Mientras tanto, yo intentaba entrar en el apartamento de Michelle Ziegler.
No resultaba una tarea fácil. Había estado en ese apartamento unas cuantas veces anteriormente y sabía que no iba a serlo. Las teorías de Michelle sobre la violencia masculina la habían trastornado y había convertido aquel lugar en una fortaleza. Tres cerrojos, una cadena y una barra de policía en la pesada puerta de la entrada. Después de aparcar fuera del viejo edificio del Globe, abrí el portaequipajes del Tempo y me armé con una barra de hierro para el intento.
De entrada, la puerta exterior, la puerta de madera y cristal que daba paso al gran almacén de ladrillo blanco, me retuvo algunos minutos. Primero intenté los timbres. Había visto esa táctica en televisión. Había cinco botones debajo del de Michelle, y los pulsé todos. Desgraciadamente, si alguien estaba en casa, también había visto el truco en televisión, así que nadie me abrió.
Intenté empujar el pestillo con una tarjeta de crédito. Maniobrando entre el extremo de la puerta y la jamba; mirando constantemente por la ventana superior de cristal y echando vistazos al tráfico del bulevar por encima del hombro; controlando los alrededores como si fuera una especie de ratero, que, de hecho, supongo que es lo que era. La calle empezaba a oscurecer, y tal vez el calor empezaba a mermar, pero la humedad seguía siendo muy densa y mi camisa estaba empapada de sudor mientras yo movía el rectángulo de plástico por la ranura de madera. Finalmente, oí un clic. Era mi tarjeta Visa que se acababa de partir en dos. La saqué y examiné los extremos desgastados antes de meterla en el bolsillo de mis pantalones, disgustado.
Respirando con fuerza, volví a mirar por encima del hombro. Entonces lancé la barra de hierro por la ventana superior. La idea era perforar un extremo pequeño de la ventana de cristal, pero todo el panel estalló en pedazos, con un ruido absolutamente desconcertante, como una orquesta de xilófonos afinando antes de empezar el espectáculo. Con el corazón palpitando con desesperación, subí y giré el pomo interior. Había conseguido entrar. El cristal crepitaba debajo de mis pies mientras me apresuraba hacia la escalera.
Subí los escalones de dos en dos. Tres pisos. A pesar de las sesiones en el gimnasio, tres veces por semana, la respiración alterada agitaba mi cuerpo mientras el alquitrán acumulado de diez años de cigarrillos borbotaba ásperamente en mis pulmones. Cuando alcancé la puerta de Michelle, me apoyé contra la pared contigua, jadeando. Asiendo con fuerza la barra de hierro con la palma de la mano, grasienta y sudorosa, miré con ceño funesto la columna de cerrojos robustos. La barra de policía estaba en la parte inferior y sabía que las posibilidades de romperla eran escasas. Sin embargo, estaba dispuesto a forzar todas las bisagras de la puerta si tenía que hacerlo. En cualquier caso, estaba allí y no había tiempo que perder.
Mi pecho seguía agitado, pero me incorporé. Con un gruñido, clavé el extremo de la herramienta metálica en la jamba. La puerta se abrió lentamente.
Traspasé el umbral y me quedé ahí, anonadado. Michelle nunca habría dejado su guarida abierta de aquella manera. Estaba demasiado convencida de que la violencia acechaba en cualquier lugar, leía demasiado los periódicos. De pie, en la antesala de la habitación, con la barra de hierro aferrada en el puño, no podía más que mirar perplejo la estancia oscura e indefinida.
Mis ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad. Las persianas bajadas de los enormes ventanales impedían el paso de la luz. El olor a polvo llegó a mí a través de las sombras grises, a través del calor sofocante. A continuación, percibí las formas de las cajas y las pilas de papeles en el suelo, esparcidas por todas partes. Y la mesa desvencijada apoyada contra una pared. Y la cocina abierta, con una escultura de platos sucios y mangos de sartenes despuntando por el fregadero. Un televisor en miniatura en el extremo más lejano. La puerta del baño. Su cama, contra la pared a mi derecha, un inmenso colchón circular cubierto con almohadas enormes.
Y en el extremo de la cama, sentado, un hombre. Un hombre viejo.
