cassie con suavidad.

Si Katy hubiera muerto de otra forma, quizá los habríamos acompañado hasta donde se hallaba su cadáver. Pero tal como estaba, con el cráneo abierto y el rostro cubierto de sangre… Cuando le practicaran la autopsia, al menos los del depósito limpiarían ese manto innecesario de horror.

Margaret miró a su alrededor, aturdida y palpándose de forma mecánica los bolsillos de la falda.

– Jonathan, no encuentro mis llaves.

– Señora Devlin -dijo Cassie mientras apoyaba una mano en su brazo-, me temo que aún no podemos llevarla con Katy. Tienen que examinarla los médicos. En cuanto pueda verla la avisaremos.

Margaret se apartó de ella y se dirigió a la puerta con movimientos lentos, pasándose una mano torpe por la cara para enjugarse las lágrimas.

– Katy. ¿Dónde está?

Cassie lanzó una mirada suplicante a Jonathan, pero éste estaba con las dos palmas apoyadas en el cristal de la ventana y mirando afuera sin ver nada, respirando demasiado rápido y demasiado fuerte.

– Por favor, señora Devlin -dije yo en tono apremiante y procurando interponerme entre ella y la puerta de una forma no excesivamente molesta-. Le prometo que la llevaremos con Katy en cuanto podamos, pero por ahora no puede verla. Simplemente no es posible.

Se me quedó mirando, con los ojos enrojecidos y la boca abierta.

– Mi niña -jadeó.

Sus hombros se desplomaron y empezó a llorar con unos sollozos profundos, roncos y desenfrenados. Dejó caer la cabeza hacia atrás y permitió que Cassie la cogiera con cuidado por los hombros y la sentara otra vez en su silla.

– ¿Cómo ha muerto? -preguntó Jonathan, que seguía con la mirada fija a través de la ventana. Fueron unas palabras borrosas, como si tuviera los labios entumecidos-. ¿De qué manera?

– No lo sabremos hasta que los facultativos hayan terminado de examinarla -le dije-. Les mantendremos informados de cualquier avance.

Oí unos pasos ligeros que bajaban las escaleras; la puerta se abrió de golpe y apareció una chica en el umbral. Detrás de ella estaba Jessica, aún en el recibidor, chupándose un mechón de pelo mientras nos observaba.

– ¿Qué pasa? -preguntó la chica entrecortadamente-. Oh, Dios…, ¿es Katy?

Nadie contestó. Margaret se mordió un puño con la boca, mudando sus sollozos en unos horribles sonidos ahogados. La chica miró una cara tras otra y sus labios se separaron. Era alta y delgada, con rizos castaños que le caían por la espalda y de una edad indeterminada; tendría unos dieciocho o veinte años, pero iba maquillada mucho mejor que ninguna adolescente que yo haya conocido y llevaba pantalones negros de sastre y zapatos de tacón alto, una camisa blanca que parecía cara y un pañuelo de seda violeta alrededor del cuello. Su presencia vital y eléctrica llenaba la habitación. En esa casa resultaba absoluta e insólitamente incongruente.

– Por favor -me dijo. Su voz sonó alta, clara y expresiva, con un acento de presentadora de informativos que no encajaba con el de Jonathan y Margaret, blando y típico de la clase trabajadora de una localidad pequeña-. ¿Qué ha pasado?

– Rosalind -dijo Jonathan. La voz le salió ronca, y se aclaró la garganta-. Han encontrado a Katy. Está muerta. Alguien la ha matado.

Jessica emitió un ruido leve y sin palabras. Rosalind lo miró un instante; luego sus párpados se agitaron y se tambaleó con una mano extendida hacia el marco de la puerta. Cassie le rodeó la cintura y la sostuvo hasta el sofá.

Rosalind recostó la cabeza en los cojines y le dedicó a Cassie una sonrisa débil y agradecida; ésta se la devolvió.

– Necesito un poco de agua -susurró.

– Ya voy yo -dije.

En la cocina -linóleo fregado, mesa y sillas barnizadas de falso rústico- abrí el grifo y eché un vistazo rápido a mi alrededor. No había nada digno de mención, salvo que uno de los armarios superiores contenía una colección de tubos de vitaminas y, detrás, un bote de Valium de tamaño industrial con una etiqueta hecha para Margaret Devlin.

Rosalind se bebió el agua e inspiró hondo varias veces, con una fina mano encima del esternón.

– Llévate a Jess arriba -le ordenó Devlin.

