Cuando entré, la sala de redacción no tenía un aspecto muy alentador. Titubeé en la puerta y me quedé mirando desdichado las mesas marrón claro coronadas por los monitores de color blanco, casi gris. Los trabajadores más madrugadores ya habían fichado. Había un par de reporteros tecleando frente a sus ordenadores y la editora de ecos de sociedad estaba repasando unos textos en su escritorio de la esquina. Podía oír el sonido de los teclados y el murmullo suave de las pantallas de TV en las estanterías justo encima de ellos. A mí, sin embargo, en aquel momento, la sala me parecía inmensa y cualquier cosa menos vacía, cualquier cosa menos silenciosa. Sólo un detalle del paisaje me llamó la atención, amenazante como una colina rocosa, negra y ceñuda en la distancia: era la figura de Bob Findley. El redactor jefe del periódico, mi jefe y el marido de mi amante.
Estaba sentado frente a la larga mesa al otro extremo de la sala. Fingía que estudiaba los papeles que sostenía en la mano, pero en realidad observaba la puerta de entrada. Me estaba mirando a mí.
Y ¿qué era lo que veía? Odiaba pensar en ello, pero no podía evitarlo. Imaginaba lo que debía de pensar de mí. No soy alto, pero sí de talle delgado y de espaldas anchas y musculosas debido al levantamiento de pesas. A los treinta y cinco, todavía tengo la cara de un avispado estudiante universitario, juvenil y picaruelo, con el peló corto y rizado de un negro azulado, las cejas angulosas de aspecto malvado y una sonrisa aguda. Mis ojos, discretos tras las gafas de fina montura metálica, son de color verde. Según dicen, dan la impresión de estarse riendo de la persona a la que miran, y creo que es bastante cierto. En definitiva, tengo el aspecto del típico hijo de puta que deseas ver alejado de tu mujer. Bob, pensé, debía querer lanzarme un buen puñetazo directo a la cara.
O quizás estuviera siendo injusto con él. Tal vez eso fuera lo que yo habría hecho en su lugar. En cualquier caso, su expresión debió de transformarse al verme entrar, o cambió el color de sus mejillas porque, un segundo más tarde, Jane March siguió su mirada subrepticia, se giró y me miró por encima del hombro. Frunció las cejas y yo casi podía oírla preguntándose qué diablos pasaba.
Tragué saliva y solté un silbido suave. Resulta imposible guardar un secreto en una sala de redacción.
Con las manos en los bolsillos, de manera tan despreocupada como pude, avancé, serpenteando de un lado al otro del pasillo, hacia el despacho de redacción. Me pareció un camino muy largo. Bob, fingiendo que estudiaba unos papeles, no apartaba la mirada de mí. Sus ojos azules mostraban las enojadas profundidades de las mazmorras, pensé, aunque su cara nunca perdía la compostura acerada.
El camino sin fin terminó y me planté delante de su mesa. Bob levantó la mirada y me castigó con sus ojos de mazmorra. Jane March alzó la vista hacia mí, luego hacia Bob y finalmente de nuevo hacia mí sin pronunciar una sola palabra. A pesar del aire acondicionado de la habitación, noté que el sudor descendía por la espalda empapando la camisa. Noté que la angustia se esparcía por mi columna vertebral como una mancha.
– ¡Buenos días a todos! -exclamé soltando una risita-. ¡Ey! -añadí como un idiota.
A continuación me aclaré la garganta.
Durante un buen rato no obtuve respuesta alguna. Bob me miraba. Jane le miraba a él y luego a mí. Era una mujer bajita, con la espalda encorvada, de unos cuarenta años y con una cara ansiosa y pasada. Había trabajado en el News durante muchos años. Era como un muerto viviente y una especie de ancla para aquellos jovenzuelos que pretendían subir con demasiada rapidez.
Bob respiró profundamente, tomándose su tiempo.
