Capítulo 11

Aquel fin de semana el domingo fui a cenar a casa de mis padres. Lo hago de vez en cuando, aunque no sé muy bien por qué. No estamos unidos; lo máximo de lo que somos capaces es de una cordialidad mutua y con un toque de extrañeza, como gente que se ha conocido en unas vacaciones organizadas y no se le ocurre cómo poner fin a la relación. A veces llevo a Cassie conmigo. Mis padres la adoran -le pregunta a mi padre por su jardín y a veces, cuando ayuda a mi madre en la cocina, oigo cómo ésta se ríe a carcajadas, feliz como una niña- y sueltan esperanzadas indirectas sobre lo unidos que estamos, algo que nosotros ignoramos jovialmente.

– ¿Dónde está hoy Cassie? -preguntó mi madre después de la cena.

Había preparado macarrones con queso; está convencida de que es mi plato preferido (y tal vez lo fuera en algún momento de mi vida) y lo cocina, como una tímida expresión de simpatía, siempre que sale en los periódicos que alguno de los casos en los que trabajo no va muy bien. Su mero olor me causa picor y claustrofobia. Estábamos ella y yo en la cocina; yo lavaba y ella secaba. Mi padre estaba en la sala, viendo un episodio de Colombo por la tele. En la cocina había poca luz y teníamos la lámpara encendida, aunque sólo era media tarde.

– Creo que se ha ido a ver a sus tíos -dije.

En realidad, Cassie debía de estar acurrucada en el sofá, leyendo y comiendo helado del tarro -en las dos últimas semanas no habíamos tenido mucho tiempo para nosotros mismos, y Cassie, igual que yo, necesita cierta dosis de soledad-, pero sabía que a mi madre le disgustaría la idea de que pasara el domingo a solas.

– Le irá bien que la cuiden un poco. Debéis de estar destrozados.

– Estamos bastante cansados -contesté.

– Todas esas idas y venidas de Knocknaree.

Mis padres y yo no hablamos de mi trabajo, salvo en términos muy generales, y nunca mencionamos Knocknaree. Alcé la vista de golpe, pero mi madre estaba inclinando una bandeja bajo la luz en busca de manchas húmedas.

– Es un largo trayecto, es cierto -comenté.

– Leí en el periódico -aventuró mi madre con prudencia- que la policía estaba interrogando de nuevo a las familias de Peter y Jamie. ¿Fuisteis Cassie y tú a hablar con ellas?

– A casa de los Savage no. Pero hablé con la señora Rowan. ¿Te parece que está limpio?

– Está perfecto -respondió mi madre, cogiéndome de las manos la fuente para el horno-. ¿Y cómo está Alicia? -Hubo un dejo en su voz que me hizo levantar la vista de nuevo, sorprendido. Ella lo notó y se ruborizó, mientras se apartaba el pelo de la mejilla con el dorso de la muñeca-. Oh, es que éramos muy buenas amigas. Alicia era… bueno, supongo que era como una hermana pequeña para mí. Después perdimos el contacto. Sólo me preguntaba cómo está, eso es todo.

Sentí una descarga ebria y fugaz de pánico retrospectivo: de haber sabido que mi madre y Alicia Rowan estaban unidas, nunca me habría acercado a esa casa.

– Creo que está bien -dije-. Todo lo bien que cabría esperar. Todavía conserva la habitación de Jamie tal como estaba.

Mi madre chasqueó la lengua con tristeza. Seguimos limpiando un rato en silencio, roto únicamente por el tintineo de los cubiertos y Peter Falk interrogando astutamente a alguien en la habitación de al lado. Más allá de la ventana, una pareja de urracas aterrizó en la hierba y se puso a rebuscar por el minúsculo jardín, discutiendo sobre la marcha con voz estentórea.

– Dos mejor que uno -dijo mi madre automáticamente, y suspiró-. Supongo que nunca me he perdonado por perder el contacto con Alicia. No tenía a nadie más. Era una chica tan dulce, inocente… aún tenía la esperanza de que el padre de Jamie abandonase a su mujer, después de tanto tiempo, y formasen una familia… ¿Llegó a casarse?

– No. Pero no parece infeliz, en serio. Enseña yoga.

El agua de la pila se había quedado tibia y pegajosa; cogí la tetera y añadí más agua caliente.

– Es uno de los motivos por los que nos mudamos, ¿sabes? -continuó mi madre. Me daba la espalda, mientras distribuía los cubiertos dentro de un cajón-. No era capaz de enfrentarme a ellos: Alicia, Angela y Joseph. Yo había recuperado a mi hijo sano y salvo y ellos estaban pasando por un infierno… Apenas podía salir de casa, por si me los encontraba. Sé que parece una locura, pero me sentía culpable. Pensaba que debían de odiarme por tenerte a salvo. No veo cómo podrían evitarlo.

Aquello me cogió por sorpresa. Supongo que todos los niños son egocéntricos; en cualquier caso, ni se me había pasado por la cabeza que nos hubiéramos mudado por otro motivo que no fuese yo.

– Nunca me paré a pensarlo -dije-. Vaya mocoso egoísta estaba hecho.