– Por favor, deja que me quede -pidió Rosalind, alzando la barbilla-. Katy era mi hermana… Le haya pasado lo que le haya pasado puedo… puedo escucharlo. Ya estoy bien. Siento haber… Estaré bien, de verdad.

– Preferiríamos que Rosalind y Jessica se quedasen, señor Devlin -dije-. Es posible que sepan algo que pueda sernos de ayuda.

– Katy y yo estábamos muy unidas -explicó Rosalind con la vista levantada hacia mí. Tenía los ojos de su madre, grandes y azules, con ese punto curvado en las comisuras. Se alejaron por encima de mi hombro-. Oh, Jessica -dijo con los brazos extendidos-. Jessica, cariño, ven aquí.

Jessica pasó por delante de mí, con un destello brillante en los ojos como si fueran los de un animal, y se apretó contra Rosalind en el sofá.

– Lamento mucho importunar en un momento como éste -comencé-, pero tenemos que hacerles algunas preguntas lo antes posible para que nos ayuden a averiguar quién hizo esto. ¿Se sienten capaces de hablar ahora o prefieren que volvamos dentro de unas horas?

Jonathan Devlin se acercó una silla de la mesa, la dejó en el suelo de un golpe y se sentó tragando saliva.

– Mejor ahora -dijo-. Pregunte.

Poco a poco nos lo contaron todo. Habían visto a Katy por última vez el lunes por la tarde. Tuvo clase de danza en Stillorgan, a unos kilómetros hacia el centro de Dublín, desde las cinco hasta las siete. Rosalind se la encontró en la parada de autobús hacia las 19.45 y fueron andando a casa. («Dijo que se lo había pasado muy bien -comentó Rosalind con la cara inclinada sobre sus manos entrelazadas; una cortina de pelo le caía sobre el rostro-. Era una bailarina maravillosa… Consiguió plaza en la Real Escuela de Danza, ¿saben? Iba a marcharse dentro de unas semanas…»; Margaret sollozó y Jonathan se agarró a los brazos de su silla convulsivamente.) Luego, Rosalind y Jessica se fueron a casa de su tía Vera, al otro lado de la urbanización, para pasar la noche con sus primas.

Después de comer algo -tostada con alubias y zumo de naranja-, Katy salió a pasear al perro de un vecino; era su trabajo del verano, que le permitía ganar dinero para la escuela de danza. Volvió a las nueve menos diez aproximadamente, se bañó y vio la televisión con sus padres. Se fue a la cama a las diez en punto, como solía hacer en verano, y estuvo leyendo unos minutos antes de que Margaret le dijera que apagase la luz. Jonathan y Margaret vieron la tele hasta tarde y se fueron a acostar poco antes de medianoche. De camino a la cama Jonathan, como tenía por costumbre, comprobó que la casa estuviera segura: puertas y ventanas cerradas y cadena echada en la puerta principal.

A las 7.30 de la mañana siguiente, se levantó y se fue a trabajar -era cajero en un banco- sin ver a Katy. Notó que la cadena ya no estaba echada en la puerta principal, pero supuso que Katy, que era muy madrugadora, se habría ido a casa de su tía para desayunar con sus hermanas y primas. («A veces lo hace -dijo Rosalind-. Le gustan las frituras, y mamá… en fin, por las mañanas mamá está demasiado cansada para cocinar.» Se oyó un sonido horrible y desgarrado procedente de Margaret.) Las tres chicas tenían llaves de la puerta principal, explicó Jonathan, por si acaso. A las 9.20, cuando Margaret se levantó y fue a despertar a Katy, ésta no estaba. Margaret esperó un rato, creyendo, como Jonathan, que la niña se había levantado temprano y había ido a casa de su tía; luego llamó a Vera, sólo para asegurarse, y a todos los amigos de Katy; después telefoneó a la policía.

Cassie y yo nos sentamos incómodos en los brazos de las sillas. Margaret lloraba silenciosa pero continuadamente; al cabo de un rato Jonathan salió de la habitación y volvió con una caja de pañuelos. Una mujer pequeña como un pajarito y con los ojos saltones -la tía Vera, supuse- bajó las escaleras de puntillas y se quedó en el pasillo unos minutos, estrujándose las manos insegura, y luego se retiró lentamente a la cocina. Rosalind le frotó a Jessica sus miembros mustios.