Podía ver su figura con claridad, sentado frente a las persianas, contra la luz agonizante que traslucía a través de las rendijas de las persianas. Podía verle la cabeza y los hombros hundidos, los brazos pendiendo entre las rodillas, y las manos enlazadas. Su presencia explicaba por qué la puerta no estaba cerrada o, al menos, por un instante, no se me ocurrió ningún otro motivo que pudiera justificarla.
Entonces me miró. Lentamente. Sin levantar la cabeza, la giró en dirección a mí. Hundido, encorvado y abatido, me miró con ojos miopes a través de la oscuridad.
– Robe lo que quiera -profirió.
¡Oh! ¡Mierda!, pensé, cuando la idea me vino a la mente.
– ¿Señor Ziegler?
No hubo respuesta alguna. El hombre suspiró y dejó caer la barbilla contra el pecho. Di un paso hacia delante en la habitación, cerrando suavemente la puerta detrás de mí. El ambiente espeso de la entrada me rodeó, se pegó a mí, gomoso viciado.
– No soy ningún ladrón, señor Ziegler-aclaré, con la respiración todavía agitada, sudando e intentando conseguir aire fresco-. Soy un amigo. Un amigo de Michelle. Trabajo con ella en el periódico.
Levantó los hombros y los dejó caer de nuevo.
– Ha sido una confusión lógica -repuso con voz apagada-. Mis amigos siempre llaman a la puerta.
– Sí, claro. Lo siento. -Inclinándome, dejé la barra de hierro en el suelo y me quedé mirándole, rascándome la cabeza. ¿Y ahora qué?, pensé-. Siento lo de Michelle -añadí-. Me gustaba, me gustaba mucho. ¿Puedo…?
Me acerqué a la pared y busqué el interruptor de la luz en la oscuridad. Sobre nosotros se encendió una bombilla desnuda, que colgaba del hilo eléctrico. La calva del hombre se iluminó. Las sombras se retiraron de su alrededor hasta los extremos de la habitación.
El señor Ziegler giró la cabeza para mirarme otra vez. Era imposible predecir su edad: setenta, ochenta tal vez, o quizá menos pero había envejecido en las últimas veinticuatro horas, o en los últimos veinticuatro años. Prácticamente no le quedaba pelo, excepto un flequillo escuálido. Su rostro menudo y redondo estaba arrugado y amagado tras el bigote canoso. Sudor -o lágrimas- resbalaban por los surcos profundos de las mejillas. Tenía los ojos legañosos y amarillentos. El cuerpo era pequeño y frágil como el de Michelle.
– ¿Usted era… -preguntó toscamente- un amigo?
– Sí, sí -respondí-. Trabajábamos juntos. En el periódico. ¿Está…? ¿Hay alguna…? Me refiero… ¿ha ocurrido algo?
Una vez más, suspiró, levantando su pequeño cuerpo y desinflándose de nuevo. Movió la cabeza.
– Las máquinas… la mantienen… -Su voz se quebró.
– Ya -comenté-. Es triste, muy triste.
Miró la habitación, el montón de platos en la cocina, y durante un buen rato no dijo nada más. Me resistí al impulso de mirar el reloj. Sé que iba a decir algo. No sé exactamente qué, cuando el anciano volvió a hablar en tono distante y reflexivo, como si hablara para sí.
– Ahora… tenemos que decidir. Su madre y yo tenemos que decidir si las desconectamos o no. Las máquinas.
Dios, Dios, pensé.
– Ah, sí -respondí. Nunca saldré de aquí.
– Así que estoy decidiendo prosiguió el señor Ziegler-. Estoy aquí sentado y estoy decidiendo.
Volvió a quedarse en silencio, mirando la cocina con ojos ausentes. Mientras esperaba, me parecía ver que la luz del día menguaba a través de las rendijas de las persianas. Los ojos se me fueron por el suelo, recorrieron el suelo, y vi las pilas y pilas de papeles que emergían de las capas de polvo, cajas rebosantes de papeles y cuadernos de notas. Estaban por todas partes, en cada esquina, contra cada pared. Cinco horas, pensé. Para encontrar una única página, un único nombre que tal vez ni siquiera esté aquí. Y con este maldito calor.
El sudor resbalaba por las lentes de mis gafas mientras tenía la cabeza ladeada. Me las quite y las sequé con el trozo de tela interior del bolsillo del pantalón.