– Eras adorable -respondió mi madre, inesperadamente-. El niño más cariñoso que se pueda imaginar. Cuando llegabas del colegio o de jugar, siempre me dabas un abrazo enorme y un beso, incluso cuando ya eras casi tan grande como yo, y decías: «¿Me has echado de menos, mami?». Muchas veces me traías algo, una piedra bonita o una flor. Aún guardo la mayoría de esas cosas.

– ¿Yo hacía eso?

Me alegraba de no haber traído a Cassie. Prácticamente podía ver su mirada pícara si hubiera oído aquello.

– Sí señor. Por eso me preocupé tanto cuando no te encontrábamos aquel día. -Me dio un pequeño apretón en el brazo, repentino y casi violento; incluso después de tantos años, noté un temblor en su voz-. Estaba histérica, ¿sabes? Todo el mundo decía: «Seguro que sólo se han escapado de casa, los niños hacen esas cosas, los tendremos de vuelta enseguida…». Pero yo decía: «No. Adam, no». Eras un niño dulce y amable. Sabía que no nos harías eso.

Oír ese nombre pronunciado con su voz fue como si algo me atravesara, algo veloz y primigenio y peligroso.

– No me recuerdo a mí mismo como un niño especialmente angelical -dije.

Mi madre sonrió mientras miraba por la ventana; su expresión abstraída, acordándose de cosas que yo había olvidado, me puso tenso.

– No, angelical no, pero sí atento. Aquel año creciste muy deprisa. Hiciste que Peter y Jamie dejaran de martirizar a ese pobre chiquillo, ¿cómo se llamaba? Ese que llevaba gafas y tenía una madre espantosa que hacía flores para la iglesia…

– ¿Willy Little? No fui yo, fue Peter. Yo habría estado encantado de seguir martirizándolo hasta el día del juicio final.

– No, fuiste tú -aseguró mi madre con firmeza-. Vosotros tres hicisteis algo que le hizo llorar y tú te disgustaste tanto que decidiste que había que dejar en paz al pobre chico. Te preocupaba que Peter y Jamie no lo entendieran. ¿No te acuerdas?

– La verdad es que no -respondí.

De hecho, eso fue lo que más me inquietó de toda esa conversación de por sí tan incómoda. Cabría pensar que preferiría su versión de la historia a la mía, pero no fue así. Por supuesto, era muy posible que ella me hubiera adjudicado a mí inconscientemente el papel de héroe, o que lo hubiera hecho yo mismo mintiéndole a ella en esa época, pero a lo largo de las últimas semanas había llegado a pensar en mis recuerdos como algo sólido, como pequeños objetos brillantes que podía buscar y atesorar, y resultaba perturbador en extremo pensar que tal vez fueran unas baratijas taimadas y huidizas que no eran en absoluto lo que parecían.

– Si no quedan más platos me iré a charlar un rato con papá.

– Se alegrará. Vete, ya termino yo. Llévate un par de latas de Guinness; están en el frigorífico.

– Gracias por la cena -dije-. Estaba deliciosa.

– Adam -dijo mi madre de repente, cuando me giré para irme.

Ese gesto veloz y traicionero volvió a impactarme en el esternón; oh, Dios, cuánto deseé por un instante ser aquel niño dulce, cuánto deseé darme la vuelta y hundir mi rostro en su hombro cálido y con aroma a tostada y contarle entre grandes sollozos desgarradores lo que habían sido esas últimas semanas. Pensé en la cara que ella pondría si realmente lo hiciera, y me mordí fuerte la mejilla para reprimir una insensata carcajada.

– Sólo quería que supieras -continuó con timidez, retorciendo la bayeta entre sus manos- que después hicimos cuanto pudimos por ti. A veces me preocupa que lo hiciéramos todo mal. Pero nos daba miedo que quienquiera que hiciera… ya sabes, quienquiera que fuese volviera y… Sólo intentábamos hacer lo que fuese mejor para ti.

– Ya lo sé, mamá -dije-. No pasa nada.

Y, con la sensación de escaparme por los pelos, me fui a la sala de estar a ver Colombo con mi padre.


– ¿Cómo va el trabajo? -me preguntó él en la pausa publicitaria.

Hurgó debajo de un cojín en busca del mando a distancia y bajó el volumen de la tele.

– Bien -dije.

En la pantalla, un niño pequeño sentado en un váter conversaba con vehemencia con una criatura de dibujos animados verde y con colmillos, rodeada de estelas de vapor.

– Eres un buen muchacho -afirmó mi padre, contemplando el televisor como hipnotizado. Bebió un trago de su lata de Guinness-. Siempre lo has sido.

– Gracias -contesté.

Estaba claro que él y mi madre habían mantenido algún tipo de conversación sobre mí con vistas a esa velada, aunque por mi vida que era incapaz de imaginarme de qué podía haber ido.

– Así que te gusta el trabajo.

– Sí, está bien.

– Eso es estupendo -dijo mi padre, y volvió a subir el volumen.