Katy, dijeron, era una buena niña, inteligente aunque no excepcional en el colegio, y una apasionada de la danza. Tenía carácter, dijeron, pero últimamente no había discutido con ningún familiar o compañero; nos dieron los nombres de sus mejores amigas para que lo comprobáramos. Nunca se había escapado de casa ni nada por el estilo. En los últimos tiempos se la veía feliz, emocionada porque entraría en la escuela de danza. Aún no salía con chicos, dijo Jonathan, sólo tenía doce años, por el amor de Dios; pero vi a Rosalind lanzarle una mirada veloz a él y después a mí, y tomé nota mentalmente de hablar con ella sin que sus padres estuvieran presentes.

– Señor Devlin -dije-, ¿cómo era su relación con Katy?

Jonathan me miró fijamente.

– ¿De qué coño me está acusando? -exclamó.

Jessica soltó una risa estridente e histérica, y me sobresalté. Rosalind se mordió los labios y negó con la cabeza, mirándola a ella y con el ceño fruncido, y luego le dio una palmadita y dibujó una sonrisita tranquilizadora. Jessica agachó la cabeza y volvió a meterse un mechón de pelo en la boca.

– Nadie le está acusando de nada -dijo Cassie con firmeza-, pero tenemos que asegurarnos de contemplar y descartar todas las posibilidades. Si nos dejamos algún cabo suelto, cuando cojamos a esa persona, cosa que haremos, la defensa puede esgrimirlo como duda razonable. Sé que será doloroso responder a estas preguntas, pero le prometo, señor Devlin, que aún lo sería más ver a esa persona absuelta porque no las hicimos.

Jonathan respiró por la nariz y se relajó un poco.

– Mi relación con Katy era estupenda -contestó-. Hablaba conmigo. Estábamos unidos. Yo… puede que la convirtiera en mi favorita. -Hubo un tic de Jessica y una mirada veloz de Rosalind-. Discutíamos igual que todos los padres e hijos, pero era una hija maravillosa, una niña maravillosa, y yo la quería.

Por primera vez se le quebró la voz; apartó la cabeza, furioso.

– ¿Y usted, señora Devlin? -preguntó Cassie.

Margaret despedazaba un pañuelo en su regazo; levantó la vista, obediente como un niño.

– Desde luego, todas son estupendas -dijo, con voz profunda y temblorosa-. Katy era… un regalo. Siempre fue una niña tranquila. No sé qué vamos a hacer sin ella -dicho entre pucheros.

No preguntamos a Rosalind ni a Jessica. Los niños tienden a ser poco sinceros sobre sus hermanos y hermanas en presencia de los padres, y cuando un niño ha mentido, sobre todo si es tan joven y está tan descolocado como Jessica, la mentira se cristaliza en su mente y la verdad se retrotrae. Más tarde intentaríamos obtener el permiso de los Devlin para hablar con Jessica -y con Rosalind, si era menor de edad- a solas. Me daba la sensación de que no iba a ser fácil.

– ¿Se le ocurre a alguno de ustedes quién podría querer hacer daño a Katy por algún motivo? -quise saber.

Por un instante nadie dijo nada. Entonces Jonathan retiró su silla y se levantó.

– Dios mío -dijo. Su cabeza iba adelante y atrás como la de un toro encabritado-. Esas llamadas.

– ¿Qué llamadas? -pregunté.

– Dios, lo mataré. ¿Dice que la han encontrado en la excavación?

– ¡Señor Devlin! -lo urgió Cassie-. Siéntese y cuéntenos lo de esas llamadas.

Lentamente se concentró en ella. Aunque tomó asiento, su mirada continuaba abstraída, y yo habría apostado a que en el fondo pensaba en el mejor modo de dar caza a quienquiera que hubiera hecho esas llamadas.

– Saben lo de la autopista que harán encima del yacimiento arqueológico, ¿no? -empezó-. La mayoría de la gente de por aquí está en contra. A algunos les interesa más cuánto se revalorizarán sus casas con eso pasando junto a la urbanización, pero la mayoría… Eso tenía que declararse patrimonio cultural. Es único y es nuestro, y el gobierno no tiene derecho a destruirlo sin preguntarnos siquiera. Aquí en Knocknaree hemos empezado una campaña, «No a la Autopista». Yo soy el presidente; yo la convoqué. Formamos piquetes en edificios gubernamentales y escribimos cartas a políticos. Para lo que ha servido…

– ¿No ha tenido mucha respuesta? -le pregunté.

Hablar de su causa le tranquilizaba. Y yo estaba intrigado: al principio me había parecido un pobre hombre oprimido, no la clase de persona que lidera una cruzada, pero era evidente que había más en él de lo que se veía a primera vista.

