Capítulo 1

Te lo advierto: recuerda siempre que yo soy detective. Nuestra relación con la verdad, aunque primordial, es fragmentada, confusa y refracta la luz como trozos de cristal. Ella es el núcleo de nuestra carrera, la meta de cada uno de nuestros movimientos, y la perseguimos con estrategias laboriosamente construidas a base de mentiras, ocultación y todas las variantes de engaño. La verdad es la mujer más deseable del mundo y nosotros, los amantes más celosos, nos negamos instintivamente a que cualquiera tenga el menor atisbo de ella. La traicionamos de forma rutinaria y pasamos horas y días sumidos en mentiras para luego volver a ella enarbolando esa cinta de Moebius de los amantes: «Lo hice sólo por lo mucho que te quiero».

Se me da bien crear imágenes, sobre todo baratas y facilonas. Pero no dejes que te engañe para que nos veas como a un puñado de caballeros andantes que galopan en jubón tras la Dama de la Verdad sobre su palafrén blanco. Lo que nosotros hacemos es burdo, grosero e inmundo. Una chica es la coartada de su novio para la noche en que sospechamos que robó un supermercado de la zona norte y apuñaló al empleado. Al principio flirteo con ella y le digo que no me extraña que su chico se quedara en casa con una novia así; es una rubia de bote, grasienta y con los rasgos sosos y atrofiados por varias generaciones de malnutrición, y por dentro estoy pensando que si yo fuese el chico me alegraría de cambiarla incluso por un compañero de celda peludo apodado el Cuchilla. Entonces le explico que hemos encontrado billetes marcados de la caja en el pantalón del elegante chándal blanco de su novio y que él asegura que fue ella la que salió esa noche y le dio el dinero al volver.

Lo hago de forma tan convincente, con una mezcla tan delicada de malestar y compasión ante la traición de su novio, que al final su fe en cuatro años de vida compartida se desintegra como un castillo de arena y entre lágrimas y mocos, mientras su chico está sentado con mi compañero en la sala contigua sin decir nada salvo «Que te jodan; yo estaba en casa con Jackie», ella me lo cuenta todo, desde el momento en que él salió de casa hasta los detalles de sus deficiencias sexuales. Yo le doy unos golpecitos suaves en el hombro y le entrego un pañuelo, una taza de té y una hoja de declaración.

Éste es mi trabajo, y no te dedicas a algo así -o, si lo haces, no duras mucho- si no tienes cierta afinidad con sus prioridades y exigencias. Lo que quiero dejar claro antes de empezar mi historia son estas dos cosas: anhelo la verdad. Y miento.


Éste es el expediente que leí al día siguiente de convertirme en detective de homicidios. Volveré sobre esta historia una y otra vez y de muchas formas distintas. Puede que sea poca cosa, pero es mía: ésta es la única historia del mundo que nadie excepto yo podrá contar nunca.

La tarde del martes 14 de agosto de 1984, tres niños -Germaine (Jamie) Elinor Rowan, Adam Robert Ryan y Peter Joseph Savage, todos ellos de doce años- estaban jugando en la calle donde vivían, en la pequeña localidad de Knocknaree, en el condado de Dublín. Era un día despejado y cálido, así que muchos vecinos se encontraban en sus jardines y numerosos testigos vieron a los niños en distintos momentos a lo largo de la tarde, haciendo equilibrios sobre el muro del final de la calle, montando en bicicleta y columpiándose con un neumático.

En aquella época Knocknaree estaba muy poco poblada y había un bosque bastante grande junto a la zona urbanizada, separado de ésta por un muro de metro y medio de altura. Hacia las 15.00 horas, los tres niños dejaron las bicicletas en el jardín delantero de los Savage y le dijeron a la señora Angela Savage, que se encontraba allí tendiendo la colada, que se iban a jugar al bosque. Lo hacían a menudo y conocían bien aquella parte de la arboleda, así que la señora Savage no temía que se perdieran. Peter llevaba un reloj de muñeca y ella le pidió que estuviera de vuelta hacia las 18.30 para la merienda. La vecina de al lado, la señora Mary Therese Corry, confirmó esta conversación y varios testigos vieron cómo los niños saltaban el muro al final de la calle y se adentraban en el bosque.

Como a las 18.45 Peter aún no había vuelto, su madre llamó a las madres de los otros dos niños, suponiendo que habrían ido a jugar a casa de alguno de ellos. Ninguno había regresado. Peter Savage era un niño en el que se podía confiar, así que en un primer momento los padres no se preocuparon; presumieron que los niños se habrían distraído jugando y se habrían olvidado de mirar la hora. Cuando faltaban aproximadamente cinco minutos para las siete, la señora Savage se acercó al bosque desde su calle, se adentró un poco y llamó a los niños. No obtuvo respuesta y no vio ni oyó nada que le indicara que hubiera alguien por allí.

Volvió a casa para servir el té a su marido, el señor Joseph Savage, y a sus cuatro hijos pequeños. Después de la merienda, el señor Savage y el señor John Ryan, padre de Adam Ryan, se adentraron un poco más en el bosque, llamaron a los niños y tampoco obtuvieron respuesta. A las 20.25, cuando empezaba a oscurecer, a los padres empezó a preocuparles seriamente que los niños pudieran haberse perdido, así que la señorita Alicia Rowan (madre soltera de Germaine), que tenía teléfono, llamó a la policía.