Llegué al apartamento hacia las ocho. Fui a la cocina y empecé a prepararme un sándwich de jamón y el queso bajo en grasas de Heather (me había olvidado de hacer la compra). Las Guinness me habían dejado abotargado e incómodo -no soy un gran bebedor de cerveza, pero mi padre se preocupa si pido otra cosa; considera que los hombres que beben licores muestran un alcoholismo incipiente o bien una homosexualidad incipiente- y tenía la vaga y paradójica idea de que si comía algo absorbería la cerveza y me sentiría mejor. Heather estaba en la sala. Dedica las noches del domingo a algo que ella llama «Mi tiempo», término que incluye DVD de Sexo en Nueva York, una amplia variedad de desconcertantes utensilios y un trajín de ir y venir entre el cuarto de baño y la sala con una mirada de sombría y recta determinación.

Mi teléfono pitó. Cassie: «¿Me llevas mñn al juzgado? Traje vestir + carrito golf + tiempo = muy mala pinta».

– Mierda -exclamé en voz alta.

El caso Kavanagh, una anciana muerta de una paliza en Limerick durante un robo, en algún momento del año anterior: Cassie y yo presentábamos las pruebas a primera hora de la mañana. El fiscal había venido a prepararnos, y si bien el viernes nos lo habíamos recordado el uno al otro, me las arreglé para olvidarlo de inmediato.

– ¿Qué pasa? -saltó Heather con avidez, mientras salía corriendo de la sala de estar ante la perspectiva de un conato de conversación. Volví a arrojar el queso dentro del frigorífico y cerré la puerta de golpe, aunque no iba a servir de mucho: Heather sabe al milímetro cuánto le queda de cada cosa, y una vez estuvo de morros hasta que le compré una nueva pastilla de un jabón orgánico carísimo porque volví a casa borracho y me lavé las manos con el suyo-. ¿Estás bien?

Iba en albornoz y llevaba lo que parecía film transparente enrollado en el pelo, y olía a una mezcla de sustancias florales y químicas que daba dolor de cabeza.

– Sí, no pasa nada -dije. Le di a «Responder» y le contesté a Cassie: «¿Comparado con qué? Te veo a las 8.30»-. Es que me había olvidado de que mañana tengo juicio.

– Vaya -dijo Heather, abriendo los ojos. Tenía las uñas de un delicado rosa pálido; las agitó para secarlas-. Yo puedo ayudarte a prepararte. Repasar tus notas contigo o lo que sea.

– No, gracias.

De hecho, ni siquiera tenía mis notas, estaban en algún lugar del trabajo. Pensé en ir a buscarlas, pero me dije que seguramente aún estaba demasiado bebido.

– Ah… bueno, está bien. -Heather se sopló las uñas y escudriñó mi sándwich-. Oh, ¿has ido a comprar? La verdad es que te toca a ti comprar lejía para el baño, ¿sabes?

– Mañana iré -dije, mientras reunía mi teléfono y mi sándwich y me iba a mi habitación.

– Oh. Bueno, supongo que puede esperar hasta entonces. ¿Es mi queso?


Conseguí zafarme de Heather -no sin dificultad- y comerme el sándwich, que, como era de esperar, no reparó los efectos de las Guinness. Luego me serví un vodka con tónica, siguiendo la misma lógica general, y me tumbé de espaldas en la cama para repasar el caso Kavanagh mentalmente.

No podía concentrarme. Todos los detalles secundarios me vinieron a la cabeza de forma inmediata, vivida e inútil: la luz roja parpadeante en la estatua del Sagrado Corazón que tenía la víctima en su oscura sala de estar, los flequillitos grasientos de los dos asesinos adolescentes, el espantoso agujero coagulado en la cabeza de la víctima, el papel de pared floreado y con manchas de humedad del hostal donde nos habíamos alojado Cassie y yo… Pero no lograba recordar ni un solo hecho importante: cómo habíamos seguido el rastro de los sospechosos o si habían confesado o qué habían robado, e incluso cómo se llamaban. Me puse en pie y di vueltas a mi dormitorio y saqué la cabeza por la ventana en busca de aire fresco, pero cuanto más me esforzaba en concentrarme, menos recordaba. Al cabo de un rato ni siquiera estaba seguro de si la víctima se llamaba Philomena o Fionnuala, a pesar de que un par de horas antes lo habría sabido sin tener que pensar (Philomena Mary Bridget).

Era increíble. Nunca antes me había ocurrido nada parecido. Creo que puedo decir, sin ánimo de echarme flores, que siempre he tenido buena memoria, irónicamente, de esas de loro capaces de absorber y regurgitar grandes cantidades de información sin apenas esfuerzo o comprensión. Así es como me las apañé para sacar buenas calificaciones, y también por lo que no me desesperé demasiado al darme cuenta de que no tenía mis notas (ya me había olvidado de revisarlas una o dos veces y nunca me pillaban).

Y después de todo no intentaba nada fuera de lo habitual. En Homicidios te acostumbras a llevar tres o cuatro investigaciones a la vez. Si tienes un asesinato infantil o un poli muerto o un caso de prioridad máxima, puedes relegar tus casos abiertos, igual que habíamos cedido lo de la parada de taxis a Quigley y McCann, pero aun así tienes que zanjar todos los flecos de los casos cerrados: papeleo, reuniones con fiscales, fechas de procesos judiciales… Desarrollas la habilidad de archivar todos los hechos destacables en un rincón de tu mente, listos para poder sacarlos en cualquier momento en que los necesites. Lo esencial del caso Kavanagh tendría que haber estado ahí, y el hecho de que no fuera así me causaba un pánico callado y animal.

