7

Cuando el reverendo Stanley B. Shillerman entró en la oficina de Luther Plunkitt, el alcaide estaba sentado en el sillón de cuero de respaldo alto detrás de su mesa. Luther no podía evitar mirar al hombre de arriba abajo, desde su rostro beatífico hasta sus mocasines marrones deportivos, pasando por la camisa blanca abierta y los tejanos. Lo examinó todo con mirada de acero.

El alcaide no era un hombre que odiara a mucha gente. Se enorgullecía de su tolerancia, de considerar toda la comedia humana desde un punto de vista irónico y misericordioso. Tenía un sentido estricto de lo que está bien y lo que está mal y había descubierto que, si uno se lo proponía, podía pasar por la vida tranquilamente siendo honesto. Haces tu trabajo, proteges tu terreno y dejas a los criminales y a los locos que se apañen por su cuenta. Ésa era su filosofía. Pese a ello, no estaba preparado para el ataque de rabia que le provocó la presencia del reverendo Stanley B. Shillerman y que se le quedó atragantado. Sintió cómo la rabia afloraba, centelleante como una luz, por cada uno de los poros de su piel, atacando en oleadas. Podía imaginar las olas, rompiendo contra el hombre que tenía frente a él, golpeándolo, engulléndolo, arrastrándolo al fondo del mar. No recordaba la última vez que se había sentido tan enojado.

– Reverendo -saludó, inclinándose hacia delante, cruzando las manos elegantemente sobre el papel secafirmas del escritorio.

Shillerman adoptó una expresión de sobria benevolencia pero, cuando se toparon las miradas de los dos hombres, Luther observó que un ligero rubor iluminaba las mejillas fofas del predicador. Las suaves arrugas de su piel parecían frías y húmedas. Luther se alegró. Shillerman podía sentir las olas de rabia que emanaban de él, y asintió satisfecho. Esbozó una sonrisa blanda.

– ¿Cómo va todo por aquí? -preguntó Shillerman, con voz ronca-. ¿Hay algo que yo pueda hacer? He estado, bueno, ya sabe, he ido a visitar a los prisioneros, dispuesto a prestar mi oído para acoger sus preocupaciones, pero bueno, si me necesitan, si alguno de los hombres precisa un oído dispuesto, soy su hombre. Ya sabe, aquí estoy. Shillerman habló en voz baja, pero deprisa, con un ligero temblor al final de sus frases.

Luther continuó asintiendo, continuó sonriendo.

– Reverendo -respondió-. Parece ser que la televisión ha anunciado que el prisionero Beachum ha confesado. Y parece ser que la información procede de una fuente cercana a la oficina del gobernador.

El reverendo levantó la barbilla y apoyó su peso en el pie derecho, doblando la rodilla izquierda. Abrió la boca y gesticuló con la mano, pero no dijo nada. Luther le miraba, sintiendo que las olas de rabia se volvían incontrolables.

Finalmente, Shillerman se aclaró la garganta.

– Sí, bueno, por supuesto, de vez en cuando, los asistentes del gobernador me llaman para tratar sobre temas de la incumbencia del gobernador.

Es decir que Sam Tandy, su cuñado, le llamaba para que diera parte de sus informes de espionaje. Luther asintió y sonrió, con las manos enlazadas delante de él.

– Y, evidentemente -prosiguió Shillerman, creo que ello forma parte del importante papel de enlace que puedo desempeñar, en beneficio de todas las partes, y, en un momento como éste, cuando hay mucha… humm… mucha gente que acude al gobernador pidiendo clemencia y demás, humo… cualquier información que afecte la decisión personal del gobernador podría ser crucial.

Luther asintió. Sonrió. Las olas de rabia empezaban a aflorar. Shillerman se mojó los labios y continuó.

– Por consiguiente, si mi servicio y las discusiones espirituales que mantengo con un prisionero pueden, sin violar el principio de la confidencialidad, claro está, evidentemente, en fin, huelga decirlo… pueden aportar algo a la información de que dispone el gobernador, pues creo… creo que ello constituye un aspecto importante de mi función como pastor en una prisión, y humm…

Luther movía la cabeza de arriba abajo. Seguía esbozando la misma sonrisa y sus ojos seguían tan duros como diamantes azules, increíblemente brillantes.