– Pensé que sólo era burocracia, nunca quieren hacer cambios. Pero las llamadas telefónicas me hicieron pensar… La primera fue avanzada la noche; el tío dijo algo como «Escúchame, gordo cabrón, no tienes ni idea de dónde te estás metiendo». Pensé que se habían equivocado de número, colgué y volví a la cama. No fue hasta la segunda vez cuando me acordé y até cabos.

– ¿Cuándo se produjo esa primera llamada? -quise saber. Cassie tomaba nota.

Jonathan miró a Margaret y ella sacudió la cabeza mientras se enjugaba los ojos con el pañuelo.

– Un día de abril… puede que a finales de abril. La segunda fue el tres de junio, hacia las doce y media de la noche: me lo apunté. Katy llegó la primera; no tenemos teléfono en nuestro dormitorio, está en el recibidor, y ella tiene el sueño muy ligero. Me contó que al descolgar él dijo: «¿Eres la hija de Devlin?», y ella contestó: «Soy Katy»; y él: «Katy, dile a tu padre que se aleje de la puñetera autopista, porque sé dónde vivís». Entonces le arranqué el auricular y él comentó algo parecido a: «Tienes una niña muy dulce, Devlin». Le contesté que no volviera a llamar a mi casa y colgué.

– ¿Recuerda algo de su voz? -pregunté-. ¿El acento, la edad…? Lo que sea. ¿Le sonaba de algo?

Jonathan tragó saliva. Estaba intensamente concentrado, aferrado a ese tema como a un salvavidas.

– No me hizo pensar en nada. No era joven. Voz aguda. Tenía acento de campo, pero ninguno que sepa identificar; no era de Cork ni del norte, no era tan característico. Sonaba… Pensé que igual estaba borracho.

– ¿Hubo otras llamadas?

– Una más, hace unas semanas. El trece de julio, a las dos de la madrugada. Lo cogí yo. Era el mismo tipo, que decía: «¿Estás…?». -Lanzó una mirada a Jessica. Rosalind la rodeaba con un brazo y la mecía con suavidad mientras le murmuraba en el oído-. «¿Estás escuchando, Devlin? Intenté advertirte de que dejaras en paz la mierda de autopista. Te vas a arrepentir. Sé dónde vive tu familia.»

– ¿Lo denunció a la policía? -inquirí.

– No -contestó con brusquedad.

Yo esperaba alguna explicación, pero no me dio ninguna.

– ¿No estaba preocupado?

– La verdad -dijo, con una mirada que reflejaba una terrible mezcla de aflicción y desafío- es que estaba encantado. Creí que eso significaba que estábamos consiguiendo algo. Fuera quien fuese, no se habría molestado en llamarme si la campaña no se hubiera convertido en una verdadera amenaza. Pero ahora… -De repente se encorvó hacia mí, mirándome fijamente a los ojos y con los puños apretados. Tuve que esforzarme para no retroceder-. Si averiguan quién hizo esas llamadas, dígamelo. Dígamelo. Quiero que me lo prometa.

– Señor Devlin -respondí-, le prometo que haremos todo cuanto esté en nuestras manos para averiguar quién fue y si tiene algo que ver con la muerte de Katy, pero no puedo…

– Atemorizó a Katy -dijo Jessica, con voz ronca y tímida.

Creo que todos nos sobresaltamos. Yo me asusté tanto como si los brazos de la silla hubieran entrado en la conversación; había empezado a preguntarme si esa niña era autista o tenía alguna minusvalía.

– Ah, ¿sí? -respondió Cassie con calma-. ¿Qué te dijo ella?

Jessica la contempló como si acabaran de formularle una pregunta incomprensible. Empezó a desviar otra vez la mirada; de nuevo se retrotrajo hacia su estado de aturdimiento.

Cassie se inclinó hacia delante.

– Jessica -dijo con suavidad-, ¿quién más asustó a Katy?

La niña balanceó levemente la cabeza y movió la boca. Extendió una mano delgada y cogió la manga de Cassie.

– ¿Esto es de verdad? -susurró.

– Sí, Jessica -dijo Rosalind con dulzura. Cogió la mano de Jessica y atrajo a su hermana hacia ella, acariciándole el pelo-. Sí, Jessica, es de verdad.

Jessica miraba por debajo de su brazo, con los ojos abiertos de par en par y extraviados.