Hacia las dos de la madrugada me convencí de que, sólo con que pudiera dormir bien, todo volvería a su lugar por la mañana. Me tomé otro dedo de vodka y apagué la luz, pero cada vez que cerraba los ojos las imágenes pasaban silbando por mi cabeza en una procesión frenética e imparable: Sagrado Corazón, criminales grasientos, herida en la cabeza, hostal horroroso… Hacia las cuatro, de pronto me di cuenta de lo idiota que había sido al no ir a recoger mis notas. Encendí la luz y revolví mi ropa a tientas, pero mientras me ataba los zapatos noté que me temblaban las manos y me acordé del vodka -definitivamente, no estaba en la forma adecuada para salir airoso de un control de alcoholemia a base de labia-, y entonces adquirí conciencia poco a poco de que estaba demasiado atontado para sacar nada en claro de mis notas aunque las tuviera.

Volví a meterme en la cama y miré el techo un rato más. Heather y el tipo del piso de al lado estornudaron de forma sincopada. De vez en cuando pasaba un coche por delante del complejo, proyectando con sus faros unos arcos gris blancuzco en mis paredes. Al cabo de un rato me acordé de mis comprimidos para la migraña y me tomé dos, en el convencimiento de que siempre me dejan noqueado (procuré no considerar la posibilidad de que fuese un efecto secundario de las migrañas en sí). Finalmente me dormí hacia las siete, justo a tiempo para que sonara el despertador.

Cuando toqué la bocina frente a la casa de Cassie, ésta bajó corriendo vestida con un atuendo respetable -un elegante traje pantalón de Chanel, negro con forro de color rosa, y los pendientes de perlas de su abuela- y saltó dentro del coche con lo que me pareció una cantidad innecesaria de energía, aunque seguramente sólo tenía prisa por guarecerse de la llovizna.

– Qué tal -dijo. Se había maquillado, cosa que la hacía parecer mayor y sofisticada, extraña-. ¿No has dormido?

– No mucho. ¿Tienes tus notas?

– Sí. Puedes echarles un vistazo mientras yo estoy dentro. ¿Quién va primero, de hecho, tú o yo?

– No me acuerdo. ¿Conduces? Necesito echarles un repaso.

– No tengo seguro para esto -dijo, mirando el Land Rover con desdén.

– Pues no atropelles a nadie.

Salí del coche torpemente y lo rodeé hasta el otro lado, sacudiéndome la lluvia del pelo, mientras Cassie se encogía y se deslizaba en el asiento del conductor. Tiene buena letra -con cierto aire extranjero, no sé por que, pero firme y clara- y estoy muy acostumbrado a ella, pero estaba tan cansado y tenía tal resaca que sus notas ni siquiera me parecían palabras. Lo único que veía eran garabatos indescifrables hechos al azar que se ordenaban y desordenaban en la página mientras yo los contemplaba, como si de un extraño test de Rorschach se tratara. Al final me dormí, con la cabeza vibrando suavemente contra el frío cristal.


Qué duda cabe, fui el primero en subir al estrado. La verdad es que no me veo con ánimos de comentar las mil maneras en que me puse en ridículo: tartamudeé, mezclé nombres, me salté el orden de los acontecimientos y tuve que dar marcha atrás para corregirme minuciosamente desde el principio. El fiscal, MacSharry, al principio pareció confundido (hacía tiempo que nos conocíamos y por lo general soy bastante aplicado en el estrado), después alarmado y por último furioso, bajo un barniz de corrección. Tenía esa enorme foto ampliada del cadáver de Philomena Kavanagh -es un truco clásico tratar de horrorizar al jurado para despertar su necesidad de castigar a alguien, y me sorprendió vagamente que el juez lo hubiera permitido- y yo tenía que señalar cada herida y cotejarlo con las declaraciones de los sospechosos en sus confesiones (al parecer habían confesado, en efecto). Pero por algún motivo aquello fue el colmo y se evaporó la poca compostura que me quedaba. Cada vez que alzaba la vista la veía ahí, triste y maltratada, con la falda arremangada alrededor de la cintura y con la boca abierta en un impotente alarido de reproche dirigido a mí por haberle fallado.

La sala del tribunal era una sauna, con el vapor de los abrigos que empañaba las ventanas al secarse; el cuero cabelludo me picaba por el calor y notaba cómo las gotas de sudor resbalaban por mis costillas. Cuando el abogado defensor terminó de interrogarme exhibía una mirada de regocijo incrédulo y casi indecente, como un adolescente que ha conseguido meterse en las bragas de una chica cuando lo máximo que esperaba era un beso. Hasta los miembros del jurado -que se agitaban y se lanzaban miradas de soslayo- parecían apurados por mí.