Se inició una búsqueda en el bosque. Por entonces ya había cundido el temor de que los niños se hubieran escapado. La señorita Rowan había decidido que Germaine iría a un internado de Dublín, donde permanecería de lunes a viernes para volver a Knocknaree los fines de semana; estaba previsto que partiera al cabo de quince días y a los tres niños les había disgustado mucho la idea de separarse. No obstante, un registro preliminar de los dormitorios de los chicos reveló que no faltaba ropa, ni dinero ni efectos personales. La hucha de Germaine, con forma de muñeca rusa, contenía 5,85 libras y estaba intacta.

A las 22.20, un agente con linterna encontró a Adam Ryan en una densa zona cercana al centro del bosque, de pie con la espalda y las palmas contra un gran roble. Estaba escarbando el tronco con las uñas, con tanta fuerza que éstas se le habían roto en la corteza. Parecía llevar allí algún tiempo, aunque no había respondido a las llamadas del equipo de rescate. Lo llevaron al hospital. Se llamó a la Unidad de Perros Adiestrados y buscaron a los dos niños desaparecidos hasta un punto no muy alejado de donde habían hallado a Adam Ryan; allí los animales empezaron a confundirse y perdieron el rastro.

Cuando me encontraron, llevaba pantalón corto vaquero, una camiseta blanca de algodón, calcetines blancos y zapatillas de deporte blancas con cordones. Éstas estaban muy manchadas de sangre, pero los calcetines no tanto. Un análisis posterior de la distribución de las manchas demostró que la sangre había calado en el calzado desde dentro hacia fuera, y en los calcetines, en menor concentración, de fuera hacia dentro. La conclusión fue que me habían quitado las zapatillas y habían derramado sangre en su interior; más tarde, cuando ésta empezó a coagularse, me las habían vuelto a calzar, y la sangre se había transferido a los calcetines. La camiseta tenía cuatro desgarros, de entre cinco y diez centímetros de largo, que surcaban la espalda en diagonal desde la mitad del omoplato izquierdo hasta la parte de atrás de las costillas derechas.

No tenía heridas, salvo unos rasguños leves en las pantorrillas, unas astillas bajo las uñas que luego se demostró que coincidían con la madera del roble y un profundo arañazo en cada rótula, que en ambos casos empezaba a formar costra. Hubo ciertas dudas sobre si me los había hecho en el bosque o no, pues una niña más pequeña, Aideen Watkins, de cinco años, que había estado jugando en la calle afirmó que me había visto caer desde el muro aquel mismo día y aterrizar sobre mis rodillas. Sin embargo, su testimonio varió al repetirlo y no se consideró fidedigno. Yo estaba prácticamente en estado catatónico: no me moví voluntariamente durante casi treinta y seis horas y no hablé en otras dos semanas. Cuando lo hice, no recordaba nada desde que había salido de casa esa tarde hasta el examen médico en el hospital.

Comprobaron la sangre de mis zapatillas y calcetines para averiguar el grupo sanguíneo -los análisis de ADN no eran una opción en la Irlanda de 1984- y descubrieron que era A positivo. Mi sangre también resultó ser de ese grupo; sin embargo, se consideró improbable que de los arañazos de mis rodillas, aunque eran profundos, pudiera haber brotado sangre suficiente para empaparme tanto el calzado. Dos años atrás, previamente a una apendicetomía, habían comprobado el grupo sanguíneo de Germaine Rowan y, según su historial, también ella era A positivo. Peter Savage, a pesar de que su grupo sanguíneo no constaba en ninguna parte, fue descartado como fuente de las manchas: sus padres resultaron ser del tipo O, lo que hacía imposible que él pudiera pertenecer a otro. A falta de una identificación concluyente, los investigadores no pudieron descartar la posibilidad de que la sangre procediera de un cuarto individuo, ni de que tuviera múltiples orígenes.

La búsqueda se prolongó toda la noche del 14 de agosto y durante las siguientes semanas: grupos de voluntarios peinaron los campos y colinas cercanos, se exploró cada ciénaga conocida, todas las alcantarillas de la zona y unos submarinistas inspeccionaron el río que atravesaba el bosque, todo sin resultado. Catorce meses después, el señor Andrew Raftery, un vecino del lugar que paseaba su perro por el bosque, distinguió un reloj de muñeca entre la maleza, a unos cincuenta metros del árbol en el que me habían encontrado. Era un reloj peculiar: en la esfera había un dibujo de un jugador de fútbol en plena acción y la manecilla pequeña tenía un balón en la punta, y el señor y la señora Savage lo identificaron como el que había pertenecido a su hijo Peter. La señora Savage confirmó que éste lo llevaba la tarde de su desaparición. La correa de plástico parecía haber sido arrancada de la esfera metálica con cierta fuerza, tal vez al engancharse con una rama baja mientras Peter huía. El departamento técnico identificó algunas huellas dactilares parciales en la correa y en la esfera; todas encajaban con las huellas encontradas en las pertenencias de Peter.

A pesar de los numerosos llamamientos de la policía y de una excepcional campaña por parte de los medios, nunca se halló ningún otro rastro de Peter Savage ni de Germaine Rowan.


