1

Frank Beachum despertó de un sueño del Día de la Independencia. Su última imagen antes de la hora, una ficción cruel en un sueño que había sido extrañamente profundo, teniendo en cuenta las circunstancias. Había vuelto al patio trasero de su casa, antes de ir a la tienda de ultramarinos, antes del picnic, antes de que la policía apareciera para llevárselo. Se había impregnado otra vez con el calor de la mañana estival. Había vuelto a oír el ruido del cortacésped. Había notado la presión del mango de la máquina contra la palma de la mano e incluso olido la hierba. También había oído su voz, la voz de Bonnie, llamándole a través de la puerta mosquitera. Había visto su cara, la cara que había sido, respondona y compacta, debajo de su pelo corto y leonado, pálida y nada guapa. Nunca había sido guapa, pero sus grandes ojos azules, tiernos y alentadores, le daban un halo de sensualidad. La vio sosteniendo la botella, la de la salsa A-1. La había estado agitando de arriba abajo para mostrar que estaba vacía. Él había permanecido en el traspatio bajo el sol caliente, y su hija pequeña, Gail, volvía a ser un bebé. Sentada en su caja de arena, junto al molde de plástico en forma de tortuga. Golpeando ruidosamente la arena con su pala y riéndose escondida, riendo al mundo en general.

A Frank le había parecido estar allí. No se asemejaba en absoluto a un sueño.

Durante unos momentos antes de levantarse, permaneció inmóvil, de lado, con los ojos cerrados y de cara a la pared. Su mente se aferraba al sueño, lo retenía con terrible nostalgia. Pero el sueño se fue disipando lenta y despiadadamente y la celda de la muerte volvió a él. Notó el catre debajo de su hombro y observó la pared blanca de piedra delante de su cara. Se volvió, esperando que… Pero había barras en la puerta de su jaula. Y un guardia al otro lado, sentado frente a su amplia mesa, mecanografiando la ficha cronológica: 6.21 – El prisionero se despierta. El reloj colgaba de lo alto de la pared encima de la cabeza inclinada del guarda. Quedaban diecisiete horas y cuarenta minutos para que le sujetaran con correas a la camilla, antes de que le condujeran a la cámara de ejecución para recibir la inyección.

Frank se recostó en el catre y parpadeó mirando el techo. El sabio hombre chino dice que cuando un hombre sueña ser una mariposa, en realidad, podría ser una mariposa soñando ser un hombre. Pero el sabio hombre chino se equivoca. Frank conocía la diferencia, sin lugar a dudas; siempre la había conocido. Ese peso de plomo que se pegaba a él como una doble piel, toneladas de tristeza y terror: todo aquello era lo real, era la vida misma. Cerró los ojos y durante un par más de segundos dolorosos todavía pudo oler el césped recién cortado. Pero no como podía sentir el movimiento de las agujas del reloj, no del modo que sus terminaciones nerviosas percibían el paso del tiempo.

Apretó los puños contra los costados. Si al menos Bonnie no viniera, pensó. Todo iría bien si Bonnie no viniera a despedirse. Y Gail. Ya no era ningún bebé. Tenía siete años. Dibujaba para él árboles y casas con sus lápices de colores.

– ¡Hey! -le diría-. Esto está realmente muy bien, corazón.

Eso iba a ser lo peor, consideró. Estar sentado con ella, con ellas, viendo pasar el tiempo. Temía no ser capaz de soportarlo.

Poco a poco, se sentó en el extremo del catre. Se llevó las manos a la cara como si fuera a frotarse los ojos y permaneció inmóvil durante unos momentos. Ese maldito sueño le había llenado el corazón de dolor y nostalgia de los viejos tiempos. Debía recomponerse o la nostalgia le haría flaquear. Esa era su mayor inquietud. Sentirse desfallecer. Si Bonnie lo viera derrumbarse al final, o, Dios mío, si Gail lo viera… el recuerdo las acompañaría a lo largo de sus vidas. Sería la imagen que conservarían de él para siempre.

Se incorporó y respiró hondo. Era un hombre de metro ochenta, delgado y musculoso, con anchos pantalones verdes de prisión, y camiseta de béisbol estarcida con el número CP-133. El abundante pelo oscuro le caía sobre la frente como una descarga desigual. Tenía el rostro enjuto y arrugado, y los ojos muy juntos, de color marrón, profundos y tristes. Se pasó el pulgar por los labios, secándolos.