Bajé del estrado temblando de pies a cabeza. Mis piernas parecían de gelatina; por un segundo pensé que tendría que agarrarme a una barandilla para mantenerme en pie. Cuando has acabado de presentar las pruebas se te permite continuar asistiendo al juicio, y a Cassie le sorprendería no verme allí, pero no podía hacerlo. Ella no necesitaba apoyo moral; seguro que lo haría bien, y por infantil que pudiera parecer eso me hacía sentir aún peor. Sabía que el caso Devlin la tenía preocupada, y también a Sam, pero ambos se las componían para mantener el tipo sin ni siquiera mostrar que se esforzasen demasiado. Yo era el único que palpitaba, farfullaba y se asustaba de las sombras como un actor secundario de Alguien voló sobre el nido del cuco. No creía poder soportar estar sentado en la sala y ver cómo Cassie desenredaba con naturalidad y de forma inconsciente todo el embrollo en que yo había convertido varios meses de trabajo.

Aún llovía. Encontré un pequeño pub inexorablemente lúgubre en una calle lateral -tres individuos en una mesa del rincón me identificaron como poli de un solo vistazo y cambiaron de tema de conversación como si nada-, pedí un whisky caliente y me senté. El camarero me plantó el vaso delante y volvió a su página de las carreras sin intención de devolverme el cambio. Tomé un sorbo largo con el que me quemé el paladar, recosté la cabeza y cerré los ojos.

Los tipejos del rincón habían pasado a la ex novia de alguien:

– Entonces le digo: «La manutención no dice nada de vestirlo como a ese capullo de R Diddy [18], si quieres que lleve unas Nike se las compras tú misma, joder…».

Estaban comiendo unos sándwiches tostados cuyo olor salobre y químico me produjo náuseas. Al otro lado de la ventana, la lluvia caía a cántaros por un canalón.

Por extraño que parezca, apenas acababa de darme cuenta, ahí arriba en el estrado con el reflejo del pánico en los ojos de MacSharry, de que me estaba yendo a pique. Hasta entonces era consciente de que dormía menos de lo habitual y bebía más, de que estaba irascible y distraído y parecía que hasta veía cosas, pero ningún incidente concreto me había resultado especialmente siniestro o alarmante en sí mismo. Sólo ahora el esquema completo se alzaba y se abatía sobre mí, violenta y estridentemente claro, y me daba un miedo de muerte.

Mi instinto me gritaba que abandonara ese caso horrible y peligroso, que me alejara de él cuanto me fuera posible. Me debían bastantes días de vacaciones, podía utilizar parte de mis ahorros para alquilar un pequeño apartamento en París o Florencia durante unas semanas, pasear sobre adoquines y pasarme el día escuchando plácidamente un idioma que no entendía; y no volver hasta que todo hubiera terminado. Pero supe, con sombría certeza, que eso era imposible. Era demasiado tarde para retirarme de la investigación; difícilmente podría explicarle a O'Kelly que de repente me había dado cuenta, cuando llevaba semanas en el caso, de que en realidad yo era Adam Ryan, y cualquier otra excusa implicaría que había perdido el control y básicamente acabaría con mi carrera. Sabía que tenía que hacer algo antes de que la gente empezara a advertir que me estaba desmoronando y el hombrecillo de la bata blanca viniera para llevarme con él, pero por mi vida que no se me ocurría nada que pudiera servir de lo más mínimo.

Me terminé el whisky caliente y pedí otro. El camarero puso un partido de billar en la tele; el murmullo quedo y refinado del presentador se fundía suavemente con la lluvia. Los tipejos del rincón se fueron dando un portazo y oí una risa estridente en el exterior. Finalmente, el camarero recogió mi vaso a modo de indirecta y comprendí que quería que me marchara.

Fui al baño y me mojé la cara. En el espejo verdoso y salpicado de mugre parecía salido de una película de zombis: boca abierta, enormes bolsas oscuras debajo de los ojos, pelo tieso en mechones puntiagudos… «Esto es ridículo -pensé, en un horrible ataque de asombro vertiginoso y distante-. ¿Cómo ha sucedido? ¿Cómo diablos he acabado aquí?»


Regresé al aparcamiento de los juzgados y me senté en el coche, donde comí pastillas de menta y observé a la gente pasando a toda prisa con las cabezas gachas y los abrigos bien ceñidos. Estaba oscuro como si fuese de noche y la lluvia caía inclinada a través de los faros empapados y las farolas, encendidas ya. Al fin, mi teléfono pitó. Cassie: «¿Qué pasa? ¿Dónde estás?». Le contesté: «En el coche», y encendí las luces de posición para que me encontrara. Cuando me vio en el asiento del copiloto, tardó un poco en reaccionar antes de correr al otro lado.

– Bah -dijo, retorciéndose detrás del volante y sacudiéndose la lluvia del pelo. Le había caído una gota en las pestañas y una lágrima de máscara negra le corría pómulo abajo, dándole un aire de Colombina moderna-. Ya no me acordaba de lo gilipollas que son. Cuando he contado que se mearon en la cama de esa mujer, han empezado a burlarse; su abogado les hacía gestos para que se callasen. ¿Y a ti qué te ha pasado? ¿Por qué conduzco yo?

– Tengo migraña -dije. Cassie estaba girando el retrovisor hacia abajo para comprobar su maquillaje, pero detuvo la mano de golpe cuando sus ojos, redondos y aprensivos, se cruzaron con los míos en el espejo-. Creo que la he jodido, Cass.