Me hice policía porque quería ser detective de homicidios. Mi etapa de entrenamiento y uniforme -Templemore College, interminables y complicados ejercicios físicos, rondas por pueblos pequeños con una grotesca chaqueta fluorescente, investigando cuál de los tres delincuentes locales analfabetos había roto la ventana del cobertizo de la señora McSweeney-, fue como un penoso letargo descrito por Ionesco, una prueba de tedio que, por alguna absurda razón burocrática, debía soportar para poder ganarme mi puesto actual. Nunca pienso en esos años y soy incapaz de recordarlos con claridad. No hice amigos; para mí, mi desapego respecto al proceso entero era involuntario e inevitable, como el efecto secundario de un sedante, pero los demás agentes lo vieron como una altivez deliberada, un estudiado desdén por sus orígenes y ambiciones sólidamente rurales. Tal vez lo fuera. Hace poco encontré una anotación en mi diario de la academia donde describía a mis compañeros de clase como «una tropa de paletos retrasados que respiran con la boca y van por ahí envueltos en una miasma tan densa de tópicos que prácticamente puedes oler el beicon, la col, la mierda de vaca y los cirios del altar». Aun en el supuesto de que tuviera un mal día, creo que eso demuestra cierta falta de respeto por las diferencias culturales.

Cuando entré en la brigada de Homicidios hacía ya casi un año que tenía mi nueva ropa de trabajo colgada en el armario: trajes de hermoso corte elaborado con tejidos tan maravillosos que parecían vivos al tacto, camisas con las más delicadas rayas diplomáticas en verde o azul, suaves bufandas de cachemira… Me encanta el código no escrito del vestuario. Fue una de las primeras cosas que me fascinaron de este trabajo; eso y su particular lenguaje elíptico y funcional para referirse a huellas, indicios, pruebas forenses… En uno de los pueblecitos tipo Stephen King al que me destinaron después de Templemore se cometió un asesinato: un incidente rutinario de violencia doméstica que había superado incluso las expectativas del autor, pero dado que la anterior novia del tipo había muerto en circunstancias sospechosas, la brigada de Homicidios mandó a un par de detectives. Durante la semana que estuvieron allí no apartaba la mirada de la cafetera siempre que estaba sentado ante mi escritorio, de modo que pudiera ir a prepararme un café cuando fueran a hacerlo los detectives; me tomaba mi tiempo para añadir la leche y escuchar a hurtadillas el ritmo veloz y racionalizado de su conversación: «Pide un toxicológico», «hoy llega la ID dental»… Volví a fumar para poder seguirlos al aparcamiento y encenderme un cigarrillo a pocos metros de ellos, con la mirada perdida en el cielo y escuchando. Ellos me dedicaban breves sonrisas extraviadas, a veces un chispazo de un Zippo deslustrado, antes de rechazarme con un leve giro del hombro y regresar a sus estrategias sutiles y multidimensionales. «Habla con la madre primero, dale a él un par de horas para que se quede sentado en casa preocupándose por lo que le has dicho y luego llámale de nuevo.» «Monta un escenario y lleva al sospechoso a visitarlo, pero no le des tiempo suficiente para echar un buen vistazo.»

Contrariamente a lo que pudieras esperar, no me convertí en detective como parte de una misión quijotesca para resolver el misterio de mi infancia. Leí el informe una vez, el primer día, tarde y a solas en las oficinas de la brigada, con la lámpara de mi escritorio como única fuente de luz (nombres olvidados lanzaban ecos que revoloteaban como murciélagos en mi cabeza y testificaban con la tinta desvaída de un bolígrafo que Jamie le había dado una patada a su madre porque no quería ir al internado, que unos adolescentes «de aspecto peligroso» se pasaban las noches vagando por el lindero del bosque, que una vez la madre de Peter había aparecido con un moretón en la mejilla…) y ya no volví a mirarlo nunca. Lo que yo ansiaba eran esos misterios, esas texturas casi invisibles como un braille legible sólo para los iniciados. Aquellos dos detectives de Homicidios eran como purasangres de paso por pueblos de mala muerte, como artistas de trapecio preparados para brillar en todo su esplendor. Hacían las apuestas más altas y eran expertos en el juego.

Sabía que lo que hacían era cruel. Los humanos son despiadados y salvajes; y eso, ese mirar a través de unos ojos penetrantes y fríos y a justar con delicadeza un factor u otro hasta resquebrajar el fundamental instinto de conservación de un hombre, eso es salvajismo en su forma más pura, refinada y altamente desarrollada.


Habíamos oído hablar de Cassie días antes de que se incorporase a la brigada, probablemente antes de que se lo ofrecieran. Nuestra radio macuto es tan ridículamente eficiente como una vieja cotilla. La brigada de Homicidios es pequeña y estresante, con sólo veinte miembros permanentes, y ante cualquier tensión añadida (alguien que se va, alguien nuevo, demasiado trabajo o demasiado poco) tiende a desarrollar cierta histeria febril y claustrofóbica, henchida de complicadas alianzas y rumores frenéticos. Yo suelo quedar fuera de la espiral, pero de Cassie Maddox se hablaba lo bastante alto como para que hasta yo me enterase.