Sintió los ojos del vigilante fijos en él y se volvió para mirarle. El guardia había levantado la vista de la máquina de escribir en dirección a Frank. Su nombre era Reedy. Un muchacho delgado pero fuerte con una cara blanca muy severa. Frank recordó el comentario de alguien diciendo que había trabajado en la farmacia del pueblo antes de irse a Ostage. Hoy parecía nervioso y azorado.

– Buenos días, Frank -dijo.

Frank saludó con la cabeza.

– Te apetece tomar algo? ¿Quieres desayunar?

Frank sentía el estómago revuelto, pero aun así estaba hambriento. Carraspeó para que la voz no sonara ronca.

– Tomaré un bollo y un poco de café, si hay -respondió. Su voz tembló un poco al final.

El vigilante hizo una pausa para anotar la petición en su informe cronológico. Luego se levantó y habló con el guardia que estaba al otro lado de la puerta de la celda, y éste miró a través ella. También parecía nervioso y pálido y recibió las instrucciones sobre el desayuno de Frank con gran respeto y solemnidad. Había un cierto aire de ceremonia en todo el procedimiento. Frank sintió nauseas: un paso tras otro en un ritual inevitable. Igual que un minuto sucede a otro.

– Ahora mismo te lo traemos -declaró Reedy solemnemente. Volvió a su mesa y se sentó. Anotó la transacción en su informe: 6.24 – Pedido de desayuno retransmitido al oficial Drummer.

Sentado en el extremo de su catre, Frank se miró los pies. Intentó no pensar en el pobre y nervioso Reedy. Procuró centrarse en sus pensamientos, abstraerse de todo hasta conseguir sentirse como si estuviera solo. Puso las manos entre las rodillas, apretándolas. Cerró los ojos y se concentró. Empezó a rezar su plegaria matinal.

Eso lo tranquilizaba. Siempre era consciente, en cada momento, del ojo de Dios observándole, pero cuando rezaba podía sentirlo ahí, junto a él, con toda claridad. El ojo permanecía inmóvil, sin pestañear, y oscuro, como esa cámara en las esquinas de los ascensores que te observan justo cuando te sientes más solo y apartado. Al rezar, Frank recordó que no estaba solo y sintió esa mirada atenta. Tras ella, se dijo, habría otro mundo distinto, un sistema judicial completamente diferente, distinto del Estado de Missouri. A ese sistema, y a su juez, suplicaba en sus plegarias.

Rezaba para cobrar fuerzas. No para él mismo, comentó, sino para su mujer, para Bonnie, y para su hijita pequeña. Pidió a Jesús que las tomara en consideración ahora, en su último día. Y suplicó que le diera toda la fuerza para decirles adiós.

Al rato empezó a sentir aliento. El sueño estaba medio olvidado. Levantó la vista hacia el reloj de la pared y sintió que el ojo de Dios no se separaría de él.


2


Ahora bien, a menudo, el ojo de Dios y el de los medios de comunicación se confunden, o así lo hacen sobre todo los medios de comunicación. Pero tanto si Frank Beachum era observado por el primero como por el segundo, un miembro de este último lo tenía bien presente en su corazón y en su mente.

Michelle Ziegler, del St. Louis News, era un personaje formidable. Joven, una cría en realidad, tenía sólo veintitrés años. Pero sus inseguridades no se evidenciaban, aunque sí su altanería encantadora, atractiva e inteligente que provocaba terror en los corazones de los hombres y un desdén envidioso en las mentes de las mujeres. A mí, por ejemplo, me gustaba bastante. Tenía una cara oval y suave, una nariz romana y grandes ojos castaños que veían lo suficiente como para hacerte sudar. Vestía como lo que era: una universitaria potente suelta por el mundo. Blusas escotadas que realzaban su figura -una forma que se habría llamado graciosa cuando la gracia todavía era un concepto-, y faldas tan cortas que algunos de los machos menos maduros del News mantenían una apuesta permanente sobre el color de sus bragas. Yo gané cuarenta dólares una vez que acerté que el color era el rosa tres veces seguidas.