– ¡Pero yo no apruebo las filtraciones a la prensa! -se apresuró a añadir Stanley Shillerman-. Yo no… y si en algún momento he cometido… Si he interpretado mal algo que me haya dicho el prisionero en el transcurso de mis consejos espirituales, por supuesto… pero si me dice, me refiero al prisionero, si me dice «Lo siento» con estas palabras, en estas condiciones extremas, entonces, cuando el ayudante del gobernador, en nombre del propio gobernador, acude a mí esperando que haya, como corresponde a mi trabajo y usted mismo sabe, que haya estado ayudando espiritualmente a ese hombre y de esta forma le puedo comunicar al gobernador lo que resulta necesario e incluso urgente para su conocimiento en un momento en que la gente acude a él, cuando, bueno… -El reverendo se ruborizó un poco más y Luther podía ver cómo el sudor se le agolpaba en los pliegues de la cara-. Pero, por supuesto, si en algún momento he interpretado mal, bueno… Y podría ver el daño causado -profirió Shillerman-. Y podría ver el daño que, humm…, sería, humm, de naturaleza… Y si le ha parecido… -hizo un gran gesto sobre la mesa hacia Luther-, si a usted le pareciera que algo que yo hubiese hecho… O que el sentido de lo que yo entendí hubiera podido perjudicar de algún modo… -Shillerman tragó saliva. La mano con la que gesticulaba empezó a temblar, así que la bajó y la apretó con fuerza contra la pernera de los tejanos-. Y sé que al gobernador no le gustaría que usted… pero si comprendiera que en el tipo de comunicación espiritual esas cosas van y vienen entre el prisionero y yo y, claro, en circunstancias extremas se puede interpretar de muchas maneras o si… Humm, si usted quisiera… -Shillerman intentó soltar una risita amistosa y movió la cabeza, sudando. Luther le miró, asintiendo, esbozando su blanda sonrisa-. Bueno, ni por un minuto, eso está más claro que el agua -añadió Shillerman-. Y si usted sintiera de algún modo que, bueno, sabiendo hasta qué punto este trabajo es importante para mí y para mi familia y que yo he intentado comunicar, una y otra vez, Dios lo sabe, quiero decir que, Dios sabe, Luther, con los elementos que vienen a este lugar, sí claro, es una prisión, como, por supuesto, usted sabe perfectamente, y yo no quisiera en modo alguno que usted tuviera la impresión de que mi actuación a ese respecto ha sido tal que se viera obligado a decir a alguien que pudiera afectarme que había sido perjudicial. Y usted sabe que cada día le pido a Dios que me oriente, y sé que también es su Dios y eso es algo entre nosotros que podemos comprender, bueno, si pudiera dirigirme a usted en ese sentido, entonces me costaría pensar que no pudiera decir a, por ejemplo, la prensa o a los asistentes del gobernador o al gobernador o, de hecho, a cualquier futuro empleador que pudiera estar dispuesto a considerar mi sacerdocio con la importancia que usted sabe tiene para mi mujer y mi familia y todo aquel que me conoce y comprende mi posición, yo espero sinceramente que usted pueda decirle a toda esta gente con toda caridad y misericordia, Luther, que soy un hombre que, como comprenderá, un hombre que se puede tomar en consideración de tal modo que podría acabar diciendo, con total tranquilidad de conciencia que, bueno, como digo, soy un hombre. Uh. Un hombre que…

Con lo cual, Shillerman se calló. Se mojó los labios otra vez y se quedó con la boca abierta, pero sin pronunciar palabra. Tenía el rostro sonrojado y húmedo, y el sudor le caía desde la frente hasta la pechera de la camisa y hasta el suelo. Apoyó su peso sobre el otro pie y volvió a cambiar, mirando a Luther por encima de la mesa con ojos vidriosos. Luther podía ver que le temblaba todo el cuerpo, desde la cabeza hasta la punta de los pies. Y se alegraba de ello.

El alcaide siguió asintiendo durante mucho tiempo. Siguió esbozando su sonrisa blanda. Ahora tendría que llamar a la oficina del gobernador, pensó. Aclarar ese malentendido. Enviar una nota a la prensa: no había habido ninguna confesión. No iba a haber ninguna confesión. Luther no cesaba de pedir a Dios que la hubiera, pero no la habría. Una parte de él sabía que ese era el motivo de su enojo: que no habría confesión. No en el caso de Beachum. Nunca. Las olas de rabia no iban a cesar.

Mañana por la mañana a primera hora, pensó, se libraría de ese hijo de puta. Con Sam Tandy o sin él, se aseguraría de que el reverendo Stanley B. Shillerman se fuera al diablo a mil leguas de allí. Se aseguraría de que no trabajara nunca más en ninguna institución penitenciaria entre San Andreas Fault y Júpiter.

Asintió. Esbozó su blanda sonrisa.

– Eso será todo por ahora, reverendo -repuso.

Загрузка...