– Siento… -repetí, hablando incluso antes de pensar lo que iba a decir-. Siento molestarle, importunarle en un momento como éste.
El anciano asintió distraídamente.
– Michelle era una periodista magnífica declare sin corregir el tiempo verbal. Me volví a poner las gafas. Las lentes manchadas enturbiaban mi vista-. Una reportera de primera -proseguí torpemente-.Cuando se metía en una historia… lo tenía todo, hasta el último detalle. Y lo guardaba todo aquí. Hay un hombre, un hombre inocente, y van a ejecutarlo esta noche, ¿entiende? Y creo que puede haber algo por aquí, algo en estos papeles que podría salvar su vida.
Sorprendentemente la cuestión pareció interesarle. Salió de su trance y me observó con atención.
– ¿Algo que hizo Michelle?,
– Si -repuse-. Sí, y yo he venido a buscarlo. Por eso… -hice un gesto apuntando la puerta.
Parecía estudiar mis palabras, acariciando sus labios inertes, moviendo su rostro marchito, con los ojos desenfocados. Podía oír el tráfico en el exterior. Incluso me pareció oír mi reloj haciendo tictac, pero funciona con pilas y no hace tictac.
– Pues mire -respondió al fin.
– Bien. Bien, gracias.
Me puse manos a la obra. Podía sentir su mirada mientras me arrodillaba entre las bolas de polvo. Aturdirlo en un principio por la cantidad de cajas y pilas de papeles que me rodeaban, me paseé por la habitación de un lado a otro, buscando por dónde empezar. Finalmente, opté por coger un montón de periódicos que yacía junto a mí. Eran periódicos viejos, así que los empujé a un lado. El sudor se deslizaba de nuevo por mis gafas. Me las saqué y las metí en el bolsillo de la camisa. Me pasé la manga por la cara a medirla que las gotas de sudor tamborileaban en la capa de polvo que cubría el suelo. Alcancé una caja de cartón y la acerqué a mí. Indagué en ella, quitando de un tirón los cuadernos de notas, hojeándolos, mirando con ojos de miope la escritura de Michelle, menuda y apretada, pero legible. La mayoría de las notas tenían que ver con un antiguo juicio por asesinato, una mujer que había disparado a su marido un tiro en la nuca mientras dormía. Me acordaba del caso. Michelle insistía en que se trataba de defensa propia. Casi me rompe la crisma cuando me reí de ella. Devolví los cuadernos a la caja original y la empujé junto a los periódicos. Tenía el rostro empapado en agua y los pulmones me dolían al avanzar a gatas por el suelo, mientas las bolas de polvo se dispersaban por el suelo y se me pegaban a las palmas de las manos como una película de arena.
Y durante todo el tiempo, sentía a aquel hombre, como si estuviera encima mío, analizándome con esos ojos húmedos y amarillentos. Agarré otra caja.
El se aclaró la garganta.
– Usted es su amigo -irrumpió entonces-. Usted dijo antes que… es su amigo.
Le miré. Sin las gafas, me parecía una figura borrosa.
– Sí, me gustaba mucho.
Miré hacia abajo y continué escudriñando la caja.
– Eso está bien prosiguió al cabo de un rato-. Usted parece un hombre agradable. Algunos de sus novios…
– No, yo no era su novio.
La caja parecía contener una colección aleatoria de artículos sobre atrocidades diversas, atrocidades cometidas por América contra otros países, atrocidades de blancos contra negros, atrocidades de hombres contra mujeres.
– Nunca fuimos novios. -Metí bruscamente las atrocidades en la caja y la aparté.
Parecía impresionado.
– ¿Quiere decir que sólo eran amigos?
– Sí.
Cogí otra pila de papeles y la repasé brevemente antes de dejarla junto a las demás. Sentía la cabeza cargada. Necesitaba abrir una ventana, respirar un poco de aire fresco, pero no quería perder tiempo. Me acerqué a la cama donde el anciano estaba sentado.
– Está muy bien eso de que tenga un amigo manifestó-. Es una chica tan inteligente, tan guapa, pero nunca… Nunca tuvo muchos amigos.