Era una buena reportera, o iba a serlo algún día. Tenía autoridad y la gente hablaba con ella; creo que le daba miedo no hacerlo. Es más, una visión social amplia e intransigente de su enorme cerebro borraba cualquier escrúpulo que hubiera podido tener sobre sus métodos. Estaba dispuesta a ligar, mentir, chantajear, aterrorizar y robar para hacerse con la información. Cualquier tipo de información: cuando iba detrás de una historia, recababa cualquier detalle, cualquier documento, cualquier comentario de cada una de las personas implicadas que pudiera encontrar, a pesar de que en la mayoría de los casos no hiciera referencia posterior alguna a esa información sino que la guardaba en cajas de cartón apiladas en el excéntrico desván donde vivía. No sabía escribir muy bien, y sus ideologías universitarias eran tan íntimas y apasionadas sobre el papel que los editores que tenían que volverlas a redactar habían apodado sus historias con el nombre de «El ascendente fuego Michelle». Pero dejando al margen todo esto (y afortunadamente los editores solían hacerlo), Michelle siempre conocía los hechos, absolutamente siempre.

Le habían asignado el caso Beachum unos seis meses antes: una muestra del respeto de Bob Findley hacia su talento. Tenía un pase de prensa para presenciar la ejecución y, de algún modo, se las había agenciado con algún truco para lograr una entrevista de última hora cara a cara con el convicto. Esa entrevista, debo confesarlo, inspiró todo mi respeto. Violaba el protocolo de la prisión, que limitaba cualquier contacto de la prensa con el prisionero, incluso telefónico, pasadas las cuatro de la tarde del último día. Yo había tratado con el alcaide de Osage, Luther Plunkitt, y me había parecido tan flexible respecto a ese tipo de normas como un muro de ladrillos. Michelle debía haberse quedado en cueros delante de él para conseguir la autorización de tal entrevista -lo que sin duda hubiera hecho, pues no tenía escrúpulo alguno. Y a mí eso me gusta.

La noche anterior a la de su visita a la prisión, el domingo por la noche, Michelle se acercó a grandes zancadas a mi despacho para hablar profesionalmente de algunos aspectos del caso. Golpeó con su elegante puño la superficie de mi mesa y sonrió con ese tipo de furia irónica que amedrentaba a cualquier gran editor.

– Que se jodan -dijo humorísticamente.

Yo suspiré aliviado. Había sido un fin de semana muy largo (la gente se mataba sin parar) y deseaba vivamente tomarme el día siguiente libre. Me había quedado apoyado contra el respaldo de la silla para violar una última vez la política antitabaco del periódico, antes de irme a casa con mi mujercita. Me bajé las gafas y me pellizqué el puente de la nariz. No me quedaban energías para mantener una discusión periodística seria.

– Se acabó -prosiguió Michelle-. Hablo en serio -comentó mientras se paseaba con aire preocupado, una y otra vez, detrás mío-. Voy a volver a la universidad para obtener mi doctorado en filosofía. Estoy harta de tanta mierda. Voy a escribir sobre cosas importantes.

– Michelle -dije-. Odio decirte esto, pero tienes veintitrés años: no tienes ni idea de lo que es importante.

De nuevo esa sonrisa llena de ironía, pero se rió a pesar suyo.

– Jódete tú también, Ev -respondió.

Yo también me reí a pesar suyo. Michelle me gustaba de verdad.

– De acuerdo -asentí-. ¿Qué han hecho?

– Él. Alan. Mann. -Tres palabras para un mismo tipo. Estaba fuera de sí-. El Gran Macho Blanco del Universo. Se ha cargado mi crónica del caso Beachum. He trabajado en esa crónica durante dos semanas. Ha pasado de Bob. Simplemente, ha pasado de él. Era lo mejor de la historia.

Intenté mostrarme comprensivo, pero no era fácil. Había echado una ojeada a su crónica en el ordenador. Un típico y fanático texto de Fuego Michelle. El enfoque era que sólo estábamos cubriendo la ejecución de Beachum porque el era blanco, así que estábamos dejando de lado a la larga serie de hombres negros en la fila de la muerte, al tiempo que deificábamos a la víctima embarazada de Beachum a fin de enmascarar la cultura patriarcal que había dado lugar a la violencia que la había matado. No me miren, ese era el enfoque. Personalmente, pensé que Alan se había reprimido al anularlo sin más. Personalmente, yo primero lo hubiera torturado.