No tenían conexión a internet, cosa que descartaba la posibilidad, profundamente deprimente, de que algún chiflado chateara con ella desde cualquier parte de medio mundo. Tampoco tenían sistema de alarma, pero eso no lo consideré relevante: a Katy no la había raptado de la cama un intruso. La habíamos encontrado completa y cuidadosamente vestida -«sí, siempre iba conjuntada», dijo Margaret; se lo había pegado su profesora de danza, a la que adoraba- con ropa de calle. Apagó la luz y esperó a que sus padres estuvieran dormidos y luego, en algún momento de la noche o a primera hora de la mañana, se levantó, se vistió y se fue a alguna parte. La llave de su casa estaba en su bolsillo, señal evidente de que tenía pensado regresar.

Registramos su dormitorio de todos modos, para buscar pistas de adónde podía haber ido y por la obvia y brutal posibilidad de que Jonathan o Margaret la hubiesen matado y luego lo hubieran amañado todo para que pareciese que había salido viva de casa. Compartía habitación con Jessica. La ventana era muy pequeña y la bombilla demasiado tenue, lo que se sumaba a la espeluznante sensación que me transmitía la casa. La pared del lado donde dormía Jessica, un tanto inquietante, estaba cubierta de fotos de obras artísticas idílicas y desbordantes de luz: meriendas impresionistas, hadas de Arthur Rackham, paisajes de las escenas más alegres de Tolkien… («Se las di todas yo -nos informó Rosalind desde el umbral-. ¿Verdad, bicho?» Jessica asintió mirándose los pies.) La pared de Katy, menos sorprendentemente, se ceñía al tema de la danza: fotos de Barishnikov y Margot Fonteyn que parecían recortadas de guías de televisión, una imagen en papel de periódico de Pavlova, su carta de admisión en la Real Escuela de Danza y un dibujo bastante bonito hecho a lápiz de una bailarina, con una dedicatoria: «Para Katy, 21-3-03. ¡Feliz cumpleaños! Con cariño, papá», escrito en una esquina del soporte de cartón.

El pijama blanco que Katy se había puesto el lunes por la noche estaba hecho un gurruño sobre la cama. Lo metimos en una bolsa por si acaso, junto con las sábanas y su teléfono móvil, que estaba apagado y en su mesita de noche. No escribía diario («Empezó uno hace un tiempo, pero al cabo de un par de meses se aburrió y lo “perdió” -explicó Rosalind, metiendo la palabra entre comillas y dedicándome una pequeña, triste y cómplice sonrisa- y nunca se preocupó por empezar otro»), pero cogimos libretas de colegio, una vieja agenda de deberes y cualquier cosa cuyos garabatos pudieran darnos alguna pista. Cada niña tenía un minúsculo escritorio con chapa de madera, y en el de Katy había una latita circular que contenía un revoltijo de gomas para el pelo; reconocí, con una leve y súbita punzada, dos acianos de seda.


– Uf -suspiró Cassie cuando dejamos atrás la urbanización y salimos a la carretera. Se pasó las manos por el pelo, despeinándose los rizos.

– He visto ese nombre en algún sitio, no hace mucho -dije-. Jonathan Devlin. Cuando volvamos lo buscaré en el ordenador por si tiene algún expediente.

– Dios, casi deseo que resulte tan sencillo -comentó Cassie-. Hay algo muy pero que muy jodido en esa casa.

Me alegraba -me aliviaba, en realidad- que lo hubiera dicho ella. Había muchas cosas de los Devlin que me parecieron inquietantes: Jonathan y Margaret no se habían tocado ni una vez y apenas se habían mirado; donde cabría esperar un hormiguero de vecinos curiosos o compasivos, sólo estaba la enigmática tía Vera; parecía como si cada miembro de esa familia viniera de un planeta completamente distinto… Pero yo me sentía tan nervioso que no estaba seguro de poder confiar en mis impresiones, así que estuvo bien saber que a Cassie también le chirriaba algo. No es que sufriera una crisis o hubiese perdido la cabeza; sabía que volvería a estar bien en cuanto pudiera irme a casa y sentarme a solas para asimilar todo eso; pero aquella primera visión de Jessica casi me había provocado un ataque al corazón, y advertir de que se trataba de la gemela de Katy no había resultado tan tranquilizador como pudiera pensarse. En aquel caso había demasiadas paralelas sesgadas y escurridizas, y no lograba quitarme de encima la incómoda sensación de que, en cierto modo, eran deliberadas. Cada coincidencia era como una botella arrastrada por el mar y tirada en la arena a mis pies, con mi nombre cuidadosamente grabado en el vidrio y un mensaje dentro en algún código indescifrable y burlón.

