– Un hipopótamo! -gritó Davv.
¡Mierda!, pensé.
Se encontraba justo tras la entrada del zoológico, en un espacio cubierto por trocitos de madera iluminado por el sol y situado debajo de unos árboles verdes: una estatua de metro veinte de altura, un hipopótamo con una boca inmensa abierta. Había dos o tres chavales escalándolo, gateando por la boca del animal, patinando por la espalda, serpenteando entre las patas rollizas. Davy me soltó la mano y echó a correr hacia él, agitando los brazos por la emoción. Era capaz de pasar media hora en esa cosa antes de ni siquiera pensar en entrar a ver a los animales de verdad.
Miré el reloj. Era la una y cuarto. Tenía que llegar a la cárcel sobre las tres, más o menos, tal vez un poco más tarde. Seguramente podía olvidarme de hablar con Porterhouse antes de eso. Metí las manos en los bolsillos y me acerqué tranquilamente a Davy dando puntapiés a las astillas. Intenté minimizar la importancia del hecho. De todos modos, no era nada importante. Como lo de Nancy Larson los disparos. Simplemente se trataba de un cabo suelto que podría atar tan pronto como analizara la cuestión más de cerca.
Davy acababa de introducir la cabecita rubia dentro de la boca del hipopótamo. Escudriñando las negras profundidades mientras se balanceaba sobre las puntas de los pies. Esperando a que el niño que estaba dentro saliera y así poder entrar él. Podía oír el zumbido de mi estómago mientras le miraba. Malditas patatas fritas. Seguramente no era nada importante, pero chisporroteaban en el estómago como si se tratara de una chispa eléctrica saltando de polo a polo. Por supuesto, en aquel momento oía tantas chispas y chisporroteos que me sentía como el laboratorio del doctor Frankestein en la gran noche.
Pero aquello era distinto y deseé que Porterhouse hubiera salido a correr un poco más tarde. Y deseé no haber llevado a mi maldito hijo al maldito zoológico.
Davy sacó la cabeza por la boca del hipopótamo cuando me acerqué. Su cara estaba radiante e iluminada.
– Mira papá, es el hipo -dijo.
Me esforcé en esbozar una sonrisa bonachona.
– ¡Caramba! Sí, eso es.
– ¿Por qué es un hipo? -me preguntó.
– Bueno hijo, esa es una pregunta existencial.
– Oh.
El niño que estaba en la boca del hipopótamo salió a gatas y Davy, que conocía perfectamente las leyes de la selva infantil, empezó a abrirse paso antes de que algún listillo intentara colarse. Puso la rodilla en la mandíbula inferior del animal y empezó a subir. Tenía el otro pie suspendido en el aire, pero se detuvo y me miró por encima del hombro.
– Voy a meterme en la boca del hipo -explicó- porque no me morderá.
– ¿Estás seguro?
Titubeó unos instantes, inseguro y luego afirmó:
– Sí, sí, porque es un hipo de mentira.
– Exacto.
Escaló hasta la boca, con la parte inferior de los pantalones cortos que avanzaban serpenteando. Yo permanecí de pie, azogado, en la sombra rota de los robles recién plantados. Era un alivio después de soportar la luz deslumbrante del sol, pero el calor del día todavía sofocaba la arboleda del hipopótamo y notaba como si la piel se convirtiera lentamente en pegamento. Como efecto secundario, el síndrome del estómago eléctrico parecía aproximarse a la superficie y esparcirse hasta el punto de que las chispas se marcaban un baile dérmico desde las ingles hasta las cejas.
Yo esperaba apoyándome en un pie y luego en el otro, impaciente e irritable, mientas las mamás y las niñeras permanecían junto a sus cochecitos, observando cómo los retoños luchaban sobre la bestia y debajo de ella.
La voz de Davy llegó a mis oídos cavernosa y resonante.
– Mira papi, ¡estoy en la boca del hipo!
– Seguro que le sabes la mar de bien.
– ¿Por qué?
Porque eres muy dulce murmuré con indiferencia. Sabía que nunca escuchaba las respuestas a sus preguntas.
Le miré a distancia mientras meneaba la cabeza, intentando salir de allí. Me volvía loco de aburrimiento, de frustración. Saqué la mano del bolsillo y me la pasé por el cogote para secarme el sudor. ¿Porqué soy así? ¿Porque nunca puedo parar?, pensé.
– ¿Por qué soy muy dulce? -preguntó Davy, mirándome con ojos de miope desde la boca del hipopótamo.
