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– Davy-Davy-Davy-Dave, Davy-Davy-Davy-Dave -cantaba acompañado por la música de la obertura de Guillermo Tell-. Davy-Davy-Davy-Dave. Dave-Y-Davey-Davey-Dave. Davy-Davy-Davy-Davy-Davy-Davy-Dave…

Y así continué, más o menos con el mismo estilo. Mientras cantaba, sostenía a mi hijo por la cintura, de espaldas a mí, zarandeándolo de un lado a otro mientras corríamos por la sala de estar, por el recibidor y por la habitación, de nuevo al recibidor, a su cuarto, y a la cama. Él gritaba y se reía con una risa tonta mientras le daba el paseo.

– ¡Me voy a la cama! -gritaba encantado. Lo levante por encima de la barandilla y lo acosté en el cómodo colchón con un rebote de lo más saludable. Luego me incliné, y empecé a presionar el colchón para que rebotase una y otra vez. Mi corazón era una piedra, tan duro como una piedra.

– ¡A dormir! -exclamé.

Me cogió del brazo profiriendo gritos agudos. Me separé un poco, dejando que se tranquilizara. Su risa se transformó en un murmullo sin palabras. Se abrazó a mí y se puso a observarme el antebrazo, sonriendo. Me cogió con sus manos menudas y tiró de los pelos con fuerza.

– ¿Por qué estás aquí? -preguntó.

Sonreí como un idiota. Dios mío, pensé. Dios mío.

– ¿Dónde más podría estar, hijo? -contesté, soltando una risa. Se quedó analizando la respuesta y luego me soltó el brazo.

– Ahora me voy a dormir -dijo. Se dio la vuelta y cerró los ojos.

– Bien hecho -le dije.

Casi me atraganté con las palabras. Me quedé unos instantes mirándole desde el umbral de la puerta.

Giró la cabeza sobre el colchón y me miró a hurtadillas. Sonrió al descubrirme todavía allí.

– Duérmete ya, genio -espeté.

Apagué la luz.

En el pasillo, me detuve otro instante. Quemado, hundido, destrozado, vencido. Me quedé ahí con la cabeza inclinada hacia delante y me di un masaje en las sienes con la mano. ¿Qué había hecho? ¿En qué lío me había metido? Ahora podía ver las cosas con toda claridad.

Me asustaba haber sido tan iluso durante todo el día. Y dejar de serlo. Me sentía desconcertado y vacío porque la historia Beachum había desaparecido, se había resuelto sin más. La misión de última hora se había vaporizado, el esfuerzo heroico se había convertido en una bagatela, el grial, en un espejismo, y mi trabajo, caput. No quedaba más que el recuerdo memorable de haber pasado el día de caza intentando demostrar que una hilera de bolsas de patatas fritas convertían a un hombre culpable en un inocente en el momento de su muerte. ¿Ay, Señor! La mente humana… vaya bromista.

Respiré profundamente y avancé por el pasillo.

Mi mujer estaba sentada en la mesa del comedor, una mesa oval. Había retirado los platos de la cena, el de Davy y el suyo, y estaba sentada a la cabecera de la mesa, frente a una taza de café vacía, frotándose los dedos de la mano izquierda con la derecha.

Me acerqué torpemente a la mesa y me senté frente a ella. Empecé a tamborilear en la mesa con los dedos. Badum, badum, badum. ¿Siento lo del zoológico?, pensé. ¿Siento lo de todo el día? ¿Siento lo de nuestra vida juntos? Badum, badum, badum, seguían tabaleando mis dedos en la madera de roble. Lo siento, lo siento, lo siento. Badum, badum, badum.

Barbara no me miró. Los rasgos majestuosos de su rostro estaban tristes pero firmes. Movía la mano izquierda hacia delante y hacia atrás entre los dedos de la derecha. Lentamente, de ese modo, tiró de su alianza hasta el nudillo y se la quitó.

Dejó el anillo encima de la mesa, incorporándose para dejarlo tan lejos de ella como pudo, tan cerca de mí como pudo. Se sentó de nuevo y se llevó la taza vacía a los labios para que yo no pudiera verlos temblar y se sentó, nerviosa, haciendo que el plato pequeño de la taza tintineara.

Mirando el anillo de boda hizo un ademán con la cabeza.

– Si fuera una bala, estarías muerto -ironizó.

Creo que fue el único chiste espontáneo que le oí nunca.

Permanecí sentado un buen rato, sin pronunciar palabra. Me escocían los ojos. Observaba cómo el aro de oro se enfocaba y se desenfocaba, se prolongaba en forma de rayos al mirar el reflejo de la luz y desaparecía. ¿Y eso es todo?, pensé, dejando de tamborilear con los dedos. ¿De eso había tenido tanto miedo durante ese día eterno? Miedo de perderla, simplemente. A ella, a quien no amaba. Y separarme de Davy, a quien apenas veía. ¿Esa era toda la motivación oculta tras la fantasía Beachum? Esa larga y alucinante táctica dilatoria, ¿no quería sino evitar aquello?