No en vano era mujer, lo que provocaba cierta indignación mal expresada. A todos nos han entrenado para que nos horroricemos ante el demonio de los prejuicios, pero existe una honda y pertinaz vena nostálgica por los cincuenta (incluso entre la gente de mi edad; en la mayor parte de Irlanda los cincuenta no terminaron hasta 1995, momento en el que saltamos directamente a los ochenta de Thatcher), cuando podías asustar a un sospechoso para que confesara bajo la amenaza de contárselo a su madre y los únicos extranjeros del país eran estudiantes de medicina y el trabajo era el único sitio en el que estabas a salvo de las mujeres gruñonas. Cassie era sólo la cuarta mujer que entraba en Homicidios, y al menos una de las otras tres había sido un error colosal (y deliberado, según algunos) que pasó a formar parte de la leyenda de la brigada cuando estuvo a punto de hacer que los matasen a ella y a su compañero al ofuscarse y arrojar su pistola a la cabeza de un sospechoso acorralado.

Además, Cassie sólo tenía veintiocho años y hacía poco que había salido de Templemore. Homicidios es una brigada de élite y nadie por debajo de los treinta entra en ella a menos que su padre sea político. En general tienes que pasarte dos años como refuerzo, yendo a echar una mano allí donde necesiten a alguien para tareas de campo, y luego te trabajas el ascenso pasando por una o dos brigadas más, eso como poco. Cassie tenía menos de un año en Narcóticos a sus espaldas. Radio macuto, inevitablemente, aseguraba que se acostaba con un sujeto importante, o bien que era la hija ilegítima de alguien, o bien, añadiendo un toque de originalidad, que había pillado a alguien importante comprando drogas y ese puesto era el precio por mantener la boca cerrada.

A mí no me suponía ningún problema la idea de Cassie Maddox. Tan sólo llevaba unos meses en Homicidios, pero no me gustaba el estilo Nuevo Neandertal de las charlas de los vestuarios, ni las competiciones de coches o de lociones para el afeitado, ni los chistes sutilmente intolerantes que se justificaban como «irónicos», lo que siempre me daba ganas de soltar un sermón largo y pedante sobre la definición de ironía. En general, prefiero las mujeres a los hombres. También tenía mis propias inseguridades respecto al lugar que ocupaba en la brigada. Con casi treinta y un años me había pasado dos como refuerzo y otros dos en Violencia Doméstica, así que mi nombramiento no era tan poco claro como el de Cassie, pero a veces pensaba que los jefes daban por hecho que yo era un buen detective de la misma forma inconsciente y preprogramada con que algunos hombres dan por hecho que una mujer alta, delgada y rubia es hermosa, aunque tenga la cara de un pavo con hipertiroidismo: porque cuento con todos los accesorios. Tengo un perfecto acento de la BBC, aprendido en el internado como camuflaje protector, y los efectos de la colonización tardan mucho en eliminarse: aunque los irlandeses animarán a absolutamente cualquier equipo que juegue contra Inglaterra y aunque conozco varios pubs donde no podría pedir una bebida sin arriesgarme a que un vaso se estrellara contra mi nuca, siguen dando por sentado que alguien con el labio superior agarrotado es más inteligente, mejor educado y generalmente más susceptible de tener razón. Además de eso, soy alto, con una complexión delgada y huesuda que puede parecer esbelta y elegante si mi traje tiene el corte adecuado, y resulto bastante atractivo de un modo poco convencional. Los de Personal sin duda debieron de pensar que yo iba a ser un buen detective, seguramente el brillante y solitario inconformista que arriesga su cuello sin miedo y siempre atrapa a su hombre.

No tengo prácticamente nada en común con ese tío, aunque no estaba seguro de que nadie más se diera cuenta. A veces, tras demasiado vodka a solas, me venían vividas escenas paranoicas donde el comisario principal descubría que en realidad yo era el hijo de un funcionario de Knocknaree y me trasladaban a Derechos de Propiedad Intelectual. Y supuse que, con Cassie Maddox por ahí, era mucho menos probable que la gente perdiera el tiempo sospechando de mí.

Cuando al fin llegó, la verdad es que fue una especie de anticlímax. La abundancia de rumores me había dejado la imagen mental de alguien digno de un telefilme, con unas piernas interminables, el pelo de anuncio de champú y tal vez con un traje de látex. Nuestro comisario, O'Kelly, la presentó en la reunión del lunes por la mañana y ella se puso en pie y soltó algo estereotipado sobre lo encantada que estaba de incorporarse a la brigada y que esperaba cumplir con su nivel de exigencia; apenas alcanzaba la altura media, y mostraba un tocado de rizos negros y una complexión de muchacho flaco con los hombros cuadrados. No era mi tipo -siempre me han gustado las chicas femeninas, chicas dulces y pequeñas con huesos de pajarito a las que puedes coger y rodear con un solo brazo-, pero tenía algo: quizá su forma de estar de pie, con el peso sobre una cadera, recta y natural como una gimnasta; quizá fuera sólo el misterio.

– He oído que viene de una familia de masones que amenazó con disolver la brigada si no la aceptábamos -dijo Sam O'Neill detrás de mí.

Sam es un tipo robusto, jovial e imperturbable de Galway. No creía que fuera uno de los susceptibles a sucumbir a la fiebre del rumor.

– Por el amor de Dios -dije yo, tragándomelo.

Sam sonrió, sacudió la cabeza y pasó de largo junto a mí para ir a su sitio. Me giré para mirar a Cassie, que estaba sentada con un pie apoyado sobre la silla que tenía delante y con la libreta recostada sobre su muslo.

