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Cuatro guardias escoltaban la camilla hasta la puerta de la galería de la muerte. Luther Plunkitt dirigía el pelotón. Cuando llegó a la puerta hizo una pausa y una seña de que esperaran. Los guardias permanecieron donde estaban, dos a cada lado de la camilla. Eran hombres fuertes y cada uno de ellos llevaba un escudo antidisturbios de plástico en el brazo así como una porra de goma que pendía del cinturón. Los hombres formaban el llamado equipo de las correas. Estaban allí para vestir a Beachum, acostarlo en la camilla y atarlo; y llevarlo hasta la cámara de la muerte.

El jefe del equipo llevaba un paquete envuelto en papel marrón. En la puerta, Luther ladeó la cabeza y golpeó el pecho del guardia con el nudillo. A continuación, hizo un gesto al guardia que vigilaba en la galería de la muerte y la puerta se abrió. Luther entró y el guardia responsable del paquete le siguió. Los otros tres esperaron fuera junto a la camilla.


Frank Beachum estaba sentado en el borde de la cama, cabizbajo. El reverendo Flowers estaba en la silla junto a él, inclinado hacia él, casi sobre él, murmurando sin cesar en un tono de voz bajo y lúgubre.

– Voy a poner tu mano en la mano de Dios -rezaba el reverendo-. El Señor está contigo, mira a Jesucristo y verás cómo lograrás sobrellevar todo esto. Él andará contigo, andará contigo hacia la gloria…

Murmuraba sin pensar, parloteando desde la angustia alquitranada que le invadía, una letanía estúpida con la que casi logró hipnotizarse a sí mismo.

Beachum se llevaba las manos al rostro para humedecerse los labios secos una y otra vez, lo escondía entre las rodillas y se incorporaba de nuevo. Tenía los ojos clavados en el suelo y meneaba la cabeza.

– Juro por Dios que yo no hice nada, Hallan -repetía sin cesar-. Nada. Lo juro. Tiene que decírselo. ¡Dios! Mi Bonnie. Gail. Mi pequeña. Yo no he hecho nada.

Hacía un buen rato que ambos habían traspasado la frontera de la razón.


La puerta se abrió de repente y Beachum emitió un ruido tímido y aterrorizado. Se puso rígido como si la corriente le hubiese sacudido el cuerpo. Cuando Luther Plunkitt entró, lanzó una mirada fugaz y llena de pánico a la puerta y al reloj, al reloj y a la puerta. Las once, sólo las once. Todavía no era la hora, pensó furiosamente. Faltaba una hora, un hora entera.


Tras hacer un pequeño ademán con la cabeza a Benson, Luther se acercó a la celda. Su paso era firme y su expresión imperturbable, con aquella sonrisa sin sentido tan propia de él. Estaba decidido, conocía sus obligaciones, y su mente había entrado en una zona en la que sólo había acción. Sabía que podía contar con ello en momentos como ésos: en una batalla, bajo presión, en un ataque. Durante la próxima hora, se transformaría en las cosas que debía decir y hacer. Se convertiría en un trabajo y cumpliría con su cometido.

Se acercó a los barrotes. Vio cómo Beachum se ponía en pie y el reverendo junto a él. Pronunció las palabras que tenía que pronunciar en el tono de necesidad compasiva que él consideraba la voz del estado de Missouri.

– Frank. Voy a pedirle al reverendo que salga un momento para que puedas cambiarte de ropa y ocuparte de algunas cosas. Luego podrá volver a entrar.

Hizo una seña al reverendo sin dejar de esbozar su sonrisa blanda. Sin embargo, en alguna parte remota de su cerebro, tomó nota de los ojos brillantes y aterrorizados del prisionero y de su boca, inquieta como la de un insecto: el semblante misteriosamente dócil, pálido y asustado de todos y cada uno de los muertos que había visto. Y era confusamente consciente del lento hervor de terror que borbotaba en lo más hondo de su ser. Pero lo ignoró, pues sabía muy bien cómo hacerlo.


