5

El Hombre Chocho estaba esperando en la esquina de Pine Street. Una figura oscura arrastrando los pies por entre los callejones, del centro de la ciudad, entre ladrillo rojo, hormigón blanco y cristal antirreflejante. Un negro de mediana edad con un gabán sucio de color gris, a pesar del clima, un gabán manchado y desgastado. Apestaba a vino y a orina. Tenía cara de pocos amigos, con barba de tres días, y los ojos amarillos y con las venas rojas muy visibles. Pero estaba atento y vigilante de modo feroz: movía la cabeza, la mirada, rápidamente de un lado a otro. Y mantenía un parloteo constante dirigiéndose a todos y cada uno de los últimos peatones del mediodía.

Cuando se acercaban hombres, les pedía dinero.

– Dame pasta -espetaba-. Tú tienes pasta. Cantidad de pasta. Yo no tengo pasta, dame algo de tu pasta, tienes pasta mogollón tío, veo que tienes pasta -proseguía.

Y cuando las mujeres pasaban, cuando huían de él apretando los labios con rabia y disgusto, les pedía sexo del mismo modo.

– Dame un poco de ese chocho, cielo, quiero un poco de ese chocho que tienes, tienes chocho mogollón, para quién guardas todo ese chocho, necesito ese chocho con pan, cielo, dame tu chocho con pan.

Había aparcado en un garaje cercano y me dirigía hacia Bread Factor, a toda prisa. El Hombre Chocho me abordó al acercarme a la esquina con la boca abierta y una sonrisa de rapiña, mostrando los dientes grises.

– ¡Steve! -gritó-. ¡Steve! ¿Eres tú, viejo periodista? ¿Eres el viejo periodista? Sé que tú tienes mi dinero, Steve. Sé que tienes dinero mogollón. Dame algo de ese dinero.

Pude sentir el hedor cuando se acercó, con la cabeza mirando al suelo y la mano tendida. Todavía tenía el llanto miserable de mi hijo en la memoria, y un malestar que me resultaba demasiado familiar se arremolinaba en mi interior como si fuera una bomba de gas. No estaba de humor para el Hombre Chocho. Por el hedor a meados que desprendía y la nube de vómito y alcohol en su aliento. Por la mirada de las mujeres al pasar, y no sólo las muecas de rabia y disgusto, sino también el miedo que se deducía al ver cómo aceleraban el paso. Odiaba al vagabundo. Me daba náuseas.

– Dame algo de ese dinero, Ste… -pidió. Pero entonces una chica con un vestido de topos trató de escabullirse por el otro lado. Agarró el bolso, acelerando el paso hacia el restaurante. Pero el Hombre Chocho la descubrió en seguida.

– ¡Ey, hermana! -gritó (la llamó hermana porque también era negra)-. ¡Ey, hermana! Sé que tienes un chocho muy dulce, tienes un chocho dulce con pan, dame un poco de ese chocho.

– Toma -dije-. Cierra ese jodido pico.

Se giró hacia mí y su hermana se escurrió con la boca encogida. Yo había sacado mi cartera y ojeaba rápidamente los billetes. Siempre le daba un billete de cinco a ese bastardo cuando le veía, porque así se largaba a otra parte. En el mismo instante en que recibía los cinco pavos se iba a buscar una botella y desaparecía durante horas, tragando y engullendo detrás de algún contenedor en un callejón cualquiera.

– Aquí está la pasta gruñó, husmeando alrededor de mi cartera cono un buitre nervioso-. Dame cinco, dame diez, dame veinte, veinte dólares, Steve, veinte dólares con pan.

Saqué uno de cinco se lo lancé, girando la cara para evitar su aliento.

– No lo gastes en comida, cara de culo -espeté.

La mano que tenía en el bolsillo hizo un gesto rápido y el billete desapareció.

– ¿Cinco dólares? -preguntó-. ¿Eso es todo lo que vas a darme?

– ¿Cinco podridos dólares? Podrías darme veinte. Podrías darme cien, tienes mucho dinero. Tienes dinero con pan, Steve.