No vestía como una detective de homicidios. En cuanto te familiarizas con tu puesto, aprendes por osmosis que se espera que tu aspecto sea profesional, educado, discretamente caro con sólo una pizca de originalidad. Proporcionamos al contribuyente el tópico tranquilizador por el que paga. La mayoría de nosotros compramos en Brown Thomas [1] durante las rebajas y de vez en cuando llegamos al trabajo con complementos embarazosamente idénticos. Hasta ese momento, lo más estrambótico que había entrado en nuestra brigada era un cretino llamado Quigley, que hablaba como el Pato Lucas con acento de Donegal y llevaba camisetas con eslóganes («loco cabrón») debajo de la camisa porque se creía muy atrevido. Cuando por fin se dio cuenta de que no impresionaba a nadie y no nos interesaba ni remotamente, le pidió a su madre que viniera a verle y se lo llevara de compras a Brown Thomas.

Aquel primer día clasifiqué a Cassie en la misma categoría. Llevaba pantalones militares, un jersey de lana de color vino con unas mangas que le llegaban por debajo de las muñecas y unas zapatillas anticuadas, y lo interpreté como un signo de presunción: «Estoy por encima de vuestras convenciones, ¿sabéis?». La chispa de animosidad que eso encendió aumentó mi atracción hacia ella. Hay una parte de mí que se siente intensamente atraída por las mujeres que me irritan.

No le hice mucho caso durante las dos semanas siguientes, salvo del modo general en que te fijas en cualquier mujer con un aspecto decente si estás rodeado de hombres. Tom Costello, nuestro veterano canoso, se encargaba de mostrarle cómo funcionaba todo y yo estaba liado con el caso de un indigente al que habían dado una paliza mortal en un callejón. Parte del deprimente e inexorable sabor de la vida de aquel hombre se había filtrado en su muerte y era uno de esos casos que están perdidos de antemano: sin pistas, nadie había visto nada, nadie había oído nada, el asesino debía de estar tan borracho o drogado que a lo mejor ni siquiera recordaba lo que había hecho, así que mi ímpetu de novato entusiasta empezaba a decaer un poco. Además, tenía como compañero a Quigley y la cosa no funcionaba; su idea del humor era representar largas escenas de Wallace and Gromit y luego soltar una risa de Pájaro Loco para mostrarte lo graciosos que eran. Empezaba a caer en la cuenta de que me lo habían asignado no porque fuera a ser amable con el chico nuevo sino porque nadie más lo quería. Así que no me quedaban tiempo ni energía para conocer a Cassie. A veces me pregunto cuánto podríamos haber continuado así. Incluso en una brigada pequeña siempre hay gente con la que nunca llegas más que a saludarte o a sonreírte en los pasillos, simplemente porque vuestros caminos nunca se cruzan en ningún otro sitio.

Nos hicimos amigos por su moto, una Vespa del 81 de color crema que no sé por qué, a pesar de su categoría de clásico, me recuerda a un alegre chucho con rasgos de pastor escocés en su pedigrí. La llamo «carrito de golf» para fastidiar a Cassie; ella llama a mi abollado Land Rover blanco el «vehículo de compensación» y añade algún que otro comentario compasivo sobre mis novias, o el Ecomobile [2] cuando se siente marrullera. El carrito de golf eligió un día cruelmente húmedo y ventoso de septiembre para estropearse a la salida del trabajo. Yo salía del aparcamiento cuando vi a esa chiquilla chorreante en su chubasquero rojo, con el aspecto de Kenny de South Park, de pie junto a su pequeño ciclomotor, chorreante también, y chillándole al autobús que la acababa de empapar. Paré y grité por la ventana:

– ¿Necesitas que te eche una mano?

Ella me miró y contestó a gritos:

– ¿Qué te hace pensar eso?

Y entonces, cogiéndome completamente por sorpresa, se echó a reír.

Durante unos cinco minutos, mientras intentaba poner la Vespa en marcha, me enamoré de ella. Ese chubasquero tan grande la hacía parecer una niña, como si tuviera que llevar botas de agua a juego con mariquitas pintadas y dentro de la capucha roja hubiera unos ojos castaños e inmensos con gotas de lluvia en las pestañas y un rostro de gatito. Deseé secarla suavemente con una toalla grande y esponjosa frente a una chimenea encendida. Pero entonces dijo:

– Déjame a mí, hay que saber cómo girar esta cosita.

Yo levanté una ceja y repetí:

– ¿Esta «cosita»? Francamente, las chicas…

Me arrepentí al instante; nunca se me ha dado bien hacer bromas y además nunca se sabe, tal vez fuera una de esas feministas fervientes que te echan el rollo extremista y yo me acababa de ganar un sermón sobre Amelia Earhart bajo la lluvia. Pero ella me miró detenidamente de soslayo, dio una palmada que me salpicó y dijo, con una voz entrecortada a lo Marilyn:

– Oooh, siempre había soñado con un caballero de brillante armadura que viniera a rescatarme, pobrecita de mí. Sólo que en mis sueños era más guapo.

Entonces, lo que tenía ante mis ojos se transformó de golpe como si hubieran agitado un caleidoscopio: dejé de estar enamorado de ella y empezó a gustarme muchísimo. Miré su chaqueta con capucha y dije:

– ¡Oh, Dios mío, van a matar a Kenny [3]!

A continuación cargué el carrito de golf en la parte de atrás de mi Land Rover y la llevé a su casa.