– No hay una razón precisa -respondí esbozando una sonrisa-. Simplemente naciste así.
El busca de mi cinturón emitió tres notas musicales.
– Ha hecho bip, bip, bip -exclamó Davy alegremente al tiempo que serpenteaba para salir del hipopótamo.
– Sí murmuré.
Mi mano temblaba al manosear el aparato. Le di la vuelta en el cinturón para poder leer el mensaje y reconocí el número de Porterhouse. La primera reacción fue: ¡Cielos! ¡No! ¡Ahora no!, pero ya estaba explorando el lugar con la vista en busca de una cabina telefónica.
Davy bajó hasta el suelo.
– ¡Ahora voy a subir por la espalda! -anunció.
Había visto una antes, lo recordaba. En la entrada. Justo delante de las taquillas.
– Escucha, Dave -expliqué.
Luchaba cómicamente por la quijada del animal. Era demasiado pequeño para escalarlo y levantaba los brazos para asir los lados suaves y grises dando tumbos.
– ¡Ayúdame, papá! gritó.
– Dave, escucha, tengo que ir un momento a hacer una llamada.
– Ayúdame con el hipopótamo.
Dave seguía escarbando y resbalando hacia abajo.
– Ven, tengo que ir un momento a llamar por teléfono, Dave. En seguida volvemos.
De inmediato sospeché que aquello no era más que una mentira piadosa.
Davy miró a su alrededor, sorprendido. Bajó los brazos y permaneció de pie sobre las astillas, mirándome con tristeza, desamparado.
– Pero yo quiero subir al hipopótamo ahora -replicó.
– De acuerdo, de acuerdo, pero primero tenemos que hablar por teléfono.
Frunció el ceño y pataleó con fuerza el suelo.
– No quiero hablar por teléfono. Quiero subir al hipopótamo.
– Venga hijo -insistí.
Me agaché para cogerle en brazos.
– ¡No! -Empezó a llorar-. ¡Quiero quedarme con el hipopótamo!
Se puso a gimotear, arrugó la cara y enrojeció de rabia. Se resistía en mis brazos y se giró apuntando al hipopótamo. Las madres y las niñeras fingían no darse cuenta. Me llevé a Davy de ahí.
– Sólo tenemos que… -tenía que sujetarlo con fuerza pues no cesaba de revolverse para volver a jugar-. Tenemos que…
– ¡Quiero el hipo-po-ta-moooooo! -sollozó como si su madre hubiera muerto, presionando contra mi pecho-. ¡Quiero ir al zoológico!
– Volveremos al zoológico. Volveremos -respondí desesperadamente, avanzando cada vez más rápido por entre los setos en dirección a la entrada.
Impotente, Davy hundió el rostro en mi hombro, presionando con fuerza en busca de consuelo.
– Quiero ir al… al zoológico, ahora -chilló tristemente.
Seguramente tendría que quedar con él, pensé. Con Porterhouse. Ya sabía que sucedería así. El hombre no iba a replegarse por teléfono y gritar: «Sí, sí, mi testimonio fue una mentira absoluta». De hecho, nunca cedería ni admitiría algo así. Tendría que sentarme con él, frente a él y observarle mientras daba sus explicaciones. Y debería hacerlo ahora, si podía. Antes de entrevistarme con Beachum. Quería que el cosquilleo de la duda se disipara antes de ir a la prisión. Quería saber cuál era realmente el fondo de la cuestión.
Con Davy llorando desconsoladamente en mis brazos, el sudor goteándome por la cara y el estómago revuelto por la culpabilidad y la emoción, pasé por la vistosa filigrana de la verja. El teléfono público estaba justo detrás de la pared de ladrillos del zoológico, con el signo azul centelleante bajo la luz del sol.
– Sshh -susurré a Davv, meciéndolo suavemente-. Ssshhh.
– Vamos al zoológico -gritó pegado a mi camisa.
Sosteniendo al niño con un brazo, el izquierdo, saqué unas monedas del bolsillo con la derecha. Con esa misma mano descolgué el auricular, introduje el dinero por la ranura y pulsé los botones.
– Sshh, Davy, sshh -repetí.
– Porterhouse & Stein -saludó la recepcionista.
Davy levantó la cabeza.
– ¡No hables por teléfono! -exigió, al tiempo que daba una ligera manotada al auricular.
– Con el señor Porterhouse, por favor -dije-. Soy Steve Everett del News. Sshh -mascullé a Davv. Intenté darle un beso, pero giró la cara-. Lo siento, cariño. Tengo que hacer esto.