Michelle estaba ahí, de pie, mirándome, esperando una respuesta, con su puño de nuevo apoyado firmemente sobre mi mesa. Finalmente, para animarla, dije:

– Bueno, al menos todavía podrás presenciar la ejecución. Suele ser bastante emocionante.

Enrojeció de repente. Cerro los ojos y abrió la boca: señal inequívoca de que había sobrepasado los límites del entendimiento humano.

– Estoy hablando en serio insistí-. Una vez vi una en Jersey. Son emocionantes. Además, qué diablos, considerando el tipo de personas a quienes se ejecuta, bueno, es divertido.

Su boca permanecía cerrada, sus nudillos aferrados a mi mesa.

– No sé por qué. No se por qué sigo hablando contigo -replico como si hubiera tomado la resolución de contener ese placer-. No sé por que narices continuo esta conversación.

Acto seguido, respirando profundamente para contener su ira, se fue moviéndose en zigzag por las mesas de la gran sala.

Puse los pies sobre la mesa continué fumando. A decir verdad, yo tampoco sabía por qué continuaba hablando conmigo. Pero lo hacia. Supongo que es otro de los muchos misterios de la vida.


Esa noche. Michelle se fue a casa en lo que debía ser unir de sus peores estados de ánimo. Se echó en la cama de su desván durante tres horas, meditando tristemente mientras caía la noche de ese día de verano. Al cabo de un rato, se fumo un porro para relajar sus nervios agarrotados.

Su desván, como explicaba, era un lugar excéntrico, enorme, sombrío, amueblado como su habitación de la universidad, con cajas y bolas de polvo, pilas de periódicos viejos y libros y tratados a medio leer. Estaba situado en el tercer piso de un almacén de ladrillo blanco que había sido sede del Globe-Democrat antes de que quebrara. El letrero del período con su logotipo todavía colgaba de la puerta exterior. Sólo había otro desván ocupado, y la calle en la que se encontraba el edificio era un pasillo industrial: gasolineras, zonas de aparcamiento y restaurantes baratos de cocina rápida que se multiplicaban en los barrios bajos del norte de la ciudad. Pero Michelle amaba ese desván intensamente, lo sentía muy suyo: por el logotipo del globo y porque se encontraba a una manzana del Post-Dispatch y a una y media del mismo News. Porque para ella el hedor era fragancia, brillaba con el aura de los periódicos. Periódicos, el gran romance de su época universitaria. Agentes para el cambio social, historia en el instante, campos de batalla de las crónicas de opinión. Ella se había creído toda esa tontería. Amaba los periódicos. Incluso ahora. A pesar de todo, los amaba.

Hoy, sin embargo, el lugar no hacía más que acrecentar su depresión. A medida que las franjas amarillas del sol cansado se retiraban por las hendiduras de las persianas y se desdibujaban. Dio una calada al porro y miró a través del humo las cajas esparcidas por todas partes. Cajas llenas de papeles sueltos, bloques de notas y documentos arrugados. Rebosantes de detalles, historias, explicaciones minuciosas y olvidadas de las historias en las que había trabajado. Pedazos de información que había recabado con el instinto inútil de una ardilla otoñal. La tenían enterrada en todo aquello, se dijo a sí misma. Alan Mann, Bob Findley. La tenían ahogada en detalles insignificantes y hechos de poca monta. Cuando pensaba en las cosas que había escrito en la universidad… Grandes cosas sobre temas realmente importantes. Teorías que la habían convertido en la estrella del Departamento de Estudios para la Mujer en Wellesley. La universidad de la bruja y el eunuco, solía llamarla yo cuando quería que perdiera los estribos. Allí se había sentido alguien brillante. Diseccionando el racismo y el patriarcado; poniendo de manifiesto el carácter opresivo de la cultura europea; comentando Foucault (¡el dulce Foucault!), y la tiranía interna de las sociedades libres. En esos días pasados, había sentido esa oleada intelectual de comprensión conocida sólo por los adolescentes, los psicópatas y los profesores de universidad. Y ahora estaba agobiada, atascada y ahogada entre esas cajas, pedazos de información y detalles insignificantes e inútiles.

