5

Faltaban menos de noventa minutos para que Bonnie y Gail hicieran su última visita. Frank las esperaba en su celda. Había terminado la carta a Gail y la había metido en el sobre sellado. Para mi querida Gail, en el día de su 18 cumpleaños, había escrito en el sobre antes de guardárselo en el bolsillo trasero de los pantalones. Poco después, uno de sus abogados, Hubert Tryron, había llamado y habían hablado un rato aunque todavía no se había recibido noticia alguna sobre la apelación. A Frank no le quedaba más que esperar la llegada de su mujer y su hija.

Así que esperó, sentado a la mesa, fumando cigarrillos. A veces se levantaba y paseaba de arriba abajo frente a los barrotes de la celda. Otros momentos se limitaba a echarse en la cama y contemplar el techo blanco. También rezaba. Sin embargo, la mayor parte del tiempo permanecía sentado. Sentado a la mesa con un cigarrillo humeante en la mano, mirando el reloj a pesar de intentar no mirarlo. Pensando: ¡Oh, Dios! ¡Dios! No creo que pueda soportarlo.

Se sentía como si las arrugas de la piel le fueran a estallar, como si su piel no pudiera contener el frígido ozono de suspense que lo llenaba, las mareas de dolor que lo invadían y que nunca acababan de retroceder. Se sentía como si su piel se mantuviera unida por fuerza de voluntad. La cara le hacía muecas por el esfuerzo, y el puño se le cerraba como si él mismo se instara a hacerlo. Por amor a Bonnie, por amor a Gail. Llegarían pronto y era la última vez que las vería. Sería el recuerdo que les quedaría de él para siempre, lo único que tendrían. Se dijo a sí mismo que ese era el destino de un hombre. Debía mostrarse fuerte para que la gente a la que amaba no sintiera miedo. Había de mostrarse sin miedo para que la gente que él amaba se sintiera segura. Eso, se dijo a sí mismo, es exactamente lo que significa ser un hombre.

Le distrajeron de sus pensamientos cuando la puerta se abrió. Demasiado temprano, pensó como si un relámpago le atravesara la mente. Temía no estar preparado para ellas. Pero quien entró no fueron Bonnie y Gail, sino el capellán de la prisión, el reverendo Stanley B. Shillerman.

Frank notó que la garganta se le estrechaba de indignación al pensar que uno de lo preciados minutos que le quedaban iba a ser malgastado con ese pequeño sapo engreído.

El reverendo Shillerman, el reverendo Gilipollas, como le llamaban los internos de Osage, se acercó al oficial de guardia, Benson, que se levantó para saludarle. Shillerman apretó con fuerza el hombro de Benson y le susurró algo al oído. Frank pudo oír la risita sofocada del capellán. A continuación, Shillerman se alejó del guarda y Benson volvió a su mesa para introducir los datos de esta última visita en el diario.

Entretanto, Shillerman se acercó a los barrotes de la celda del prisionero y permaneció allí con las manos entrelazadas, al igual que había hecho Luther Plunkitt, como si fuera a elogiar a alguien. A diferencia de Plunkitt, con su traje austero y funerario, el reverendo llevaba pantalones tejanos y una camisa blanca abierta. Tenía rasgos plácidos de clérigo y ojos vidriosos, y una voz, con un suave tono perentorio de púlpito, llena de alusiones melancólicas a las ánimas errantes.

Ahora su voz sonaba esponjosa, con una pena compasiva.

– Buenos días, Frank.

– Capellán -murmuró Frank entre dientes.

– ¿Cómo va todo, hijo?

Frank sintió un sabor amargo en la boca y casi se le escapó una sonrisa de desprecio. En su mente, compartía una broma privada con Jesús. Que le den morcilla, le decía a Cristo. El chiste era que le habría gustado acercarse a los barrotes y convertir en morcillas esa cabeza de mierda.

– Estoy bien -dijo en voz baja.

– Bien, me alegra oír eso. De verdad que sí -respondió el capellán-. He pensado que tal vez… en fin, si hay algo que pueda hacer por ti, si hay algo que deseas contarme… Quería que supieras que estoy aquí, a tu disposición.

Frank se llevó el cigarrillo a la boca lentamente. La mano abierta le cubría la parte inferior de la cara.

– No -replicó sacando el humo por la nariz-. Gracias, pero no necesito nada.