Vivía en un estudio, que es como los arrendatarios llaman a una habitación amueblada con espacio para traerse a un amigo, en el último piso de una casa medio en ruinas de estilo georgiano, en Sandymount. Era una calle tranquila; por encima de los tejados, las grandes ventanas de guillotina daban a la playa de Sandymount. Había estanterías de madera abarrotadas de libros viejos, un sofá Victoriano tapizado de un virulento tono turquesa, un futón grande con un edredón de patchwork y ningún motivo decorativo ni póster, sólo un puñado de conchas, piedras y castañas en la repisa de la ventana.

No recuerdo muchos detalles de aquella noche y Cassie asegura que ella tampoco. Recuerdo algunas de las cosas de las que hablamos y tengo alguna imagen extremadamente clara, pero sería incapaz de repetir casi ninguna palabra concreta. Este hecho me resulta raro y, dependiendo de mi humor, muy mágico; hace que esa noche se parezca a esos estados de amnesia temporal de los que hace siglos se culpa a las hadas o las brujas o los alienígenas y de los que nadie regresa siendo el mismo. Pero esos agujeros liminales de tiempo perdido suelen ser solitarios; hay algo en la idea de que sea compartido que me lleva a pensar en unos gemelos que extienden sus manos lentamente y a ciegas en un espacio ingrávido y sin palabras.

Sé que me quedé a una cena de estudiantes: pasta fresca con salsa de bote y whisky caliente en tazas de porcelana. Recuerdo a Cassie abriendo un armario inmenso que ocupaba casi toda una pared y sacando una toalla para que me secara el pelo. Alguien, presumiblemente ella, había colocado estantes dentro del armario, desalineados y a alturas extrañas y repletos de una increíble variedad de objetos: no pude mirar bien, pero había cacerolas de esmalte desportilladas, libretas jaspeadas, jerséis de colores pastel y pilas de hojas con garabatos. Parecía formar parte del fondo de una de esas viejas ilustraciones de casitas de cuentos de hadas. Recuerdo que al fin pregunté:

– ¿Y cómo acabaste en la brigada?

Llevábamos un rato hablando de cómo se estaba adaptando y me pareció que había dejado caer el comentario con mucha naturalidad, pero Cassie dibujó una sonrisa casi inapreciable y pícara, como si estuviéramos jugando a las damas y me hubiese pillado intentando ocultarle un movimiento en falso.

– ¿Por ser una chica, quieres decir?

– De hecho, quería decir siendo tan joven -respondí, aunque, por supuesto, me refería a las dos cosas.

– Ayer Costello me llamó «hijo» -explicó Cassie-. «Bien hecho, hijo.» Luego se puso nervioso y empezó a farfullar. Creo que temía que le pusiera una demanda.

– Seguramente era un cumplido, a su manera -dije.

– Así es como me lo tomé. La verdad es que es muy cariñoso.

Se llevó un cigarrillo a la boca y extendió la mano; le lancé mi mechero.

– Alguien me contó que te estabas haciendo pasar por prostituta cuando te topaste con uno de los jefes -dije, pero Cassie se limitó a tirarme otra vez el mechero y sonreír.

– Quigley, ¿verdad? A mí me dijo que tú eres un topo del MI6.

– ¿Qué? -exclamé, indignado y cayendo de bruces en mi propia trampa-, Quigley es idiota.

– ¡No me digas! ¿En serio? -dijo mientras se echaba a reír.

Al cabo de un momento me uní a ella.

Lo del topo me preocupaba -si alguien llegaba a creérselo, nunca volverían a contarme nada-, y el hecho de que me tomaran por inglés me irritaba de un modo irracional, pero me hacía cierta gracia la absurda idea de verme como James Bond.

– Soy de Dublín -expliqué-. El acento es porque estudié en un internado de Inglaterra, y ese paleto lobotomizado lo sabe.

Y así era: durante mis primeras semanas en la brigada, me había exasperado tanto preguntándome qué hacía un inglés en el cuerpo de policía de Irlanda, como cuando un crío te tira del brazo y repite sin parar: «¿Por qué, por qué, por qué?», que finalmente rompí mi norma de restricción informativa y le conté lo del acento. Por lo visto, debería haber hablado más claro.

– ¿Qué haces trabajando con él? -quiso saber Cassie.

– Volverme loco poco a poco -respondí.

Algo, aún no sé muy bien qué, hizo que Cassie se decidiera. Se inclinó hacia un lado, se cambió la taza de mano (ella jura que en ese punto estábamos bebiendo café y afirma que yo creo que en realidad era whisky caliente porque aquel invierno lo bebimos a menudo, pero yo lo sé, recuerdo la punta afilada de un clavo de olor en mi lengua y aquel vapor denso) y se levantó el jersey justo por debajo del pecho. Fue tal mi sobresalto que tardé un instante en darme cuenta de qué me estaba enseñando: una larga cicatriz, todavía roja e hinchada y flanqueada por marcas de puntos, que se curvaba sobre la línea de una costilla.

– Me apuñalaron -dijo.

Era tan obvio que me avergonzó que nadie hubiera caído en ello. Un detective herido en acto de servicio puede elegir destino. Supongo que habíamos pasado por alto esa posibilidad porque, en general, un apuñalamiento habría provocado prácticamente un cortocircuito en radio macuto y, en cambio, no habíamos oído nada de eso.

– Dios -exclamé-. ¿Qué ocurrió?