– Has recibido mi mensaje -dijo al fin.
– Sí -respondí asintiendo con la cabeza tan compungido como pude.
Dejó los papeles en la mesa delante de él.
– Michelle Ziegler ha sufrido un accidente de coche -explicó.
Lo expuso de un modo terminante, cruel, como si lo tuviera bien merecido, como si no hubiera ocurrido si yo no hubiese estado en la cama con Patricia. Sin embargo, al principio no me causó ninguna impresión. Estaba tan obsesionado con el problema que teníamos los dos que… Además, durante un segundo insensato, pensé que podía tratarse de una de sus bromas estúpidas por despecho.
– ¿Qué? ¿Michelle?
– Está en coma -prosiguió Bob fríamente-. Los médicos creen que morirá.
– ¡Oh, no! ¡Dios! -En ese momento lo sentí. Mis rodillas flaquearon, sentí un estremecimiento de horror en las ingles-. Sólo tiene veintitrés años, más o menos. Acaba de salir de la universidad. Acaba de… acaba de salir de la universidad.
– Sí -afirmó Bob. Su voz sonaba triste, ahora, resueltamente decente como era en realidad-. Supongo que eso no importa demasiado cuando chocas a toda velocidad contra una pared.
– La curva del hombre muerto -añadió Jane March.
– ¡Oh, no! -exclamé-. ¿En el aparcamiento? ¿En ese giro? ¡Dios!¿Y creen que no se salvará?
– Ahora mismo eso es lo que parece -observó Bob.
– ¡Dios, oh Dios! Esa zorra estúpida. ¡Pobre criatura! Acaba de salir de la universidad.
Así, por un momento, el pequeño percance desagradable entre mi pene y la mujer de Bob quedó relegado a segundo término por la imagen de Michelle. Podía ver su gracioso cuerpo explotar contra el parabrisas. Podía sentir el impacto entre mis muslos helados. ¿Qué diablos había estado haciendo?, pensé. Bebiendo con sus amigos intelectuales. Riendo con ellos, ironizando sobre sus ignorantes colegas hasta el amanecer. Demasiado segura de sí misma como para no entrar en su coche. Demasiado terca para dejar la carretera. Quería zarandearla por ser tan terca, tan segura de sí misma. Deseé haberlo hecho la noche anterior. Vete a casa, es lo que le debería haber dicho. Quédate en casa y escribe una historia mejor. Haz algunas llamadas, concreta los hechos. Escríbelos tan bien que no les quede más opción que publicarlos. Me hubiera escuchado. No sé por qué, pero siempre lo hacía. Y acababa maldiciéndome y tachándome de fascista, cerdo y no sé cuántas cosas más, pero siempre me escuchaba. Habría tenido que atraparla por su blusa estúpida y sacudirla hasta que los ojos se le salieran de las órbitas.
Pero ahora era demasiado tarde. Bob y Jane me miraron fijamente, y toda la situación se cristalizó en mi mente. Me levanté las gafas con una mano y me froté el puente de la nariz. Comprendí toda aquella historia ridícula y me sentí mal.
– De acuerdo -dije con un suspiro-. Todo esto apesta. Apesta de verdad.
Bob asintió con la cabeza y frunció el ceño.
Yo me erguí.
– Bueno, ¿qué necesitas?
Siguió mirándome, absorto en sus pensamientos ocultos tras su expresión impasible. Me dio asco. ¿Cómo se había enterado? ¿Por qué tenía que enterarse? Deseé que me maldijera por ello. Deseé no haber visto nunca a su miserable mujer. Habría querido volver a la época en la que se podía salir fuera y batirse en duelo. Pistolas al amanecer en un bois de Bologne. Hubiera sido más fácil de soportar que todo aquello.
– Michelle tenía una entrevista programada con Frank Beachum -explicó Bob al fin.
– Frank Beachum -repetí.