Los barrotes de la celda se deslizaron hacia atrás. Flowers puso la mano en el hombro de Beachum.

– Estaré fuera, Frank. Volveré en cuanto pueda.

Las palabras sonaron tranquilizadoras, pero Frank apenas las comprendió.

Beachum se tornó hacia él, como un invidente, se giró siguiendo el sonido de su voz. Los ojos del convicto estaban tan brillantes, tan llenos de súplicas desesperadas que parecían retener a Flowers con la simple fuerza de la mirada. Flowers estaba impaciente por salir de allí, sólo un minuto, sólo para respirar. Se odiaba a sí mismo por ello, pero se alegraba de la necesidad de alejarse de la mirada de Beachum y salir de la celda.

Avanzó rápidamente hacia la puerta y tuvo que obligarse a detenerse un instante y volverse a mirar hacia atrás con una sonrisa tranquilizadora. Luego, la puerta se abrió y él siguió su camino.

Salir de la celda fue como despertar de su propia tumba: el alivio fue inmenso. Y, sin embargo, en el mismo momento en el que entró en el vestíbulo, vio la camilla, con las gruesas correas de cuero, su presencia sofocante, y el equipo de las correas, los tres guardias relajados, profesionales e implacables. No pudo permitirse flaquear o dar ningún grito sofocado al aire del vestíbulo. El reverendo Flowers intentó pasar por delante de aquellos hombres con toda la dignidad de la que fue capaz.

Siguió andando por el pasillo hasta el punto de control, donde le permitieron pasar a la sección médica. Preguntó por el aseo de caballeros, y una enfermera le indicó el camino.

Hasta que no estuvo en el urinario no pudo liberar la tensión que guardaba dentro de él. Apoyó la cabeza contra la pared de hormigón, se cogió el pene con los dedos y se puso a orinar. Cerró los ojos y respiró con la boca abierta.

– ¡Señor! ¡Señor! ¡Señor! -susurró-. ¿Por qué permites que nos hagamos esto los unos a los otros?


En la celda, el guardia del equipo de las correas dejé el paquete sobre la mesa. A Beachum le pareció que al caer había provocado un estruendo: ¡pam!, y se alejó del paquete en una especie de horror místico, mirando el suave papel marrón como si se tratara de un paquete bomba.

El alcaide le estaba hablando, pero para Frank sólo era un sonido, un murmullo inexorable, como el tictac del reloj, empujándole suavemente a la siguiente etapa de los procedimientos. Él no había hecho nada, pero eso no iba a cambiar las cosas.

– Frank -explicó el alcaide-, te hemos traído una muda, tal como te había explicado. Te voy a pedir que te pongas esta ropa, sin olvidar los calzoncillos especiales que se facilitan por motivos higiénicos. Es preciso que te los pongas y debo preguntarte si piensas oponerte a ello.

El sentido de las palabras parecía llegar a Frank momentos después de haber sido pronunciadas, como una traducción a través de auriculares. Cuando comprendió el significado de las mismas, se le ocurrieron tantas respuestas y reacciones posibles que le parecía imposible que un único segundo pudiera contenerlas todas: era el tiempo condensado de los sueños. Se imaginó rebelándose, gritando, abalanzándose sobre el guardia, quizá matándole, tal vez forzando a los guardias a atarle desnudo por pura fuerza, tal vez saltando sobre ellos, corriendo en la noche para encontrarse con Bonnie y huyendo con ella, cogidos de la mano… Y al mismo tiempo, como en un sueño, se sentía demasiado débil para moverse, incluso para hablar, con los músculos lánguidos por el miedo, con la voluntad marchita y cobarde. Y, pese a todo, en ese instante, antes de haber decidido lo que iba a hacer, antes de notar que tenía fuerza suficiente, dio un paso hacia delante y cogió el paquete. Sólo era una muda, eso era todo; todavía no era la cosa, la cosa en sí.