Estaba a punto de decir que gustaba a todo el mundo, del modo en que se dicen esas cosas, automáticamente, pero la mentira se me encallo en la garganta y me limité a coger otra caja y a seguir rebuscando.
– A mí siempre me pareció -explicó el señor Ziegler lentamente- una muchacha enfadada.
Me detuve un momento y tosí a causa del polvo. Ahora que estaba más cerca de él le veía con más claridad. Podía verle suplicándome a través del agotamiento manifiesto en su rostro.
– Si respondí. -Supongo que buscaba una confirmación de sus palabras-. Sí, supongo que sí. Era una persona enfadada. Secándome la cara, rebusqué en el fondo de la caja.
– ¿Por qué? preguntó por encima de mí. ¿Por qué estaba tan… tan enfadada todo el tiempo?
– Bueno, ya sabe. Tenía muchas teorías. Supongo que pensaba que el mundo debía de ser un lugar mejor.
– ¿Qué le hacía pensar algo así? -inquirió el señor Ziegler.
– No lo sé, señor. A mí siempre me ha parecido tan bueno como cada uno se merece.
Todo lo que había en esa caja no me servía de nada. Cuadernos diversos, hojas de papel. La dejé a un lado y cogí la siguiente.
– Todo el mundo parece tan… tan enfadado hoy en día-comentó el anciano tristemente.
– ¿De veras?
– Todo el mundo.
– Quizás. Pero eso es sólo por los periódicos. Uno no puede creerse todos esos chismes. Nos gusta escribir sobre gente enfadada. Ya sabe, es emocionante y provoca controversia.
Esa caja estaba llena de libros. Básicamente patrañas feministas. Muchos libros con las palabras Síndrome y Trampa en los títulos. Saqué algunos de la caja y vi la bolsa de plástico llena de marihuana al fondo. Rápidamente, volví a meter los libros para esconder la bolsa.
– La mayoría de la gente intenta sobrevivir -moví la cabeza intentando despejarla. Las paredes parecían cercarme por todos lados. Me levanté.
– Tengo que abrir una ventana -indiqué.
Vacilé unos instantes mientras la sangre bajaba de mi cabeza. Temí desmayarme, pero la sensación pasó. Crucé la sala y levanté la persiana del ventanal central. La luz no me deslumbró. El cielo al este, encima de los edificios bajos, se tornaba de color añil intenso. El sol se estaba poniendo y la noche estaba al caer.
Levanté con fuerza la ventana. El aire y el ruido del tráfico penetraron en la habitación al mismo tiempo. El calor de la habitación hacía que el aire resultara casi frío. Sentí el frío en la cara, secándome la piel. Noté el bienestar en mis pulmones. Mi cabeza empezó a despejarse al respirar el aire fresco. Me saqué las gafas del bolsillo, las puse a contraluz, saqué la camisa de los pantalones y limpié los cristales de las gafas antes de ponérmelas de nuevo. Me apetecía con locura un cigarrillo, pero encenderlo en aquel momento me parecía una falta de respeto.
Detrás de mí, el señor Ziegler se aclaró la garganta ruidosamente.
– No creo… -aseguró-, no creo que le gustaran los hombres. A veces escribía cosas y se las enviaba a su madre. No creo que le gustaran los hombres.
Dios mío, pensé, pero ¿qué quiere este hombre de mí? Me pasé las dos manos por el pelo, expulsando el exceso de agua.
– Sí, bueno -expliqué a la ventana abierta. Los hombres y las mujeres… ya sabe cómo son estas cosas. Ella estaba enfadada. Como le decía, ella tenía muchas teorías, y todavía era muy joven.
Volví a mirar la sala, repleta de pilas y cajas desalentadoras. La recorrí con la mirada.
– Cuando las chicas… cuando odian a los hombres de esta forma, cuando los meten a todos en el mismo saco como hacía ella -indicó el señor Ziegler, asintiendo para sí -en realidad se refieren a sus padres, ¿no cree?
– ¡Uff! ¡Dios! -me reí tenuemente.
Si supiera algo sobre la naturaleza humana, estuve tentado de decir, ¿cree usted que sería periodista? En lugar de eso, respondí:
– Bueno, ya sabe usted… la gente… Todos generalizamos. Pero no son más que chismes. Créame, señor, yo escribo todas esas cosas para ganarme la vida, pero todo eso es basura.
