3

El sol no había perdido su color en absoluto y brillaba radiante pese a ponerse al oeste sobre las desiertos de sal que rodeaban Osage. Debajo, tras las cálidas líneas temblorosas que surgían de la autopista, las siluetas oscuras de los policías estatales se desplazaban apiñadas junto a sus coches. Aparte de éstos y de las patrullas que no cesaban de controlar el perímetro, el gran complejo cuadrado de la prisión parecía muy tranquilo. Era necesario acercarse antes de apreciar los hombres en las torres, antes de verles girar la cabeza lentamente supervisando las enormes llanuras.

En el interior de los muros, también reinaba la calma. Los prisioneros habían recibido la cena más pronto de lo habitual y les habían encerrado en sus celdas para el resto de la noche. Un doble turno de guardias vigilaba cada bloque. Los guardias supervisaban las secciones inexorable y cautelosamente. Podían oír a los prisioneros en sus celdas voceando y con alguna explosión de rabia ocasional. Y podían oír, más allá de ese murmullo, más allá de ese zumbido incesante de movimiento y maquinaria, la música animada de los monitores de televisión junto a las paredes. En las pantallas, Michael J. Fox y Christopher Lloyd iban de Regreso al futuro por tercera vez. Era el vídeo post-cena y a lo largo de la noche pasarían otros vídeos. Arnold McCardle había programado las películas porno para más entrada la noche, para que captaran la atención de los presos durante la ejecución de Frank Beachum.


Había más actividad en el centro de visitas. El personal de cocina estaba en plena ocupación. Limpiaban suelos y mesas y luego las colocaban unas al lado de las otras. Trabajaban rápidamente, pues querían que el olor del desinfectante se disipara antes de la llegada de los dignatarios y los testigos. A continuación, servirían todo tipo de refrigerios en las largas mesas: café, refrescos y patatas fritas antes de empezar, y vino y bocadillos después para quienes les apeteciera tomarlos.

La sala de conferencias principal de la prisión también estaba ocupada, llena de gente. Luther, Arnold, Reuben Skycok -todo el equipo de ejecución- estaban presentes, así como los ingenieros que tenían que velar por el buen funcionamiento de los teléfonos y de la maquinaria, el doctor que se ocuparía de supervisar el corazón del prisionero, la enfermera que le buscaría la vena en el brazo y los guardias que le atarían a la camilla. Todos los que iban a participar de un modo u otro en el procedimiento final estaban reunidos en torno a la mesa o apoyados en las paredes, escuchando atentamente mientras Luther les informaba sobre sus respectivas misiones una última vez.

Ellos escuchaban y Luther se sentía satisfecho al ver sus rostros solemnes. Incluso Reuben Skycok se reservaba su conocido sentido del humor en aras de un cierto decoro. Los ojos de Luther pasaban de uno a otro mientras hablaba. Sabía lo que sentían, cada uno de ellos. Estaban emocionados, y avergonzados de estar emocionados; asustados, y avergonzados de estar asustados. Vio a algunos en el grupo que nunca habían pasado por aquello anteriormente, y también sabía cómo se sentían. Hasta qué punto querían hacerlo bien delante de los veteranos. Hasta qué punto querían mantener el ánimo desesperadamente, que no les consideraran el eslabón débil. Luther continuaba su discurso. Sus ojos se detuvieron un instante en Maura O’Brien, la única mujer de la sala. Su rostro mofletudo estaba inmóvil y serio como el de los demás. Sus labios pálidos formaban una línea fina. A Luther no le agradaba la idea de tener a una mujer en el equipo, pero conocía a Maura y admiraba su firmeza. Nunca había soportado los comentarios críticos de los hombres de la cárcel, así que seguro que esta vez tampoco iba a dejarse vencer.

Los ojos de Luther se movían y él continuaba hablando. Finalmente, supo que todos le miraban a el. Todo el personal de ejecución contaba con su carácter serio y formal, su sonrisa resuelta. Aprovechaba su liderazgo natural para ganar fuerza, así que prestaba mucha atención -como siempre había hecho- a su aspecto imperturbable. Hablaba lenta y pesadamente, repantigado en su sillón con las piernas extendidas, gesticulando cómodamente con una mano. Y sonriendo. Esa sonrisa blanda. Como si estuviera contando una historia sobre la trucha que se burló de él el pasado mes de junio en Quenton’s Brook. Eso era lo que necesitaban y eso era lo que él les daba. No podía permitirse, ninguno de ellos podía permitirse, ni el sistema judicial del estado de Missouri podía permitirse tener un responsable capaz de vacilar en el último momento.

Así que Luther Plunkitt siguió hablando sin dar muestra alguna del peso que le corroía implacable en su interior, o de cuán molesta, cuán pesada se había vuelto la carga para entonces.

En el patio pequeño y cuadrado que se encontraba justo al exterior del edificio médico no había nadie. Nada se movía. El aire era espeso y cálido. El pedazo de cielo que quedaba a la vista estaba inexorablemente despejado. Los grillos cantaban desde las grietas de la pared, y las cigarras cantaban en las escasas parcelas de hierba cobriza que surgía por entre el asfalto. Pero los insectos permanecían invisibles y todo parecía tranquilo.