Shillerman ladeó la cabeza y cloqueó como si estuviera afligido. Frank, sin embargo, estaba seguro de que había visto una especie de asquerosa decepción en sus ojos. No conocía a ningún prisionero, ni a uno solo, que hubiera acudido al capellán en busca de consuelo o de consejo. ¡El capellán! ¡El hombre de Dios! En Osage se decía que el reverendo Gilipollas estaba de parte de los guardias. Andaba como los guardias, agresivo, contoneándose, descaradamente receloso. Por supuesto, leía la Biblia y celebraba misas los domingos, pero sobre todo le encantaba sentir el peso del walkie-talkie colgado del cinturón, y se sentía especialmente orgulloso cuando el ambiente se enrarecía y le permitían llevar una porra antidisturbios. Igual que un guardia.

Shillerman se había pasado doce años como pastor en una pequeña iglesia de un barrio obrero en St. Charles. Doce años de señoras de cabellos de oro que preparaban cacerolas llenas de atún para montar picnics y recoger fondos. Hausfraus gordas y coquetas, vestidas sin gusto y dispuestas a contarle todas sus necias moralidades. Y los hombres, sus maridos, sonriéndole. Shillerman había disfrutado de doce años con esos hombres y sus sonrisas disimuladamente burlonas. Los hombres le trataban con la misma galantería despreciativa con la que trataban a sus mujeres: usted, padre, habla de conceptos dulces y tiernos, pero ahí fuera, en el mundo real, nosotros tenemos asuntos de los que nos hemos de ocupar. Doce años con ese trato en la pequeña y sofocante capilla de St. Charles. Después utilizó la influencia de un familiar para conseguir el puesto en Osage.

Frank sólo sabía parte: de la historia, pero no tragaba a Shillerman, y el sentimiento era mutuo. Frank sabía lo que ese bastardo deseaba para él y por qué había venido hoy a la galería de la muerte. No era para reconfortarle o darle consejo espiritual, estaba convencido de ello. A Shillerman le gustaban ese tipo de cosas. El buen reverendo. Quería formar parte del espectáculo, oler la solemne emoción de la ejecución. Quería historias para poderlas contar a sus fantásticos amigos. ¿Cómo es, Stan?, le preguntarían. ¿Cómo se sienten antes de que les conduzcan al momento final? Sentado en su catre, mirando al predicador entre los barrotes, a través del humo del cigarrillo, Frank podía imaginárselo moviéndose en el sillón de su sala de estar, dejando caer pensativamente unos cubitos en su whisky, considerando seriamente la cuestión pontificando ante sus amigos sobre su amplia experiencia. Sabía perfectamente lo que ese bastardo estaba haciendo allí, por supuesto.

El reverendo Shillerman inspiró con fuerza y dejó caer los hombros. Se estaba preparando para dar su discurso.

Frank dijo con la mayor formalidad y el ceño fruncido, me han dicho que lees la Biblia. ¿Es cierto?

El reloj colgado en la pared de hormigón detrás de él siguió avanzando, la aguja minutera en su círculo sin fin, y Frank quería dispararle a los pies, gritarle: «Venga, vamos, lárgate de aquí». Sería fácil hacerlo. Dejarse llevar. Resultaba sencillo pensarlo: ¿por qué no? Adelante. ¿Qué tengo que perder? No había duda de que Benson se apresuraría a echar al capellán si el prisionero empezaba a mostrarse contrariado.

Pero Frank no saltó ni gritó. Tenía miedo. Se contuvo con todas sus fuerzas. Bonnie estaba a punto de llegar, Bonnie y Gail, y lo único que debía mostrarles era una expresión calmada, serena, para que pudieran recordarla de vez en cuando y sentirse tranquilas. Si subía el tono de voz ahora, si perdía el control, no sabía si podría volver a controlarse de nuevo. No podía permitir que ese charlatán acabara con lo último bueno que le quedaba. Le tembló la mano al acercarse el cigarrillo a los labios, pero no pronunció ni una palabra.

A pesar de ello, Shillerman prosiguió como si hubiera respondido a la pregunta en sentido afirmativo.

– Eso está bien -dijo-. Eso está muy bien, Frank. La lectura de la Biblia te será muy útil hoy… y para siempre. Pero ¿sabes Frank? -Se apoyó sobre los talones, preparándose para el gran sermón, mientras adoptaba una expresión contemplativa-. No basta con leer la Biblia. No puede ser suficiente. Lo sabes tan bien como yo. Un hombre no puede volver a su Creador con sus pecados o con su alma sin haberse arrepentido, con el daño que haya podido hacer a sus semejantes… ya sabes… sin remordimientos.