De repente, se me ocurrió una idea y miré a la mesa que se encontraba a mi derecha. Inmediatamente, mi ojo captó el titular: Beachum al patíbulo.
¡Por supuesto! Era la historia en la que estaba trabajando. Estaba en la caja más cercana a la mesa que le servía de escritorio. La caja se encontraba junto a las patas de la mesa, semicubierta por el cable enrollado que conectaba el ordenador portátil. Desde donde estaba al entrar, no habría podido verla antes, pero ahí de pie, junto a la ventana, el recorte de periódico sobresalía de la caja, y se veía con suficiente claridad desde el otro lado de la habitación.
Al verlo, volví a tambalearme, me sentía vacío y vacilante. Avancé despacio y me arrodillé junto a la caja. Empecé a mover rápidamente los dedos hojeando los papeles que contenía. Todo estaba allí. Todo lo relativo al caso Beachum: periódicos, cuadernos de notas, hojas sueltas, memorandos fotocopiados. Y muy cerca había otra caja repleta de lo mismo.
Michelle, pensé, lo tenía todo. Lo guardaba todo. Se habría convertido en una de las buenas.
Me instalé en el suelo y empecé a vaciar las cajas, analizando los papeles con atención antes de dejarlos a un lado. Quería leerlo todo, sin omitir detalle, buscando pistas, pero no había tiempo. Sólo podía dedicar un segundo a cada artículo, a cada imagen de cada memo, a cada página de cada cuaderno de notas, a cada historia en cada papel, hojeándolas ávidamente, buscando un nombre en el que tal vez Michelle ni habría reparado, un nombre que yo ni siquiera conocía.
Estaba llegando al nivel raso de la primera caja cuando el señor Ziegler gritó. Es decir, puso las manos sobre las rodillas con fuerza y emitió un sonido desapacible, como si le acabaran de arrancar físicamente un pensamiento de la mente.
– ¿Cómo le pueden pedir a su padre…?
Le miré. El sudor se agolpaba de nuevo en mi frente y me pasé la manga para impedir que volviera a empañarme las gafas. Maldita sea, maldita sea, pensé. Va a explotar. Nunca acabaré con esto. Pero un instante más tarde, dejó caer los puños en los muslos, inclinando la cabeza. Volví a la caja. Proseguí con mi trabajo y cogí otro cuaderno de notas.
– Intentas hacer bien las cosas pensando en ellos explicó detrás de mí. Parecía estar discutiendo con un adversario invisible-. Pero ¿cómo sabes lo que necesitan? ¿Acaso crees que vienen con instrucciones? -Bajó el tono de voz-. Desconecte la máquina, te dicen -murmuró. Yo no le miré. Seguí con los papeles-. A su propio padre.
Después de aquello, permaneció un buen rato en silencio. El susurro y el ruido sordo del tráfico se coló con el aire por la ventana. El papel crujía mientras avanzaba rebuscando en la caja de Beachum, mientras hojeaba las páginas, página a página, página tras página.
Aun así, pese a lo concentrado que estaba, casi me pasó por alto. Habría sido fácil omitirlo. Estaba apuntado rápidamente en la contraportada de un cuaderno de notas. Probablemente, algo que Michelle habría anotado confidencialmente del archivo de algún policía. Posiblemente, ni tan sólo tenía la intención de seguir esa pista, pero Michelle anotaba todo lo que encontraba, siempre. Así era ella. El cincuenta por ciento de las veces, no tenía ni idea de lo que había descubierto.
Pero yo sí. Lo sabía. Era él. El asesino.
Warren Russel. 17 años. 4331 Knight Street. Entrvdo 7 julio petición propia. Entrado en apcmto. de Pocum cuando NL salía. Vio nada.
Durante unos segundos permanecí allí arrodillado, con el cuaderno de notas pegado a ni mano, con los dedos sudorosos que corrían la tinta al final de las páginas.
Michelle, maldita sea, pensé. Idiota. Estúpida. Tonta de capirote. Habrías sido tan buena. Habrías sido una de las mejores.