– Yo estaba de incógnito en la Universidad de Dublín -continuó Cassie. Eso explicaba lo del vestuario y la laguna informativa, pues los de incógnito se toman muy en serio la cuestión de la confidencialidad-. Así es como me convertí en detective tan deprisa. Había una banda traficando en el campus y Narcóticos quería averiguar quién estaba detrás, así que necesitaban a alguien que pudiera hacerse pasar por estudiante. Me matriculé en un posgrado de psicología. Había estudiado unos cursos en Trinity antes de Templemore, de modo que estaba familiarizada con ese lenguaje y además parezco joven.

Era cierto. Su rostro tenía una claridad especial que no he visto nunca en ningún otro; su piel era limpia como la de un niño y sus rasgos -boca ancha, pómulos redondos y altos, nariz inclinada y largas cejas curvadas- hacían que las demás caras parecieran confusas y borrosas. Por lo que yo sé, nunca llevaba maquillaje, a excepción de un bálsamo de labios rojizo que olía a vainilla y le daba un aspecto aún más juvenil. Pocas personas la habrían considerado hermosa, pero mis gustos siempre han tendido más al corte a medida que a los productos de marca, y me da mucho más placer mirarla a ella que a cualquiera de esos clones rubios y tetudos a los que, según me ordenan insultantemente las revistas, debería desear.

– ¿Descubrieron tu tapadera?

– No -respondió ella, ofendida-. Encontré al camello principal, un niño rico y obtuso de Blackrock que estudiaba administración de empresas, cómo no, y me tiré meses haciéndome amiga suya, riéndole sus chistes de mierda y leyendo sus trabajos. Entonces le sugerí que yo podría venderles a las chicas, que no se pondrían tan nerviosas comprándole las drogas a otra mujer, ¿no? Le gustó la idea, todo iba sobre ruedas, le soltaba indirectas diciendo que podría facilitar las cosas si iba yo misma a ver al proveedor en lugar de que me pasara él el material. Pero entonces el Chico Camello empezó a pasarse un poco esnifando su propio speed: era mayo y se acercaban los exámenes. Se puso paranoico, decidió que yo intentaba quedarme con su negocio y me apuñaló. -Tomó un sorbo de su bebida-. Pero no se lo cuentes a Quigley. La operación sigue abierta, así que se supone que no debo hablar de ella. Deja que el pobre capullo disfrute con sus fantasías.

Estaba terriblemente impresionado. No por el apuñalamiento (después de todo, me dije, no se trataba de que ella hubiera hecho algo extraordinariamente audaz o inteligente; sólo había sido demasiado lenta esquivando el ataque), sino por el secretismo y la adrenalina del trabajo de incógnito y por la absoluta naturalidad con que me contó la historia. Yo, que me lo he currado para tener un aire de perfecta y tranquila indiferencia, reconozco la autenticidad cuando la veo.

– Dios -dije otra vez-. Apuesto a que le dieron una buena cuando lo pillaron.

Nunca he golpeado a un sospechoso -no veo la necesidad de hacerlo, siempre que les hagas creer que podrías-, pero hay tipos que sí lo hacen y es probable que cualquiera que apuñale a un poli se lleve unos moretones de camino a comisaría.

Levantó una ceja, asombrada.

– No lo hicieron: eso habría dado al traste con toda la operación. Le necesitaban para llegar al proveedor, así que volvieron a empezar con un nuevo agente de incógnito.

– Pero ¿no quieres que pague por lo que hizo? -pregunté, frustrado ante su calma y la repulsiva sensación de mi propia ingenuidad-. ¡Te apuñaló!

Cassie se encogió de hombros.

– Después de todo, si lo piensas bien, no le faltaba razón: yo sólo fingía ser su amiga para joderle y él era un camello enganchado a sus drogas. Y los camellos enganchados a sus drogas hacen esas cosas.

Después de eso mi recuerdo vuelve a ser confuso. Sé que, decidido a impresionarla a mi vez y puesto que nunca me habían apuñalado ni me había visto envuelto en un tiroteo ni nada parecido, le conté una historia larga, enmarañada y cierta en su mayor parte sobre cómo, mientras trabajaba en Violencia Doméstica, había aplacado a un tío que amenazaba con saltar del tejado de un bloque de pisos con su bebé (para ser sincero, creo que debía de estar algo borracho; ésa es otra razón por la que estoy tan seguro de que tomábamos whisky caliente). Recuerdo una conversación apasionada sobre Dylan Thomas, creo que con Cassie de rodillas sobre el sofá y gesticulando mientras su cigarrillo se consumía olvidado en el cenicero. Bromeando, agudos pero vacilantes como niños tímidos en un corro, asegurándonos los dos subrepticiamente, después de cada respuesta, de no haber cruzado ninguna línea ni herido ningún sentimiento. Fuego en la chimenea y los Cowboy Junkies y Cassie siguiendo la melodía con una voz dulce y ronca.

– Las drogas que te daba el Chico Camello -dije más tarde-, ¿se las vendiste de verdad a las estudiantes?

Cassie se levantó para calentar agua.

– Alguna vez -respondió.

– ¿Te preocupaba?

– Todo lo que tenía que ver con la confidencialidad me preocupaba -afirmó Cassie-. Todo.