Se habría enterado de todos modos. MacSharry llamaría a O'Kelly en cuanto se le presentara ocasión y al terminar el día toda la brigada lo sabría. Estaba tan cansado que casi soñaba; por un momento me permití pensar con nostalgia que en realidad aquello podía ser una pesadilla inducida por el vodka, de la que me despertaría para acudir a mi cita en el tribunal.

– ¿Cómo es de grave? -preguntó Cassie.

– Estoy bastante seguro de que ha sido una absoluta cagada; ni siquiera podía ver bien, ya no te digo pensar bien.

Era verdad, después de todo.

Orientó el espejo despacio, se lamió un dedo y se limpió la lágrima de Colombina.

– Me refería a la migraña. ¿Necesitas ir a casa?

Pensé con ansia en mi cama, en horas de sueño tranquilo antes de que Heather llegara a casa y quisiera saber dónde estaba su lejía para el baño, pero ese pensamiento se agrió rápidamente: sólo acabaría ahí tumbado, rígido y aferrándome con los puños a la sábana, mientras repasaba la escena del tribunal una y otra vez en mi cabeza.

– No, me he tomado los comprimidos en cuanto he salido. No es de las malas.

– ¿Buscamos una farmacia o te quedan suficientes?

– Tengo un montón, pero ya estoy mejor. Vámonos.

Me vi tentado de hurgar con más detalle en los horrores de mi migraña imaginaria, pero el arte de mentir consiste en saber cuándo parar y yo siempre he tenido una especie de instinto para eso. No tenía ni idea, y sigo sin tenerla, de si Cassie me creyó. Dio marcha atrás para salir de la plaza de aparcamiento con un giro rápido y espectacular mientras la lluvia resbalaba desde los limpiaparabrisas y se metió en el flujo del tráfico.

– ¿Cómo te ha ido a ti? -pregunté de repente, mientras avanzábamos lentamente por los muelles.

– Bien. Me da la sensación de que su abogado alegará que fueron confesiones obtenidas bajo coacción, pero el jurado no se lo tragará.

– Estupendo -dije-. Estupendo.


Mi teléfono cobró vida histéricamente casi en el instante en que entrábamos en la sala de investigaciones. Era O'Kelly, pidiendo que fuera a su despacho; a MacSharry le había faltado tiempo. Le solté el cuento de la migraña. Lo único bueno de las migrañas es que son una excusa perfecta: te inhabilitan, no son culpa tuya, pueden durar el tiempo que necesites y nadie puede demostrar que no las tengas. Al menos yo parecía realmente enfermo. O'Kelly hizo algunos comentarios desdeñosos respecto a que las migrañas eran «mierda de mujeres», pero recuperé un mínimo de su respeto al insistir valientemente en quedarme en el trabajo.

Volví a la sala de investigaciones. Sam acababa de llegar de no sé dónde calado hasta los huesos, y su abrigo de tweed olía un poco a perro mojado.

– ¿Cómo ha ido? -preguntó.

Lo dijo en un tono natural, pero su mirada se desplazó hacia mí por encima del hombro de Cassie, para alejarse otra vez rápidamente. Radio macuto ya había cumplido con su deber.

– Bien. Migraña -respondió Cassie, señalándome con la cabeza.

A esas alturas empezaba a sentirme como si la tuviera de veras. Pestañeé para intentar enfocar.

– Las migrañas son terribles -comentó Sam-. Mi madre también las padece. A veces debe permanecer tumbada en una habitación a oscuras durante días, con hielo en la cabeza. ¿Estás bien para trabajar?

– Sí -dije-. ¿Tú qué estabas haciendo?

Sam lanzó una mirada a Cassie.

– Está bien -aseguró ésta-. Ese juicio daría dolor de cabeza a cualquiera. ¿Dónde estabas?

Se quitó el abrigo chorreante, lo miró con aire dubitativo y lo dejó en una silla.

– He ido a charlar un rato con los Cuatro Magníficos.

– A O'Kelly le encantará saberlo -dije. Me senté y me presioné las sienes con el índice y el pulgar-. Te aviso de que hoy no es su mejor día.

– No, ha ido muy bien. Les he contado que los manifestantes habían estado causando problemas a algunos partidarios de la autopista; no he concretado, pero creo que han pensado que hablaba de vandalismo. Y que sólo quería comprobar que ellos estuvieran bien. -Sam sonrió, y me di cuenta de que estaba muy emocionado con su día y sólo se reprimía porque sabía cómo había sido el mío-. Todos se han puesto ansiosos por saber cómo me había enterado de su implicación en lo de Knocknaree, pero yo he actuado como si eso no fuera nada del otro mundo. Hemos mantenido una pequeña charla, me he asegurado de que ninguno de ellos hubiera sido el blanco de los manifestantes, les he aconsejado que tuvieran cuidado y me he ido. Ninguno se ha dignado darme las gracias, ¿os lo podéis creer? Un encanto de personas, ya lo creo.

– ¿Y? -inquirí-. Me parece que eso ya lo sabíamos todos.

No quise ser estirado, pero cada vez que cerraba los ojos veía el cuerpo de Philomena Kavanagh, y cuando los abría veía las fotos de la escena del crimen de Katy repartidas por la pizarra, detrás de la cabeza de Sam, y no estaba de humor para él, sus resultados y su tacto.