Volví a leer la nota manuscrita. Warren Russel. Diecisiete. Era él, sin duda. Tenía que serlo. Nadie más estuvo allí. Si Frank Beachum era inocente, entonces Russel tenía que haber entrado justo después y apretado el gatillo. Miré el nombre escrito en la hoja, mientras la letra se tornaba borrosa. Warren Russel, pensé. Warren Russel. Le he encontrado. He encontrado al bastardo que se cargó a Amy Wilson.
Respiré profundamente, intentando tranquilizarme. El aire estaba atestado de polvo, podía notarlo impregnándome la tráquea. Intenté pensar con lucidez. Knight Street, pensé. Knight Street. Cerca de Olivette. Podía llegar allí en quince minutos, veinte a lo sumo.
Poco a poco, bajé la mano. Mis ojos recorrieron la habitación sin propósito fijo hasta que se toparon con el señor Ziegler. Estaba hundido de nuevo en el extremo de la cama, con la cabeza gacha, los hombros encorvados y las manos enlazadas entre los muslos. Movía los labios, en silencio. Estaba hablando consigo mismo. Me quedé mirándole sin verle realmente.
¿Y luego qué?, pensé. Cuando llegue a Knight Street. ¿Qué hago entonces?
Estaba claro que no iba a llamar a la policía. Tenía algunos amigos en las fuerzas del orden, pero ninguno de ellos iba a perder su empleo por mí. No iban a mojarse con algo así sin el consentimiento del fiscal. Pero ir allí, solo, enfrentarme a ese tipo, un pistolero, un asesino, solo.¿Qué podría hacer? Apuntarle con el dedos decirle: «Vamos muchacho, la justicia es la justicia». Y, además de todo esto, aquella dirección tenía seis años de antigüedad. ¿Cuántos chacales de diecisiete años se quedaban en una misma dirección durante seis años?
Me levanté con el cuaderno de notas todavía empuñado en la mano. Da igual, decidí. Sea lo que sea, tengo que intentarlo. ¿Qué más podía hacer? Tenía que echarme a la calle y esperar que todavía rondara por ahí, esperar que no me disparara un balazo, esperar que confesara. O algo así.
Eran las siete y media pasadas. Sólo me quedaban cuatro horas media, lo cual no me dejaba mucho tiempo para ser creativo. Tenía que intentarlo.
– Lo encontré -anuncié, con la voz tan apagada que apenas se oyó algún sonido.
Aun así, el señor Ziegler levantó la cabeza.
– ¿Acaso es pedir demasiado? -preguntó, siguiendo con su conversación silenciosa en voz alta-. Con su educación de lujo, sus artilugios. Médicos de alto postín. Si al menos consiguiera que me escucharan un minuto. Al menos podría decírselo.
Me saqué las gafas un segundo y me di un masaje en las sienes con la mano. Me estaba entrando dolor de cabeza.
– Tengo que irme -indiqué.
La energía que le quedaba se esfumó y dejó caer la cabeza de nuevo.
Avancé hasta la puerta, despacio, inclinándome para recoger la barra de hierro antes de irme. Me incorporé, mirando en dirección a la cama, en dirección al anciano. No se me ocurría qué decir, así que hice un gesto con el cuaderno.
– Encontré lo que necesitaba expliqué. -No respondió-. Sabía que lo tendría. Habría sido una gran reportera algún día, ella… -Mi voz se quebró.
Me quedé ahí de pie en vano. Levanté la mirada al techo, enlucido, sucio y agrietado. ¡Dios!, pensé. Y pensé en Luther Plunkitt. En el aparcamiento al exterior de la prisión. Con esa sonrisa pegada a su cara, con ese conocimiento terrible enterrado en sus ojos. Nadie sabe nunca lo que realmente es correcto, pero siempre hay alguien que tiene que pulsar el botón. Así son las cosas.
– Creo que ella lo entendería, señor Ziegler -opiné al fin.
Las palabras me supieron a ceniza. ¿Cómo iba yo a saber si lo entendería o no? Y sin embargo era lo único que fui capaz de decirle.
– Creo que lo entendería.
El hombre soltó un bufido áspero.
– Tan enfadada -murmuró mirando el suelo-. Las cosas ocurren en esta vida. No podemos controlarlo todo, Michelle.
Empecé a hablar de nuevo, pero no creo que estuviera escuchándome. Me callé y, unos segundos más tarde, me fui.