Cuando entré en el internado les dije a mis compañeros de habitación que tenía un hermano gemelo. Mi padre era un fotógrafo aficionado bastante bueno, y un sábado de ese verano, al vernos ensayar un nuevo truco con la bici de Peter -cogíamos velocidad por encima del murete de su jardín, que nos llegaba a la rodilla, y salíamos volando al llegar al final-, nos hizo repetirlo una y otra vez durante media tarde mientras él, agachado en el césped, cambiaba de lentes, hasta agotar un rollo de película en blanco y negro y conseguir la imagen que buscaba. Aparecemos en el aire; yo conduzco y Peter está en el manillar con los brazos extendidos, y ambos tenemos los ojos bien cerrados y la boca abierta (unos gritos agudos y toscos de chavales), con el pelo ondeando en un halo encendido; y estoy casi seguro de que justo después de que se hiciera la foto nos caímos y derrapamos por el césped y mi madre regañó a mi padre por animarnos. Este adoptó un ángulo desde el que no se ve el suelo y parece que estemos volando, venciendo la gravedad rumbo al cielo.

Pegué la foto en un pedazo de cartón y la guardé en el cajón de mi mesita de noche, donde se nos permitían dos fotos familiares, y conté a los demás chicos historias detalladas -algunas ciertas, otras imaginadas y seguro que inverosímiles- sobre las aventuras que vivíamos mi gemelo y yo durante las vacaciones. Él iba a otra escuela, dije, una de Irlanda, porque nuestros padres habían leído que es más sano para los gemelos estar separados; estaba aprendiendo a ser jinete.

Cuando volví en el segundo curso me di cuenta de que sólo era cuestión de tiempo que me metiera en problemas terriblemente embarazosos con esa historia de los gemelos (por ejemplo, si algún compañero se encontraba a mis padres en el día del Deporte y les preguntaba tan contento por qué no había venido Peter), por lo que guardé la foto en casa -metida en una rendija del colchón, como un sucio secreto- y dejé de mencionar a mi hermano, con la esperanza de que todos se olvidasen de él. Cuando un chico llamado Hull -que era de los que arrancan las patas a los bichos en su tiempo libre- notó mi inquietud y sacó el tema, acabé explicándole que aquel verano un caballo había tirado a mi hermano y había muerto de una conmoción cerebral. Pasé casi todo ese año temiendo que el rumor sobre la muerte del hermano de Ryan llegara hasta los profesores y, por mediación de ellos, hasta mis padres. Visto ahora, por supuesto, estoy casi seguro de que así fue, y de que los profesores, informados ya de la leyenda de Knocknaree, decidieron mostrarse comprensivos y sensibles -aún me muero de vergüenza al pensar en ello- y dejar que el rumor se extinguiera por sí solo. Creo que me libré por muy poco: si la década de los ochenta llega a estar un par de años más avanzada, tal vez me hubieran enviado a un orientador infantil que me habría obligado a compartir mis sentimientos con unas marionetas.

Con todo, lamenté tener que prescindir de mi gemelo. Me resultaba reconfortante saber que Peter estaba vivo y practicando equitación en algún rincón de un par de docenas de mentes. Si Jamie hubiera salido en la foto seguramente habría dicho que éramos trillizos, y me habría costado bastante más salir de ésa.


Cuando regresamos al yacimiento, los periodistas ya habían hecho acto de presencia. Les solté el rollo preliminar estándar (yo me encargo de esta parte, dado que tengo más aspecto de adulto responsable que Cassie): se trataba del cadáver de una niña, no revelaríamos el nombre hasta que todos los parientes estuvieran informados, había sido una muerte considerada sospechosa, cualquiera que tuviera alguna información debía contactar con nosotros, sin comentarios, sin comentarios, sin comentarios.

– ¿Es esto obra de algún culto satánico? -preguntó una mujer voluminosa con unos pantalones de esquí poco favorecedores, a la que ya habíamos visto otras veces.

Trabajaba para uno de esos diarios sensacionalistas en los que tanto gustan los titulares con juegos de palabras.

– No hay ninguna prueba que lo sugiera -contesté con aire de superioridad.

Nunca la hay. Los cultos satánicos homicidas son la versión detectivesca de los yetis: nadie ha visto nunca ninguno y no se ha demostrado que existan, pero una huella grande y borrosa en los medios de comunicación se convierte en una hueste que farfulla y echa espuma por la boca, por lo que debemos actuar como si al menos nos tomásemos la idea con visos de seriedad.

– Pero la han encontrado en un altar que los druidas usaban para sacrificios humanos, ¿no? -insistió la mujer.