Pero ya se alejaba poco a poco, hablando de espaldas a mí por encima del hombro. Doblando el billete por la mitad y luego en cuartos y deslizándolo en el bolsillo de su abrigo aferrado en su puño. Unos segundos más tarde andaba por la acera, cabizbajo y concentrado, ignorando a los transeúntes, ignorándolo todo excepto el sueño dorado de la tienda de licores al Final del día. Deseé que se emborrachara lo suficiente como para caer de bruces delante de un camión.

Avancé unos pasos, haciendo una mueca, hasta llegar a Bread Factory.

Era un pequeño restaurante de comida rápida muy vistoso, emplazado en la esquina rodeado de cristales. Empujé la puerta con el hombro y me llego el olor de la pasta fermentada, que me hizo olvidar el mal olor del hombre Chocho. La cola propia de la hora de comer había mermado, pero la gente detrás del mostrador todavía repartía panecillos redondos y platos de ensalada. Los clientes se sentaban aquí y allí masticando entre las mesas ribeteadas con linóleo. Exploré la sala con la vista y localicé a Porterhouse en una esquina. Estaba sentado solo en una mesa para dos, con una taza vacía delante de él. Me vio y me saludó con gesto tímido.

Su aspecto era como su voz. Lo cual no suele ser así (eso es algo que se aprende al trabajar como periodista, por teléfono, gran parte del tiempo). Sin embargo, él era la viva imagen de su propio trémolo titubeante. Unos cuarenta y pocos años. Bajito, calvo y con una cabeza redonda como una moneda de cinco centavos. Llevaba un pequeño bigote que escondía una boca delgada y pálida, y sus ojos parecían los de una víctima, inquietos y asustados tras la gruesa montura cuadrada de las gafas. A primera vista no me gustó. Pero en ese momento, y con mi estado anímico, seguramente nadie me habría gustado.

Le hice una señal levantando el dedo, indicándole que esperara un instante. Estaba hambriento como un lobo y, cuando el último cliente retiró su bandeja del mostrador, me detuve y pedí un panecillo y un café.

Llevé el pedido hasta la mesa de la esquina, dejé la bandeja y le tendí la mano. Él tendió la suya. La palma de su mano estaba húmeda. Me senté frente a él.

– Discúlpeme por comer mientras hablamos me excusé, moviendo ligeramente el panecillo-. No he tenido tiempo de almorzar.

Sin embargo, era una mentira. No lo sentía. No me importaba. ¿Qué más le daba a él si yo comía mientras hablábamos? Maldito capullo de mierda que me había separado de mi hijo cuando estábamos en el zoológico. Sí, claro, era culpa mía, pero culparle a él me hacía sentir mejor y no parecía lo suficientemente grande como para impresionarme. Cogí el panecillo y le pegué un bocado, masticando ruidosamente, bebiendo un poco de café para hacerlo bajar.

Porterhouse intentó no mirarme. Agitaba nerviosamente los dedos alrededor del vaso. Miraba de un lado a otro.

– Supongo que la vida de un periodista es muy agitada -contentó al cabo de un momento.

Yo tragué el café y le miré con expresión reprobadora.

– Sí, y este es mi día libre -señalé.

Me miró como si pidiera disculpas. Se pasó la lengua por los labios. El borde inferior de la taza de café de plástico emitió un rudo al rozar el linóleo. Seguramente entonces se le ocurrió que debía imponerse. Parecía la clase de tío al que se le ocurrían esas cosas de vez en cuando.

– Bueno, yo… yo también tengo un programa bastante apretado, señor Everett -resolvió con firmeza-. ¿En qué puedo ayudarle?

Le lancé otra mirada amenazadora a través del café, pero podía oír a mi hijo otra vez en mi cabeza. ¡Vayámonos al zoológico! Podía oír su gemido lastimero. El disgusto luchaba contra la rabia en mi interior y lo cierto es que venció en tres asaltos consecutivos. Me recliné en el respaldo de caña de la endeble silla de marco metálico. Suspiré. Pobre bastardo, pensé al mirar a Porterhouse, al observar la nuez de su garganta agitada.

– Bien -anuncié al fin, colocando el portavasos delante de mí. Me subí las gafas de montura metálica y enlacé los dedos encima del ribete de linóleo. Respiré hondo-. Le agradezco que haya venido. De hecho, sólo quería tener una idea de cómo se siente hoy… ya sabe, ahora que Beachum va a ser ejecutado. Teniendo en cuenta que fue condenado en función de su testimonio. ¿Le preocupa?