– Pues que Ken McClintock, el tío de Dynamo -continuó Sam, imperturbable-, se pasó todo el mes de abril en Singapur; no sé si sabéis que ahí es por donde este año se dejan caer todos los promotores inmobiliarios que molan. Ése está descartado: no pudo hacer llamadas anónimas desde teléfonos de Dublín. ¿Y recordáis lo que dijo Devlin sobre la voz del hombre?

– Nada especialmente útil, que yo recuerde -contesté.

– No muy profunda -dijo Cassie- y acento rural, pero sin un timbre característico. Quizá de mediana edad.

Estaba recostada en su silla, con las piernas en cruz y los brazos doblados en la espalda con indolencia; con su elegante atuendo de juzgado resultaba casi deliberadamente incongruente en la sala de investigaciones, como una ingeniosa y vanguardista fotografía de moda.

– Exacto. Pues resulta que Conor Roche, de Global, es de Cork, acento que puede cortarse con cuchillo. Devlin lo habría detectado enseguida. Y su socio, Jeff Barnes, es inglés y además tiene voz de oso. Eso nos deja sólo con -Sam dibujó un círculo alrededor del nombre en la pizarra, con un diestro y alegre ademán- Terence Andrews, de Futura, cincuenta y tres años, de Westmeath y con vocecilla de tenor. ¿Y sabéis dónde vive?

– En el centro -respondió Cassie, que empezaba a sonreír.

– Tiene un ático en los muelles. Bebe en Gresham (le he dicho que estuviera alerta si volvía andando, que con esos de izquierdas nunca se sabe) y las tres cabinas están justo en su camino a casa. Tengo a mi hombre, chicos.


No recuerdo qué hice el resto del día; me senté a mi escritorio y jugué con papel, supongo. Sam salió a hacer otro de sus recados misteriosos y Cassie fue a seguir alguna pista poco prometedora, llevándose a O'Gorman con ella y dejando al silencioso Sweeney a cargo de la línea abierta, de lo que quedé fervientemente agradecido. Después del ajetreo de las semanas anteriores, la sala casi vacía tenía un fantasmagórico aire de abandono; los escritorios de los desaparecidos refuerzos aún estaban llenos de papeles sobrantes y tazas de café que se habían olvidado de devolver a la cantina.

Le mandé un mensaje a Cassie para decirle que no me encontraba lo bastante bien para cenar en su casa; no soportaba la idea de todo ese tacto solícito. Salí del trabajo justo a tiempo para llegar a casa antes que Heather -los lunes por la tarde «va a Pilates»-, le escribí una nota diciendo que tenía migraña y me encerré con llave en mi habitación. Heather cuida su salud con la misma dedicación tenaz y minuciosa con que algunas mujeres arreglan parterres o coleccionan porcelana, pero lo bueno de eso es que muestra por las dolencias de las demás personas el mismo respeto sobrecogido que por las suyas. En consecuencia, aquella noche me dejaría en paz y mantendría el volumen del televisor bajo.

Sobre todo no podía liberarme de la sensación que había acabado con mi última oportunidad en el juzgado: la sensación creciente y constante de que la foto de MacSharry de Philomena Kavanagh me recordaba algo, aunque no tenía ni idea de qué. Parece un problema menor, especialmente si tenemos en cuenta el día que había tenido, y sin duda lo sería para otra persona. La mayoría de la gente no tiene por qué saber lo bribona y salvaje que puede volverse la memoria, convirtiéndose en una fuerza en sí misma con la que uno tiene que lidiar.

Perder un trozo de memoria es peliagudo, es un maremoto que provoca cambios y movimientos demasiado lejos del epicentro como para poder predecirlos fácilmente. A partir de aquel día, cualquier tontería medio recordada brilla con el aura de un potencial hipnótico y aterrador: podría ser una nimiedad o podría ser La Gran Cosa que abra tu vida y tu mente de par en par. A lo largo de los años, como quien vive encima de una falla sísmica, había llegado a confiar en el equilibrio del statu quo, a creer que si La Gran Cosa no había aparecido hasta entonces ya no iba a hacerlo; pero desde que nos hicimos cargo del caso de Katy Devlin los temblores y ruidos iban en aumento y no presagiaban nada bueno, y yo ya no estaba tan seguro. La foto de Philomena Kavanagh abierta de brazos y piernas podía haberme recordado alguna escena de un programa de televisión o bien algo lo bastante terrible como para dejar mi mente en blanco durante veinte años. Y no tenía modo de saber cuál de las dos cosas era.

Al final resultó no ser ninguna de las dos. Me vino en plena noche, mientras entraba y salía de un sueño intermitente y agitado; me vino con tanta fuerza que me desperté de golpe y me enderecé con el corazón palpitante. Busqué el interruptor de la lámpara de noche y me quedé mirando la pared mientras pequeñas motas transparentes se arremolinaban delante de mis ojos.