Estaba pensando de nuevo en las piernas esbeltas de Michelle, en sus huesos quebradizos; en el cuerpo alto y fuerte de Patricia, en su pecho bajo mi mano. Entretanto, la mirada inmutable de Bob me consumió e hizo que las imágenes se desvanecieran.
– De acuerdo -respondí pestañeando-. De acuerdo. Frank Beachum. El tipo al que van a cargarse hoy. Sí, lo recuerdo. Michelle tenía reserva para el espectáculo.
– También tenía una entrevista con él. A las cuatro, cara a cara, en la celda de la muerte.
– Sí, sí, lo recuerdo.
– Alan quiere que hagas el reportaje en lugar de Michelle -dijo Bob.
– Alan. De acuerdo -asentí.
Empezaba a concentrarme de nuevo. Recibí el mensaje. Alan quería que yo sustituyera a Michelle. Alan me quería, Bob no. Lo que Bob quería era verme hervir como alquitrán caliente en el fondo de su mirada inquebrantable. Permanecí de pie delante suyo como un estúpido durante un par de segundos. Intenté pensar en la respuesta adecuada. Intenté pensar en lo que habría dicho si no hubiese estado durmiendo con su mujer. Si sólo fuera un reportero a quien se le diera un caso en su día libre.
– Así que Beachum… -comenté-. ¿Qué hizo? Yo no estaba en aquel entonces. Mató a una chica o algo parecido.
– A una mujer embarazada -aclaró Bob con su voz tranquila y controlada-. Una estudiante de universidad, Amy Wilson. Durante el verano trabajaba en una tienda de ultramarinos en Dogtown. Le debía dinero a Beachum, unos cincuenta dólares más o menos, por unas reparaciones que éste le había hecho en el coche. La mató de un tiro.
– Bien. ¿Algo que deba saber sobre él?
Bob levantó el hombro ligeramente.
– Trabajaba como mecánico en la estación de Amoco, en Clayton. Eso es todo.
– Es uno de esos locos renacidos -se entrometió Jane March inesperadamente.
Me sentí aliviado (y encantado) de tener un excusa para escapar de Bob y prestarle atención a ella. Sin embargo, todavía podía percibir su mirada, sus ojos, como dos finas hileras de dientes royendo mi perfil mientras la miraba.
– Sí, todos parecen renacer ante la galería de la muerte -observé-.Ese lugar parece tener la tasa de natalidad más elevada del país.
– Eh, eh, no tan de prisa -replicó Jane-. No seas tan cínico. Ya había renacido antes de que todo esto empezara. En el pasado había tenido profesiones varias, sin domicilio fijo. Nació en Michigan, creo. Familia rota y madre alcohólica. Había estado en la cárcel antes por asaltos violentos, disputas en bares y ese tipo de cosas. Y luego me parece que pasó tres años en la prisión del estado por golpear a un policía porque intentaba multarle.
– Parece un tipo razonable.
– Pero estaba completamente limpio desde hacía unos cuatro años antes del asesinato de Wilson. Salió de ese mundo y conoció a su mujer, Bunny o Bonnie o Bipsy o algo así. Ella también es una renacida. Me parece que fue ella quien le llevó hasta Jesús.
– Sí, conozco ese tipo de gente que forma clanes -comenté-. Chico conoce chica, chica salva alma de chico, chico y chica se van de juerga asesina interestatal.
– Cínico, cínico -Jane March frunció los labios remilgadamente-. Eran muy majos. Tuvieron una hija y compraron una casa en Dogtown. El tenía su empleo como mecánico y ella se ocupaba del bebé. Formaban la familia americana perfecta. El hombre estuvo completamente limpio durante tres o cuatro años. Luego, un cuatrode julio, entró en la tienda de ultramarinos, la tienda de Pocum en Dogtown. Amy Wilson estaba en la caja, le dice que no tiene el dinero que le debe…
– Y el viejo Frank simplemente pierde esos asquerosos estribos suyos.