– Sin comentarios -respondí automáticamente.

Acababa de comprender qué me recordaba esa mesa de piedra, con su profundo surco en el borde: las mesas de autopsia del depósito, con hendiduras para drenar la sangre. Había estado tan ocupado preguntándome si la reconocía desde 1984 que no se me había ocurrido que la había visto hacía sólo unos meses. Dios.

Por fin los periodistas se rindieron y empezaron a dispersarse. Cassie se había quedado sentada en las escaleras de la caseta de los hallazgos, fundiéndose en el paisaje mientras tomaba nota de todo. Cuando vio a la periodista voluminosa que acosaba a Mark, quien salía de la cantina para dirigirse a las letrinas, se levantó y se dirigió hacia ellos, asegurándose de que Mark la viera. Vi que ambos cruzaban la mirada por encima del hombro de la reportera; un minuto después, Cassie meneó la cabeza, divertida, y los dejó solos.

– ¿De qué iba eso? -quise saber, mientras sacaba las llaves de la caseta.

– Le está dando una conferencia sobre el yacimiento -dijo Cassie, sacudiéndose el trasero de los vaqueros y sonriendo-. Cada vez que ella intenta preguntar algo sobre el cadáver, él contesta: «Un segundo», y sigue con su sermón sobre cómo va a destruir el gobierno el descubrimiento más importante desde Stonehenge, o se pone a explicar los asentamientos vikingos. Me encantaría quedarme a mirar; creo que esa mujer al fin se ha topado con la horma de su zapato.


El resto de los arqueólogos apenas añadió nada destacable, salvo el Chico Escultor, que se llamaba Sean y pensaba que debíamos considerar la posibilidad de que hubiera un vampiro implicado. Se dejó de tonterías cuando le enseñamos la foto, pero aunque, como los demás, había visto a Katy o tal vez a Jessica varias veces por el yacimiento -en ocasiones con otros críos de su edad y otras con una chica mayor que encajaba con la descripción de Rosalind-, ninguno había visto a alguien extraño observándola ni nada parecido. De hecho nadie había presenciado nada siniestro, aunque Mark añadió: «Excepto los políticos que vienen a sacarse fotos frente a su legado antes de cargárselo. ¿Quieren descripciones?». Tampoco nadie recordaba al Chándal Fantasma, lo que reforzó mis sospechas de que sería algún tipo perfectamente normal que había salido de la urbanización para dar un paseo, cuando no un amigo imaginario de Damien. En todas las investigaciones hay alguien así, gente que te hace perder una cantidad ingente de tiempo debido a su obsesión por decir lo que consideran que quieres oír.

Todos los arqueólogos de Dublín -Damien, Sean y unos cuantos más- habían estado en sus casas las noches del lunes y el martes; el resto estuvo en la casa alquilada, a unos pocos kilómetros de la excavación. Hunt, que desde luego resultó ser bastante lúcido en cuanto a arqueología se refiere, había estado en su casa de Lucan con su mujer. Confirmó la teoría de la periodista voluminosa de que la piedra en la que habían abandonado a Katy era un altar sacrificial de la Edad de Bronce.

– No podemos estar seguros de si se trataba de sacrificios humanos o animales, naturalmente, aunque la… esto… la forma sugiere sin duda que podían ser humanos. Tiene las dimensiones adecuadas, ya saben. Un artefacto muy poco común. Significa que esta colina fue un enclave de una importancia religiosa inmensa durante la Edad de Bronce, ¿entienden? Es realmente una pena… esa carretera.

– ¿Han encontrado algo que sugiera tal cosa? -pregunté.

Si era así, nos llevaría meses poder rescatar nuestro caso del frenesí mediático y New Age.

Hunt me miró con expresión dolida:

– La ausencia de pruebas no es la prueba de una ausencia -me dijo, en tono de reproche.

El suyo fue el último interrogatorio. Estábamos guardando nuestras cosas cuando el técnico llamó a la puerta de la caseta y asomó la cabeza.

– Esto… Hola. Sophie me ha dicho que les diga que hemos terminado por hoy y que hay otra cosa que tal vez les interese ver.

Habían recogido los indicadores y la mesa de piedra volvía a yacer sola en el campo; en un principio el yacimiento entero pareció desierto; los periodistas se habían marchado hacía rato y todos los arqueólogos se habían ido a casa excepto Hunt, que se disponía a subirse a un Ford Fiesta mugriento. En ese momento salíamos de entre las casetas y vi un destello blanco entre los árboles.