Incluso antes de llegar cerca del claro percibimos que había algo diferente, que algo iba mal. Los sonidos eran confusos e irregulares y había demasiados gruñidos, jadeos y chillidos sofocados con pequeñas y salvajes explosiones, más amenazadoras que un rugido. «Agachaos», susurró Peter, y nos pegamos más al suelo. Las raíces y las ramitas caídas se nos enganchaban a la ropa y los pies me hervían dentro de las zapatillas. Un día caluroso, caluroso y en calma, con un cielo azul brillante que aparecía y desaparecía entre las hojas. Nos deslizamos por el sotobosque con movimientos lentos: polvo en la boca, destellos de sol, la horrible y persistente danza de una mosca, tan ruidosa como una motosierra pegada al oído. Abejas en las moras unos metros más allá y un hilo de sudor bajándome por la espalda. El codo de Peter en una esquina de mi campo de visión, dirigiéndose hacia delante con la prudencia de un gato; el parpadeo rápido de Jamie, detrás de un tallo de hierba coronado por unos granos.

Había demasiada gente en el claro. Metallica sostenía los brazos de Sandra pegados contra el suelo y el Gafas le sostenía las piernas, y Ántrax estaba encima de ella. Tenía la falda arrugada alrededor de la cintura y unas carreras enormes en las medias. Su boca, detrás del hombro en movimiento de Ántrax, estaba inmóvil, abierta y negra, y surcada por franjas de pelo rubio rojizo. Hacía unos ruidos raros, como si intentara gritar y en lugar de eso se atragantara. Metallica le dio un golpe hábil y ella se calló.

Corrimos sin que nos importara si nos veían, y sin oír los gritos -«¡Dios!», «¡Fuera de aquí, coño!»- hasta después. Jamie y yo vimos a Sandra al día siguiente en la tienda. Llevaba un gran jersey y tenía unas manchas oscuras debajo de los ojos. Sabíamos que nos había visto, pero no nos miramos.


Era alguna hora infame de la madrugada, pero de todos modos llamé al móvil de Cassie.

– ¿Estás bien? -preguntó, y sonó despeinada y soñolienta.

– Sí. Tengo algo, Cass.

Bostezó.

– Dios. Será mejor que sea algo bueno, cara de memo. ¿Qué hora es?

– No lo sé. Escucha: en algún momento de aquel verano, Peter, Jamie y yo vimos a Jonathan Devlin y sus amigos violar a una chica.

Hubo una pausa. Luego Cassie dijo, mucho más despierta:

– ¿Estás seguro? A lo mejor lo malinterpretasteis…

– No, no hay duda. Ella intentó gritar y uno de ellos la golpeó. La estaban sosteniendo.

– ¿Os vieron?

– Sí, sí. Corrimos y salieron detrás de nosotros gritando.

– Maldita sea -exclamó. Pude sentir cómo poco a poco empezaba a comprender: una niña violada, un violador en la familia, dos testigos desaparecidos… Estábamos a un paso de conseguir una orden-. Maldita sea… Bien hecho, Ryan. ¿Sabes cómo se llamaba la chica?

– Sandra no sé qué.

– ¿La que ya mencionaste? Empezaremos a buscarla mañana.

– Cassie -dije-, si esto resulta, ¿cómo diablos vamos a explicar cómo lo supimos?

– Oye, Rob, no nos preocupemos por eso todavía, ¿de acuerdo? Si encontramos a Sandra, ella será el testigo que necesitamos. Si no, vamos a por Devlin, lo atacamos con todos los detalles y lo volvemos loco hasta que confiese… Ya encontraremos el modo.

Su confianza ciega en que los detalles serían correctos casi hizo que me echara atrás. Tuve que tragar saliva para que no se me quebrara la voz:

– ¿Qué prescripción tienen las violaciones? ¿Podemos cogerlo por eso aun en el caso de que no tengamos suficientes pruebas para lo otro?

– No me acuerdo. Ya lo averiguaremos por la mañana. ¿Vas a poder dormir o estás demasiado excitado?

– Lo segundo -le contesté. Estaba casi histérico; me sentía como si me hubieran inyectado sidra en las venas-. ¿Hablamos un rato?

– Claro -respondió Cassie.

La oí enroscarse más cómodamente en la cama, con un susurro de sábanas; encontré mi botella de vodka y aguanté el auricular debajo de la oreja mientras me servía un trago.

Me habló de cuando tenía nueve años y convenció a todos los demás niños del pueblo de que había un lobo mágico viviendo en las colinas de al lado.

– Dije que había encontrado una carta bajo los tablones de mi suelo donde decía que llevaba allí cuatrocientos años y que tenía un mapa atado al cuello que nos indicaría dónde había un tesoro. Organicé a todos los niños en una pandilla; Dios, qué marimandona era. Y cada fin de semana nos íbamos a las colinas a buscar al lobo. Huíamos gritando cada vez que veíamos un perro ovejero, nos caíamos en riachuelos y nos lo pasábamos de miedo…

Me estiré en la cama y tomé un sorbo de vodka. Mi nivel de adrenalina empezaba a normalizarse y la cadencia suave de la voz de Cassie me calmó; me sentí arropado y confortablemente agotado, como un crío después de un día muy largo.

– Y tampoco es que fuese un pastor alemán o algo así -estoy seguro de que la oí decir-, era demasiado grande y tenía un aspecto completamente distinto… -Pero yo ya estaba dormido.

Загрузка...