Con la mano agarrando el papel marrón, notó como si hubiera hecho un pacto entre sí mismo y esa etapa, sólo con esa etapa, el cambio de ropa. Aceptaba cambiarse de ropa, pero eso no lo comprometía con la etapa siguiente, con el siguiente paso. Sabía, aunque no quería ser consciente de ello, que así sería hasta el final: el juego no consistía en aceptar el proceso en su conjunto sino sólo una de las etapas, cada paso, paso a paso, con la esperanza de que el siguiente trajera consigo la rebelión o el rescate pese a que, de hecho, las decisiones ya estaban tomadas. Y así hasta el final.

Cogió el paquete, con la mirada clavada en Plunkitt.

– Bien -oyó decir al alcaide.


Era lo mejor que Luther Plunkitt podía hacer; lo mínimo y lo máximo que podía hacer. El protocolo oficial exigía que los cuatro guardias del equipo de las correas entraran en la celda, rodearan al prisionero y se aseguraran de que pensaba ponerse las ropas limpias y los pañales higiénicos. Se suponía que el mensaje debía ser claro y contundente: o te vistes o te vestimos. Pero a Luther no le gustaba hacerlo de aquella manera. Un hombre necesitaba cierta dignidad, aunque ello conllevara un riesgo para la seguridad. Debemos dejar que un hombre tome sus propias decisiones siempre que sea posible. Luther había tomado la decisión profesional de que Beachum, al final, se comportaría como un hombre y haría lo que tenía que hacer.

Luther empezó a hablar de nuevo, no maquinalmente, sino con fluidez, sin apenas tener que pensar en las palabras, simplemente diciendo lo que tenía que decir.

– Me parece que sería oportuno, Frank, que aprovecharas la oportunidad para ir al baño. Por tu propia comodidad, ya que tal vez no puedas hacerlo más tarde.

Frank, sosteniendo el paquete, mirando al vacío, asintió.

Luther hizo una seña al guardia del equipo de las correas. Éste salió de la celda y la puerta de barrotes se cerró.

– Esperaré fuera -indicó Luther-. El guardia me avisará cuando hayas terminado.

Frank Beachum se sentó en el váter de acero en un rincón de la celda. Se dejó los pantalones puestos, bajados hasta los tobillos: si se los hubiera quitado se habría sentido demasiado desnudo e indefenso. Tampoco quería verse a sí mismo. Aun entonces, sentado como estaba, cuando se miró el pene, se sintió mal. Lo tenía arrugado, del tamaño de una falange del pulgar, y el escroto tan tenso que sus testículos eran prácticamente invisibles. Aquella imagen hizo que se odiara a sí mismo.

Corrían todo tipo de historias en Osage, en las celdas, en el patio, sobre cómo te dejaban follar con tu mujer en la celda de la muerte. Al menos te dejan echar un buen polvo antes de irte, decían los prisioneros. Frank no sabía si aquello era cierto o no. Ni cuando Bonnie había estado allí, nunca había tenido menos ganas de hacer el amor en toda su vida. Y ahora la necesidad había desaparecido por completo, hielo gris donde antaño había habido una ascua firme e incandescente. Podía recordar con lucidez, como si le hubiera sucedido a otro hombre, su propio pasado, rostros de mujeres empapados por el sudor, los pliegues grises y blanquecinos de las sábanas, las formas de las cabeceras de las camas, los colores de las paredes. Se recordaba a sí mismo penetrando a una vaquera de Kansas con placer eufórico, o follándose a una zorra de las Badlands como un torbellino de furia desenfrenada, o inclinado sobre Bonnie como un cielo sólido, como si nada pudiera llover a través de él y herirla: parecía que todo había sido bueno, una buena vida. Pero ya no quedaba nada, todo lo palpable se había esfumado. La imagen de su verga arrugada hizo que se odiara a sí mismo por no tener nada, por ser un trozo de carne débil, fláccida y castrada obligada a arrastrarse por las distintas etapas de su propia muerte. Incluso su imaginación había perdido el poder visceral. La capacidad de pensar en el olor, en el sabor de un coño, uno de los placeres de su tiempo libre, era superior a él. Le daba asco, le hacía enfermar de fiebre, como una náusea de impotencia. La forma en que la orina caía, gota a gota con esfuerzo -para describirlo de algún modo-, le martilleaba la mente y hacía que se sintiera aún más repugnante.