La rutina familiar y monótona de los interrogatorios me había calmado considerablemente (Cassie llama a estas entrevistas preliminares de fondo la fase «nada» del caso: nadie ha visto nada, nadie ha oído nada y nadie ha hecho nada), pero aun así sentí que algo me recorría el espinazo al adentrarnos en el bosque. No era miedo, sino más bien como esa repentina inyección de alerta cuando alguien te despierta gritando tu nombre, o cuando un murciélago chilla volando demasiado alto como para que lo oigas. El sotobosque era denso y blando; hojas caídas desde hacía años se hundían bajo mis pies, y los enormes árboles filtraban la luz hasta reducirla a un resplandor verde y agitado.

Sophie y Helen nos esperaban en un claro minúsculo, unos cien metros adentro.

– No lo he tocado, para que pudierais echarle un vistazo -dijo Sophie-, pero quiero meter toda esta porquería en bolsas antes de que nos quedemos sin luz natural. No pienso instalar el equipo de iluminación.

Alguien había usado ese claro para acampar. En un espacio del tamaño de un saco de dormir las ramas estaban más despejadas, y las capas de hojas aplastadas; a unos metros de distancia había los restos de una hoguera, en un círculo amplio de tierra baldía. Cassie silbó.

– ¿Es la escena del crimen? -pregunté, sin grandes esperanzas; de ser así, Sophie habría interrumpido los interrogatorios.

– Imposible -contestó-. Hemos buscado huellas dactilares; no hay signos de lucha ni una gota de sangre; hay una gran mancha cerca del fuego, pero ha dado negativo, y por el olor tengo casi la certeza de que es vino tinto.

– Vaya, un campista de categoría -comenté, alzando las cejas.

Me había imaginado a algún vagabundo asilvestrado, pero debido a las leyes del mercado los indigentes medios de Irlanda le dan a la sidra fuerte o al vodka barato. Por un instante pensé en una pareja con ganas de aventura o sin otro lugar al que ir, pero el espacio allanado apenas era lo bastante amplio para una persona.

– ¿Has encontrado algo más?

– Comprobaremos las cenizas por si alguien quemó ropa ensangrentada o algo parecido, pero parece madera sin más. Tenemos las huellas de unas botas, cinco colillas y esto. -Sophie me entregó una bolsa con cierre marcada con rotulador. La sostuve bajo la luz cambiante y Cassie se puso de puntillas para ver por encima de mi hombro: un pelo largo, claro y ondulado-. Lo he encontrado junto al fuego -explicó Sophie mientras apuntaba con el pulgar un indicador de pruebas de plástico.

– ¿Tienes idea de cuánto hace que acamparon aquí? -preguntó Cassie.

– No ha llovido encima de la ceniza. Comprobaré las precipitaciones de la zona, pero donde vivo llovió a primera hora de la mañana del lunes, y sólo estoy a unos tres kilómetros. Al parecer alguien estuvo aquí anoche o la noche anterior.

– ¿Puedo ver esas colillas? -le pedí.

– Cómo no.

Encontré una mascarilla y unas pinzas en mi maletín y me agaché junto a uno de los indicadores cerca de la hoguera. La colilla era de un cigarro de liar, delgado y consumido hasta el final; alguien cuidadoso con el tabaco.

– Mark Hanly fuma picadura -señalé mientras me erguía-. Y tiene el pelo largo y claro.

Cassie y yo nos miramos. Eran más de las seis, O'Kelly llamaría en cualquier momento para que nos reuniéramos con él y la conversación que necesitábamos mantener con Mark iría para largo, aun suponiendo que lográramos desentrañar las carreteras secundarias y encontrásemos la casa de los arqueólogos.

– Olvídalo, ya hablaremos con él mañana -dijo Cassie-. Quiero ir a ver a la profesora de danza por el camino. Y me muero de hambre.

– Es como tener un cachorro -le expliqué a Sophie.

Helen pareció sorprendida.

– Sí, pero uno con pedigrí -replicó Cassie alegremente.

Mientras atravesábamos el yacimiento de regreso al coche (tenía los zapatos hechos un desastre, tal como me había advertido Mark, con mugre marrón rojizo incrustada en cada juntura, y se trataba de un par bastante bonito; me consolé con la idea de que el calzado del asesino estaría en las mismas e inconfundibles condiciones), me di la vuelta para mirar el bosque y vi de nuevo ese destello blanco: eran Sophie, Helen y el técnico, moviéndose de aquí para allá entre los árboles, silenciosos y vigilantes como fantasmas.

Загрузка...