Frunciendo el ceño, se esforzó en contener los sollozos.
– Pero volveremos al zoológico en seguida -aseguró resueltamente.
– Dígame-profirió una voz al otro lado del hilo-. Soy Dale Porterhouse.
Era una voz humilde, aguda y suave que pretendía, pensé, sonar rimbombante y más profunda y firme de lo era en realidad.
– Buenos días, señor Porterhouse. Soy Steve Everett del St. Louis News. Estoy cubriendo la ejecución de Frank Beachum y sé que usted fue uno de los principales testigos en su contra…
– Sí. -Casi podía oír cómo se envanecía al otro lado-. Sí, lo fui.
– Me preguntaba si tendría tiempo de hablar conmigo sobre el caso.
– Bueno… repuso utilizando un tono altanero y engreído-. Desgraciadamente en estos momentos estoy en una reunión. -Parecía lamentarse.
– Me preguntaba…
Tuve que mover el brazo porque Davy se giró hacia mi cadera. Miró tristemente por encima del hombro en dirección a la verja y rompió a llorar otra vez.
– Estaba escalando el hipo -reiteró, frotándose los ojos. Empezaba a estar cansado. No había dormido la siesta.
– Me preguntaba si podríamos vernos unos minutos. Sólo para saber su opinión sobre el asunto.
Sí que quería. El tono de voz delataba su deseo. El ritmo de la respiración, o alguna emanación que salía por el auricular, no lo sé. Pero sabía reconocer a los que les gusta ver su nombre en los periódicos.
– Zoológico -prosiguió Davy para sí, desconsolado. Con el corazón destrozado, volvió a apoyar la cabeza en mi hombro.
– Si, supongo… -aclaró Porterhouse-. Aquí no sería un buen lugar. Mejor será que nos veamos abajo. En Bread Company, el restaurante. ¿Lo conoce?
– En Pine Street. Sí, claro.
– Dentro de una media hora.
– Perfecto.
Davy empezó, a gimotear de nuevo al ver que me lo llevaba del zoológico, al percatarse de la dirección en la que me alejaba.
– Pero volveremos al zoológico en seguida -siguió sollozando.
El rostro se empapaba de sudor mientras corría hacia el coche.
– Volveremos, te lo prometo. Otro día, otro día Davy, te lo juro por Dios.
Se rebeló contra mí mientras lo ataba a la silla para niños, dando patadas con las piernecitas, debatiéndose inútilmente con los brazos. Yo continué en silencio, Forzando su pequeño cuerpo contra el cojín, colocandole el cinturón de seguridad entre las piernas, cerrando el seguro. Cuando me senté tras el volante, ya le había cogido una rabieta de padre y muy señor mío. Podía observarle por el retrovisor, con el rostro lívido y el cuerpo retorciendose comvulsivamente contra las correas del cinturón. Chillando sin palabras, más allá de las palabras.
– ¡Dios! Davy, para. Por favor.
Sin embargo, contuve mi rabia y la escondí con amargura en mi garganta. Encendí el motor del Tempo. Davy miró por la ventana, en dirección al zoológico, suspirando por él mientras nos alejábamos.
Recé para que se durmiera por el camino, pero no lo hizo. ¿Qué diablos pasaba con su famosa siesta? Se limitó a seguir llorando y llorando, cada vez con menos fuerza, a medida que pasábamos por debajo de los árboles, el lago y las carreteras sinuosas del parque. Ya había superado la etapa del zoológico y ahora sólo quería estar con su madre.
– Quiero ir con mamá -sollozaba.
– De acuerdo, de acuerdo -respondí yo entre dientes.
Barbara debió de oírle cuando llegamos al rellano de casa, porque una vez más abrió la puerta antes de que llegara a ella. Davy tendió los brazos hacia ella, lloriqueando, y ella lo arrancó de los míos. Se me quedó mirando, con los labios entrecerrados, mientras el encajaba la cabeza en el cuello de ella.
– Yo quería… quería… ir al zoológico -explicó-. Quería… quería… subirme al… al… quería…
Alcé las manos, pero no se me ocurrió nada que decir.
Barbara tragó saliva, meciendo a nuestro hijo suavemente en sus brazos. Yo permanecí ahí, de pie, con las manos en alto, mirando a sus imperturbables ojos azules.
– Qué… -intervino al fin, poniendo la mano en el cuello del niño, apoyando la cara contra el pelo de él-. ¿Qué tornillo te falta?
Empecé a responder, pero me cerró la puerta en las narices.