Cuando fuimos a trabajar a la mañana siguiente ya éramos amigos. Realmente fue así de sencillo: plantamos las semillas sin pensarlo y despertamos con nuestro brote privado. A la hora del descanso la mirada de Cassie y la mía se cruzaron y le propuse con gestos ir a fumar un cigarrillo; salimos a sentarnos con las piernas cruzadas, cada uno en un extremo de un banco, como dos sujetalibros. Cuando se acabó el turno ella me esperó, refunfuñando por lo mucho que tardaba en recoger mis cosas («Es como salir con Sarah Jessica Parker. No te olvides el perfilador de labios, cielo, no queremos que el chófer tenga que volver por él»), y propuso: «¿Una pinta?» mientras bajábamos las escaleras. No puedo explicar qué alquimia transmutó una sola noche en el equivalente a años de amistad compartida. Lo único que puedo decir es que reconocimos, con demasiada claridad incluso para sorprendernos, que hablábamos el mismo idioma.

Cuando Costello acabó de enseñarle el funcionamiento de todo, nos convertimos en compañeros. O'Kelly puso algún inconveniente, pues le desagradaba la idea de que dos flamantes novatos trabajaran juntos; además, eso significaba que habría que buscar a otra persona para Quigley. Pero yo había encontrado, por pura potra más que por astuta deducción, a alguien que había oído a alguien alardear de haber matado al indigente, así que estaba a buenas con O'Kelly y me aproveché de ello. Nos advirtió de que sólo nos daría los casos más sencillos y los que estaban perdidos, «nada que requiera una auténtica labor de investigación», y nosotros asentimos dócilmente y le reiteramos nuestro agradecimiento, sabedores de que los asesinos no son tan considerados como para asegurarse de que los casos complicados surjan en orden estricto de rotación. Cassie trasladó sus cosas a un escritorio junto al mío y a Quigley se lo endilgaron a Costello, que nos lanzó tristes miradas de reproche durante semanas, como un labrador martirizado.


A lo largo de los dos años siguientes nos forjamos, creo yo, una buena reputación dentro de la brigada. Detuvimos al sospechoso de la paliza en el callejón y lo interrogamos durante seis horas hasta que confesó; aunque si se borraran todas las repeticiones de «Jódete, tío» de la cinta dudo que quedaran más de cuarenta minutos. Era un yonqui llamado Wayne («Wayne -le dije a Cassie mientras le conseguíamos un Sprite y lo observábamos reventarse las espinillas a través del espejo unidireccional-. Es como si al nacer sus padres le hubiesen tatuado en la frente: “Nadie de mi familia ha terminado la educación secundaria”»), que le había dado una paliza al indigente, conocido como Beardy Eddie, por robarle la manta. Después de firmar su declaración, Wayne quiso saber si podría recuperarla. Lo entregamos a los agentes de uniforme y le dijimos que ellos estudiarían el asunto y luego nos fuimos a casa de Cassie con una botella de champán; estuvimos hablando hasta las seis de la mañana y llegamos al trabajo tarde y avergonzados y aún con risa tonta.

Pasamos por el previsible proceso en el que Quigley y algunos otros me preguntaron durante un tiempo si me la estaba tirando y, en tal caso, si era una fiera; una vez les quedó claro que no me la tiraba, pasaron a su probable lesbianismo (a mí Cassie siempre me ha parecido de una feminidad muy evidente, pero entiendo que, para ciertas mentalidades, el corte de pelo y la ausencia de maquillaje y los pantalones de pana de la sección masculina encajaran con las tendencias sáficas). Cassie acabó por hartarse y zanjó el asunto apareciendo en la fiesta de Navidad con un vestido de noche de terciopelo negro sin tirantes y un guapo jugador de rugby llamado Gerry que parecía un toro. En realidad era su primo segundo y estaba felizmente casado, pero era muy protector con Cassie y no puso objeción a mirarla con adoración durante toda la velada si eso le allanaba el camino de su carrera.

Después de aquello, los rumores desaparecieron y la gente nos dejó más o menos a nuestro aire, cosa que nos fue bien a ambos. Al contrario de lo que parece, Cassie no es una persona especialmente sociable, o no más que yo; es vivaz y rápida con las bromas y es capaz de hablar con quien sea, pero si podía elegir prefería mi compañía a la de un grupo numeroso. A menudo yo dormía en su sofá. Nuestro índice de casos resueltos era bueno e iba en aumento, y O'Kelly dejó de amenazar con separarnos cada vez que nos retrasábamos con el papeleo. Fuimos al juicio en que condenaron a Wayne por homicidio sin premeditación («Oh, joder, tío»), Sam O'Neill dibujó una hábil caricatura de nosotros dos como Mulder y Scully (todavía la tengo en alguna parte) y Cassie la enganchó en un lateral de su ordenador, al lado de una pegatina enorme que decía: «¡El poli malo se queda sin donuts!».

Visto con perspectiva, creo que Cassie apareció justo en el momento adecuado para mí. La deslumbrante e irresistible imagen que me había dibujado de la brigada de Homicidios no incluía elementos como Quigley o los cotilleos o los interminables interrogatorios circulares a yonquis con vocabulario de seis palabras y acento de torno de dentista. Yo me había imaginado un estilo de vida tenso y alerta en el que todo lo pequeño y mezquino quedaba desintegrado por una vertiginosidad tan eléctrica que soltaba chispas, y la realidad me había asombrado y defraudado, como un niño que tras abrir un reluciente regalo de Navidad se encuentra dentro unos calcetines de lana. De no ser por Cassie, creo que podría haber acabado como ese detective de Ley y orden, el que sufre úlceras y piensa que todo es una conspiración del gobierno.

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