Al otro lado de la puerta, en el vestíbulo de la unidad hospitalaria, no había pacientes, no había nadie. Una enfermera sola andaba silenciosamente detrás de la ventana a prueba de balas. El guardia de la cabina al final del vestíbulo observaba sin expresión el monitor de circuito cerrado. Era un guardia nuevo, contratado sólo durante una hora, mientras tenía lugar la reunión en la sala de conferencias.

En la puerta de la celda de la muerte también había un guardia nuevo y en el interior un nuevo oficial de guardia, porque Benson también había asistido a la reunión. El nuevo oficial de guardia era un musculitos de pelo blanco llamado Len. Estaba encantado de haber podido conseguir esa media jornada pagada como una entera, pues necesitaba el dinero porque su nuevo amante era el típico rey de las fiestas y quería pasarse prácticamente cada fin de semana en los clubes de homosexuales más caros de St. Louis. El trabajo, a primera vista, parecía bastante fácil. Todo lo que tenía que hacer era sentarse en la larga mesa debajo del reloj y teclear una nota en el informe cronológico cuando algo sucedía. Y no sucedía prácticamente nada. El prisionero y su mujer parecían muy agradables, gente tranquila, lo que a Len le parecía estupendo.


De hecho, Frank y Bonnie apenas se habían movido en la última media hora. Estaban sentados a la mesa detrás de los barrotes de la celda. Sentados uno frente a otro con las manos cogidas, los ojos de uno clavados en los del otro. Una profunda sensación de placidez y serenidad les había embargado. Sabían que Bonnie tendría que irse pronto y eso les sosegaba. Tenían una sensación de admiración triste, una especie de pavor y respeto por la inevitable separación. Se sentían muy cerca el uno del otro, más de lo que habían podido sentir en mucho tiempo.

En voz muy baja, íntima y ronca, la pareja hablaba sosegadamente. No tenían que pensar en qué decir, simplemente les salía de dentro.

– Lo que me preocupa -murmuró Frank a los ojos de su mujer-, lo que me preocupa más que nada es Gail.

– Ella te quiere, Frank. Ama a su padre -respondió Bonnie.

– No quiero que piense nunca que, bueno…

– No lo pensará. Te conoce.

– No permitas que llegue a pensarlo nunca jamás. Se lo dirás, ¿de acuerdo?

– Se lo diré, cariño, te lo juro.

– Díselo.

– Lo haré.

– Me preocupa, ¿sabes? -observó Frank en voz baja, apretando las manos de ella entre las suyas sobre la mesa-. A veces la gente se harta de oír algo, aunque sea cierto. Se cansa de oír siempre la misma historia.

– Nunca creerá…

– Sobre todo los niños. Les dices algo y…

– Lo sé.

– … y sólo porque siguen oyendo lo mismo, creen que no es así. -Lo sé. Pero nunca creerá que fueras capaz de herir a nadie, Frank. Ama a su padre más que a nada en el mundo.

Frank asintió. Luchaba contra el impulso de mirar el reloj. No faltaría mucho, eso era todo lo que necesitaba saber. Pronto vendrían por ella. Siguió mirándola a los ojos.

– Le he escrito… -murmuró tragando saliva.

– ¿Qué?

– Le he escrito una carta. Algo… Pensé que tal vez le gustaría tener algo. Quería dárselo mientras estuvo aquí, pero…

– Será un tesoro para ella. Su tesoro más preciado.

– Me pareció una bobada, ¿sabes? La forma en que me miraba cuando se la llevaban. Sólo era una maldita carta.

– … tesoro… -Era todo lo que su mujer consiguió pronunciar.

– Yo quería estar allí para ella.

– Lo sé.

– Quería que lo supiera.

– Lo sabrá.

Frank apretó los labios con fuerza.

– Da igual -repuso-. Lo importante ahora es superar todo esto.

– No tengas miedo, cariño. Yo estaré aquí. Y Jesús estará contigo.

– Odio tener que hacerte ver esto.

– Estaré contigo.

Frank asintió.

– Si al menos pudiera verte… Si pudiera ver tu cara…

– Me verás.

– Eso me ayudaría.

– Me pondré en un lugar donde puedas verme.

Apretó sus manos con más fuerza, sin mirar el reloj. Faltaría poco. Mirándola a los ojos, las palabras brotaban de él.

– Yo no quería que te ocurriera algo así, Bonnie.

– Lo se, lo sé.

– Esto no es lo que yo había planeado para nosotros.

– No le des más vueltas, Frank.

Movió ligeramente la cabeza.

– ¡Dios! ¡Dios! Esta vida… Te lo digo de verdad. Esto no ha resultado como hubiera debido… No me lo explico, Bonnie. Cuesta comprender para qué ha servido toda nuestra vida, qué ha pasado. Lo único que de verdad ha tenido sentido en mi vida eres tú, tú y Gail. Eso daba sentido a mi vida. Pero fue tan breve… No sé. Quizá no se pueda pedir más, no lo sé, quizá debería estar agradecido, probablemente, no lo se. Me parecía como, no sé, como si fuera un sueño. Como si lo hubiera soñado. Y entonces… esta maldita historia.