Sentado ahí, odiándole, luchando por contener la rabia y el pánico, Frank se percataba de todo. El cálculo atento en el fondo de los ojos del capellán. Sus cejas, seguro que se las depilaba para mantenerlas tan arregladas. La manera en que utilizaba tres palabras cuando una bastaba y la forma en que pretendía sonar importante y bíblico sin conseguir de hecho pronunciar palabras eruditas.

Shillerman dio un paso hacia los barrotes.

– Nadie puede culparte por defender tu inocencia. Aquí estás luchando por tu propia vida. Es natural y lo entiendo, todo el mundo lo hace. Pero no necesito decirte que el tiempo se está terminando. Y hay mucha gente ahí afuera que se sentiría mucho mejor si supiera que estabas… lleno de remordimientos por el dolor que les causaste. Podrías hacer mucho bien con sólo unas palabras, Frank. Lo estoy diciendo por ti, por tu bien. Te lo estoy pidiendo porque no quiero que vayas con Dios sin hacer bien las cosas que se pueden hacer bien.

Frank dirigió su ojo interior al Dios que siempre le estaba mirando. Saca a este payaso de aquí, por favor, pensó.

Shillerman levantó la mano y apuntó al reloj.

– Mira la hora, Frank, y aléjate del diablo -prosiguió-. Eso es lo que dice el Libro.

– Gracias -La voz de Frank era como un susurro ronco-. No tengo nada que decirle.

– Frank…

– Quiero que me deje en paz -espetó Frank.

La sonrisa en los labios de Shillerman no se desvaneció en ningún momento. Sin embargo, un sutil ensombrecimiento de su expresión -y Frank se percató de todo- revelaba el verdadero grado de desprecio del predicador. Desprecio hacia Frank, desprecio hacia todos los prisioneros a los que pisoteaba con su inmensidad moral. Debía de saber hasta qué punto se reían de él a sus espaldas. Debía de saber cómo le llamaban. Orgulloso como estaba de su walkie-talkie y de sus pantalones tejanos, el hecho de no ser un verdadero guardia debía de inquietarle. No tenía poder real para hacer que los internos cumplieran con la disciplina, y todos se reían de él. Tal vez en su parroquia de St. Charles los hombres le hablaran como si fuera una mujer, pero al menos lo hacían como si de una dama se tratara. Frank se imaginó al reverendo Shillerman narrando sus historias sobre la galería de la muerte a sus amigos llenos de admiración y pensó que esos cuentos necesitarían una buena dosis de adornos para que pudieran dar la talla.

– Mira… hijo -dijo Shillerman moviendo la cabeza con pesar-. Hijo, no hace falta que te diga que llegará un día, y ese día no está muy lejos, en el que quizá desees haber tomado una decisión diferente, pero entonces será demasiado tarde. No te pido que lo cuentes todo, pero no tiene sentido andarse con remilgos. Soy tu capellán y no quiero que te eches a la muerte con este crimen terrible en la conciencia.

La indignación corroía a Frank, dejándole un gusto ácido. Dios santo, si perdiera el control. Cuando llegara Bonnie, cuando Gail…

– Soy tu capellán, ya lo sabes, y cualquier cosa que puedas decir…

– Benson -le interrumpió Frank en voz baja antes de proseguir con un tono más subido-. ¡Ey! Benson.

La silla del oficial de guardia rayó el suelo al levantarse con impaciencia.

– ¿Qué puedo hacer por ti, Frank?

Los ojos de Frank se cruzaron con los del reverendo Stanley. Se aclaró la garganta y midió el volumen de su voz antes de volver a hablar. Luego, en voz baja y tensa, dijo:

– Puedes sacar a este jodido hijo puta de aquí.

Frank levantó el cigarrillo de nuevo y su mano le temblaba tanto que la ceniza cayó por su propio peso.

– Reverendo Gilipollas -murmuró.

El capellán le oyó. Sí, por supuesto, sabía perfectamente que ese era su apodo declarado en toda la prisión. Claro que sí. Y Frank habría apostado cualquier cosa a que el reverendo omitía ese pequeño detalle en sus tertulias con sus amigos. De hecho, estaba convencido de que el apodo le sacaba de quicio. Por supuesto. Le estaba sacando de quicio en ese momento. Frank podía verlo, con cierta satisfacción poco cristiana, al ver cómo la boca de Shillerman se torcía y su garganta empezaba a trabajar para poder tragarse el insulto.