Al igual que un hombre ardiendo de fiebre, débilmente, se levantó y se subió los pantalones. Se sacó la camisa por encima de la cabeza y desdobló la camiseta blanca y planchada del paquete que yacía sobre la mesa. Se la puso y se quitó los pantalones. Tuvo que tragarse un halo de repugnancia y humillación al ponerse los calzoncillos de plástico. El último artículo, unos pantalones verdes anchos, se los puso tan rápida y torpemente que casi se cayó. En cualquier caso, y con los pantalones puestos, podía sentir el plástico en contacto con su piel, recordatorio de cuán indefenso, desvalido y desamparado estaba, y de su virilidad perdida.

Cuando terminó de vestirse, se quedó de pie con los hombros hundidos, la barbilla baja, la boca entreabierta y los ojos mirando el suelo con brillo apagado. La puerta se abrió, y el alcaide entró. Se acercó a los barrotes de la celda y asintió mirando al prisionero.

– Bien -repitió.


A las once y cuarto, más o menos, Luther salió de la celda y anunció a Flowers que podía volver a entrar. Flowers estaba en el vestíbulo detrás de la camilla, intentando no mirarla pero sin poder evitarlo de vez en cuando, y estremeciéndose con una sensación odiosa y macabra. Rodeó la camilla para llegar a la puerta, y él y Luther se cruzaron justo en el umbral. El reverendo, alto, de rostro negro e impresionante, gravedad monumental y ojos tristes y amarillentos, miró al hombre bajito de cabello canoso, rostro de masilla y ojos pequeños y marmóreos. El alcaide se giró. En ese momento, Flowers se sintió más próximo a Plunkitt que a Beachum, que a cualquier otra persona. Reconoció a un compañero en la desgracia, descubrió en la mirada del alcaide un sentimiento que él amagaba en su propio corazón: gracias, Señor, porque todo estaba a punto de terminar. Ya casi había terminado.


Flowers había sacado la Biblia del bolsillo de la americana y se había sentado en la cama de Beachum para leerle unos párrafos.

– El Señor es mi pastor -rezó con voz profunda de barítono-. Nada me falta. / Me hace recostar en verdes pastos / y me lleva a frescas aguas. / Recrea mi alma…

Le sorprendió, como solía suceder, el gran consuelo que ese salmo le producía. A veces pensaba que ello se debía únicamente a su ritmo o al sonido de las palabras tanto como a su significado. Al leerlo, su mente se bañaba en él como en agua caliente, y la agitación de su estómago se suavizaba. Lo leía con emoción sincera.

– Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, / no temo mal alguno, / porque tú estás conmigo…

Procuró modular la voz para transmitir el consuelo por el espacio existente entre sus labios y el oído del convicto. Ese pequeño espacio infinito.

A Beachum las palabras le alegraron, el sonido de una voz humana, aunque toda la concentración de su alma estaba en el cigarrillo. El semblante cansado y ojeroso inclinado hacia aquel cigarrillo y el mechón de cabello suspendido sobre la frente. Dio una profunda calada con un silbido, inspirando el humo como si de vino dulce se tratara. Cuando llegó a la colilla, encendió otro cigarrillo con ella y lo fumó de la misma forma, con la misma intensidad. No quería que esos últimos instantes se perdieran sin darse ese placer.