Los dos nos quedamos un rato mirando la alianza, Barbara también. Cuando la miré, ella seguía concentrada en el anillo. Con la espalda erguida y la cabeza alzada, una de sus expresiones más altaneras y aristocráticas. Lo de la alianza era algo que se tomaba muy a pecho, eso de desprenderse de la alianza. Aunque, pensándolo bien, se lo tomaba todo muy a pecho. Siempre lo había hecho.

– Bien -solté al fin, con la mano reposando inmóvil en el extremo de la mesa. Déjame adivinar… ¿te ha llamado Bob?

– ¿Y qué más da quién me haya llamado? -preguntó con un bufido de enojo.

Moví la cabeza.

– Ella me llamó, si tanto te interesa. Tu Patricia.

– Bien -asentí-. Bien, bien, bien.

Al igual que la confesión de Frank Beachum, aquello me cuadró al instante. Patricia había llamado. Ella había querido que la hiciera sufrir y ahora se vengaba por haber accedido a sus deseos. Y la verdad es que lo merecía, lo cual era, probablemente, lo más extraño de todo.

– Intentó enviarte un mensaje al busca -añadió Barbara.

– Ya -repuse.

Me había olvidado de sacarlo de la guantera al salir de la prisión.

– Estaba llorando. Quería que supieras que todo se había acabado y que sentía que Bob forzara tu despido.

– Muy amable de su parte dejar un mensaje -me reí.

Barbara me miró despectiva desde su altitud moral.

– ¿Realmente pensabas que yo no lo sabía?

– Esa loca de Patricia… -murmuré.

Lo cierto es que creía que la había engañado por completo, pero decidí no confesarlo.

– Le dije que no se preocupara -prosiguió Barbara-. Le dije que era propio de ti. Que forma parte de tu personalidad.

– Sí, claro.

– Aunque, que me maten si me equivoco, pero no parece que te satisfaga mucho.

Me encogí de hombros. La satisfacción también era otro de los temas importantes para Barbara.

Tras un momento de silencio, me levanté y cogí el anillo. Lo cogí entre el pulgar y el corazón, girándolo de un lado a otro, mirando cómo se reflejaba en él la luz de la pequeña araña de luces que pendía del techo. En la cara interior había una inscripción. Sólo su nombre: Barbara Everett. En aquel momento era su nuevo nombre y parecía muy romántico.

Cerré el puño en torno al anillo.

– … duro para el niño -comenté. Me aclaré la garganta-. ¿No crees que será bastante duro para el niño?

Enarcó las cejas.

– Buena hora para pensar en eso, Ev.

Intenté responder, pero esa piedra, mi corazón, me lo impidió. Algún bracero en mis malditas entrañas se empeñaba en hacerlo subir hasta la garganta y dejarlo caer de nuevo, ¡bang!, hasta el pecho. Pobre Davy, pensé miserablemente. Pobre chaval. Con Barbara pendiente de él a cada momento, cuidándolo, huraña y decente. ¿Quién le iba a enseñar ahora a hacer el loco? ¿A desobedecer? ¿A tirarse pedos en silencio y hacer que todo el mundo culpe al chaval que esté sentado a su lado? ¿Quién le iba a enseñar que la mejor manera de tratar con un matón es comprender sus incertidumbres y luego lanzarle el codo con toda rapidez al puente de su nariz horrible? ¿O cómo decir que sí a las mujeres cuando te dicen cómo hacer las cosas para poder meterte en sus bragas sin demasiada palabrería?¿Cómo aprendería a negar de vez en cuando la importancia de los débiles y a reírse con disimulo del sufrimiento humano? Pobre cachorro. Barbara, con sus grandes instintos en aras de la compasión y de la moralidad, con su gran alma. ¡Dios! Sin mí, lo enterraría por completo.

– Oye -proferí con voz temblorosa-. ¿Es por las mujeres? ¿Es lo de las mujeres lo que te molesta tanto?

Me miró, perpleja.

– Quiero decir que no tenemos por qué ser un matrimonio como los demás. Puedes ir con otros hombres de vez en cuando -proseguí-. Los mataría, claro está, pero antes podrías acostarte con ellos. Quiero decir que, qué diablos, hace dos mil años que Jesucristo murió, ahora podemos dictar nuestras propias normas.

Una proposición fastuosa.

– Tal vez esa es tu idea del matrimonio, Ev -respondió, tal como habría podido suponer-, pero no es la mía.

– ¿Y por qué no? -espeté desesperadamente-. Al fin y al cabo, no me quieres.

Esa mirada perpleja seguía esculpida en su rostro, pero tenía los ojos vidriosos y los labios le temblaban de nuevo.

– Dios, tú eres imbécil -observó en voz baja-. No sabes nada de nadie que no seas tú. Te inventas a la gente en tu cabeza, decides lo que piensan y, hagan lo que hagan, simplemente los metes en el formato que has decidido para ellos. No entiendes nada.

– ¡Oh! -exclamé.

– Y ahora, lárgate de aquí.

Pero me quedé sentado un poco más. Abrí la mano y jugué con el anillo durante unos minutos. Apreté los labios para evitar que temblaran.

Finalmente, me metí la alianza en el bolsillo de la camisa, me levanté y me fui.

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