– A mí tampoco me ha importado nada en esta vida, excepto tú y Gail. No he amado a nadie más que a ti. Desde el día en que te vi -aseguró Bonnie.

– Maldita sea. ¿Y qué sentido tiene?

– Tienes que tener fe, Frank. Tienes que tenerla. Sólo sé que Dios tiene algún plan para ti. Sé que Él tiene algo que ver en todo esto.

– Es difícil de ver, ¿sabes? Difícil de comprender. Ojalá tuviera tiempo, más tiempo. Pero no parece que a nosotros nos quede mucho.

– No, no. Pero yo te quiero, Frank. Te quiero tanto. Siempre estaremos juntos, te lo prometo.

– Maldita sea. Parece una broma. No llego a entender…

– Tienes que tener fe. Jesús no te abandonará.

– Lo sé -suspiró.

Y la puerta de la celda se abrió.

Bonnie se quedó sin respiración. Apretó las manos con fuerza. No separó los ojos de los de Frank. Él intentó aferrarse a ella, a su mirada, pero, finalmente, se giró y vio a Luther Plunkitt de pie junto a la celda. Benson entró después.

El alcaide levantó la mano con un gesto de disculpa. Su sonrisa también pedía perdón.

– Lo siento, Frank. Tenemos que pedirle a la señora Beachum que se vaya ahora.

Frank asintió.

– Sólo un minuto, por favor.

– Claro -aceptó Luther.

Frank se giró hacia Bonnie. Sus ojos empezaban a llenarse de lágrimas y los labios le temblaban.

– ¡Oh, Dios! -exclamó Bonnie.

– ¡No, no, no! -susurró él.

– Te prometo que no sé cómo voy a… -No terminó la frase. Apretó las manos de él con fuerza.

– Después no podré… bueno… no podré decir adiós.

Ella sólo podía mover la cabeza.

– Cuida de nuestra hija, Bonnie.

– Lo haré. Sabes que lo haré.

Sacó la carta que había escrito del bolsillo y la apretó en las manos de su mujer.

– Dásela cuando sea mayor… No sé hasta que punto sería bueno que…

– Se la daré. Para ella esta carta lo será todo.

– Cuida de ella, Bonnie.

Te lo prometo.

– Y cuídate tú también. Cuídate mucho.

Bonnie rompió en sollozos, las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Frank no creyó que pudiera soportarlo.

– Nos volveremos a encontrar, cariño, -profirió-. Y será para siempre. Nos volveremos a encontrar.

– Lo sé -intentó decir Bonnie.

– Háblame y escucha -explicó. Yo estaré allí. Estaré escuchando. Cuéntame cómo van mis chicas.

– Lo haré. Te lo prometo.

Frank se levantó, sosteniendo las manos de ella, empujando la silla hacia atrás con su cuerpo. La ayudó a levantarse. Permanecieron de pie, mirándose el uno al otro, cogiéndose las manos.

– ¡Oh, Dios! ¡Frank! -exclamó Bonnie-. ¿Cómo ha podido ocurrirnos esto?

Frank sintió que iba a perder el control, así que la abrazó con fuerza para que no viera cómo sus ojos se empañaban.

– Dios te bendiga -le susurró al oído-. Dios te bendiga, Bonnie. Tú me has dado la única vida que ha valido la pena.

Ella continuó susurrando una y otra vez que le quería mientras mantenía la cabeza apoyada en su hombro y él le acariciaba el pelo.

Fuera de la celda, Luther asintió mirando a Benson, quien se acercó a la celda. Introdujo la llave en el interruptor de la pared y los barrotes de la celda empezaron a retroceder.

Frank soltó a su mujer. Llorando, estudió su cara, cada centímetro. Frank se mordió los labios intentando no perder la calma. La tomó del brazo, y la guió en dirección a los barrotes. Notó que la manga de su blusa se le escapaba de los dedos cuando ella traspasaba la puerta. Los barrotes traquetearon al cerrarse, separándoles.

Luther y Benson esperaban a un lado respetuosamente, para dejar paso a Bonnie. Avanzó cabizbaja hacia la puerta de la celda y cuando llegó a ella, se volvió para mirarle, pero fue incapaz de decirle adiós.

– Adiós, Bonnie -se despidió Frank.

Luther y el levantador de pesas de pelo blanco la acompañaron fuera.

Benson se quedó más atrás. Miró a Frank un momento y lentamente dio la espalda a la celda.

Frank miraba a través de los barrotes a la puerta de entrada. Sintió una angustia salvaje y terrible de alivio. Se ha acabado, pensó. Había hecho todo lo que estaba en sus manos por ella.

Dejo caer la cabeza entre sus manos y empezó a sollozar, ruidosamente, dolorosamente, mientras su cuerpo temblaba de forma incontrolada.

Загрузка...