Y lo que más la deprimía, lo que de verdad la ponía enferma mientras permanecía reclinada sobre la cama, era que se había empezado a dar cuenta (o, al menos, había empezado a sospechar) que ésa era la razón por la que había aceptado el trabajo en el News. Había comenzado a confesarse a sí misma que amaba esas cajas, con sus trozos de papel arrugado, sus hechos insignificantes y disparatados -esas historias- mucho más de lo que había amado al Departamento de Estudios para la Mujer en su querida universidad de la bruja y el eunuco.

Permaneció echada en la cama del desván durante unas tres horas, meditando tristemente y fumando hasta que sintió la frente inmensa y el cerebro flotando por su interior. Entonces, no menos nerviosa que antes, se levantó y salió hacia la puerta en dirección a los territorios urbanos vacíos del domingo por la noche.


Condujo su pequeño Datsun rojo hacia Laclede’s Landing bordeando el río, esperando encontrar actividad y movimiento. Durante la media hora siguiente, más o menos, anduvo por las avenidas empedradas entre los edificios de ladrillo rojo, vagando por las calles, yendo de una farola anticuada a otra, mirando altanera y con desdén las sombras de los turistas y de sus hijos que pasaban a su lado: el Gran Americano Ignorante que no conocía todo lo que ella conocía. Al final se detuvo en un club de jazz que permanecía abierto justo para ese oficio degradado. Se sentó sola junto a una pequeña mesa redonda y empezó a beber whisky diluido con una cierta dosis de melancolía. En la entrada de la sala, un trío de viejos blancos parecía tocar St. LouisBlues una y otra vez. Les miró con un movimiento negativo de la cabeza, con sobrada superioridad, y siguió bebiendo.

No estuvo mucho rato sola. Un joven la reconoció, un médico interno que había estado de caza toda la noche. Se apoyó en la barra del bar, con un whisky en la mano, y se la quedó mirando. Michelle se había desabrochado el escote de la blusa. Su falda marinera terminaba en la parte superior de sus muslos. El interno conocía bien su trabajo e intentó ver de qué humor estaba. Abandonó el pasamanos de metal de la barra del bar y se lanzó hacia donde ella estaba cruzando la sala casi vacía.

Su nombre era Clarence Hagen. Era bastante atractivo, con una abundante cabellera bien peinada y una sonrisa elegante que decía: «Seguro que no valgo nada, ¿pero a que soy un encanto?». Se sentó a la mesa junto a Michelle, pidió una copa y empezó a menospreciar la clientela de cara fláccida hasta que Michelle empezó a relajarse. Entonces, con mucha habilidad, empezó a escuchar y alternativamente fruncía el ceño con interés y se apoyaba en su silla impresionado por la claridad de sus ideas. Animada y bebida, ella liberó toda su sabiduría, le explicó la cultura de un continente con el parloteo seguro, impaciente y ambicioso propio de sus viejos días de universidad. Por supuesto, Michelle sabía que era un hijo de puta. Era lo bastante inteligente para darse cuenta de ello. Pero pensó que saberlo ponía las cartas de su lado. Se sentía cínica, sofisticada e indiferente, poderosa en su libertad mientras jugaba con aquel hombre. Se sentía mucho mejor de lo que se había sentido desde que Alan se había cargado su crónica, eso seguro.

Ella y Hagen salieron juntos del bar, el brazo de él sobre los hombros de ella, la cadera de ella rozando cómodamente el muslo de él. Tomaron coches distintos y partieron hacia la Ciudad Universitaria donde vivía Hagen. Michelle seguía despacio detrás del Trans Am en su propio Datsun. Tenía que luchar para mantener el volante recto y los ojos abiertos mientras conducía. Después de unos veinte minutos aparcaron frente a un edificio de tres plantas estilo Tudor de pacotilla que el interno compartía con otros dos médicos. El joven Clarence escoltó a Michelle adentro.

Y allí, se la folló, como si de un pistón se tratara, rápidamente, en una habitación del piso de abajo. Para entonces, Michelle estaba tan bebida que empezó a desvanecerse cuando él todavía estaba en plena actuación. Se dejó llevar hacia el océano de su propia mente y se quedó ahí con algún otro hombre, en algún día futuro, cuando la vida fuera más sencilla y alguien la amara. Al cabo de un rato, se percató de que Clarence, que ya se había corrido, estaba roncando encima suyo. Salió como pudo de debajo de su cuerpo y se acurrucó en la parte superior de la cama, tan lejos de él como pudo. Se dijo a sí misma que se sentía cínica, sofisticada e indiferente y que Alan Mann se podía ir al infierno y pudrirse allí. Se dijo a sí misma que así era la Vida y perdió el conocimiento.