Cuando el guardia se puso detrás suyo el capellán consiguió continuar con ese típico tono lento, suave y pesado del tipo Dios te bendiga.

– Bien Frank, yo estoy siendo sincero contigo. A mí no me gustaría nada que me ataran esta noche a esa camilla sin haber hablado y haberme arrepentido de…

– Venga reverendo, vamos -dijo Benson colocando la mano en el hombro del predicador.

– Porque cuando te claven esa aguja en el brazo…

– ¡Dios! ¡Reverendo! -volvió a interrumpir Benson. Su ojos se dirigieron a Frank y de nuevo al capellán-. Le estoy diciendo que ya basta.

Sin oponer resistencia, pero sin moverse, con las manos todavía entrelazadas delante de el, el reverendo Stanlev B. Shillerman miró al oficial Benson de arriba abajo con gran aire de superioridad.

– Puede resultar molesto, pero tengo que cumplir con mi trabajo.

– Sí, bueno, pero… ya conoce las normas. El consejo espiritual depende exclusivamente del consentimiento del prisionero.

– Que se largue de aquí espetó Frank.

– Lo siento por ti respondió Shillerman.

– Yo también lo siento -dijo Frank con voz apagada-. Créame.

– Vamos, reverendo prosiguió Benson, muy nervioso al oír el tono de voz de Frank-. Estoy hablando en serio. No quiero ningún problema.

Benson incluso le tiró ligeramente la manga.

– De acuerdo, de acuerdo -contestó Shillerman. Levantó ambas manos como si fuera a dar una bendición e impartió su gracia altanera sobre todos ellos.

Benson mantuvo el brazo extendido detrás del capellán mientras avanzaban hacia la puerta, como si temiera que Shillerman se girara de repente y se acercara de nuevo al calabozo. Sin embargo, éste sólo se permitió una última mirada de pena y lamento hacia el prisionero. Luego, el guardia de la puerta la abrió a petición de Benson y Shillerman se fue.

Benson se pasó los dedos por el cabello negro al volver a su mesa.

– Vamos, olvídalo, Frankie -gritó hacia la celda-. Ese tipo es un cabronazo.

Movió la cabeza y se sentó.

– Aquí todo el mundo quiere meterse en el ajo, ya lo sabes -murmuró.

Frank asintió. El pulso le latía intensamente mientras intentaba tranquilizarse. Aplastó el cigarrillo con fuerza para liberar la energía de su mano temblorosa. Se frotó los labios con el puño para secarlos y al hacerlo dirigió la mirada hacia el reloj. Eran las doce y media y sólo faltaban treinta minutos para la hora de las visitas. Se sentía agobiado, tal como había temido. Ahora que su rabia empezaba a atenuarse, sentía la imperiosa necesidad de liberar hasta los últimos remanentes, todo. Una gran presión de angustia le oprimía, y sentía deseos de desgarrarse la piel para liberarla. Deseaba levantarse y aullar, llorar y gritar al cielo, golpear los barrotes, el aire. Todo aquello no estaba bien. El no lo había hecho. No era justo. Y una perniciosa voz interior le susurró: nadie podría culparte. Es lo que cualquiera haría.

Frank cerró los ojos. Sus labios se movían lentamente, apelando a su Dios omnipresente. Evocó la cara de Bonnie y de Gail. Si entraran ahora, si le vieran, luchando desesperadamente contra su destino, llorando desconsolado por la injusticia de todo aquello. ¡Dios! Aquello las torturaría, en su cama, por las noches. Así le verían para siempre, su marido y padre respectivamente, sollozando impotente. Su amargura y su dolor las acompañaría durante toda la vida. Cerró el puño y golpeó ligeramente la mesa repitiendo una y otra vez en su mente: si me dieras la fuerza, si pudiera aparentar tener la fuerza, para que ellas me recordaran así, con la imagen de la fuerza…

– ¡Ach! -dijo.

Abrió los ojos, molesto, amagando toda la pasión en una esquina. Sacó un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa, se lo llevó a los labios y encendió una cerilla con rabia. Se sentó a la mesa detrásde los barrotes de su celda con la cara triste y larga completamente inmóvil. El humo del cigarrillo entre los dedos iba subiendo. Sin expresión alguna en su rostro, esperó la llegada de su mujer su hija.

Esto, al fin y al cabo, se dijo, es lo que hace un hombre.

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