– Eso parece.
– Tsé, tsé. Espero que al menos haya mostrado su arrepentimiento.
– Bueno, no. La verdad es que en eso ha sido un poco lento -aclaró Jane March-. Insiste en que sólo fue a la tienda a comprar salsa A-1 para la carne para poder hacer el picnic del 4 de julio.
¡Ya! Una historia muy convincente.
Sí, eso es lo que pensó el jurado. El hecho de que un tipo que estaba en la tienda lo viera salir con la pistola aún humeante no le ayudó mucho. Y luego una pobre mujer que no tenía ni idea de lo que pasaba casi lo atropelló en el aparcamiento.
– ¡Salsa A-1! ¡Me gusta! ¡Muy bueno! -me reí.
– Lo que Michelle quería con su historia era… -La voz baja, contenida y penetrante de Bob hizo que me volviera hacia él y me recordó el ambiente nauseabundo que había entre nosotros y la conversación que no estábamos teniendo cuando Jane March empezó a hablar-. Lo que quiero con esta historia -prosiguió con la mano en alto, explicando las cosas con su típico estilo de profesor de escuela- es el interés humano, ¿de acuerdo? Qué es lo que se siente al estar en la galería de la muerte el último día. No lo sobrecargues con detalles sobre el caso. Ya hemos hablado suficientemente del tema, las apelaciones y todo eso. Quiero saber el aspecto de la celda, la pinta de Beachum y lo que le ronda por la cabeza. Una crónica de interés humano, eso es lo que quiero. ¿Entendido?
– Sí, por supuesto -respondí.
Me subí las gafas que se me habían deslizado por el sudoroso puente de la nariz. Esto casi ha terminado, me dije a mí mismo. No será demasiado horrible. Todavía no, ahora no. Primero hablaríamos de la historia. Así era como Bob hacía las cosas. Profesional, ordenado, tranquilo. Primero hablaríamos de la historia y lo demás vendría a continuación. De momento, lo único que tenía que hacer era mantener la boca cerrada y la cabeza gacha; hacer el trabajo, cumplir con el encargo y conseguir pasar el día sin encarar el terrible desastre que sin duda se avecinaba. Pasaríamos el día de hoy, y mañana… quizá se acabaría el mundo. ¿Quién sabe? Tal vez tendría suerte.
– Crónica de interés humano -repetí-. Entendido.
Me pareció adivinar una mueca de aversión en la boca de Bob durante un segundo, pero su cara redonda y juvenil recobró la impasibilidad, la expresión tranquila y los ojos azules de nuevo en sus profundidades.
– Siento haberte llamado en tu día libre -puntualizó sin la más mínima inflexión en la voz.
– Eh… Sí… claro… bueno, ningún problema. Era una emergencia -respondí.
– Sí -añadió Bob-. Lo es.
Jane March le miró, me miró a mí, y de nuevo a él. Se enteraría de la verdad antes de que pasara mucho tiempo, estaba seguro de ello. Todo el mundo en el maldito edificio se enteraría de la verdad antes de que pasara mucho tiempo. Y también lo sabría mi mujer, Barbara. No quería ni pensar en ello.
– Bien. Perfectamente. De acuerdo -dije-. Estaré… me pondré… manos a la obra.
Silenciosamente, canté un aleluya cuando, al fin, pude girarme y dirigirme hacia mi mesa. Sentía el basilisco a mi espalda, pero sabía que si continuaba caminando todo iría bien. Llegaría hasta mi silla. Enterraría la cabeza en la historia. Entregaría la copia al final del día, volvería a casa y desaparecería sin dejar ninguna dirección. Algo. Ya pensaría en algo. Sentí que la boca del estómago empezaba a relajarse a medida que me apresuraba a salir de la sala.
Tres pasos. Me quedan tres pasos. Entonces podré detenerme.