Y así fue cómo la reportera del St. Louis News pasó la noche anterior a la entrevista en la galería de la muerte con Frank Beachum.


Sobre las seis y media de la mañana siguiente -justo cuando Beachum se despertaba de su sueño- Michelle forzó sus párpados pegados y deseó, al igual que Beachum, estar en otro lugar. Se apartó de Hagen, que dormía, como si fuera una babosa, y avanzó dando traspiés hacia el cuarto de baño, para mear y lavarse la cara. Permaneció recostada sobre el lavabo durante unos instantes creyendo que iba a vomitar. Al ver que no, se levantó y empezó a temblar violentamente. No era una llorona, pero ahora tenía que contenerse para no llorar.

Hagen se despertó mientras ella se vestía. Se sentó en la cama, con la cabeza entre las manos. Michelle se abrochó rápidamente. No podía imaginar algo que él pudiera decir y que no le diera ganas de asesinarle.

¿Te apetece tomar un café? -murmulló.

– Cierra la boca -respondió.

– ¡Ey! -replicó-. ¿Qué he hecho? -Mientras se iba, él masculló algún insulto y un gesto de ahí te pudras. Luego se echó de nuevo sobre la cama con los brazos extendidos y la lengua fuera.

Michelle salió por la cocina, donde los compañeros de piso de Clarence la saludaron con un par de miradas impúdicas y soñolientas que la sacaron de madre.

Dio un portazo y echó a andar tambaleándose hasta el coche.

Condujo hasta encontrar un McDonald’s cercano. Pidió un café y se lo tomó en el aparcamiento, paseándose de extremo a extremo del Datsun. Maldijo a Hagen y a su sexo, pero no sirvió de nada. ¡Estúpida! Se dijo finalmente a sí misma. ¿Cómo puedes ser tan inteligente y tan estúpida a la vez? Un camionero que pasaba ruidosamente por la carretera le soltó un grito obsceno, algo sobre poner la cabeza debajo de su minifalda. Se sintió sucia y horrible y se escondió detrás del volante de su coche.

Allí, finalmente, empezó a llorar. Su cara se deshizo como la de un niño y, al igual que un niño, se desesperó. Lloró a mares gimió en voz alta, con la garganta contraída hasta que se sintió ahogada en sus propias lágrimas. Se cogió la cabeza con las manos, agitándola y moviéndola adelante y atrás, azotando su cara con la cabellera. Desaliento, desesperación. Sola, tan terriblemente sola. Ningún novio desde el instituto. Sin amigos desde los tiempos de la universidad. Y ya entonces sin amigos verdaderos, pues estaba demasiado por encima de ellos. Su vida social estaba colmada de errores de criterio. Su carrera, en la que confiaba para respetarse a sí misma, estaba en un pozo. Lo sabía todo sobre todo y nada sobre nada y no tenía la menor idea de cómo debía vivir su vida. Al menos en eso creía, en su sabiduría.

– Mi vida es una mierda -escupió con rabia, hiriéndose así misma, llorando-. Mi vida es realmente una mierda.

Sobre las 7.05 de la mañana se había desahogado y se sentía mejor. Intentando sobreponerse, lanzó el vaso de café al asiento trasero del coche, al vertedero trasero de vasos de café vacíos, embalajes de comida rápida y periódicos sensacionalistas y bloques de notas y crónicas de prensa. Con un suspiro de alivio se estremeció y arrancó el motor del coche. Había tomado una decisión, se había dicho a sí misma. Sabía qué iba a hacer. El coche chirrió al entrar en la carretera, serpenteando con violencia.

Probablemente, alguien habría debido detenerla. Dios sabe que la policía está saturada de trabajo; no pueden estar en todas partes. Aun así, alguien habría podido hacerla volcar la noche anterior, con la borrachera que llevaba. Y esta mañana no estaba mucho mejor. Sentía la cabeza febril y pesada. La nariz taponada. El estómago era como un volcán vuelto al revés. La vista cansada y borrosa, y con todo el alcohol y la droga que llevaba en la sangre, y el hartón de llorar que se había pegado. Ella sabía que estaba pensando con el engranaje oxidado, pensando lentamente, reaccionando lentamente. Pero ¡qué diablos! Ya había vuelto a casa en ese estado antes. Lo había hecho un montón de veces. Y nunca había sufrido accidente alguno. Imaginó que esa vez no sería una excepción.