Y entretanto seguía mirando el reloj, alzando la cabeza a intervalos cada vez más cortos, deseando que el cambio no fuera demasiado grande desde la última mirada, temeroso de que le cogieran desprevenido, pero asqueado por la imagen del movimiento incesante del minutero.

Cuando miró a otra parte, se perdió durante unos instantes soñando despierto en el pasado: el olor del césped recién cortado, el calor del verano en la piel, el bebé en la caja de arena, su mujer a la puerta con la botella vacía de salsa A-1. Pero no por demasiado tiempo. El reloj avanzaba con más rapidez cuando no le prestaba atención, así que lo miró de nuevo y dio otra calada al cigarrillo. Y pensó que él no había hecho nada, que había de encontrar la forma de hacérselo comprender, y entonces empezó de nuevo a soñar despierto mientras el salmo lo arrullaba.

El humo, el reverendo, el sueño, el reloj.

A las once y media entraron con la camilla.


Luther, por supuesto, comprendía la importancia de la camilla. Era lo más importante. En las reuniones de protocolo, él fue el primero en sugerir que se atara al prisionero en la misma celda y que fuera conducido de esta forma hasta la cámara de ejecución, en lugar de ir andando hasta la cámara y atar en ella al convicto. El momento más difícil para los prisioneros era la primera vez que veían la larga mesa con las gruesas correas de cuero. Era el momento en que las probabilidades de que se asustaran y cayeran en el pánico eran mayores. En cierto modo, los prisioneros no se consideraban a sí mismos completamente indefensos. Simplemente era algo que no podían imaginar. Podían tener fantasías sobre una posible huida o imaginarse resistiéndose y «cogiendo a un rehén». Pero la imagen de la camilla con las correas, la estructura metálica y las ruedas gruesas les devolvían de golpe el sentido de la realidad. Una vez atado a ella, un convicto sabía que no quedaban más alternativas. Nadie le pediría por favor que se vistiera o fuera aquí o allí. Sencillamente lo transportarían de un lugar a otro, lo llevarían por los pasillos hasta la cámara final, tan fácilmente como quien lleva un carro de la compra. Ni tan sólo podría alejar el brazo cuando le clavaran la aguja.

Luther sabía que era preciso pasar por ese trance lo más rápidamente posible. Tenía que suceder en un espacio restringido pero con una presencia importante de guardias.

Cuando el prisionero estaba atado a la camilla, lo peor del procedimiento había pasado.


Así que esto sucedió con la mayor diligencia y sigilo.

En el momento en que la camilla entró en la galería, la puerta de barrotes se abrió. Beachum apenas tuvo tiempo de ponerse de pie, de mirar aterrorizado el reloj cuando la cosa ya estaba en la celda a su lado, entre él y Flowers, acorralándole. Y los guardias le rodeaban, empujándole hacia la mesa.

Y, sin embargo, en el tiempo condensado de los sueños, hubo un instante interminable, antes de que el grupo de guardias se ciñera en torno a él, antes de que la primera mano poderosa le rozara el brazo, en el que Frank aún imaginó un amplio abanico de situaciones posibles: la huida hacia la libertad, el asesinato del guardia, la huida planeada desde tiempo atrás y retrasada hasta ese momento inesperado, o simplemente despertar en su propia cama con el olor fresco del rocío de las hojas de verano llevado por el aire hasta la ventana de la habitación.

Y de nuevo, antes de decidir qué camino tomar, antes de consentir en el proceso, antes de decidir que les acompañaría, accedió, girando su cuerpo para que les fuera más fácil subirle a la mesa, levantándose con el tierno apoyo de la mano de un guardia, acostándose sobre la sábana áspera, mirando los fluorescentes e incluso pensando: sólo es esto, sólo es la camilla, no es la cosa, no es la cosa en sí misma; mientras las correas de cuero le cruzaban el cuerpo con toda rapidez, con mano experta, y luego las ajustaban con fuerza, hasta que quedó bien atado.

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