«¡Mierda!», pensé. Se me había ocurrido una pregunta. En un día normal habría resultado sencillo dar media vuelta y hacer la pregunta al redactor jefe. Pero hoy no me parecía nada fácil. Mi estómago se volvió a contraer inmediatamente. Imaginé el sudor de la espalda tiñendo de gris mi camisa blanca con la mirada de Bob. Supuse que él quería que yo apareciera de nuevo tan poco como yo volverme a presentar. Me dije a mí mismo que era mejor no ir. Me dije a mí mismo que olvidara la pregunta, volviera a mi mesa y me pusiera a trabajar.
Entonces me giré. Vi los labios de Bob apretados con fuerza.
– Mmmh, ¿por qué no oyó los disparos? -pregunté.
Los labios de Bob palidecieron.
– Los disparos -repitió en voz baja.
Noté que la cara se me acaloraba, sentí un escozor debajo del límite del pelo.
– Perdón, yo sólo… La mujer de… en el… -en el no sé qué- en el aparcamiento. Jane dijo que la mujer no tenía ni idea de lo que pasaba, pero… Quiero decir que si estaba fuera debería haber oído los disparos… ¿no? -Mi voz se desvaneció poco a poco. Un nudo de temor nauseabundo subió en espiral del estómago hasta la garganta.
Las mejillas de Bob habían enrojecido.
Todo tiene una explicación. El enrojecimiento de las mejillas de Bob Findley era un fenómeno observado con terror por cada uno de los miembros del personal de redacción. Y había razones para ello. Cuando las mejillas de Bob enrojecían, quería decir que lo habías enfurecido. A pesar de su vida laboral tranquila, su carácter atento, sus esfuerzos permanentes de justicia y decencia, tú y sólo tú habías conseguido echar una cerilla en el depósito de gasolina de su ira. Y no era un evento feliz. Había historias. Historias sobre lo que él había hecho a las personas que habían conseguido hacerle rabiar. No eran historias de explosiones o diatribas. Bob no explotaba. No gritaba ni lanzaba muebles. Pero si conseguías encolerizarle, hacerle rabiar lo bastante a menudo o con suficiente intensidad, te hacía pagar por ello. Con paso lento pero seguro. Te borraba del libro de la vida. Cuenta el saber popular del periódico que ocurrió una vez, con una mujer dura y veterana que ponía continuamente en entredicho su joven criterio. Los enterados del periódico dicen que ahora trabaja como crítico de televisión en Milwaukee, aunque quizás exageraron con el golpe de efecto tétrico que le dieron a la historia. Nadie quería descubrir la verdad y yo todavía menos, habida cuenta de las circunstancias. Cuando las mejillas de Bob se pusieron escarlata de furia, mis dientes se cerraron con fuerza y mi cabeza tuvo una sacudida hacia atrás como si una granada hubiera explotado a mis pies.
Y Bob, tranquilo, enrojecido, casi vibraba en su silla. Despacio, muy despacio, dijo:
– No lo sé, Steve. No sé si habría oído los disparos o no. Quizá los oyera. No lo sé. Lo que me gustaría que hicieras, por favor, es conseguir una entrevista con Frank Beachum sobre sus sentimientos en el día de hoy. Luego desearía que transcribieras esa entrevista como una crónica de interés humano. ¿Crees que puedes limitarte a hacer eso, por favor?
– Sssí, claro, por supuesto, sin duda Bob, claro -contesté.
– Gracias -dijo Bob.
Cogió los papeles de su despacho de nuevo y se puso a estudiarlos, dando por concluido el tema. Jane March, con los ojos como platos, hinchó los carrillos y respiró con fuerza como diciendo ¡Uuauhh!
Giré sobre mis talones y crucé de nuevo el umbral como un rayo.
– De acuerdo -murmuré mientras avanzaba en línea recta hacia mi despacho-. Una crónica de interés humano. Sí, claro, no faltaría más, en seguida, por supuesto.