Todo iba bien, al principio, por el ancho bulevar que conducía al otro extremo de la ciudad. El tráfico del lunes por la mañana era rápido, pero poco denso. Michelle pegó sus ojos a las luces rojas traseras del coche que estaba justo delante, dejó que la arrastraran como si se tratara de la mirada fija de un vampiro, corrió tras ellas como si estuviera en trance. Pensaba en su decisión. Se asentía a sí misma, con los labios apretados con fuerza. Pensó que se quedaría en el periódico. Para eso había nacido; lo sabía y no iba a permitir que nadie la obligara a renunciar. Ella era mucho más inteligente que ellos -Alan, Bob, yo mismo-, era más lista que todos nosotros e iba a ser mucho mejor que todos nosotros. No era preciso que les gustara, se dijo a sí misma, bastaba con que publicaran sus crónicas.

Hizo una mueca al sentir su vientre sulfurado. Necesitaba con urgencia ir al lavabo, pero no quería detenerse. Deseaba llegar a casa y ducharse para sacarse de encima toda esa idiotez, empezar de nuevo, hacer las cosas bien y hacer que Alan Mann se tragara todas y cada una de sus palabras. Luego se dirigiría a Everett, pensó. Everett le enseñaría. Él era el mejor de todos ellos, por bastardo que fuera, y ella conseguiría que le enseñara todo lo que sabía. Entonces el haría una de sus bromas estúpidas, pero ella acabaría ganando. Pisó el acelerador. Pasó colinas, la llanura, gasolineras, pequeños cafés pintorescos. Todo pasó como un torbellino confuso, como una embrollada lejanía. Los grandes ojos de Michelle brillaron con determinación. Sus labios se perfilaron hacia arriba, en una sonrisa decidida. , pensó.

Y entonces entró en la Curva del Muerto.

Así la denominaba la gente del lugar. los periódicos, a veces, también. No era un nombre original, supongo, pero sí suficientemente preciso. Aquí, en el extremo de la ciudad, la carretera daba un giro a la izquierda, en un arco largo, repentino y amplio. El trafico acelerado giraba por él, en un viraje sin fin hacia la gran vía flanqueada de árboles, sin nada más que un área de servicio a la derecha, donde la curva alcanzaba su ápice. Muchos coches habían perdido el control en este punto. En los últimos dieciocho meses había habido dos accidentes mortales. Michelle entró en la curva con el gas a fondo y su mente ausente. Tenía los ojos casi cerrados y una sola mano al volante, mientras con la otra se acariciaba el estómago con un suave masaje.

En plena curva, las ruedas traseras del Datsun perdieron el agarre al asfalto. Michelle sintió cómo la parte posterior de su coche se desprendía del suelo. Recibió una sacudida y, asustada, giró el volante en sentido opuesto, justo lo contrario de lo que debería haber hecho. El coche empezó a zigzaguear violentamente y, a pesar del ángulo de la curva, el Datsun salió disparado en línea recta. Omitió el viraje y pasó rosando la acera hasta incrustarse en el aparcamiento. El tramo de asfalto resbalaba por la grasa del combustible. El Datsun empezó a dar vueltas. Parecía ganar velocidad. Michelle luchaba desesperadamente con el volante, pero sin éxito. El coche dio varias vueltas de campana y la pared blanca del garaje de la gasolinera se crecía desde el otro lado del parabrisas.

Michelle profirió un grito quebrado:

– ¡Socorro!

El coche chocó de frente contra la pared.

Michelle salió despedida de su asiento como un cohete. Dio de lleno contra el parabrisas y el cristal explotó. Su carne se desgarró con el impacto, sus huesos se quebraron como leña, sus tripas y su vejiga se vaciaron, y perdió el conocimiento. El cuerpo cayó con un ruido sordo sobre el capó plegado como si de una bolsa de ropa sucia se tratara. La blusa azul se tiñó rápidamente de rojo.

Y allí permaneció, inmóvil, mientras el humo y el vapor silbaban a su alrededor.

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