Supongo que era el tipo de pregunta que estaba esperando o, al menos, parecía preparado para ella. Ladeó la barbilla y miró con ojos pensativos e inquietos durante un instante. Entonces empezó a recitar un discurso que había compuesto, imagino, en el mismo momento en que recibió mi mensaje. Pegué otro bocado al panecillo mientras él hablaba, bebí otro sorbo de café Probablemente tendría que haber sacado el bloc de notas y fingir que escribía algo, pero todo aquella información era bastante ridícula, e imaginé que si era preciso podría reconstruirla en la oficina sin ningún problema.

– Un hombre tiene una responsabilidad para con sus vecinos -prosiguió Porterhouse-. No se pueden tener en cuenta sólo los sentimientos personales. Es importante que se haga justicia de acuerdo con las leyes del país… Etcétera, etcétera. La porquería habitual.

Al acabar, volvió a mojarse los labios y gesticuló nerviosamente con una de sus dos pequeñas manos rosadas.

– No piensa tomar notas o grabar la conversación o algo por el estilo? -preguntó-. En general, cuando me ha entrevistado algún periodista… quiero decir que…

– Sí, bueno, tengo memoria fotográfica -respondí.

La verdad es que me pareció una respuesta estúpida incluso a mí, así que saqué un pequeño bloc de notas del bolsillo trasero. Lo puse sobre la mesa al lado del panecillo y lo abrí por una página en blanco. Saqué un bolígrafo del bolsillo y lo destapé.

– ¿Y no duda nunca? ¿No duda nunca de su testimonio? ¿No piensa nunca que tal vez se haya equivocado? -inquirí.

Porterhouse se movió con aire fanfarrón sentado en la silla. Hizo un gesto con sus pequeños hombros debajo del traje gris de rayas y esbozó una sonrisa jactanciosa con la comisura de los labios.

– Supongo que se podría decir que no soy el tipo de persona que se ahoga en un mar de dudas con demasiada facilidad -aseguró-. Asegúrate de que tienes razón y sigue adelante, ése es mi lema.

Anoté el lema en el cuaderno.

– Como Davy Crockett -añadí.

Rió en voz baja y se frotó las manos lentamente.

– Sí, creo que se podría decir así.

Se estaba imaginando el titular del día siguiente: Asesor Fiscal, El Nuevo Crockett. Yo, por mi parte, imaginaba a Davy, mi hijo. Saltando cuando entré en casa, demasiado emocionado como para pronunciar palabra alguna. Vamos… vamos… ¡vamos al zoológico! No quería seguir allí ni un minuto más, hablando con ese tipo sobre nada. Para nada. Una conversación vana, y la verdad es que ya sabía que iba a ser así antes de venir.

Alcé la mirada. Me sentía cansado y deprimido.

– ¿Así que no tiene la más mínima duda de que Frank Beachum fue el hombre que usted vio salir de la tienda ese día?

Esbozó la misma sonrisa jactanciosa e hizo un gesto viril con su cabeza circular.

– Exactamente. Ni la más mínima duda.

– Usted le vio la cara y vio la pistola en su mano.

– Sí, lo vi -contestó con orgullo-. Se puede decir que estoy tan seguro de eso como de cualquier cosa en este mundo.

– Desde la entrada al fondo de la tienda, donde está el baño.

– Correcto.

Asentí lentamente, mirándole. Sus rasgos redondos, rosados y seguros, y esa sonrisa afectada, pagada de sí. Era una pregunta estúpida, pensé. ¿Estaba seguro? ¡Por Dios! ¡Claro que sí! Por supuesto que estaba seguro. Tenía que estarlo. Para convencer a la pasma, para ir al tribunal. Para defenderse en un interrogatorio severo. Para enviar a alguien a la casa de la muerte. Era un pequeño hombre engreído, pero no era un mal tipo, al fin y al cabo. No era un malvado. Por supuesto que estaba seguro. No podía recordar por qué me había parecido tan urgente hablar con él.

¡Vamos al zoológico!

Porterhouse se aclaró la garganta y echó una ojeada a mi bloc de notas.

Animado, escribí rápidamente. Tan seguro… copio de cualquier cosa en este mundo. Delante de mí, el asesor se hinchó como un pavo real, satisfecho. Se llevó la mano a la boca y se acicaló ligeramente el pequeño bigote.

