Aparqué el tempo en el arcén de la carretera.
– La cadena de televisión KSLM está informando en estos momentos que una fuente cercana a la oficina del gobernador ha declarado que Beachum ha expresado remordimientos por el asesinato de Amy Wilson, la mujer embarazada a la que disparó hace seis años -prosiguió el locutor.
Agarré el volante con fuerza, con la boca abierta. Me incliné hacia delante, hasta apoyar la frente contra el plástico duro del volante.
– La confesión todavía no ha sido confirmada por los funcionarios de la penitenciaría, pero la fuente, que ha preferido guardar el anonimato, ha manifestado a KSLM que Beachum confesó lamentar el daño causado a la familia de la víctima. El padre de la señora Wilson, Frederick Robertson, ha declarado que no basta con sentirlo.
Me apoyé contra el volante, mirando el suelo, sin ver nada. Frederick Robertson habló por la radio.
– Por supuesto que lo lamenta. Ahora tiene que enfrentarse al castigo y estoy convencido de que lo siente en lo más profundo de su ser. Pero con eso no nos va a devolver a mi hija. Ni nos devolverá a su hijo, mi nieto.
– El gobernador -añadió el locutor- va ha confirmado que no suspenderá la ejecución.
Levanté la cabeza. Miré a mi alrededor, aturdido. ¿Confesado? pensé. Vi la gasolinera donde Michelle Ziegler había tenido el accidente detrás de mí. Di marcha atrás con el Tempo y me dirigí hacia la cuna en el aparcamiento. Me sentía mareado y confuso. Como si estuviera invadiéndome un cieno negro. Depresión. Náuseas. Invadiéndome. Y también algo más. Odio tener que admitirlo, pero sentí alivio. Un gran alivio. El hombre había confesado. Todo había terminado. Se acabó.
Reduje la velocidad del Tempo hasta llegar a una hilera de coches aparcados donde me detuve. El locutor del noticiario había pasado a otras temas. Apagué la radio. Permanecí sentado, aferrado al volante, moviendo la cabeza, volviéndome a tragar el contenido de mi estómago. Confesado, pensé. Confesado. Todo se había acabado.
Me llevé un cigarrillo a los labios, esperando calmar mis tripas. Por extraño que parezca, lo cierto es que me creí completamente aquella historia, me la creí sin el más mínimo atisbo de duda en el momento en que la oí. Beachum había confesado. Era culpable. Me pareció que aquello lo explicaba todo. Como si de repente encajaran todas las piezas de ese largo día. No se había condenado a ningún inocente a la pena de muerte. Fuera las carreras de última hora en pro de la justicia. Todo había sido un sueño. En el fondo de mí, en algún lugar recóndito e insondable, siempre lo había sabido. Pero había seguido soñando. Y ahora él había confesado.
Golpeé el volante con el lateral de la mano. ¿Cómo había sido capaz de engañarme a mí mismo de aquella manera? ¿Cómo, pese a saber que podría decepcionarme, me había decepcionado igualmente? Sin embargo, conocía las respuestas a esas preguntas. Podía seguirles el rastro con claridad a lo largo de todo el día. Había empezado con la llamada de Bob. Su llamada a Patricia. Desde ese instante fui consciente de las consecuencias: el fin de mi trabajo y de mi matrimonio. Tal como había sucedido en Nueva York, pero peor. Y estaba desesperado porque no quería volver a pasar por todo aquello. Me había aferrado sin vacilar a aquella historia -la historia de Beachum- desde el mismo segundo en que cayó en mis manos. Había aprovechado ferozmente la oportunidad, con el deseo desesperado de salvar mi vida. Detalles insignificantes, estúpidos, como los disparos que Nancy Larson no oyó, la hilera de bolsas de patatas fritas, los ojos dubitativos del asesor fiscal y un muchacho negro comprando un refresco en al aparcamiento fuera de la tienda, habían absorbido toda mi atención y yo los había transformado en un enorme drama dentro de mi mente. Los había convertido en un sueño, un sueño de salvación, en un indulto de última hora para mí y para Beachum, para los dos.
Pero el sueño se había terminado. Él había confesado. Ahora podía verlo todo con claridad. Podía ver que no tenía nada. No tenía ni un maldito indicio que me hiciera pensar que Beachum fuera inocente del crimen. ¿Cómo había podido? ¡En un único día! ¡Después de una investigación de la policía! Después del seguimiento periodístico. Después de un juicio y de seis años de apelaciones. ¿Acaso podría alguien -alguien menos desesperado por salvar su miserable vida- creer de algún modo que el sistema de justicia americano podría cometer un error fatal tan sencillo que sería enmendado por un hombre solo en un único día?
Me reí al pensarlo. Tenía que reírme. Encendí el cigarrillo, me tragué el humo y reí. Vaya gilipollas que era. Treinta y cinco años sobre la faz de la Tierra y sin embargo tan iluso sobre los temas de la vida como un colegial.
Apagué el motor. Abrí la puerta, salí del coche y la cerré de un portazo. Crucé el aparcamiento hasta llegar a una cabina telefónica contigua a la pared de la gasolinera.
Primero llamé al periódico, pero Alan ya se había ido. Le llamé a casa. Respondió al teléfono sin aliento. Podía oír a Louis Amstrong y a Ella Fitzgerald cantando como música de fondo. Stompin’ At The Savov. Podía oír a la mujer de Alan cantando con ellos a todo pulmón.
– ¿Qué? -preguntó Alan, sofocado.
– Soy Everett.
– ¡Ev! ¡Tú, capullo de mierda! ¡Ha confesado!
– Sí, lo acabo de oír.
– Hasta Bob se echó a reír.
– Espero que hicieras fotos.
– Mira -repuso, tosiendo ligeramente mientras recuperaba el aliento-. Tal vez no sea tan grave. La mujer de Bob llamó cuando te fuiste. Bob se fue a casa a hablar con ella. Es posible que estén arreglando las cosas. Quizá te perdone.
Saqué el humo apuntando a la pared de cristal de la cabina.
– No creo que Bob haya perdonado nada a nadie en toda su vida.
– Sí, bueno. También es verdad -respondió Alan-. Lo siento.
– Estás jodido.
– Supongo que sí.
– No puedo perderle.
– No.
– A Lowenstein le encanta. A todo el mundo le encanta.
– Sí, ya.
– Tal vez podrías presentar una queja. Quiero decir que todos sabemos que se trata de una cuestión personal. Está sacando de quicio lo de la entrevista de Beachum.
– No, no. Eso lo alargaría -consideré-. Y no quiero hacerle eso a Barbara.
Hubo una pausa.
– Bueno, amigo mío…
– No te preocupes.
– Te daré un preaviso de un mes. Llamaré a algunos amigos de otros periódicos. Haré todo lo que esté en mis manos para echarte un cable.
– Lo sé, amigo. Sigue bailando.
– Amén, hermano.
Corté la comunicación, puse otra moneda en la ranura y llamé a mi mujer. Contestó al teléfono igual que siempre: seca y molesta, como si la hubiesen interrumpido en medio de un millón de tareas.
– Soy yo -saludé-. ¿Se ha acostado ya el niño?
– Todavía no -respondió bruscamente-. Justamente lo estaba cambiando.
– Espera unos quince minutos, ¿vale? Para que pueda darle las buenas noches.
Durante unos instantes permaneció callada, y yo sentí como si me hubiesen estrujado el corazón con un puño.
– De acuerdo -asintió al fin en voz baja-. Quince minutos. ¿Estarás aquí?
– Sí, estaré allí -confirmé-. He acabado. Se ha terminado. Vuelvo a casa.