– ¿Cómo pudo ver algo por encima de las bolsas de patatas fritas? -le pregunté.

La pregunta me salió del alma, de repente, cuando ya casi había renunciado a hacerla. No me parecía que tuviera ningún sentido. Pero se la hice a pesar de todo, sin pensar.

Quiero describir lo que ocurrió justo después con tanto detalle como pueda. Porque, de hecho, no ocurrió nada. Nada en absoluto. Porterhouse no se echó hacia atrás, ni se llevó la mano a la frente con gesto horrorizado ante el descubrimiento. No derramó su taza de café, ni inventó mentiras tartamudeando, ni se puso a jugar con el cuello almidonado de manera reveladora. No parpadeó.

Simplemente, al cabo de un momento de pausa, dijo:

– No le entiendo. ¿Qué bolsas de patatas? Tenía una visión muy clara.

Y yo sabía que no estaba diciendo la verdad.

– ¿Cómo lo sabía? ¿Cómo podría explicarlo? No fue nada de lo que vi, ni nada de lo que dijo. Me resultaba imposible decir qué señal, qué fuerza eléctrica, que entonación inaudible, qué sustancia química o qué olor me convenció de ello. Lo único que sé es que estaba sentado delante de él, al otro lado de la mesa de linóleo en Bread Factory, y en el instante de la pausa antes de que respondiera, noté -algo- ¿cómo podría definirlo? -su espíritu-, noté que su espíritu temblaba como una vela. Y supe que no había visto a Frank Beachum salir corriendo de esa tienda.

No mentía. De eso estaba casi seguro. Pero era un hombre pequeño que deseaba con todas sus fuerzas que la gente le considerara un gran hombre. Eso también fue algo que comprendí, o creí comprender, sin que pronunciara una sola palabra. Quería ser un gran hombre, y durante un tiempo, hace unos seis años, lo Fue. Había estado en una tienda en el momento del asesinato de una joven. Había visto a un hombre entrar en la tienda y charlar con la joven que estaba detrás del mostrador. Y tal vez ella llegó a disculparse porque le debía algún dinero. O quizás él dijo: Amy no olvides que me debes una pasta. Y entonces Dale Porterhouse entró en el baño para echar una meadita. Y oyo el grito: ¡No, por favor! ¡Eso no! Y el disparo.

Y más tarde llegó la policía. Los policías altos y duros con sus pesados cinturones y sus armas. Le habían preguntado lo que sabía, lo que había visto. Y quería que fueran amables con él. Quería que le dieran una palmadita en el hombro y le dijeran: Bien hecho, amigo, con sus voces graves y profundas. Y había muchachas en su oficina a las que quería deslumbrar, y hombres que le envidiarían, y el juicio… En el momento en que el juicio empezó, imagino que él mismo se lo creía. No considero que cometiera perjurio. No creo que hubiera superado un interrogatorio detallado si no hubiese tenido las cosas claras en su mente. Opino que él ya se había convencido en aquel entonces, y que estaba convencido ahora. Pienso que lo creía hasta el momento en que le pregunté lo de las bolsas de patatas fritas. Entonces, por un momento, durante la pausa que hubo antes de que empezara a hablar, entonces, creo, recordó la verdad. Su memoria se entreabrió en ese instante y la luz de su espíritu tembló en el aire. Eso es lo que vi. Y recordó que no podía ver, que no había visto nada por encima de las bolsas de patatas fritas.

Sin embargo, a mi parecer, un segundo después, volvió a creerse su propia historia. Todo sucedió así de rápido.

– Lo vi todo, exactamente como he explicado -aclaró-. Evidentemente, informaría a las autoridades inmediatamente si tuviera la más mínima duda.

Asentí. La fuerte luz de la lampara barata que yacía sobre la mesa se reflejó en el extremo de mis gafas. Observándole a través del destello luminoso, pensé:

No, no le vio. No tienen nada, nada de nada, contra ese tipo, Beachum. Nadie le vio. Nadie oyó los disparos. Nadie puede encontrar ninguna referencia de la pistola. No tienen ni una maldita pista. Y esta noche se lo cargarán.

– Muchas gracias, señor Porterhouse indiqué, cogiendo la taza de café.

Y ¿qué pasa Si es inocente?, pensé.

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